Reunión General, Madrid, 29 de febrero de 1852.
Señores:
Después de haber procurado en nuestra primera reunión general dar a ustedes una idea clara de la asociación de San Vicente de Paúl, de su verdadero espíritu, de su objeto y de los medios que emplea para llenarle, he creído deber llamar esta noche su atención sobre nosotros mismos, sobre esta pequeña fracción de la gran familia extendida por todo el mundo, que componemos; huyendo con esmero de alagar nuestro amor propio y procurando al efecto considerar más bien lo que nos falta hacer que lo que hacemos. La consideración de lo que hacemos pudiera lisonjearnos algún tanto, pudiera nutrir en cierto modo nuestro orgullo, y debemos evitar a todo trance hasta la sombra de semejante peligro. Por el contrario, la consideración de lo que no hacemos puede contribuir a humillarnos, y ya debemos saber que todo lo que nos humilla nos aprovecha.
De los cuadros estadísticos correspondientes al año de 1851, que acabamos de remitir al Consejo General, resulta que hemos dedicado en ese año algunas horas al servicio de los pobres, algún dinero y acaso también algún amor. Esto, hecho, con pureza de intención, no puede menos de ser grato a los ojos de Dios. Si un vaso de agua dado al sediento en su nombre no quedará sin premio, confiemos en su bondad y a su misericordia el de nuestros débiles esfuerzos; pero, al mismo tiempo, no olvidemos que estos debieran acaso ser mayores; que lo que se da ha de estar en relación con lo que se recibe, y que recibiendo nosotros tanto como recibimos del Señor, no damos acaso lo que debiéramos a sus pobres, en justa correspondencia. Examinemos, pues, un momento lo que recibimos, lo que damos, y de aquí será fácil deducir lo que debemos. Cuenta interesantísima por cierto: balance para nosotros de una importancia muy superior a la de todos los balances imaginables de intereses puramente materiales. En primer lugar, veamos lo que recibimos.
Prescindiendo de los beneficios inmensos que Dios dispensa a todos los hombres y que disfrutamos en común con nuestros semejantes, como miembros de esta caritativa Asociación gozamos de indulgencias especiales que la están concedidas por la Santa Sede, participamos de las oraciones de miles de hermanos que desde todos los ángulos del mundo elevan a Dios sus súplicas por nosotros, estamos ya aquí mismo reunidos un número considerable de hermanos en Jesucristo que, sin saber cómo, nos hemos ido juntando para unir nuestras oraciones, nuestras limosnas y aprender a conocernos y a amarnos, con un objeto algo más noble y elevado, por cierto, que el que suele unir a los hombres por lo común en el mundo. Tenemos la inmensa ventaja de hallarnos en contacto frecuente con la clase menesterosa, cuyo trato enseña tanto, y tal vez por lo mismo esquiva tanto el mundo. Vemos a nuestros semejantes padecer, enjugamos sus lágrimas, y aprendemos de paso del mejor modo posible a padecer y a enjugar las nuestras. ¡Sí! Como miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, recibimos gracias especiales y muy grandes, y a estas gracias debemos esmerarnos en corresponder de buena voluntad, de todo corazón, con todas nuestras fuerzas. ¿Lo hacemos así? Examinémoslo con cuidado.
Nosotros acostumbramos dedicar algunas horas por semana y algunos reales a la visita y al socorro de los pobres. Laudable, por cierto, es esta práctica, ¿quién lo niega? Grata a los ojos de Dios; nos atrevemos a esperarlo. Pero, señores, el tiempo y el dinero y el amor que consagramos a este grande objeto, ¿serán el tiempo y el dinero y el amor que le debiéramos consagrar? No miremos, para resolver esta cuestión como otras muchas análogas, al ejemplo de los mundanos con quienes vivimos. Salgamos por un momento de la atmósfera corrompida que respiramos. Levantémonos, siquiera por un instante, sobre la densa niebla que por todas partes nos rodea. ¿Qué es lo que damos? ¿Qué es lo que debemos? Nada puede interesarnos más que el acierto en estas dos cuestiones. Damos, repito, algunas horas por semana al servicio de los pobres, y tal vez creemos, Dios no lo permita, que en esto hacemos un gran sacrificio. Pero, señores, ¿el tiempo se nos ha dado acaso para disponer de él a nuestro antojo y disiparlo sin cuenta ni razón? El tiempo, para nosotros, hombres de fe, ¿es otra cosa que el puente por donde pasamos de la nada a la eternidad; y el empleo del tiempo puede sernos indiferente? ¿Del tiempo no hemos de dar cuenta estrecha, como del dinero y de los talentos y de todo, pues que todo lo hemos recibido y de todo tenemos obligación de sacar el mejor partido posible? ¿Será, para nosotros, excusa válida, en el terrible día de la cuenta, el ejemplo de los mundanos miserables que nos rodean y que, no sabiendo ni queriendo saber lo que vale el tiempo, la importancia, la obligación sagrada de su buen empleo, lo desperdician inconsideradamente y lo malgastan hasta sin escrúpulo? ¿No estamos nosotros obligados a mirar con más cuidado, cómo y en qué invertimos el tiempo que se nos ha dado para comprar, por decirlo así, la eternidad? Sin duda; y no puede haber objeto más digno de nuestra meditación. Dediquémosle, pues, en esta noche algunos instantes. Entremos en el examen del empleo de nuestro tiempo con la franqueza y libertad que puede hacerse aquí entre nosotros, entre verdaderos hermanos.
Todos tenemos nuestras ocupaciones, y debemos tenerlas. Hay obligaciones que llenar en todas las posiciones sociales; y esto nos ocupa más o menos: pero, ¿cuánto nos ocupa y cuánto debe ocuparnos? Esta es la cuestión. Para formarnos ideas claras de lo que realmente pasa en la materia, es preciso entrar en detalles. La manía de hacerse el ocupado es bastante general. Casi todos nos quejamos del exceso de nuestras ocupaciones, como por costumbre. Casi todos repetimos que no tenemos tiempo para nada, sin advertir (como observa muy bien el padre Bourdaloue) que de paso acusamos nuestra falta de capacidad o nuestra falta de previsión. Pero si se entra en un examen algo detenido de estas ponderadas ocupaciones, se encuentra las más veces que no son lo que parecen ni, con mucho, lo que se encomian. Señores, seamos francos. ¿Son muchos los que trabajan ocho horas diarias? Ocho horas, bien medidas, dedicadas al cumplimiento de nuestras obligaciones respectivas y de nuestros deberes religiosos… ¡Ojalá las llenásemos todos! Pero me atrevo a asegurar que los más de nosotros no estamos en ese caso. Supongamos, sin embargo, que se destine por la generalidad ocho horas al cumplimiento de los deberes y el trabajo.
Y de las diez y seis restantes, ¿qué uso se suele hacer? Sabido es que el hombre no necesita más que siete horas, ocho cuando más, de descanso al día. Agregando estas ocho de descanso a las ocho de trabajo que decíamos antes, tendremos diez y seis, y quedarán otras ocho todavía de que también tenemos que dar cuenta, pues de todas se ha de dar. Las comidas necesarias para reparar las fuerzas del cuerpo, el cuidado, limpieza y aseo de este, no pueden ocuparnos arriba de tres o cuatro horas, cuando más. Pero cuatro y diez y seis que llevábamos, no son más que veinte, y todavía faltan otras cuatro. El ejercicio, tan útil o necesario para la conservación de la salud, tiene que ser moderado para que sea provechoso: podrá exigirnos de una a dos horas diarias: no le destinan más los mejores tratados de higiene. Pero dos y veinte que llevábamos no son más que veinte y dos, y todavía faltan otras dos. Señores, ¿no es de notar esta especie de elasticidad que se descubre en el tiempo, contándole y midiéndole bien, y no merece llamar nuestra atención? Con dificultad podrá presentarse objeto alguno más digno de ella. Sigamos examinándolo. Estas dos horas diarias que nos quedan después de dedicar más que las suficientes al trabajo, al descanso, al tocador, a la mesa y al ejercicio y a todo lo que constituye las ocupaciones del hombre en sociedad, ¿no pudieran utilizarse en favor de nuestros pobres? Pues tendríamos entonces doce horas disponibles para este objeto en la semana, sin contar las que pudiéramos destinarle además en los domingos y fiestas. La mitad solamente de este tiempo dedicada a nuestros pobres sería de un precio incalculable para ellos, produciría necesariamente en su beneficio resultados inmensos.
Pero ¿cómo es —dirán algunos en su interior— que yo, con la mejor intención y no trabajando esas ocho horas ni con mucho, no encuentro nunca las doce que deben resultar de sobra en la semana, ni aun la mitad, ni aun mucho menos? La razón es clara. Vivimos en una especie de aturdimiento habitual. Arrastrados por el torbellino que nos circunda y envuelve, obramos, por lo común, como todo el mundo obra, esto es, como obra el mundo que nos rodea y al que llamamos equivocadamente todo el mundo, y creemos que no se puede obrar de otro modo. Pero seguramente se puede, y no solo se puede, sino que se debe. Nosotros, en particular, debemos apreciar de otro modo el tiempo, y no aceptar jamás esas leyes absurdas que el mundo procura imponer a sus secuaces, y cuya observancia exige después tiránicamente. Admitiremos, por ejemplo, en buen hora algún recreo honesto y juicioso (que, para que no deje de serlo, ha de ser de corta duración), pero no nos dejaremos robar miserablemente las horas de que tan buen partido podemos sacar en beneficio del pobre y en beneficio nuestro. Examinaremos la verdadera tendencia de lo que el mundo nos propone. Esas distracciones que tanto dinero y tanto tiempo se llevan, ¿a qué conducen? Esas visitas sin objeto de utilidad, que tan comunes son y que tan inconsideradamente se reciben y aun se devuelven, ¿a qué conducen? Esa distribución absurda de tiempo fundada en el error y en la vanidad, y causadora de tanto desorden en las familias, ¿a qué conduce? Cuando menos a privarnos de horas preciosas que debiéramos utilizar, y de las que (no hay que olvidarlo) tenemos que dar cuenta. El mundo es astuto, y así no nos dice claramente «te voy a robar el tiempo, lo más precioso que tienes a tu disposición». No. En vez de esto, que nos alarmaría naturalmente, nos dice, por ejemplo. «Después de comer no se puede trabajar, porque se resiente la salud». Ya se ve: esto suena muy bien. Pero preguntémosle al mundo: 1º, cuántas horas han de pasar después de comer para poder trabajar sin exponer la salud; y, 2º, qué entiende por trabajar. De admirar es ciertamente el estrago (que así se puede llamar) que el mundo logra producir con esta y otras máximas por el estilo, doradas con la apariencia de cuidado de la salud o de deberes de sociedad, de gratitud, etc. Conocemos a muchas personas que pasan por ocupadas y que pierden, por admitir esa máxima sin el suficiente examen, una porción de horas diarias que ciertamente no han recibido del Creador para desperdiciarlas. Creo que todos ustedes conocerán algunas que se hallan en este caso, y que, diciendo que después de comer no se debe trabajar, comen tarde, y nada de provecho hacen hasta el día siguiente, que para ellos empieza también muy tarde: ¡y viene a resultar que nada hacen en catorce o diez y seis horas después de comer! ¿No es esto de admirar? Pues esto logra el mundo con sus astucias y engaños.
Otra observación análoga. Llega el verano, y toda persona decente necesita ya por lo menos un par de meses de excursión a baños de mar o a las provincias o al extranjero, porque el calor de Madrid es insoportable (para nuestros padres no lo era), porque el aire del campo es necesario (esto lo dicen los que nunca salen al campo), y, en fin, porque es indispensable. No se debe extrañar ni criticar ciertamente que los que pueden, sin faltar a sus obligaciones, ausentarse alguna temporada, verbigracia la del mayor calor, lo hagan; pero lo que sí es de admirar, y lo que muchos de ustedes habrán advertido como yo, es la pérdida dolorosa del tiempo, que tan general es en los que salen a veranear. ¡Pues qué! El hombre que va a tomar baños o a respirar el aire del campo, ¿no ha de hacer nada por eso? ¿Ha de ocuparse en algo útilmente? ¡Pues qué! El cambio de aires, de aguas y de alimentos no favorece tanto o más al moral que al físico; y de ese aumento de fuerza y energía, ¿no se ha de sacar partido alguno? No, señor: ¡de ninguna manera! El mundo no admite eso. Dicen que se van a divertir, y con esta y otras sandeces se roban mutuamente el tiempo con la mayor frescura, y nada choca más que hallarse con algún estrafalario que no cree deber ceder a tan disparatadas y nocivas exigencias. Señores, francamente: ¿hay en esto algo de exagerado? Casi todos ustedes lo han podido observar como yo. En esas casas de baños, tan concurridas, en esas fondas, ¿han visto ustedes a muchos distribuir bien su tiempo y emplearlo con utilidad? En esos eternos días de diligencia, ¿han visto ustedes ocuparse siquiera en leer? Pues esto consigue el mundo con sus máximas y enredos: robarnos el tiempo, acostumbrarnos a robarlo sin escrúpulo. Y, no contento con esto, veamos lo que hace con respecto al dinero, que es también lo que necesitamos para socorrer al pobre.
Después del tiempo, no hay cosa más elástica que el dinero. Nunca basta a unos y nunca falta a otros, siendo muy de notar que los que más poseen no son los que menos necesitan, y que, por el contrario, los que más partido sacan del dinero no son los que más dinero tienen. Estas anomalías dimanan del desorden que, en el empleo del dinero, como en el del tiempo y en todo, suele haber, a causa de no pensar con detención en lo que realmente es el dinero y en el uso que de él estamos todos obligados a hacer.
El dinero que tenemos, como el tiempo y como todo lo demás, realmente no es nuestro. Lo recibimos para dar un día cuenta estrecha de su empleo, y debemos, por lo tanto, considerar mucho cómo y en qué lo invertimos. Que una parte del dinero debe dedicarse al alivio de las necesidades de nuestros semejantes, es cosa admitida generalmente y nadie se jacta de no dar. Pero muy pocos se fijan en la parte que se debe dar, esto es, en la relación que debe haber entre lo que se tiene y lo que se da. Nosotros debemos calcular esta relación con particular esmero. Nosotros, que estamos viendo de cerca y tocando, por decirlo así, lo que es el dinero y cómo se trasforma maravillosamente al pasar de nuestra mano a la del pobre, debemos meditar mucho qué es lo que damos y qué es lo que debemos dar. Del cuadro estadístico correspondiente al año próximo pasado resulta que hemos dado a los pobres unos 16.000 reales, cantidad que, si bien a primera vista no parece despreciable, no está en relación, a nuestro modo de ver, con la que debiéramos haber dado, atendido el número y la posición social de los miembros que componemos ya esta Asociación. Señores, da mucho valor hablar en nombre de los pobres, y yo me atrevo a entrar en estos pormenores, fiado en la bondad de ustedes, en el afecto sincero que me dispensan y del que tantas pruebas recibo, y persuadido de que, como dije al principio, nos conviene más pensar en lo que no hacemos que vanagloriarnos de lo que hacemos. Digo, pues, que no hemos dado en el año trascurrido lo que hubiéramos debido dar, y me fundo en lo siguiente. Creo que lo que se da a los pobres ha de estar en relación con lo que se recibe de Dios. Nuestras fortunas respectivas son, por supuesto, muy desiguales. Yo no conozco suficientemente, ni debo conocer, las de todos ustedes; pero me parece que el cálculo que me atrevo a presentar a su consideración, no ha de estar muy lejos de la exactitud.
Prescindamos de donativos, suscripciones y todo lo que pueda venirnos de fuera de la Asociación misma, porque tampoco vamos a tener en cuenta las limosnas que muchos de sus miembros se creerán obligados a hacer fuera de ella. Calculemos solo los recursos de la colecta ordinaria. Supongo que un cierto número de los que formamos esta Asociación no adquiere por todos conceptos 10.000 reales anuales; que otro número, tal vez igual, los adquiere, y que hay otro número bastante considerable que adquiere el duplo y aun más. Pues bien: fijémonos en el término medio de los 10.000 reales, y no creo vayamos muy descaminados. Treinta y dos miembros activos contaba la Asociación a principios del año pasado: cincuenta y dos éramos ya a principios del presente: podemos, pues, calcular en cuarenta y dos el número de miembros correspondientes al año de 1851. Ahora bien: multiplicando 42 por 10.000, tendremos 420.000 reales, de los que podríamos esperar 42.000 para nuestros pobres sin exageración alguna, puesto que el décimo (no de la fortuna, sino del producto de la fortuna o de la industria) se puede sin extravagancia dedicar a los pobres, mayormente cuando se les está viendo y tratando de continuo, y cuando tantas veces, al presenciar sus apuros, no puede uno menos de sentirse inclinado a seguir al pie de la letra aquel sublime consejo del Salvador al rico: ¡anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres!. Según este cálculo, nos hemos quedado cortos de más de una mitad en lo que hemos dado, y esto a pesar de la buena voluntad y del buen deseo que a todos nos anima. Y, ¿por qué? Porque con el dinero nos ha sucedido lo mismo que con el tiempo: porque nos lo hemos dejado robar; porque no hemos apreciado justamente su valor; porque, en fin, el ejemplo y la corrupción del mundo en que vivimos, nos arrastra. ¡Sí! Conviene reconocer este escollo y señalar bien su peligro, para precavernos de él mejor en lo sucesivo. El mundo, con sus vanidades, con sus exigencias disparatadas, con sus locas pretensiones, nos roba el tiempo y el dinero que deberíamos destinar a los pobres, y lo peor es que, para conseguirlo con más seguridad, nos roba también el corazón, el amor. .Hablemos, para acabar, de este tercer punto.
El amor es una verdadera necesidad para la criatura racional. No se puede vivir sin amar, y, por lo tanto, es del mayor interés cuidar mucho del modo en que se ha de satisfacer esta sed de amor que se encuentra siempre en el corazón del hombre. Toda la diferencia entre el bueno y el malo, el virtuoso y el depravado, el santo y el réprobo, consiste en la dirección de esta pasión. Y así como el fenómeno de la vida animal no puede verificarse en el vacío, tampoco puede el de la vida moral tener lugar en la falta completa de amor. Todos amamos; pero, ¡ah!, que no todos amamos lo que debemos amar; que no todos cuidamos con el esmero debido de dirigir bien nuestro amor y, en cuanto está de nuestra parte, el de nuestros semejantes; ¡que no todos pensamos en la inmensa trascendencia de abandonar nuestro corazón a los afectos que quieran introducirse en él! ¡Por eso vemos tanto desorden, tanta inmoralidad, tanto crimen en nuestro derredor! ¡Desgraciado del hombre que no ha aprendido, desde sus más tiernos años, a dirigir bien su amor! Amará, porque no puede menos de amar, pero, ¿qué amará? Ídolos falsos en vez del Dios verdadero, amigos corrompidos en vez de amigos virtuosos, placeres bajos y groseros de la materia en vez de los nobles y puros del espíritu, honores de los hombres en vez del santo honor de la virtud, riquezas materiales y perecederas en vez de las eternas reservadas al hombre de verdadera caridad. Aquí está la diferencia entre la virtud y el vicio: aquí la razón del crimen en toda su escala, como la del sacrificio en la suya respectiva. El mundo, sin embargo, suele fijarse tan poco en la importancia de este punto como en la del empleo del tiempo y en la del uso del dinero. Al observar la conducta generalmente seguida en esta parte, podría muy bien inferirse que la puerta del corazón no exige guarda particular; que es indiferente tenerla abierta o cerrada, que no hay el menor peligro en que entren y salgan por ella los más opuestos afectos. Las consecuencias del abandono que reina generalmente en este particular, no pueden ser más funestas. El corazón se apacienta de amores insípidos y aun ponzoñosos: se nutre mal, y de aquí los vicios, los crímenes, los males todos que pululan en el mundo. Corrompido el corazón con ese veneno lento que ha ido tragando dulcemente, ¿cómo podrá gustar la virtud? De aquí la aversión, la repugnancia que tantos experimentan para llenar sus deberes religiosos y morales, sin creerse por eso en el peligro inmenso en que se encuentran. De aquí esa frialdad, ese desvío, ese tedio que se experimenta en la vida interior, en la vida de familia, y esa sed tan general de disipación y de ruido. De aquí también esa resistencia que encuentran los mundanos para entregarse a obras de caridad, y hasta para nombrar esa dulcísima virtud, llamándose filántropos por no llamarse caritativos. De aquí esa indiferencia, esa frialdad con que oyen nuestros relatos de las miserias que estamos presenciando, al paso que con la mayor facilidad se entusiasman por la ficción más absurda.
Oímos a un célebre orador, el P. Lacarriere, una observación justísima y muy notable por cierto sobre este particular. ¿Quién no ha visto, decía, salir a un hombre profundamente conmovido de la representación de un drama, y afectado hasta el extremo de derramar lágrimas? ¡He aquí un hombre sensible!, se dice: ¡he aquí un hombre dotado de organización delicada! Bien: pero este mismo hombre, a pocos pasos del teatro en que tanto le ha afectado un padecimiento fingido y tal vez absurdo, se encuentra con un padecimiento real y verdadero. Un pobre implora su caridad, le pide pan para sus hijos, y el hombre tan sensible le vuelve la cara con la mayor indiferencia, respondiéndole, cuando más, entre dientes: «Dios le ampare, hermano». ¿Qué sensibilidad es esta? ¿No es evidente que aquí en la calle falta la organización exquisita que sobró allá en el teatro? ¿No se ve claro que el afecto falso ha robado el lugar al afecto verdadero? Y, ¿cuántos casos se podrían citar en prueba de lo mismo?
Pero nosotros, por la misericordia de Dios, no nos hallamos ya en este riesgo. Nosotros gustamos las delicias de consolar al pobre; presenciamos todos los días sus padecimientos, sus privaciones; vemos continuamente carecer a semejantes nuestros, organizados como nosotros, no solo de las comodidades de la vida que disfrutamos, sino hasta de lo más preciso para satisfacer las primeras necesidades. Nuestro corazón se conmueve en vista de estos dolores, lo que ya es un gran bien para nosotros, y no puede interesarse por dolores y fingidos con más o menos perfección, lo que tal vez es un bien todavía mayor. Por eso el trato del pobre ayuda tanto para progresar en el camino de la verdadera virtud. En esa escuela se aprende de veras lo que vale el tiempo, lo que vale el dinero y lo que vale el amor. Y, pues que nuestra Asociación nos conduce directamente con sus prácticas continuas a apreciar en su justo valor esas tres cosas, que en el mundo tan poco y tan mal se suelen considerar; ¡cuántas gracias debemos dar a Dios por habernos traído a ella! ¡Sí! No dejemos de corresponder a este beneficio inmenso con todo el esmero posible. No nos contentemos nunca con lo que hagamos por los pobres, que tanto bien nos están haciendo. Esforcémonos siempre por hacer algo más. Dediquémosles siempre nuestro tiempo, nuestro dinero y nuestro amor con profusión. El mundo y sus cuidados exagerados y sus leyes despóticas tratarán de distraernos y de enfriarnos; pero nosotros acudiremos siempre a nuestra dulcísima Patrona, y esta nos alcanzará todos los medios de servir, socorrer y amar al pobre. Recordaremos, para aumentar nuestra confianza, aquella sola frase tan sencilla que, en boca de la Santísima Virgen, bastó para alcanzar el primer milagro del Salvador. No tienen vino, dijo nuestra benignísima abogada, y esto bastó para que las hidrias, que se habían llenado de agua, se encontrasen llenas de vino. La misma Señora nos ve desde el Cielo; presencia nuestros combates, nuestras faltas y miserias, y desea socorrernos, aliviarnos, alcanzar todo lo que necesitamos para ejercer bien la caridad. Nos ama de tal manera que hasta se complace en que la pidamos su protección y amparo. ¡Pidámoselo, pues, de todo corazón! No desechará seguramente nuestras humildes y fervorosas súplicas. Empleará en nuestro favor toda su poderosísima intercesión; y así como, por su medio, el agua de las bodas de Caná se convirtió en vino, y en vino exquisito nuestras horas de ocio y de disipación se convertirán en horas preciosas para el servicio de los pobres, nuestros gastos caprichosos y de pura vanidad se convertirán en socorros al necesitado, nuestros afectos, en fin, descarriados y aun pecaminosos, se convertirán en afectos puros y santos.
¡Sí! La Santísima Virgen, bajo cuya protección se acogió desde su origen nuestra humilde Asociación, alcanzará para los miembros que la componen la gracia de aprender a conocer el verdadero valor y el recto uso del tiempo, del dinero y del amor. ¡Dichosos nosotros si logramos estas gracias tan grandes y de tamaña trascendencia! Conocida su importancia, seríamos más culpables aún en no pedirlas incesantemente. Estas gracias nos harán obrar prodigios en favor de los pobres en esta vida, y, al mismo tiempo, nos enriquecerán por todos los siglos de los siglos en la otra. ¡Así sea!