Junta general celebrada en Madrid el 8 de Diciembre 1859
En seguida, el Presidente del Consejo Superior, previo la venia del Excmo. Sr. Nuncio de Su Santidad, dirigió la palabra a la Junta en los términos siguientes:
Excmo. Sr.: Señores y hermanos en N. S. J. C.
Hoy hace diez años que los cuatro únicos socios que contaba en España nuestra Sociedad se acercaron juntos a recibir el sagrado Cuerpo de Jesús, poniendo a la naciente y humilde Conferencia primera de Madrid, bajo el amparo y protección de la Santísima Virgen en el misterio augusto que la Iglesia celebra en este día. En los diez años transcurridos, esta oscura Conferencia, compuesta entonces de solos cuatro individuos se ha convertido en un Consejo Superior, 29 Consejos particulares y 559 Conferencias agregadas en toda forma, que constituyen hoy día la Sociedad en España. Nada importa tanto, en nuestra opinión, como considerar este desarrollo, verdaderamente prodigioso, bajo el verdadero punto de vista en que se le debe mirar; ver si es debido a nuestro celo, a nuestro trabajo, a nuestra caridad, en una palabra, a nuestras virtudes; o, si por el contrario, se ha verificado a pesar de nuestra tibieza, de nuestra negligencia, de nuestro orgullo, en una palabra, de nuestros pecados.
Al efecto, meditemos el Santo Evangelio, ya que como cristianos tenemos obligación de leerle, aunque legos. El Santo Evangelio está lleno de luz fiara descubrir la verdad, en esta como en todas las cuestiones que se nos pueden presentar.
Muchos de ustedes recordarán que en esto mismo sitio se nos dijo en otra Junta general por un señor miembro de honor muy respetable, que N. S. J. C. tuvo presente en la tentación del desierto a nuestra humilde Sociedad. Al pronto pareció a algunos extraña o atrevida esa proposición, olvidando que para Jesucristo, hijo de Dios vivo y la Segunda Personado la Santísima Trinidad, no había ni podía haber cosa alguna oculta en lo pasado ni en lo futuro, ni por consiguiente cosa alguna, inclusa nuestra pobre Sociedad, que no estuviese presente a sus ojos. Ahora bien: en el santo Evangelio leemos entre otras cosas, las siguientes palabras: “Si vuestra justicia no es más llena y mayor que la de los Escribas y Fariseos, no entrareis en el reino de los cielos.» Estas palabras, hermanos míos en J. C., si las consideramos como dirigidas a nosotros, los que componemos esta humilde Sociedad que el Divino Señor tenia presente al proferirlas, nos deben hacer temblar. Porque los Escribas y Fariseos hacían todo lo que nosotros hacemos, y tal vez mucho más. Ellos se distinguían entre los judíos por su exactitud y celo en la observancia de la ley de Dios y de la Religión verdadera: oraban mucho, daban grandes limosnas y ayunaban frecuentemente: así es que pasaban por santos entre el pueblo; y sin embargo, aquí se nos dice por boca de la Verdad misma, que si nuestra virtud no es mayor que la suya, no tendremos parte en el reino del Cielo. Razón será pues que entremos en nosotros mismos para considerar qué es lo que faltaba a la virtud de los Escribas y Fariseos para sor verdadera; y deducir de aquí lo que falta a la nuestra para que sea mayor que la suya, y nos permita aspirará la patria del cielo que debe ser el único norte de todos nuestros deseos.
La justicia de los Escribas y Fariseos era en efecto muy imperfecta. Lo era particularmente por contentarse con la regularidad y reforma del exterior, descuidando el interior, que es el verdadero centro de la justicia cristiana. Limpiaban por de fuera la copa y el plato, mientras que por dentro, esto es, en el corazón, todo estaba lleno de rapiña y de maldad. Sus buenas obras no las hacían con pura intención; no buscaban en lo que hacían a Dios; sino que se buscaban a sí mismos. Sus oraciones, sus limosnas, sus ayunos, se encaminaban a granjearse el aplauso del mundo, la honra y la estimación de los hombres. Y al paso que evitaban los excesos escandalosos de los pecados de impureza y otros semejantes que los hubieran difamado a los ojos del mundo, no escrupulizaban en cometer los pecados espirituales (mucho más abominables a los ojos de Dios) de envidia, de odio, de ambición, y de la más refinada soberbia y presunción de sí mismos, unida al más profundo desprecio de todos los demás. De esta manera, todo el bien que al parecer hacían, estaba en el fondo viciado y corrompido: todas sus virtudes eran sólo aparentes y para fascinar a los hombres, mientras que sus vicios eran reales y abominables a los ojos de Dios.
Por eso, el Señor nos amonesta que procuremos precavernos con el mayor esmero do ésta levadura do los Fariseos, de la hipocresía, de la ostentación, de la apariencia de la devoción, destituida de su verdadera sustancia. Precavernos de que la soberbia o la vanagloria corrompan nuestras buenas acciones, corrompiendo nuestra intención: conservarnos, en fin, puros y limpios, no sólo de todos los pecados de la carne sino también de los del espíritu. ¿Y lo hemos hecho así por ventura? Coma socios de San Vicente de Paúl, ¿hemos visitado al pobre, asistido a la Conferencia y desempeñado los encargos que se nos han confiado con la sola, única y pura intención de buscar en todo a Dios, y únicamente a Dios, buscar en nada a los hombres ni su aprecio, sin buscarnos a nosotros mismos ni a la satisfacción de nuestro amor propio? Mucho me temo que no lo hayamos hecho así, y me fundo en los efectos que nos producen generalmente las alabanzas y vituperios que por fuera se propalan acerca de nuestra humilde Sociedad. Observo que las alabanzas nos gustan, al paso que nos hiere el que nos critiquen, el que interpreten mal nuestras acciones o intenciones, y el que nos calumnien, como alguna vez, muy rara, ha sucedido. Ponderamos los desengaños que a veces recibimos de las familias que visitamos; y al descubrir las miserias ajenas las exageramos, olvidándonos de las propias. Si nuestra intención fuera siempre pura y santa como debiera serlo en todas nuestras operaciones, palabras y pensamientos, y no se pareciese en nada a la de los Escribas y Fariseos, ¿qué más nos importaría que nos alabase el mundo o que nos vituperase, que nos apreciase o que nos calumniase, que nos amase o que nos odiase? ¿Cómo extrañaríamos y sentiríamos tanto que entre las muchas familias que visitamos haya algunas, como no puede menos de haberlas, que no correspondan a nuestro afecto, que procuren engañarnos, y aun lo consigan? ¿Cómo nos sería tan difícil entender y hacer entender a nuestros queridos consocios el verdadero carácter de nuestra Sociedad, que nadie por cierto ha pintado tan exactamente como la incomparable Santa Teresa, gloria de nuestra patria, con el bellísimo símil del abanderado?
Oigamos, hermanos míos, a la Santa: «Este, dice, no necesita de menos valor que los flemas soldados, sino que, por el contrario, tiene que ser de ánimo muy esforzado, pues sabe que a él se dirige todo el fuego enemigo; y sin embargo, él no se defiende, él a nadie hiere aunque se deja hacer pedazos antes que soltar su bandera.» ¿De qué modo más claro se puede pintar la verdadera situación de nuestra humilde Sociedad en el mundo, y la que cada cual de nosotros como miembros de ella debemos ocupar? Pues bien: esta situación tan hermosa, en la que la bondad de Dios N. S. nos ha colocado, se desconoce o no se quiere conocer. Y esto ¿qué prueba? ¿De qué puede dimanar? Ah! hermanos míos en J.C.: no nos hagamos ilusiones en materia de tamaña consecuencia. Nuestra intención, confesémoslo humildemente, no ha sido siempre lo que ha debido ser. Reconozcamos la astucia y la malicia de nuestro terrible enemigo, el espíritu de soberbia, que siempre nos acecha para robarnos el mérito de las buenas obras, si no puede hacernos incurrir en las malas; y declarémosle odio eterno.
AI efecto creo que pudiera servirnos de mucho la siguiente resolución. Siempre que veamos una imagen de la Purísima Concepción, que por fortuna rara es la casa de ciudad o aldea en nuestra patria donde no se encuentre, fijemos la consideración en lo que representa aquella fea serpiente que tiene a sus pies, y es nuestro enemigo implacable, el mismo terrible enemigo de que veníamos hablando. Notemos que su cabeza fue aplastada por el calcañar, es decir, por la parte más humilde de la Santísima Virgen, como observa bellamente Augusto Nicolás: y aprendamos que con la humildad, y sólo con la humildad, podemos quebrantar la cabeza de esta infernal serpiente, y librarnos de su ponzoña mortífera.
Seamos humildes de corazón, y al reconocer que el desarrollo prodigioso que nuestra Sociedad ha obtenido en España, no se debe en manera, alguna a nuestras virtudes, sino que la mano bondadosa de nuestro gran Dios lo ha verificado a pesar de nuestros pecados, esforcémonos por agradecer ese beneficio tan grande a quien todo entero se debe; esto es, a la bondad infinita de Dios; a la Santísima Virgen, cuya protección sin duda tanta parte ha tenido en él; a nuestro Santo Patrono, a cuya intercesión también se debo ; a nuestro Sumo Pontífice y a su ilustre predecesor, que tantos favores nos han prodigado: y a todos ¡os venerables Prelados de nuestra Santa Iglesia, que nos están colmando de beneficios, y particularmente a los mismos que tenemos aquí presentes, que, a pesar de sus muchas y graves ocupaciones, nos han honrado y favorecido con su asistencia; de los cuales esperamos humildemente que lo completen, dirigiéndonos algunas palabras de edificación y de consuelo que escucharemos de sus labios con el respeto y veneración debidos.»