Santiago Masarnau (Sobre la confianza en Dios, la humildad y la resignación, que son los tesoros de la Sociedad) 1854

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A medida que la Asociación de San Vicente de Paúl se va extendiendo en España, debemos procurar más y más, los que tenemos la buena suerte de pertenecer a ella, estudiar su verdadero espíritu, la tendencia santa de todas sus prácticas, y sacar de ellas todo el partido posible para el servicio de Dios, el bien de nuestros prójimos y nuestro bien propio. Si meditamos en presencia del Señor las bases de nuestro reglamento, el origen de nuestra Asociación, el desarrollo prodigioso que ha obtenido, los bienes que está produciendo, los males que puede precaver, no podremos menos de reconocer la mano de Dios en todo ello, y de admirar su bondad y su misericordia para con nosotros, y el beneficio tan grande que nos ha dispensado al llamarnos y reunirnos en medio del mundo, bajo la protección del gran modelo de calidad, nuestro venerado San Vicente de Paúl.

En efecto, señores y amados hermanos, nuestra Asociación ha nacido, (o más bien ha resucitado, pues su verdadero fundador fue el mismo San Vicente de Paúl), en una época llamada de luces, pero en la que la santa antorcha de la fe se iba extinguiendo rápidamente; en una época de ilustración y de humanidad, según se dice por todas partes, pero en la que, sin embargo, notamos bastante relajación de costumbres, y el orgullo y el egoísmo dominándolo todo; en una época de tolerancia aparente, pero de indiferentismo real para todo lo que no es dinero, placer, vanidad, intereses materiales, goces de los sentidos, disipación, locura!…

En esta época justamente, y en el centro mismo de Europa, dispone Dios que se forme (como se forman todas las cosas de Dios, es decir, sin saber cómo, y de un modo hasta inverosímil), una sociedad de jóvenes seglares, que tiene por objeto extender la caridad, o lo que es lo mismo, aplicar el único remedio a la gran llaga de la época. Esta asociación se extiende rápidamente por toda la nación francesa: pasa luego a las naciones vecinas, salva los mares, y en pocos años llega a establecerse en todos los puntos del globo. ¿No se ve aquí claramente la mano de Dios? Esta mano benéfica que el hombre observador y humilde no puede menos de reconocer en todos los objetos que le rodean, desde el globo deslumbrador del sol hasta la más pequeña florecita, en toda la economía del mundo físico y en la del mundo moral, desde el trastorno de los imperios, hasta la conservación del más ignorado individuo. Pues esta mano benéfica nos ha llamado a nosotros a la Asociación de San Vicente de Paúl; y bien merece por cierto nuestro agradecimiento y nuestro esmero en corresponder a los grandes beneficios que continuamente nos está dispensando. Al efecto nada más conducente, al menos en nuestra opinión, que el estudio y la observancia de nuestras reglas, porque, como dice nuestro Manual, si las guardamos fielmente, es bien seguro que ellas también nos guardarán a nosotros. Nuestras reglas, nuestras bases no pueden ser más sencillas; pero al mismo tiempo no pueden ser más conformes al espíritu del Evangelio, ni más fecundas por consiguiente en buenos resultados. Considerémoslas una a una,’ y nos prendaremos forzosamente de su solidez y de su perfecta conveniencia.

Nuestra primera base se puede decir que es la confianzas Dios. Señores: es muy común hablar de esta virtud, particularmente entre gentes religiosas y de buenas costumbres; pero sin entenderla bien, es decir, sin observar que sus límites verdaderos están en lo infinito, o lo que es lo mismo, no existen. ¿En qué ocasiones, y hasta cuándo hemos de confiar en Dios? ¡Siempre, y por siempre! Nuestra Asociación así lo entiende, así lo practica al pie de la letra; y si no, veamos con qué cuenta para socorrer a sus pobres, para darse a conocer, para extenderse, etc. Con nada, absolutamente con nada!—Esa es justamente la razón porque socorre tanto, y se extiende tanto. Confía en Dios, y únicamente en Dios.

A los ojos de la prudencia humana parece una temeridad ir a buscar al pobre a su propia habitación, cultivar su trato, ocuparse en aliviar sus miserias y las de su familia, físicas o morales, sin contar con nada seguro, para llevar a cabo esas miras benéficas, y hacer frente a los gastos considerables que deben necesariamente motivar. Esto es, sin embargo, lo que nuestra Asociación ha hecho desde un principio, y sigue haciendo con un número ilimitado de menesterosos, número que en la actualidad no conocemos, pero que bien podemos calcular que no será ya de los que se pueden expresar con cinco guarismos. Nadie se obliga, sin embargo, entre nosotros a dar nada. ¿De dónde viene este dinero que paga todos nosotros gastos? ¿Quién lo trae? Nadie lo sabe; y sin embargo, viene siempre y sigue viniendo, y seguirá de fijo, si no nos falta la confianza en Dios, que es nuestro verdadero tesoro.—Lo mismo nos sucede con respecto a los medios de extendernos. Escritos, funciones, anuncios, nada de esto empleamos para darnos a conocer y para extendernos. Y sin embargo, nos vamos dando a conocer, y nos vamos extendiendo cada día más y más, ¿Por qué? Porque confiamos en Dios, y únicamente en Dios.—Esta es una de nuestras más sólidas bases; pero no es la única.

Tenemos además la preciosa humildad, que entra por tanto en todas las fundaciones de San Vicente de Paúl, en el espíritu de, todas sus obras, y muy particularmente en todo nuestro reglamento. Sin humildad ¿qué sería de nosotros? Sin humildad verdadera, humildad práctica, ¿se podría acaso establecer una sola i de nuestras Conferencias? Por eso nuestra Asociación no ha omitido medio alguno de conservar esta firme base de todas sus prácticas, hasta el extremo, si es que en el cultivo de la humildad pudiera haberlo. Aquí está la razón de toda su organización y de todos sus procederes. Aquí se descubre la verdad y la rectitud de todas sus intenciones. Por aquí se explican muchas cosas en nuestra Asociación, que a primera vista parecen muy diferentes de lo que realmente son, como v. gr. el secreto de la colecta, el incógnito que guardamos con nuestros pobres, la pequeñez de las limosnas que generalmente les llevamos, la organización meramente seglar de las Conferencias, la ciega sumisión a las autoridades eclesiásticas, a los consejos y hasta a las más leves insinuaciones de los señores miembros de honor, etc., etc.

Tanto esmero, tanto cuidado en mantener entre nosotros esta gran base de la humildad del modo más seguro, esto es, por medio de la práctica, no está demás, señores, atendida la tendencia natural del hombre al orgullo, y el partido grande que de ella saca el astuto Satanás para corromper y desvirtuar nuestras mejores acciones. Un célebre orador, eI P.Lacordaire, dijo en un sermón pronunciado en la catedral de París hablando de nuestra Asociación, estas notables palabras. “Esos jóvenes que se han retiñido bajo la protección de San Vicente de Paúl para rezar juntos, para socorrer en comunidad al enfermo y al pobre, para llevarles el pan y el consuelo, han puesto su castidad bajo la custodia de su caridad; la más dulce de las virtudes bajo la custodia de la más fuerte”. Hermosa idea que nosotros no nos atrevíamos a publicar, pero que no había dejado de influir en la formación y en la extensión de nuestra querida Asociación. Pues bien, ya en este camino, nos parece que el orador después de sentar esa frase que tanto llamó la atención; estos jóvenes han puesto su castidad bajo la custodia de su caridad, pudiera haber añadido: y su caridad bajo la custodia de su humildad. Porque si bien es cierto que sin caridad no hay verdadera castidad; tampoco creemos que sin humildad pueda haber verdadera caridad.

Otra de las bases de nuestro humilde instituto, es también la preciosa virtud de la conformidad, sin la cual tampoco podría mantenerse; porque en el ejercicio de nuestras prácticas nos es continuamente necesaria, indispensable. Con efecto, en el trato de los pobres descubrimos todos los días miserias y aun necesidades, que no alcanzamos a aliviar del todo. Esto mortifica nuestra caridad según nos parece; pero en realidad lo que mortifica es nuestro orgullo, nuestro amor propio, que sabe disfrazarse muy bien para engañarnos. El hombre de verdadera caridad no se asusta por muchas ni por muy grandes que sean las miserias que descubra. No extraña por ejemplo encontrarse con pobres ingratos o inmorales. Sabe que los hay, que no puede menos de haberlos; que aun entre las personas más morigeradas y religiosas, se descubren siempre mil debilidades y flaquezas, que debemos disimular y perdonar en vista de las propias, que también nos tienen que sufrir los demás. Por consiguiente se conforma siempre con la voluntad de Dios, séanle los hombres agradecidos o ingratos; aprécienle, o le desprecien; encomien sus buenas obras, o las atribuyan a hipocresía o a otra mala causa.

Lo que importa al hombre de verdadera caridad es hacer todo lo que pueda, todo lo que alcance por el bien de sus semejantes, con la recta intención de servir y agradar a Dios, y únicamente a Dios. Pero en cuanto al resultado de sus esfuerzos, y sobre todo a la interpretación que pueda dárseles, descansa tranquilo en la santa virtud de la conformidad, y con la misma indiferencia se oye llamar santo que malvado; porque los que pueden llamarle uno ú otro, no son los que busca en sus esfuerzos y sacrificios. Dios ve su corazón, y esto le basta, y le sobra con mucho. ¡Preciosa virtud de la conformidad! ¿Quién en el mundo podrá vivir sin ella, ni un solo momento, tranquilo? En medio del desbarajuste de ideas que generalmente reina; entre la confusión de juicios que todo lo equivocan; en esta gran casa de locos, o por mejor decir, hospital, cómo ya se ha denominado alguna vez con bastante exactitud, porque no solo reina la locura, sino la locura acompañada de otras muchas enfermedades; ¿quién sin conformidad podrá, constante obrar el bien y padecer el mal, que son los dos grandes objetos a que debemos todos aspirar? Si queremos agradar al mundo, o tenemos la debilidad de temer su desagrado, ¡miserables por cierto de nosotros! Que nada hay más voluble, más caprichoso ni exigente que la opinión del mundo. Es por tanto indispensable despreciarla del todo, si hemos de dar un paso en la carrera de la caridad; y al efecto nos bastará cultivar en nuestro corazón la santa virtud de la conformidad.

Resumiendo, pues; diremos que la confianza en Dios, la humildad, la conformidad son nuestros verdaderos tesoros, de los que hemos de sacar inmensas riquezas para nuestros pobres y para nosotros mismos. Estas son nuestras minas; y si acertamos a explotarlas con esmero y con constancia, no tendremos motivo para envidiar a los que las poseen de oro y de plata. Estos metales no son lo que el mundo cree. Con ellos se compra todo, menos la felicidad; y con ellos se compra generalmente, como dice nuestra Santa Teresa, el fuego eterno. Pero las virtudes de la confianza en Dios, la humildad y la conformidad, todo lo alcanzan, todo lo pueden, y a todas horas están obrando prodigios. Nosotros, los que tenemos la dicha de ver al pobre de cerca, los presenciamos, continuamente. Entre los muchos casos notables que pudiéramos referir para probarlos milagros que a cada paso están obrando esas virtudes a nuestros ojos, solo citaremos uno,.de que no todos ustedes tendrán noticia, y que nos parece digno de su atención.

Una de nuestras familias más apreciables ocupaba un cuartito modesto, pero bastante cómodo y salubre’, que entró a habitar sin que el casero tuviese noticia de la escasez de recursos que muy a menudo la aqueja. El empeño mayor de esta familia, tan honrada como pobre, era pagar el cuarto al corriente para no dar, al casero motivo de queja, ni aun de sospecha; y así lo verificaban a costa de todo género de sacrificios. Llegó, sin embargo, un mes en que de ninguna manera les fue posible reunir la cantidad necesaria para satisfacer el alquiler; y grande fue su apuro a la hora que solía venir el casero, el marido, lleno de vergüenza, se marchó, y la pobre mujer quedó con sus hijitos para recibirle. Previendo la escena desagradable que la esperaba, se puso a rezar de corazón a la Virgen del Pilar, de quien es muy devota, y estando en su sencilla, pero fervorosa oración, llaman, a la puerta, y se presenta el casero. ¡Terrible momento para la pobre mujer! Pero ¡cuál sería su asombro al oír que la dice:—«Señora: Vd. creerá que vengo a cobrar, porque me tocaba hoy; pero realmente más bien vengo a contraer con ustedes una deuda.—¿Pues cómo? dice la pobre mujer.—Porque acaba de llegarme del pueblo un hermano, y viene vestido cómo suelen ir en los pueblos; es decir de modo que no puede presentarse aquí a nadie. Y como su marido de Vd. es sastre, he pensado que podría hacerle cuanto antes un vestido completo para que salga a la calle. Así que considero inútil cobrar el alquiler, porque luego ajustaremos cuentas, y ustedes me dirán lo que sobre él les debo»—¡Imagínese la alegría de la pobre mujer al oir estas palabras! No sabemos cómo se compondría para disimularla; pero al referirnos el caso ella misma, lloraba verdaderamente de placer.

Estos prodigios de la fe, que estamos presenciando todos los días, deben abrirnos los ojos cada vez más y más al brillo hermoso y puro de las virtudes, y cerrárnoslos a los falsos resplandores de las glorias mundanas. Ya que carecemos del silencio, de la quietud, del sosiego y de la calma de aquellos que el Señor ha llamado al retiro de un claustro, procuremos aprovechar estas ‘gracias que nos dispensa en medio del mundo corrompido en que vivimos. El trato del pobre es fecundo en grandes enseñanzas, y en él se descubre a menudo el verdadero valor de las virtudes evangélicas. Si nosotros frecuentamos este trato en espíritu de humildad, es indecible el bien que podemos reportar. De paso que procuramos aliviar sus miserias, advertiremos lo mucho que aliviamos también las nuestras; «porque, como dice tan bellamente nuestro inmortal Granada, en la mano seca y descarnada que nos atiende el pobre, el hombre carnal nada ve; pero el hombre de fe ve el remedio más apto y eficaz para curar las heridas de nuestra alma, para calmar la hinchazón de nuestro corazón y los dolores agudos que de esta hinchazón provienen.» Por el contrario, si damos con orgullo, o si tenemos la debilidad de permitir la menor entrada a esta terrible pasión en nuestro corazón, el trato del pobre, nos hace padecer mucho, y lo que es peor todavía, nuestra limosna perderá todo su mérito a los ojos de Dios. No hay precaución que baste para evitar tanto mal en la práctica de la caridad, y por eso nuestra Asociación ha adoptado desde el principio todas las medidas posibles con ese objeto. Mas ni aun así se logrará completamente, si todos nosotros no procuramos cooperar por medio de la práctica constante de la humildad y del combate continuo del orgullo. Si logramos ser humildes, tendremos mucho adelantado para conseguir que nuestros pobres lo sean; y si hacemos ú nuestros pobres humildes, les haremos más bien que si les hiciéramos ricos; porque el tormento de la pobreza, su verdadero aguijón, no está tanto en el hambre y en el frío, como en la mortificación del amor propio, en la falta de humildad que no deja al pobre recibir la pobreza de la mano de Dios como una verdadera bienaventuranza.

Estas preciosas virtudes de la conformidad, de la humildad, de la confianza en Dios, tan necesarias para visitar y socorrer al pobre con fruto, no pueden adquirirse ni sostenerse sin la práctica de la oración. Nuestras Conferencias empiezan y terminan con ella siempre; pero esto no basta, como ustedes conocen. Es preciso que nuestra oración sea en cierto modo continua. Es preciso que nuestro constante esmero en la práctica del bien y en el sufrimiento del mal, haga de todos los instantes de esta vida pasajera, otros tantos escalones para subir a la vida eterna. Aquí estamos en un plano inclinado, en el que no cabe reposo. Es preciso que subamos, para quemo bajemos; y la fatiga, y el sudor, y el cansancio, en vez de arredrarnos, deben animarnos a subir cada vez más y más. Nadie sube sin trabajo; y los que vemos padecer a nuestros pobres, nos han de alentar a padecerlos que el Señor nos envíe, con resignación, y hasta con verdad era alegría. ¡Dichoso, sí, dichoso el que aprende a padecer!

Procuremos persuadirnos bien de esta idea para inculcarla en el ánimo de nuestros pobres. Los placeres, los honores, las riquezas, todo lo que halaga nuestro amor propio y nuestra concupiscencia, nos conduce a la infelicidad eterna. Aceptemos por lo tanto el dolor, el desprecio y la pobreza, como lo que realmente son, como medios preciosos de alcanzar la bienaventuranza eterna; y el Señor nos reunirá a todos en ella.—Así sea!

 

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