Los que han preparado la edición privada de las obras de Santa Luisa (cuatro volúmenes), se han encontrado ante un problema difícil de resolver y del que se sospecha solamente su importancia. Muchas cartas no tienen fecha, aunque la fecha aproximada se pueda determinar con facilidad. Las «meditaciones» y los «pensamientos» tampoco están fechados, al menos casi nunca, lo que resulta dificultoso cuando se quieren utilizar tales escritos para ver qué existe dentro de las diversas etapas del itinerario espiritual de la Santa.
Los editores, clasificando los escritos, ¿han querido seguir sencillamente el camino del primer biógrafo, Gobillon, o han encontrado en aquellos fragmentos los vestigios y pasos de una actividad humana y de una gracia divina en una evolución convergente? Lo que nosotros, por nuestra parte, entrevemos, alcanza a una clasificación que corresponde a unas fechas ya indicadas en una biografía somera. Las fechas decisivas del alma de la Santa son: 1623, 1629, 1634, 1644, 1651, con tal de que no se tomen estas fechas con rigor, y se vea en ellas el centro en donde convergen sentimientos, resoluciones y gracias.
En Pentecostés de 1623 se ve liberada, por el Espíritu, de la neurastenia en la que le había hundido una serie de pruebas que se añadieron a la pesadumbre de su nacimiento. Era una enfermedad cuyas causas y naturaleza los psicólogos pueden buscar el determinarlas confrontándolas con enfermedades análogas. En el orden sobrenatural era también, quizás, una prueba, una tentación, una aflicción, decisivas, de las que nos habla el padrenuestro, misterio que encontramos al principio de la vida apostólica de Cristo. Santa Luisa no salió de ellas para entrar en la anchura de la paz divina, porque no tuvo ni la idea, ni la fuerza, ni la posibilidad de encontrar el camino justo. Se replegó sobre sí misma, con Dios sin duda, pero cerrando este coloquio en un circuito demasiado estrecho, en el que sus energías no podían emplearse sino en un amor egoísta de Dios. Este amor imperfecto, y que sufría por ser imperfecto, le empujaba a elevarse siguiendo el ejemplo de San Vicente, dándose al servicio de los pobres.
Comenzaba así en 1629 la ascensión de la santa montaña, como ella decía: Ir a Dios a través de los otros.
Esta etapa, como todas las que seguirán, comienza con un retiro, cuyo programa, muy clásico, es fijado por el director. Esto le obliga a replegarse aún sobre sí misma. Así puede darse cuenta de los medios de trabajo antes de iniciar una obra que la obligará a salir de sí, y le dará a su amor de Dios un alimento externo a ella misma. Durante cuatro o cinco años, en una inquietud extraña, asiste al desarrollo del amor en ella. De repente, he aquí que va por buen camino. Es en el amor a los otros en donde encuentra verdaderamente a Dios.
Su vocación es encontrar a Dios por el amor. No le queda sino quedarse en este camino con un compromiso definitivo, al que dio forma de voto religioso, que tanto había deseado antes, que había proyectado y que había sido su tormento porque temía haber faltado a su palabra. Esta etapa de 1634 es como la entrada en religión. Ya no busca más, ha roto completamente con aquello que se llama mundo.
Es de notar que durante este período —como por lo que sucede después— cuando ella camina tan alegremente hacia el desarrollo del amor, su paso está como medido por golpes de dolor: enfermedades que asaltan a su débil cuerpo, inquietudes que le causan los caprichos de su hijo, trágicos acontecimientos que conmueven a su familia, ansiedades que surgen de su conciencia nunca enteramente apaciguada. El sufrimiento que de todo ésto resulta se mezcla con las caricias de Dios, como dice su Director, y compone esa dulzura amarga que es el sabor propio de la perfección cristiana.
El período 1634-1644 es de pleno desarrollo espiritual. Libre ya de las dudas, segura de su camino al que se compromete bajo la dirección de un guía que Dios le ha dado, pone en movimiento todas sus energías para el servicio de Dios en los pobres de Dios. Ahora parece como llevada por la gracia y por su propia actividad. Es, aún, estorbada por los accesos de la inquietud espiritual, su humildad constitucional la inclina a ciertas desesperaciones, todo lo que hace es contrariado por la dureza diaria de la vida, pero todo ésto no es más que accidental; lo esencial y evidente es, por el contrario, afianzamiento, triunfo de su personalidad que hace algo de nuevo en el campo de la caridad y fija su propia donación en el interior. Ella se da cuenta, no se atreve a decirlo, sin embargo, ella lo dice en el momento de la fundación de Nantes. Es la euforia de un pleno acuerdo de Dios y de su energía, hacia una actividad que será perennemente bienhechora para los desgraciados.
Llegar a este punto es un resultado apreciable, para la gloria de una Marillac suficiente a los ojos del mundo, y por Dios anotado en el haber de una cristiana cuyo amor ha sido fecundo.
Pero en el orden sobrenatural, en donde nada se mide con nuestras medidas, existe algo más grande que esta grandeza y es la renuncia a esa misma grandeza, el sacrificio, el aniquilamiento de todo lo que la constituye —digo bien, de todo— aún del oro puro. Iba a decir que llenada a una cima, Luisa de Marillac cambia inopinadamente, y se empeña en seguir otro camino, un camino descendente por el despojo y la abnegación. Sería, aún, tomar prestada una metáfora según nuestro modo de medir los valores. Despojo, renuncia, aniquilamiento, anonadamiento, no es descender, es decantarse, aligerarse para subir a las alturas hacia las cimas inaccesibles para la criatura gravada por la pesadez de su naturaleza.
¿En qué momento ha comenzado este descenso que es subida? En el retiro de Pentecostés de 1643 o en el de 1655, en el ataque nervioso y en la sacudida espiritual causada en ella por la caída del piso de su casa. Ella misma ha hecho ver la importancia de este acontecimiento para su vida interior: era una señal, un aviso de Dios quien se ocupa especialmente de ella y quiere de ella algo de especial y no sólo el ejercicio de amor que realiza caridad.
En su retiro, medita sobre Jesús en el seno de su Madre. Allí El está verdaderamente unido a la naturaleza humana; no es, sino una sola cosa en la continuidad de su carne con la naturaleza humana. Ella ha contemplado largamente este estado del Hijo de Dios y ella nos dice que ha recibido gracias singulares, es decir, pienso yo, momentos de amor puro y divino. Y, siempre realista, saca la conclusión de estos fervores: «Debo aprender a mantenerme escondida en Dios, con el deseo de servirlo, sin buscar más el aprecio de las criaturas y la propia satisfacción en su trato, contentándome con que Dios sepa que quiero ser para él».
Aquí se hace una confesión. Ha sido feliz en el pasado por las muestras de gratitud tributada a su actividad y ha encontrado una alegría, ciertamente legítima, en la conversación con personas animadas de su mismo ideal de caridad de acción caritativa. Es a todo esto a lo que quiere renunciar radicalmente para permanecer sola delante de Dios solo. Es el comienzo del despojo.
Ella se da cuenta inmediatamente que la operación es dolorosa. Quiere ser olvidada de las criaturas, y si la olvidan, sufre por ser olvidada. Le parece, incluso, que en este olvido se da una injusticia; no se la tiene en cuenta.
Había un campo en el que estaba sola, y en donde nada tenía que temer el que otra persona viniera a reclamar el mérito de su trabajo: era la dirección de sus Hijas. Es conocido con qué amor, con qué apasionante atención ella se empleó en su formación, se empleaba en su dirección. Se da en el mandato, cuando está inspirado en la razón y en el deseo del bien, cuando es aceptado por los súbditos, una alegría sutil, de la que ni los mejores, ni los más desinteresados se defienden. Ella también renuncia a esta alegría. Y le será difícil porque no pudiendo cesar en el mandar, ella no podrá dejar de tener placer en sus mandatos. Constata, sin embargo, un progreso en este punto: «Yo puedo decir que he renunciado a la ambición de mandar». Ha continuado en el cargo sólo por deber. Ahora comenzamos a comprender lo que es el despojo interior.
Este despojo es general, y nosotros ya hemos visto algunas de sus manifestaciones. Ella ha renunciado a su exigente amor por su hijo, ya no le ve, no le ama sino como hijo de Dios; ha renunciado a sus ejercicios de piedad y prácticas particulares a las que estaba fuertemente apegada. Siente que es por aquí, por este camino, por donde va hacia Dios y que la gracia la invita a acelerar el paso. Buscando palabras penosamente, como si no se atreviera a manifestar su progreso, Luisa escribe a San Vicente: «Siento en mi interior no sé qué disposición que, como según creo, me quiere empujar hacia Dios, pero no sé cómo».
En este nuevo camino, en el que ella está comprometida con el permiso de su director, prueba las dificultades inherentes a este ejercicio y a los trabajos que asume en el exterior. Cuando ella se entrega al despojo de sí misma, y es premiada con las suavidades de Dios, se siente tirada de la manga porque los niños abandonados no tienen pan y porque Sor María se ha dejado llevar de un capricho. Esto sucede durante su retiro, en Pentecostés de 1647. Ahora, algo enteramente nuevo sucede, ella absorbe estas dificultades y las vive, por así decirlo, y se nutre de ellas, hace de ellas la trama de su despojo espiritual. Luisa escribe a San Vicente: «Yo creo que Dios no quiere que yo guste plenamente sus dulzuras. Tengo motivos para confesar y reconocer que no hago nada que valga… Mi corazón no se exaspera, aunque tenga razones para teinei. que la misericordia de Dios se canse de ejercitarse sobre una persona que siempre le desagrada».
No se exaspera, no se lamenta: acepta esta voluntad de Dios, que en apariencia, le aleja de Dios. Se ha despojado de su impaciencia espiritual.
Comienza de nuevo. Siempre necesita comenzar. Comienza constatando que ha adelantado un poco más y que, ahora, por ciertas debilidades ella puede hablar de un tiempo pasado. El día de la Ascensión, en su retiro de 1649(?), ella ve a Jesús, cuando triunfa ascendiendo a la gloria, recuerda que El no hace otra cosa, sino obedecer como siempre.
«Me ha creado confusión el hecho de que en otro tiempo sentía pena de que otros se atribuyeran lo que pensaba haber hecho yo. He renovado la resolución, frecuentemente hecha, de no preocuparme de que se crea lo que le quiera, con tal de que Dios sea servido no importa por quien».
Comprende también —se dirá como por revelación— que Jesús, obedeciendo a su Padre, une estrechamente en sí mismo la vida de acción y la vida de oración. Así, este espíritu de desprendimiento, del que se siente acosada hasta el punto de ser absorbida, puede conciliarse con la actividad del servicio a los pobres enfermos y a las Siervas de los pobres enfermos. El amor de Dios presente en ella, y únicamente amado, que para que permaneciera, en otro tiempo, tenía que renovarlo de cuando en cuando con actos concretos y relaciones positivas, es ahora un estado que sostiene todo lo que hace, que dirige el perfeccionamiento de su despojo sin que su vida exterior sea perturbada. Hacia 1651 ó 1652 es cuando ha entrado en un despojamiento acelerado. Ha entrado en él, como de costumbre, por un retiro en Pentecostés, cuyo plan fue trazado, como de costumbre, por S. Vicente. Uno de sus historiadores, Collet, que dice basarse en fuentes cuya naturaleza no indica, afirma que el programa del retiro era admirable. El elemento nuevo del programa, del que Collet da un resumen, es el hecho de que la que hace el retiro pasará rápidamente sobre los ejercicios de la vía purgativa y de la vía iluminativa, cuyos secretos ella conocía bien, para abandonarse en Dios, para darse a Dios, que hará de ella lo que quiera. La dirección de su retiro ya no le pertenece más, es Dios quien manda. El director y la dirigida son demasiado humildes para pensar que ellos, así, entran en el camino de la vida mística; en realidad, así es, y veremos cómo Luisa de Marillac penetrará muy adentro. Por el momento, ella cree continuar en perfección su despojo desde lo exterior, pero es desde el interior desde donde realmente ella trabaja.
«No puede entender que el reino de los cielos sea otra cosa que vos, Dios mío. ¿Qué? ¡Vos sois de aquellos que no tienen nada! ¡Oh! verdaderamente vos sois el TODO. Para teneros yo quiero renunciar a todas las cosas. ¡Oh! ¡Amor puro, que yo os ame! Vos sois fuerte como la muerte. Separad de mí todo lo que os sea contrario».
Todo ésto, todo lo que sea obstáculo para el puro amor, porque no es El, Luisa lo enumera con cuidado, penetrando hasta los últimos repliegues de su ser. En primer lugar lo rechaza en bloque. «Quisiera ser enteramente consumida por un anonadamiento de mi interior». Esto será la realización absoluta de la unión mística. Es verdad que es sólo un deseo, falta por llevarlo a la práctica.
Luisa torna sobre las gracias que recibe —y se comprende hasta qué grado ella debe estar, por así decirlo, importunada para hablar de esto tan frecuentemente—, ella pide verse privada de ellas o liberada, no queriendo otra cosa que Dios sólo. Pero Dios la hace comprender que no es por ella por lo que recibe las gracias. Ella lleva a la práctica ahora lo que ya sabía con certeza era una regla de oro de San Vicente: ella no es sino un instrumento en las manos de Dios, como la lima en las manos del carpintero, como la mimbre en las manos de un cestero. En esto se sintetiza su personalidad y acepta que así sea. «Yo pido a Dios de no subsistir en mí».
Dios es único. Luisa no olvidará esta revelación recibida en uno de sus retiros. Había sido perturbarda por una página del Memorial del P. Granada sobre la predestinación; recibe un consuelo total leyendo en la Guía de peca»dores del mismo P. Granada cric Dios es el que es. No lo ignoraba, pero ahora lo había entendido para siempre. Por esto, desea perder su propio ser en el ser de Dios. Y como se quedara espantada de la ambición de su propio deseo, lo lleva al campo más humano y más preciso, al sacrificio esencial de su libertad: «No queriendo la propiedad del propio libre albedrío, lo pongo en las manos de Dios y de mi director».
Qué será de este despojo, de esta vía mística, si la fundadora de las Hijas de la Caridad lo aplica, corno debe hacerlo, para ser fiel a su costumbre, a la dirección de las Hermanas? A una de las más avanzadas en la espiritualidad, a Margarita Chetif, escribe en 1658:
«Yo no me espanto si nuestro Señor os ha hecho participar de sus sufrimientos internos. ¿Creería ser tan honrada delante de Dios y delante de los Angeles, y que ésto no os costase nada? Yo no dudo de que la gracia divina os sostenga fuertemente en vuestras debilidades e insensibilidades. No sabe usted, mi querida hermana, que estos son los ejercicios en los que el Esposo sagrado de nuestras almas encuentra su placer, cuando se ejecutan con amorosa paciencia y con aceptación tranquila, sin apenarse porque nosotros suframos viéndonos en tal estado? Yo sé muy bien que usted tienes cuidado de no perder estas ocasiones para dar testimonio de vuestra fidelidad, y que vuestro corazón no se abre a los razonamientos del sentido natural, que hace ver las cosas fuera del comportamiento de la divina Providencia y del cumplimiento de la santísima voluntad de Dios.
Sé también que os hacéis la sorda a los «clamores de los ajes y cebollas de Egipto», para la satisfacción de verse en el pi opio país; entre las personas conocidas, quienes de vez en cuando nos dicen palabras buenas que parecen hacernos progresar bastante, porque tienen parte de nuestro sentir y espíritu; por un poco de tiempo nos agradan y entretienen, pero al fin no nos encontramos más virtuosas. Sometidas a la prueba de la mortificación y de la tentación, quedamos abatidas y en un estado, así me parece, deplorable. En efecto, lo estaríamos si no fuéramos atraídas hacia Dios por el filo del espíritu, diciéndole desde el fondo de nuestro corazón: «; Dios mío! Todo lo que a vos agrade, yo soy vuestra, haciendo todo, a despecho de la tentación, pura y simplemente por el amor de Dios, contentándonos con lo que su voluntad quiere que nosotros seamos en el estado que él nos puso, sea por razón de su providencia, sea por razón de las criaturas.
No os habéis dado cuenta, mi querida hermana, de lo que sucede en San Juan Bautista, que conocía y amaba tanto a nuestro Señor, hasta dar el testimonio que usted sabe? Y no obstante él se aleja, o mejor, Dios le separa por su vocación a la penitencia, aunque no haya nacido en pecado. No cree usted que Dios quiso darnos este ejemplo a las almas que él quiere separar de todos los afectos de la tierra para llenar sus corazones de su santo amor? ¡Qué consuelo cuando un alma se ve así enteramente dependiente de la conducta particular de Dios! ¡Sería bastante para gozarme con usted!
La confidencia queda como velada por estar al alcance de la humilde hermana, pero se siente la vibración temblorosa.