Junta general celebrada en Madrid» el día 8 de Mayo de 1859, Domingo del Buen Pastor.
El Presidente del Consejo, después de dar gracias a los señores miembros de honor que honraban la Junta con su presencia, y previa la venía del Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad, leyó el siguiente discurso:
Amados hermanos en J. C,
Próxima ya la época del año en que suelen salir fuera de Madrid muchos de nuestros queridos consocios, por una temporada más o menos larga, nos ha parecido del mayor interés llamar la atención de todos ustedes sobre los medios de que pueden valerse los que viajan, hablando en general a fin de que no sea del todo perdido para ellos y para la Sociedad ese tiempo precioso, que por desgracia tan generalmente se malgasta.
En primer lugar es preciso fijarse bien en que un Socio de San Vicente de Paúl no deja de pertenecer a la Sociedad porque viaje, ni deja tampoco de serla útil, si aprovecha las ventajas que la misma circunstancia de viajar le ofrece tanto para sostener, como para propagar su espíritu. Difícil le será ya por fortuna encontrar un país en que la Sociedad no sea conocida, por mucho que viaje fuera y dentro de España; pero sí se hallará con facilidad en pueblos en que no esté establecida. ¿Qué debo hacer en este caso? Bebe tratar de establecerla y, consígalo o no, ponerse inmediatamente en comunicación con la Conferencia a que pertenece, o el Consejo del pueblo (si lo hay) en que está establecida.
Es de admirar la indiferencia con que muchos proceden en este particular. Para ellos parece como si la Sociedad estuviera limitada a la sola Conferencia a que ordinariamente asisten, y así que la pierdan de vista no hay para ellos Sociedad. Y sin embargo, ¡qué bien tan incalculable pudieran hacer procediendo de otro modo, esto es, como dice el Reglamento, que en uno de sus artículos (el 54) expresa claramente las obligaciones de los Socios que viajan! Podrán llegar sin duda a un pueblo en que no haya Conferencia, pero no a uno en que no haya necesidades espirituales y materiales que aliviar, tanto en los ricos como en los pobres, y en el que por consiguiente no falte la Conferencia, si no la hay; y organizar una Conferencia ¡es tan fácil! Ya sabemos que el espíritu del mal trabaja por hacer creer lo contrario, y esto es lo que más nos honra acaso, pero ¿seremos tan débiles y tan cobardes, que nos dejemos amedrentar por sus astucias y engaños? No. El ejemplo de consocios nuestros que han organizado Conferencias en pueblos en que a nadie conocían, debe animarnos con la persuasión do la facilidad que hay para lograr ese objeto cuando se procede del modo debido. Las dificultades dimanan siempre de que no se sigue fielmente el espíritu propio de la Sociedad, ese espíritu de humildad, de obscuridad, de sencillez que desde su origen la caracterizó, y al que en todo y por todo debemos procurar conformamos siempre. Y así sucede, por ejemplo, ¿cuántas veces lo hemos visto? que en vez de organizar una Conferencia humildemente y sin que casi se sepa hasta que, a pesar suyo, se vaya dando a conocer por sus hechos en el pueblo, se dice a todo el mundo que se va a organizar, y se acaba por meter mucho ruido, sin hacer nada de provecho, o bien haciendo lo que luego hay que deshacer con mucho trabajo y pérdida de mucho tiempo, Pero, sin conocer a nadie, dirán acaso algunos, ¿cómo puede un forastero organizar una Conferencia en un pueblo? Por descontado que debe ser necesariamente raro este caso; pero aun en él hemos visto los medios ingeniosos que la Caridad ha sugerido a algunos de nuestros queridos consocios. No debemos citar nombres ni lugares, pero si podemos referir hechos que bien merecen llamar nuestra atención.
Llegó un consocio nuestro a un pueblo en el que sólo conocía a un venerable Sacerdote, e inmediatamente se presentó a él, no para hablarle de la Sociedad, sino para pedirle que lo hiciese conocer a un joven en el pueblo, que reuniese tales y tales circunstancias, las marcadas en el Reglamento; y el Sacerdote desde luego le dirigió a uno de toda su confianza. Nuestro consocio se avistó con éste, le explicó el objeto de la Sociedad, y encargándole la elección de tres o cuatro sujetos que pudiesen pertenecer a ella, quedaron todos citados para la noche siguiente en casa del mismo señor Eclesiástico a quien debían el haberse conocido. A la noche siguiente con efecto acudieron ya cuatro a la cita, y quedó constituida la Conferencia en presencia del señor Sacerdote, que se enterneció de júbilo al comprender lo que de aquella cosa tan pequeña podía surgir, y nuestro consocio partió de allí inmediatamente. En pocos pueblos de España ha prosperado más la Sociedad.
Otro consocio nuestro llegó a un pueblo en el que sólo conocía a un joven de toda su confianza y, después de intentar en vano el organizar la Conferencia dirigiéndose a personas de categoría y representación, imaginó el siguiente sencillísimo medio.
Preguntar a su amigo si conocía algunos pobres en el pueblo; rogarle le llevase a visitarlos; volverlos a visitar con algunos socorros en especies; proponerle el hacer lo misino todas las semanas, y luego llevar una nota da las familias visitadas y otra de los socorros que se las iban suministrando; y después repasar ambas notas todos los domingos o una hora convenida y decir las oraciones del Reglamento, antes y después; leer un capítulo de la Imitación; y por último invitarle a que trajese algún amigo de toda su confianza que pudiera agregárseles, y la Conferencia estaba formada.
Otro caso todavía creemos debe referirse, y es, el de un consocio que se hallaba en una ciudad a la que acababa de llegar y en la que a nadie absolutamente conocía. Se fue a una Iglesia en la que se celebraba una función a María Santísima. Se encomendó de veras a nuestra amorosísima Madre y protectora, y la pidió le deparase siquiera un consocio. Se le ocurrió, o acaso diríamos mejor, la Virgen le inspiró el siguiente medio. Aguardar a que la función se acabase; observar si quedaba algún devoto orando después de que se hubiera marchado toda la gente, y dirigirse a él sin reparo. Así lo hizo, y no le pudo salir mejor la idea, puesto que el devoto se quedó en efecto, que a él te dirigió francamente, que de él fue perfectamente acogido, y que juntos fueron a visitar a su Confesor, al que habiéndole explicado el objeto de la Sociedad y sus prácticas, entró tan de lleno en la continencia de organizar una Conferencia, que a los dos días ya tenía elegidos entre sus penitentes mismos, y reunidos en su casa, unos cuantos jóvenes que la compusieron por de pronto.
Estos hechos, mis muy amados hermanos, nos muestran con evidencia la facilidad con que su puede organizar en cualquier parte una Conferencia y hasta sin relaciones de ninguna especie; y organizada, ya es facilísimo obtener el permiso del señor Párroco, (sin el cual efectivamente no puede continuar); porque ¿cómo se ha de negar a concedérsele? Cuanto más sencillo, más humilde y más oscuro es el camino que se adopta, más seguramente nos lleva a su término en esto como en todo; pero, por desgracia, no se suele proceder así. Unos empiezan por dirigirse a las autoridades, como si fuera esto necesario, dando así desde luego una publicidad a la idea, que perjudica mucho pura su buena realización. Otros acuden a un señor Párroco y le piden que Ies forme una Conferencia, como si aquel señor no tuviera otra cosa que hacer y estuviese obligado a conocer nuestra Sociedad y sus estatutos. Otros se empeñan en buscar personas de viso y de representación y de muchos intereses, sin las que Ies parece que la Sociedad no puede establecerse con probabilidad de que se mantenga y prospere. Todos caminos errados, que, como dijimos antes, o no conducen a nada, o llevan a la formación de Conferencias, que cuesta mucho después organizar bien, y a veces no se consigue. Reunidos tres o cuatro jóvenes de buena voluntad, sólidamente religiosos, y que, sin ser precisamente ricos, no sean tampoco del todo pobres, la Conferencia está formada, y sólo tiene que ponerse inmediatamente en comunicación con el Consejo Superior y, reconocida por éste, obtener el consentimiento del señor Párroco respectivo, si es que no lo tiene ya, como más generalmente sucede.
De todas estas observaciones debemos deducir tres cosas, que son: 1.a Que el Socio que viaja puede ser tan útil, o más, a la Sociedad, que el que no sale do! pueblo en que está establecida la Conferencia a que pertenece: 2.a Que debe inmediatamente agregarse a la Conferencia del pueblo a que llega, si la hay; y 3.a de que, en el caso de 1:0 haber Conferencia en aquel pueblo, debe tratar de organizaría sin pérdida de tiempo y del modo más sencillo que le sea posible, sin olvidar nunca, que desde que ingresó en la Sociedad se alistó en la bandera de Jesús y que debe considerarte obligado a trabajar por extender bus humildes conquistas, cuando menos tanto como trabajan los partidarios de Satanás en extender las suyas, aunque todas de orgullo, vanidad y mentira.
Nuestra posición en el mundo, ya lo hemos dicho en otra ocasión, es comprometida. Nosotros y los mundanos somos dos pueblos enteramente diferentes, y al mismo tiempo como incrustados uno en otro. El nuestro, que es muy inferior en número, tiene necesariamente que suplir a fuerza de celo y actividad lo que le falta para defenderse de los ataques del otro y para ganar algún terreno en la lucha. Muy parecida nuestra situación a la de los primitivos cristianos, estamos rodeados de paganos, como aquellos, con la diferencia de que éstos se llaman cristianos, no siéndolo en realidad, y aquellos se llamaban lo que eran, esto es, paganos. Que somos dos pueblos enteramente diferentes ¿quién no lo advierte a cada puso? ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, el pueblo que durante el Carnaval vemos correr por las calles con vestidos y ademanes propios de una multitud de locos y el pueblo que en aquella misma época está postrado delante de los altares invocando la misericordia del Señor por los mismos que con sus gritos y algazara perturban la devoción de los fieles? ¿Qué tiene que ver la piedad que arrastra a los verdaderos católicos a la casa del Señor con el furor de riquezas, de honores y de placeres con que son arrastrados los partidarios del mundo a los templos de Pintón, do Venus y de Apolo, disfrazados con los nombres de palacios, bolsas y teatros? Es verdad que este pueblo enemigo en medio del cual nos bailamos, no nos persigue con el hacha y la hoguera, ¿pero deja acato de perseguirnos con la burla y el desprecio’, persecución tan temible como la otra, pues que consigue los mismos, o acaso más extensos resultados? Este pueblo astuto nos observa, y no perdona medio de criticar nuestras acciones y de privarlas del poco mérito que a sus mismos ojos pueden llegar a tener. Notémoslo bien, que nos conviene. En vista del desarrollo (pie la Santa Caridad va tomando con la extensión de nuestra humilde Obra y de otras análogas, que se van estableciendo, nos dice ufano: —Para dar limosna al pobre no se necesita en manera alguna ese fundamento religioso de (pie ustedes pretenden no poder prescindir. Las ideas economistas y políticas que yo profeso, conducen al mismo resultado, puesto (pie, según ellas, me conviene dar al necesitado para evitar el que, cansado de pedirme en vano, se acuerde de que me puede arrebatar a la fuerza lo que de grado no le quiero ceder, y venga yo a quedarme de resultas sin su parte y sin la mía.—Idea diabólica que tiende nada menos que a robar al pobre todo el mérito de la gratitud, y al que le socorre todo el mérito del sacrificio. De aquí la llamada filantropía, la falsa Caridad, como la denominó el Exmno. Sr. Arzobispo de Cuba en una de nuestras reuniones pasadas; el amor a la humanidad basado en el egoísmo, en vez de estarlo en el amor de Dios.—De aquí la limosna que humilla al necesitado y le irrita, en vez de la limosna que le consuela y le enaltece.— De aquí la importancia exagerada de los cálculos y de las tablas y de la aglomeración de recursos materiales con olvido total del amor y de la abnegación y de las demás virtudes evangélicas.—De aquí ese empeño absurdo de hacer desaparecer los pobres, de hacer que no los haya o que, al menos, no se vean, en vez de amarlos de corazón por Dios, y apreciar el gran bien que nos hace su vista, aunque no fuese más que para neutralizar en algún modo el gran mal que nos está haciendo continuamente la vista del fausto y del orgullo que por todas partes nos rodea.—De aquí, en fin, las innumerables consecuencias que no pueden menos de sallar a la cara a todo el que quiera reconcentrarse un poco en sí mismo, cerrar los ojos del cuerpo para abrir los del alma, como dice nuestra Santa Teresa, y reflexionar sobre lo que nos está pasando.
Se llama limosna lo que no puede en verdad llamarse así, como se llama filantropía lo que debiera llamarse de otro modo muy diferente, y en fin, se miente en todo, y más que en todo en el empleo y uso constante de las palabras, habiéndose introducido y generalizado da resultas una funestísima confusión en bis ideas, de la que todos más o menos participamos. Sirva de ejemplo para demostrarlo la más noble y hermosa de las palabras. La misma palabra amor. ¿Qué significa esta palabra muy comúnmente, y no sólo en los teatros, y en las novelas, sino hasta en las conversaciones más honestas y de las personas más moralizadas? ¿Podemos desconocer que con esa hermosa palabra se designa una pasión brutal, que no merece otro nombre, y que convierte al hombre en el más cruel y abyecto de los seres? ¿Qué tiene que ver el amor con el apetito carnal que guía a los héroes de novela en todas sus descabelladas empresas? ¿Cómo se llama con el mismo nombre el principio fundamental de todos los sacrificios, da todas las abnegaciones y de todas las virtudes, y el principio fundamental de todos los vicios, de todas las maldades y de todos los crímenes? Pues no es esto tan absurdo como empeñarse en llamar a lo negro blanco y a lo blanco negro, o más bien, llamar a lo blanco y a lo negro del mismo modo? Pues así sucede con otras muchas palabras, en pos de cuya errada significación van las erradas ideas y las erradas costumbres. Si nosotros, pues, en medio de un mundo que tan equivocadamente habla, piensa y obra, hemos de mantenernos fieles a nuestros principios, a las máximas de nuestra venerable religión y a la exacta observancia de su dogma, preciso será que no nos olvidemos nunca de los santos fines de nuestra querida Sociedad, y de que debemos esforzarnos por mantenerla y extenderla en cuanto nos sea posible.
Otra observación para terminar. Con frecuencia acontece que se forma una Conferencia mal, o bien, en un pueblo en que no se conoce bien nuestro Reglamento, y en cuya Conferencia, por consiguiente, no puede menos de haber mucho que corregir, antes de que pueda ser reconocida por el Consejo superior y agregada por el general. Pues bien: esta naciente Conferencia, que en rigor ni aún puede llamarse Conferencia, pues que todavía no está reconocida ni agregada, y es posible que no llegue a estarlo nunca, usa desde luego de este nombre, y hasta le estampa en el membrete de sus cartas. No podemos menos de hacer presente la impropiedad y la inconveniencia que hay en esto: impropiedad, porque, como hemos dicho, no es Conferencia la que no está al menos reconocida como tal por el Consejo superior; inconveniencia, porque las Conferencias cercanas y las autoridades mismas del pueblo pueden equivocarse fácilmente, creyendo que aquella es una Conferencia verdadera, mientras que acaso no se parece nada a las nuestras. El caso ha ocurrido ya, y no una ni dos veces, por lo que merece consignarse aquí: 1° Que no tiene derecho a llamarse Conferencia de San Vicente de Paúl una reunión, sea la que fuese, mientras no esté todavía al menos reconocida por este Consejo superior. 2º. Que este Consejo no reconoce más Conferencias que las que se insertan en el Boletín mensual de la Sociedad; y 3° Que así como no admitimos a nadie como consocio nuestro sin carta de presentación del Presidente de la Conferencia a que pertenece, así tampoco las Conferencias deben admitir en sus relaciones de Sociedad a las que se llamen Conferencias hasta que hayan sido agregadas en debida forma; porque, lo repetimos, aunque se llamen Conferencias no lo son en realidad, y pueden no llegar a serlo nunca. Estas precauciones son tanto más necesarias cuanto mayor es la extensión que va tomando la Sociedad; porque sin ellas podría facilísimamente irse desnaturalizando, a medida que se fuese extendiendo, y venir con el tiempo a convertirse en otra cosa muy diferente. Por eso hemos rogado, y rogamos de nuevo a todos nuestros Consocios que viajan, la asistencia a las Conferencias establecidas, la organización de las que están por establecer, y la correspondencia con este Consejo. La correspondencia es del mayor interés, y sobre todo cuando se trata de organizar una Conferencia nueva; porque no sólo se facilita mucho la buena organización por su medio, sino que se evita el que se organice mal desde un principio, y por consiguiente los muchos inconvenientes que esto acarrea. Para dar alguna idea de ellos, baste decir, (pie hay Conferencia (pie no se puede arreglar en dos años, al paso (pie otras, (pie por supuesto son las más por fortuna, reciben su agregación a los dos meses de haberse establecido. Todo, o casi todo, consiste en escribir pronto, inmediatamente, a este Consejo, entre cuyas atribuciones está la de ayudar a las Conferencias nuevas a organizarse pronto y bien. La experiencia demuestra tan claramente la gran importancia de la correspondencia, que este Consejo nunca deja de responder inmediatamente, no sólo a todo socio que se dirige a él para organizar una Conferencia, sino también a cualquiera otra persona por desconocida que le sea. Nosotros no estamos facultados para agregar Conferencia alguna, y sólo el Consejo general pronuncia las agregaciones; pero si lo estamos para dirigir a las Conferencias, tanto agregadas como por agregar, en todas sus operaciones; y es evidente que esta dirección nunca es más necesaria que en el origen mismo de las Conferencias, porque es cuando naturalmente se ofrecen más dudas y dificultades.
Por fin, el socio de San Vicente de Paúl, en cualquier parte que se encuentre, debe sostener el espíritu de caridad que profesa, por medio de la práctica, y, haya o no Conferencia, debe visitar pobres, procurar consolarlos en sus aflicciones y socorrerlos basta donde alcancen sus facultades. De este modo puede ganar las mismas indulgencias aislado que en el seno de su Conferencia; y, si su aislamiento se prolonga, hasta puede representar una Conferencia en el pueblo en que se encuentra, recibiendo de ella fondos para socorrer a los pobres, y enviándola en cambio su limosna. Véase, pues, el gran partido que podemos sacar de esa época en que se suele viajar, y que por desgracia tan generalmente se pierde del todo con el olvido completo, no sólo de la Sociedad, sino hasta del cumplimiento de las más sagradas obligaciones, a veces.