Santiago Masarnau (Sobre cómo reconocer el mal) 1856

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

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En seguida el Presidente del Consejo leyó el discurso siguiente:

Señores y Hermanos en J. C.:

Si el agradecimiento ha de ser proporcionado al favor que se recibe, nosotros, al observar con asombro el desarrollo verdaderamente prodigioso de nuestra humilde Asociación en España, no podremos menos de desear con todo nuestro corazón la gracia, la luz necesaria para acertar en los medios de manifestar a Dios Nuestro Señor que no recibimos en vano estos grandes favores; que nos dispensa, por puro efecto, de su bondad infinita y de su infinito amor. Cuanto mayores sean estos favores, más…y más se debe aumentar nuestra gratitud; y esta gratitud nuestra nos debe hacer pensar continuamente en el verdadero bien de nuestros semejantes promoviéndole, extendiéndole, propagándole en todo lugar y tiempo y de todos los modos, posibles.

Para conseguir este objeto, nos parece mucho más conducente reflexionar, meditar despacio lo que nos falta hacer, que considerar lo que hacemos con grave riesgo de excitar en nuestro interior alguna complacencia vana.

Sí: es mejor que hablemos de lo que no hacemos y de lo que podemos hacer. En ésto no hay peligro, y puede haberlo muy grande, en hablar de lo que hacemos sin os olvidamos (aunque no sea más que por un instante) de que Dios y solo Dios, es el que hace por nuestro medio los bienes que nuestra humilde Sociedad acierta a llevar a cabo.

Mirando en nuestro derredor, vemos en todas las clases, tanto en la proletaria, como en la más elevada y como en la clase media (pues nuestra Sociedad con todas está en contacto), vemos por todas partes pecados graves, crímenes, impiedad y, lo más sensible de todo, vemos con dolor, y a veces hasta con impaciencia santa,’ que el mal progresa; que en esta continua batalla de lo bueno contra lo malo, a que parece sujeta la humanidad entera, y sujeto hasta el más ínfimo de sus individuos, la victoria no pocas veces se inclina a la bandera del mal. Lo vemos y nos condolemos profundamente al observarlo. Pero ¿bastará esto? ¿Nos contentaremos con reconocer el mal, sin que a su vista se excite nuestro vivo deseo de remediarlo? ¿No deberemos preguntarnos, como miembros de una Sociedad esencialmente caritativa, cada cual a sí mismo: ¿y qué haces tú para evitar esos males que deploras? ¿Qué adelantas en su alivio con esas declamaciones continuas sobre la falta de virtud? ¿Tienes tú por tu parte la necesaria para que no se te puedan fundadamente atribuir en algún modo? ¿Llenas tú perfectamente la parte que a ti se ha encomendado del bien general? ¿Tus palabras, tus acciones, tus pensamientos todos, van siempre encaminados al bien? ¿Tus descuidos, tus omisiones, tu atolondramiento habitual, no tendrán parte alguna en esos mismos males que tanto deploras? ¡Ah! hermanos míos queridos en Jesucristo, que si nos examinamos sobre todos estos puntos con la suficiente atención, no podremos menos de descubrir ciertos enlaces, ciertas ramificaciones funestas que existen, tan positivas como ocultas, entre nuestras aparentes virtudes y los más enormes pecados del mundo. Reconocido el mal, el hombre de verdadera Caridad se humilla ante el acatamiento de Dios, y le pide la gracia necesaria para encontrar el remedio y aplicarle. En seguida obra, trabaja, se afana con la confianza en Dios, y espera los resultados de sus obras y de sus trabajos, siempre tranquilo y conforme. Pero el hombre de Caridad aparente, reconocido el mal, grita, se queja y aturde a todos con sus lamentos; más no pasa de ahí, ni pone de su parte medio alguno de evitar el mal que advierte, de curarlo, por decirlo así, y de precaverlo para lo futuro.

¿Y cuál de estos dos retratos tan diferentes sé parece más a mí? debe decir cada uno de nosotros en su interior. Y ¿cómo haría yo para que el primero me fuese el solo semejante? Pues de esto debemos hablar entre nosotros y con la santa libertad que nos da la unión de obras piadosas y de actos de Caridad, decirnos francamente y siempre que se ofrezca: «Por aquí vamos errados; — debemos ir por allí.

La Sociedad de San Vicente de Paúl, al encontrarse, a cada paso con la falta de conformidad en el pobre, con la falta de largueza en el rico, con la falta, de costumbres en la bohardilla, y en el palacio, y en la casa, y en todas partes, ¿cómo no ha de desear hallar algún remedio a tantos males, contribuir a la mejora de las costumbres, a la extensión de la práctica de las verdaderas virtudes, en una palabra, al alivio de la humanidad desolada por el crimen, por el vicio y por todo género de pecados? Pues qué! ¿será posible que hombres de verdadera Caridad se queden tranquilos con reconocer el mal, y por no saber unir a la desconfianza en sí la confianza en Dios, nada hagan para evitarle?

Refiriendo ahora estas ideas generales al estado presente de nuestra patria, no podemos menos de advertirlo mucho que falta hacer aquí por el bien verdadero de la humanidad.—Hay bastante relajación, por desgracia, en la moral.—La instrucción religiosa no suele ser la suficiente.—No hay amor al trabajo en lo general. —En fin, abundan las necesidades morales más aun que las físicas; y estos males, que todos los hombres de buena fe deploran amargamente, ¿será posible que no tengan remedio alguno de ninguna especie? ¿Pues cuánto mejor es buscar el remedio que dolerse del mal? ¿Qué se adelanta con quejarse, y solo quejarse?

Sobre este punto, pues, nos hemos propuesto, llamar esta noche por un breve rato la atención de ustedes, sometiendo a su buen juicio algunas sencillas observaciones.

Se dice: Hay mucha desmoralización. El mal ha cundido mucho. Sería preciso apoderarse de los niños y educarlos de un modo muy diferente de aquel en que han sido educados sus padres. Pero ¿cómo se separa a los hijos de los padres? Y, diciendo esto, nada se hace.

Se dice que la instrucción religiosa falta. Quien acaso pudo remediar el mal en tiempos más felices, hoy ya no está en el caso de hacerlo. Pero ¿y quién, puede volver atrás? Y diciendo esto, nada se hace.

Se dice que los extranjeros nos corrompen.  Ellos, con sus modas, con sus libros inmorales y con sus invenciones de todos géneros, van acabando hasta con los últimos restos del antiguo carácter español, que era noble, franco y religioso. Pero y cómo se evita el roce y el comercio con los extranjeros? Y diciendo esto, nada se hace.

Nosotros decimos a nuestra vez a los que se expresan en esos términos u otros análogos. Bien. Es evidente que existen esos males que Vd. tanto lamenta. Pero ¿y Vd. mismo no contribuye a ellos por su parte? Veámoslo un poco. Se queja Vd. de no poder separar al los niños del trato de sus padres. ¿Y Vd. les da a los suyos (si los tiene, o en otro caso, a los de sus amigos) todo el buen ejemplo y toda la educación debida? Se queja Vd. de la falta de instrucción religiosa. ¿Y Vd. procura adquirirla para sí y los suyos con todo el esmero y cuidados posibles? Se queja Vd. de la influencia extranjera. ¿Y usted procura impedir sus malos efectos o neutralizarlos, importando las cosas buenas de otros países, (que seguramente no faltan, y muy buenas) y contrarrestando, v. gr., los efectos de los malos libros por medio de los libros buenos, los de las malas costumbres por medio de las costumbres buenas, y así en lo demás? Pues si Vd. no hace por su parte lo que puede para evitar el mal, ¿qué piensa Vd. conseguir con sus continuas declamaciones?

Fijemos todavía más las ideas y busquemos las causas principales de los males que todos deploramos. Determinemos, si es posible, ciertas bases de conducta que puedan guiarnos en la gran cuestión de moralización general que tanto corresponde a la verdadera Caridad. En nuestra opinión si se lograse extender la bien entendida santificación del Domingo—el hábito del trabajo en los días de labor—y la medida racional en las distracciones o recreos, se haría más bien a la generalidad de los hombres que si se descubriese una rica mina de oro para cada uno. Pero y ¿cómo extender estas ideas, cómo hacerlas penetrar en las masas? ¿Cómo? Hay un medio que empleado con energía y constancia acabaría por conseguir tan venturoso resultado. Estas ideas se pueden hacer penetrar en las masas por medio de los individuos, porque el individuo reforma la familia y la familia reforma el estado. Sí! Nosotros podemos, ¿quién nos lo impide? empezar por corregir todo lo que en estos tres puntos no hacemos o decimos conforme a los principios que hemos conocido se deben adoptar y hemos adoptado movidos del más pleno convencimiento. Después podemos igualmente continuar la misma reforma en todas aquellas personas sobre las que por obligación o afecto ejercemos alguna influencia, sea esta cual fuese. De estas personas pasando naturalmente la mejora a otras y de aquellas a otras, el bien crecería en progresión geométrica, y si de ese modo no se logra el introducirle en las masas, no sabemos de cual más eficaz se podría echar mano. Mucho nos equivocamos si, instalándose en un pueblo una Conferencia de San Vicente de Paúl compuesta de individuos animados de este espíritu, no se viesen trocadas y mejoradas bien presto las costumbres públicas de sus habitantes.                                  

Pero entremos en detalles.—La santificación del Domingo es una de las prácticas fundamentales, la primera que hemos indicado. ¿Cómo se entiende, cómo se debe entender esta santificación? ¡Espantoso verdaderamente es el abandono que en esta parte suele haber en nuestra España! Se oye una misa rezada por la mañana, y los más religiosos añaden a esto el rezo, por lo común precipitado, de una parte de rosario por la noche, y los deberes del día se tienen por cumplidos!—Señores: seamos francos. ¿Se puede limitar a esto la santificación del día del Señor? ¿Y es posible que miles y millones de cristianos se atrevan a profanarle hasta sin escrúpulo ya con el ocio, siempre vituperable, ya con el trabajo servil innecesario, expresamente prohibido por la Santa Iglesia en este día, ya con todo género de disipaciones y de vanidades que, aunque siempre impropias del carácter cristiano, lo son si cabe todavía mucho más en el santo día del Domingo? ¿Cuándo se llenan los deberes propios de éste día? ¿Cuándo se aumenta o se sostiene O se adquiere la instrucción religiosa? ¿Cuándo se recoge el pueblo escogido del Señor a meditar en los beneficios que del Señor ha recibido, y en las ofensas que contra el mismo Señor ha cometido?—No está, por consiguiente, no está bien entendida la santificación del Domingo. Y el remedio más adecuado a este gravísimo mal es empezar nosotros mismos por entenderla bien y obrar en consecuencia.—No transijamos, con la costumbre general, que si la siguiésemos, después de haber reconocido su gran impropiedad seríamos doblemente culpables. Santifiquemos el Domingo de buena fe cumpliendo con nuestros deberes religiosos y dedicando el día, no al ocio ni a diversiones pecaminosas o cuando menos muy expuestas, sino al recogimiento a la lectura espiritual; a las obras de Caridad, sin echar en olvidó los deberes imprescindibles de nuestro estado. Procuremos en cuanto nos sea posible que todos le santifiquen igualmente. No permitamos a los que dependen de nosotros que se dediquen a trabajos serviles innecesarios, en ese día. No contribuyamos a la infracción de la ley que manda santificarle, v.g. comprando y tentando de ese modo al mercader a tener su tienda abierta, asistiendo a diversiones y espectáculos que en ese santo día, al menos, no debieran permitirse. En fin, santifiquemos verdaderamente el Domingo., y en cuanto a los que no le santifican, pidamos a Dios por ellos pero sin seguir su pernicioso ejemplo.

La segunda práctica que hemos indicado es la del hábito de trabajo en los días de labor. Esta también es de la mayor importancia y también se halla por desgracia tan abandonada en nuestra España como la de la santificación del Domingo. ¡Cuánto hay que hacer, cuánto hay que trabajar en esta materia Del trabajo se tienen ideas generalmente en España tan absurdas en sí como perniciosas en su malhadada influencia. iSe considera el trabajo solo como un castigo, a veces como una afrenta!.. y el ocio que es la puerta de todos los vicios, se profesa, digámoslo así, no solo sin vergüenza sino hasta con orgullo. ¿Sería fácil, calcular las consecuencias de esta opinión del trabajo, y no basta ella sola para hacer desgraciado al país más privilegiado de la tierra? Así sucede en efecto y raro será el mal si es que queda alguno, de todos los que aquejan a nuestra pobre España, que no pueda atribuirse con fundamento a este odio al trabajo que, en cierto modo, nos caracteriza. ¿Quién puede  vivir sin trabajar?; ¿Qué bien hay que no se alcance con trabajo? ¿Qué  mal hay al que no conduzca el ocio? ¿De dónde ha salido esa funesta idea de que el hombre no debe trabajar cuando no lo necesita? ¿Y cuando no lo necesita?- ¿Cuándo tiene con qué comer y vestir? Pero ¡qué!, ¿el hombre no es más que un animal? ¿Y las necesidades del hombre se reducen a comer mucho y a tener muchos vestidos? ¿Y la acción de que el hombre está dotado, ese principio portentoso de acción que le hace escalar en cierto modo los cielos y penetrar los secretos más escondidos de la tierra; será posible que quede paralizado y sin efecto porque el hombre no tenga hambre ni frío? ¿Y cuando no tenga uno ni otro será falsa aquella sentencia de la divina sabiduría, que el  hombre nació para el trabajo como el pájaro para el vuelo?, ¿Y qué hambre o qué frío sentía nuestro primer padre cuando le puso Dios en el paraíso para que fuese su guarda y trabajase. ¡Qué absurdos, hermanos míos! ¡Pero y de qué consecuencias tan funestas! Rechacemos esas ideas por todos los medios posibles pero, particularmente, con nuestro ejemplo. Amemos el trabajo y procuremos inculcar siempre en el ánimo de todos nuestros semejantes la importancia, la conveniencia y hasta la necesidad del trabajo. Amemos el trabajo a que el Señor nos ha sujetado (a todos sin excepción) en nuestro primer padre. Amémosle, y sea cual fuese nuestra posición y fortuna, no prescindamos nunca, ni consintamos que los que están bajo nuestra, autoridad prescindan de la sagrada obligación de trabajar. Ciertamente que no todos estamos obligados a coger un azadón o a aserrar una tabla v. g., pero todos, sí, todos sin excepción estamos obligados a trabajar en nuestras respectivas ocupaciones, y no hay un hombre en la tierra que sin pecado, pueda entregarse al ocio. Dirán ustedes acaso ¡y sin embargo vemos tantos. En efecto, infinito es el número de los que yerran: se ven tantos! y luego se declama porque hay males, porque hay crímenes, porque hay vicios… pero y ¿cómo no los ha de haber? Lo verdaderamente inexplicable es que todavía no haya mucho más, y solo puede acaso atribuirse a las oraciones de los buenos y a la protección de la Santísima Virgen, de la que siempre este país, en medio de todas sus corrupciones, ha sido particularmente devoto.

Por último, hemos indicado la medida racional en las distracciones o recreos, como otra tercera idea sobre la que conviene también fijar nuestra atención. El descanso moral es sin duda necesario al hombre, y lo es tanto como el mismo descanso físico. — Pero este descanso de la criatura racional ha de estar también en relación con su trabajo, y no debe ser excesivo ni desmesurado. Un paseo por el campo, un rato de conversación cristiana, el trato de la familia, etc., nos proporcionan recreos y descansos, propios de un hombre morigerado; pero toda distracción que nos robe ya una porción muy considerable de tiempo, debemos evitarla con esmero, puesto que (sea cual fuese nuestra posición y estado) aquí, no estamos para divertirnos y gastar la vida en fruslerías. Nuestra existencia tiene un objeto muy serio. Tenemos todos que llenar grandes obligaciones; y no debemos olvidarnos nunca de la cuenta terrible que nos espera del empleo de todas nuestras facultades. Para que el recreo no deje de serio, es preciso que no pase de los límites debidos, y por eso se ha comparado con razón a la sal, que es ciertamente necesaria para condimentar la comida; pero que, sí se pone en ella con exceso, lejos de hacer la comida agradable y sana, la convierte en perjudicial y hasta insoportable al paladar. También en esto hay mucho que corregir entre nosotros. Esas diversiones interminables que tan comunes son y tan concurridas por desgracia. Esos hábitos de perder el tiempo miserablemente y de hacerlo perder a los demás. Esas reuniones en que se gastan las noches hasta una hora muy avanzada, resultando que se pierde toda la noche y la mejor parte de la mañana en consecuencia ¿cómo se pueden, admitir entre gentes cristianas y morigeradas? Pues qué ¿no basta una hora para conversar con los amigos, y ha de ser indispensable perder dos, tres y cuatro, en que tantas cosas buenas y útiles, pudiéramos hacer, y todo por vivir como viven otros, sin reflexionar si la vida de esos otros que imitamos es la que debe ser? No, no nos engañemos, en materia de tanta trascendencia. Arreglemos nuestros descansos y recreos. Procuremos siempre que estos no sean por su naturaleza o por su duración capaces de turbar la paz interior del que examina todas sus operaciones en presencia de Dios con la atención debida. Nadie tiene derecho para hacernos malgastar el tiempo que Dios nos ha dado para aprovecharle con esmero. Aprovechémosle siempre y procuremos también que le aprovechen los demás. En ello ganará nuestra tranquilidad interior y la alegría que dimana de la buena conciencia, y hasta ganará también nuestra misma salud física.

Estas y otras observaciones semejantes que pudiéramos hacer y que a todos ustedes probablemente ocurrirán, nos parece que prueban hasta la evidencia que los males que generalmente se deploran no carecen del todo de remedio y qué si en vez de contentarse con declamar sobre ellos y no pensar en la parte que  en esos mismos males tenemos procurásemos reformarlos en lo que nos es posible, esto es, en nosotros mismos primero y también en todos aquellos sobre los cuales podemos ejercer cualquiera especie de influencia se adelantaría positivamente en el camino del bien y por el único medio acaso eficaz.

Se habla mucho de la educación. Se dice que en los niños, que en los jóvenes está la esperanza de la España. Nosotros admiramos las buenas disposiciones de nuestra juventud pero no somos de esa opinión. Por mucho esmero que se ponga en la Educación de los niños, esmero por supuesto siempre laudable y de mayor interés, a medida que los niños se hacen hombres van perdiendo todo el fruto de la educación recibida y ésto nos lo muestra la experiencia demasiado claramente. Los institutos, de educación, los  reglamentos y las prácticas más capaces por su naturaleza y condiciones de producir hombres trabajadores, religiosos y perfectamente morigerados, mujeres hacendosas, económicas y excelentes madres de familia, producen sin cesar hombres y mujeres que para nada bueno sirven. El mal, por consiguiente, no está en la educación. Está a no dudarlo en la falta de costumbres de los mayores; de los mismos padres y maestros que desbaratan, sin saberlo, los mejores planes de educación en sus efectos; y este mal tan grave no puede combatirse sino por los medios que hemos indicado, a saber: por la reforma de nosotros mismos, que siendo sincera y eficaz, puede, con el ayuda de la gracia, ir penetrando en las masas y separándolas más y más del errado camino en que se encuentran.

¿Y qué mayor caridad, Señores? ¿Qué objetó más digno de llamar la atención de esta nuestra querida Asociación? Creemos por lo tanto que así lo hará, porque en cada país de los muchos en que ya se halla establecida, como ustedes saben, procura estudiar los males en su origen, descubrir su raíz y buscar el remedio que se les puede aplicar. El protestantismo en unas partes, la impiedad en otras, la falta de fe, el materialismo, suelen ser las causas que se descubren de los males que aquejan a otros países. En el nuestro no falta fe todavía, gracias a Dios; el protestantismo poquísimas palmas coge aun con sus pertinaces esfuerzos; gracias a Dios también, la impiedad, el materialismo, la sed de oro no han ganado todavía nuestras masas, pero tenemos el ocio que nos puede acarrear todos los males inimaginables y que debemos por lo mismo combatir por todos los medios posibles. La bien entendida santificación del Domingo, el hábito del trabajo en el día de labor y la medida racional en el descanso son los tres medios que nos atrevemos a recomendar a la consideración de ustedes como de la mayor eficacia para conseguir ese objeto tan grande, tan noble y tan propio de nuestra Asociación.

Procuremos emplearlos con esmero, y si nuestra intención es pura y santa, Dios nuestro Señor la bendecirá y liará que nuestros humildes esfuerzos en esto, como en todo, produzcan resultados maravillosos. Así sea una y mil veces, porque, a nuestro corto entender la gloria del Señor y la salvación de las almas están verdaderamente interesados en nuestra España en la guerra eterna da esta funesta ociosidad que por todas partes ha penetrado, y que está ya carcomiendo hasta las más profundas raíces del edificio social.

 

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