Santa Luisa de Marillac, ¿mística? (V)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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LA MÍSTICA ES OBRA DEL ESPÍRITU SANTO

La vida espiritual de los hombres consiste en la respuesta que damos a la acción del Espíritu Santo en nosotros para que siga­mos a Jesucristo en la salvación de los pobres. Si comparamos la vida humana normal que solemos llamar ascética con la vida sobrehumana que la tradición ha llamado mística, notamos que la diferencia está en la manera de actuar el Espíritu Santo.

La actividad del Espíritu divino en nosotros puede realizarse en dos maneras (generalmente de acuerdo con las etapas en el camino del seguimiento): una a través de la inteligencia y la voluntad que activan las virtudes de fe, esperanza y caridad y las demás virtudes. Es el hombre, por lo tanto, guiado y ayudado por el Espíritu de Jesús, el que realiza activamente con su esfuerzo (en griego ascesis) la vida espiritual. A esta etapa la tradición la conoce por ascética. Es la más corriente, y al ser éste el modo humano y normal de obrar, en la ascética el hombre no siente, no experimenta ni la presencia ni la actuación del Espíritu.

Pero también el Espíritu Santo puede apoderarse de tal mane­ra de las potencias del hombre, de la inteligencia y de la volun­tad, que sea Él quien active las virtudes, a través de gracias y carismas que, tradicionalmente y según los diferentes autores de teología, son llamadas los siete famosos dones del Espíritu Santo. El hombre es pasivo y siente que en su mente, sin que él pueda producirlos ni pueda impedirlo, le brotan pensamientos y en la voluntad afectos producidos por Otro, el Espíritu Santo. Por eso esta acción del Espíritu divino —fuera de lo normal— se consi­dera sobrehumana, y, al no ser la forma natural de actuar las potencias humanas, el hombre experimenta la presencia divina y su acción. Se conoce por mística. Durante la oración mística gene­ralmente el Espíritu divino actúa por medio de los dones de inte­ligencia y sabiduría, y se conoce como oración contemplativa.

Conviene aclarar que no todos los autores de espiritualidad dan el mismo significado a la experiencia de la presencia del Espíritu divino. Admitiendo todos que no se trata de una expe­riencia sensible, a pesar que frecuentemente los místicos emple­an el verbo sentir, algunos autores retratan la experiencia como un acto de la consciencia más o menos firme, pero ordinario y común dentro del conocimiento, otros autores la igualan simple­mente a una experiencia de fe. La experiencia mística es un con­vencimiento más profundo y seguro de la presencia divina en el interior íntimo de la persona. Segundo Galilea lo explica así: «Es la convicción, experimentada «imprecisamente (san Juan de la Cruz) en el fondo del espíritu, más allá de la sensibilidad y del razonamiento, de que el Dios de Jesús está presente en nosotros, en los demás y en la historia así como en la naturaleza… Contem­plar a Dios es saber vivencialmente que estamos en sus manos». Aunque a veces, al explicarlo, no sabemos si la considera como un convencimiento humano y natural más que sobrehumano operado por el Espíritu Santo. Y José María Vigil y Pedro Casaldáliga confiesan: «Sin negar lo que haya de intuición correcta en lo que los grandes místicos y teólogos querían decir con esas expresiones, nosotros… realizamos nuestra experiencia de Dios desde unos planteamientos y unas categorías diversos. Nosotros testimoniamos nuestra experiencia de Dios cuando decimos que sentimos estar colaborando con el Señor en la cre­ación inacabada, tratando de continuarla».

No cabe duda que santa Luisa conocía lo que era experiencia mística, pero no sólo porque lo hubiera leído o se lo hubiesen explicado, sino porque lo vivía y lo experimentaba frecuente­mente en la vida y en la contemplación. Es clarificadora e impre­sionante una página que dejó escrita de su mano, no se sabe si para ella misma, para su director y superior, Vicente de Paúl, o para sus hijas, las Hermanas:

«Las almas verdaderamente pobres y deseosas de servir a Dios deben tener gran confianza en que al venir a ellas el Espíritu Santo y no encontrar resistencia alguna, las dispondrá conve­nientemente para cumplir la santísima voluntad de Dios…

Y para llegar a ese estado de no-resistencia, es preciso estable­cerse en obediencia, como los Apóstoles, y en el reconocimien­to sincero de nuestra impotencia, desprendiéndonos por com­pleto de todas las creaturas y hasta de Dios mismo en cuanto a los sentidos… Y al venir el Espíritu Santo a las almas así dis­puestas, el ardor de su amor consumirá todos los obstáculos a las operaciones divinas, establecerá en ellas las leyes de la santa Caridad y les dará fortaleza para obrar por encima de la potencia humana…

El amor que debemos tener a Dios ha de ser tan puro que no pre­tendamos en la recepción de sus gracias más especiales otra cosa que la gloria de su Hijo».

Al final de su vida comprendió que su oración contemplativa era obra del Espíritu Santo y es cuando la Tercera Persona de la Trinidad se convirtió en el eje de su vida. No es extraño, enton­ces, que en 1657, tres años antes de morir, hiciera los Ejercicios anuales únicamente sobre las Razones de darse a Dios para par­ticipar en la recepción del Espíritu Santo el día de Pentecostés.

Ella misma dice que durante los Ejercicios muchas oraciones fueron de pura contemplación. Es la divinización de la mujer poseída totalmente por la fuerza del Espíritu Santo y que segura­mente había leído en Bérulle:

«No es, pues, bastante que me enseñes, oh Salvador mío, los medios para prepararme a la venida del Espíritu Santo, sino que hace falta, alma mía, tratar de verdad en vaciarse de todos los impedimentos, y actuar, o mejor dicho dejar actuar plenamente a la gracia que el Espíritu Santo quiere derramar en todas las potencias de nuestro ser; y esto no puede ser sino por una des­trucción de mis malos hábitos que en ocasiones se oponen a ello. ¡Quita mi ceguera, Luz eterna! ¡Da sencillez a mi alma, Unidad perfecta! ¡Humilla mi corazón para asentar el funda­mento de tus gracias! y que la capacidad de amar que has pues­to en mi alma no se detenga ya nunca más en el desarreglo de mi propia suficiencia que no es, en efecto, más que un obstácu­lo y un impedimento al puro Amor que he de tener con la efu­sión del Espíritu Santo. Confusión, pues, para mí a causa de mis engaños que tantas veces me han atado a la falsedad, apartándo­me de la Verdad eterna ¡Consume todo esto, fuego del Amor divino, aunque yo no merezca tal gracia!».

Y convertida ya en una posesa divina, durante la oración con­templativa no puede menos que continuar exclamando en forma de interrogantes:

«¿Hay algo más excelente, en el cielo y en la tierra, que este tesoro? ¿Cómo vivir fuera de razón después de haberse entrega­do totalmente para prepararse a este bien infinito? ¿No debería yo desear morir, ¡oh Dios mío! tan pronto como lo hubiera reci­bido? Vivir tanto como a Él le agrade, pero de tu vida que es toda de Amor. ¡Que no pueda yo desde este mundo derramarme en el océano de tu Ser divino!»

CONCLUSIÓN

Al finalizar esta charla, quisiera sacar dos conclusiones. Pri­mera, la mística se puede alcanzar viviendo cualquier espirituali­dad racional y afectiva, siempre que se viva en la fe, la esperanza y el amor. Y, por lo tanto, desde cualquiera de las llamadas escue­las de espiritualidad católica, también desde el vicencianismo.

Santa Luisa había comenzado el camino espiritual por la senda trazada por Bérulle y demás espirituales de la llamada Escuela abstracta francesa. Luego, de la mano de su director Vicente, pasó a lo que hoy llamamos vicencianismo, pero nunca pudo olvi­dar la formación espiritual que le dieron los primeros directores capuchinos. Es la marca que le dejaron su niñez y juventud. Así, nació su espiritualidad, la propia, la que vivió los últimos años de su vida y que hoy podemos denominarla luisiana: una mezcla admirable de vicencianismo y de Escuela Abstracta.

Brota entonces una pregunta ¿por qué no se ha considerado mística a santa Luisa de Marillac hasta ahora? Porque hasta el siglo XX solamente estaba al alcance de los estudiosos sus car­tas, que por lo general son cartas para el servicio y para la vida comunitaria, mientras que sus escritos espirituales habían sido falsificados en cierto modo por Gobillon. Me explico: sus escri­tos publicados por Gobillon con el nombre de Meditaciones, no eran nada más que unas composiciones rehechas por él a base de algunos trozos escritos por la santa. Pero tanto en estas Medita­ciones como en la Vida de la Señorita Le Gras que escribió, Gobillon había quitado todo trazo de mística. ¿Por qué? Porque debido al quietismo la mística había quedado en entredicho, y era sospechosa de herejía quietista o semiquietista toda persona que experimentara fenómenos místicos o hablara de mística.

«Tanto entre eclesiásticos como entre civiles, se toleraban cada vez menos las manifestaciones públicas de misticismo, y especialmente cuando se trataba de mujeres. Esto cortó las alas a las místicas, quienes en muchísimos casos y sobre todo duran­te los periodos más creadores de su existencia solían llevar una vida semirreligiosa en la que la compasión hacia el prójimo se fundía con la apasionada autodisolución en el Amante divino. Por tanto, hubo que aislarlas de manera más eficaz, pero también controlarlas más severamente a través de sus confesores y guías espirituales. Sin embargo, a menudo ocurría, como tantas veces en el pasado, que el guía se volvía poco a poco un igual y un amigo, o incluso un discípulo, lo que planteaba problemas cada vez más delicados».

La segunda conclusión responde al planteamiento que he pre­sentado al comienzo: la mística, si es verdadera, nos lleva a sal­var a los pobres, en oposición al quietismo que propagaba una espiritualidad personal del recogimiento y la interioridad hasta una unión del hombre con Dios en identidad total, sin necesitar ya mediaciones ni sacramentos ni Jesucristo ni barreras morales. La mística llevó a Luisa de Marillac a servir a los pobres.

Desde 1629, la nueva mujer en que se había convertido la señorita Le Gras al lado de Vicente de Paúl, había entrado de una manera natural y, al mismo tiempo, misteriosa, en un mundo hasta hacía poco extraño para ella: el mundo de los pobres. Y esta mujer dirigida por san Vicente no pudo ya prescindir de los pobres. El pobre pasa a ser el centro de su vida y hasta aparece en su oración, aún la contemplativa. Aparece como algo lógico, y por ello aparece unido a Jesús, pero el pobre no fue el centro de su oración, el centro siempre fue Dios. Su oración es para unirse con Dios y Dios es su objeto y su fin. El pobre no es el objeto de su oración, es el fruto; como objetivo será el centro de su acción, de sus conferencias, de sus cartas.

Y en la oración contemplativa descubrió que lo más importa no era ver a Dios en los pobres, que lo más importante era que los pobres vieran a Cristo en ella, cuando se les acercaba a soco­rrerlos, porque vaciada de ella se había revestido del Espíritu de Cristo. De este modo llegó a ser una santa tan activa como con­templativa.

Benito Martínez

CEME 2010

 

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