Santa Catalina Labouré y su proyecto de santidad

Francisco Javier Fernández ChentoCatalina LabouréLeave a Comment

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Autor: Luzdari Jiménez Serna, H.C. · Año publicación original: 1988 · Fuente: Boletín CLAPVI nº 59.
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Escribir un artículo sobre Santa Catalina… ¡inmensa gracia para mí, que tanto la amo y tanto me atrae por su simpleza y su coraje!

Cada santo llega a serlo por senderos muy diversos. Hay quienes osten­tan en su «hoja de vida» hazañas grandes y brillantes; otros en cambio, desapercibidos y ocultos, nos muestran que también se puede ser grande en la rutina de lo cotidiano.

Tal es el caso de Catalina Labouré, campesina sencilla de Fain Les Moutiers, aldea borgoñona de Francia de unos doscientos habitantes.

Tenía sólo 9 años cuando perdió a su madre, Magdalena Gontard. La familia era numerosa: diez hermanos de los cuales ella, era la octava. A los 12 años, bajo la dirección de su padre, Pedro Labouré, abrazó con la responsabilidad de una persona adulta, los quehaceres y oblg:Iciones de la granja que poseían, pues hacían parte de las familias acomodadas de la aldea.

Una nota especial comienza a marcar sus senderos de predilección: es el hecho de abrazar con segura confianza, la estatuilla de la Virgen, que acogía las matutinas y vespertinas plegarias en la alcoba de la madre; y, al abrazarla, confiarse a Ella con toda su infantil ternura.

Comienza pues a dibujarse el «alma mariana» de Catalina, que más tar­de, en las Hijas de la Caridad quienes tienen a María como única Madre de su Compañía, recibirá muestras extraordinarias de especial elección, por parte de la celestial Señora.

Catalina ingresó a las Hijas de la Caridad en abril de 1830. Había nacido en mayo de 1806. Cabría aquí, el ocuparnos de esos 15 años, durante los cuales se hizo cargo, con maternal esmero, de los cuidados de la familia y de la granja: fatigas que supo soportar sin la queja diaria de quien en­cuentra pesadas las responsabilidades; ires y venires de la casa a la igle­sita cercana, donde podía compartir con sus paisanos la misa del domin­go; secretos ayunos a punto de ser evidenciados ante su padre, por su querida hermana Tonina, dos años menor que ella; momentos de lucha y de fatiga, ante la frágil salud de Augusto, su hermano menor, enfermo por accidente… Todo esto y mucho más, vivido en el plano de una fe que supo madurarse muy temprano y bajo la maternal mirada de María, a quien le había confiado todo, su ser y todo su hacer.

Dijimos que se hizo Hija de la Caridad en 1830; exactamente el 21 de abril llega al seminario. Le espera un período duro de formación y está preparada para ello. Nada es difícil cuando se tiene dispuesto y pronto el corazón!

En la Casa Madre, al cambiar su traje de campesina por el hábito de las hermanas del seminario, redobla su fervor, y su itinerario de santidad se vuelve una empresa nueva. Nueva, porque descubre que llega a una comu­nidad golpeada por la revolución que acaba de pasar y en la que se lucha por una feliz restauración. Descubre muchos fallos pero lo mira todo como nuevo y no se detiene ante las debilidades. Dios y la oración ocupan su corazón.

Catalina hace parte de ese puñado de «videntes», sencillos y humildes, que en el siglo XIX, tuvieron la misión de transmitir al mundo, algún men­saje de Nuestra Señora.

Su caso es especial, no así su santidad que es capaz de no hacer ruido y de vivir en el silencio y la monotonía de lo anónimo. Sor Catalina se hizo «La santa del silencio» y porque ostentó esta santidad, tuvo visita de la celestial Señora, y no por el contrario, no se hizo santa, porque vio a la celestial Señora.

1830: Un año escogido por María para decir al mundo que Ella es… «María sin pecado concebida» a través de la Medalla; sencillo catecismo en el que la Madre traza todo un plan de evangelización para los hom­bres; sencillo, como sencilla fue la escogida para transmitir al mundo este mensaje.

Y… como haciendo marco a la Medalla, se crea un familiar clima de diálogo entre la visión y la vidente:

«Estuve allí (postrada con mis manos sobre sus rodillas) no sé cuánto tiempo… Así pasaron unos momentos, los más dulces de mi vida. Me sería imposible decir lo que sentí. Ella me dijo cómo tenía que portarme con mi director y algunas otras cosas que no debo decir; la forma de portarme en medio de mis penas…»

Y en efecto, María dice a Catalina:

«Hija mía, Dios quiere encargarte una Misión. Tendrás muchas dificul­tades, pero las superarás todas pensando que lo haces por la gloria Dios. Conocerás lo que es Dios. Te sentirás atormentada hasta que lo hayas dicho a aquel que está encargado de dirigirte. Te contrariarán. Pero recibi­rás la gracia necesaria. Dilo todo con confianza y sencillez. Ten confianza, no temas. Verás algunas cosas. Da cuenta de ellas, de lo que veas y de lo que oigas. Serás inspirada en la oración. Da cuenta de ella».

Y todas estas promesas van acompañadas también de un anuncio de desventuras:

«Los tiempos serán malos. Las desgracias caerán sobre Francia. El trono será derribado. El mundo entero se hundirá en desgracia. Pero venid al pie de este altar. Aquí se derramarán gracias sobre todas las personas que las pidan con confianza y fervor, grandes y pequeños… Hija mía, me com­plazco en derramar gracias sobre la Comunidad en particular. La quiero mucho, afortunadamente…»

Y los mensajes prosiguen… Todos van calando en el corazón de Catalina. Ella se siente la portadora responsable de los mismos y comienza con su «envío», otra etapa de lucha en su camino: no le creen, no le acep­tan sus razones; hermana tan simple y de tan poca instrucción, ocupada en los oficios más desapercibidos y humildes: el gallinero, la huerta, los ancianos, la puerta…; más vale no hacer caso a su «ilusión».

Y, poco a poco, el alma de Catalina iba copiando el alma de María. Sabía ciertamente que yendo a Ella con confianza, se encontraba sencillamente con el Buen Dios. Así nos lo revelan sus «Resoluciones de retiro»:

«Tomaré a María como modelo al principio de todas mis acciones; en todo, yo reflexionaré si María hizo esta acción, cómo y por qué la hizo. ¡Oh, qué consolador es el nombre de María!».

Catalina supo ofrecerse a Dios con todo su ser. Su vida se desarrollaba en una permanente «tensión hacia la santidad». Dios y María eran su razón de ser siempre. Así nos lo revela este otro texto:

(Hago) resolución de ofrecerme a Dios sin reserva; de aceptar todas las pequeñas contrariedades en espíritu de humildad y penitencia; de pedir en mis oraciones que se cumpla la Voluntad de Dios en mí. ¡Oh María, dame tu amor. Sin Ti, yo pereceré; obtenme todas las gracias que me son nece­sarias. ¡Oh corazón Inmaculado de María, obtenme la fe y el amor que te unieron a la Cruz de Jesucristo!

Catalina supo explotar la mina preciosa del sufrimiento y la incompren­sión. Comprendió muy bien que quejarse es perder méritos y que el amor soporta todo. Así lo expresa:

«Oh dulces objetos de mi amor, Jesús y María. Que yo sufra por voso­tros, que yo muera por vosotros, que yo sea toda vuestra y no viva para mí misma».

Su amor por los pobres la hacía complaciente y su generosidad con ellos rayaba en heroismo. Frente de su acción: Los ancianos, con los que se muestra firme e imparcial. Es buena con todos, incluso con los más desa­gradables, como si a estos les debiera atenciones especiales. Todos eran para ella, los miembros doloridos de Jesucristo. Y…, ¿el secreto de tal comportamiento?:

«(Hago) resolución de no quejarme ante las pequeñas contrariedades que pueda tener con los pobres y de orar por aquellos que me harán sufrir alguna cosa. ¡Oh María, obtenme esta gracia por tu pureza virginal!».

Catalina supo distribuir su tiempo y emplearlo plenamente en el servi­cio: las largas faenas en el huerto de Reuilly, las vacas, las gallinas, las cuentas, los ancianos, los pobres, los heridos, la oración, la convivencia fraterna con su Comunidad…¿Su consigna?

«Resolución de emplear bien mi tiempo y no perderlo en cosas innece­sarias. ¡Oh María, felices los que te sirven y ponen en ti su confianza! ¡Oh María, María… María…, ruega, ruega, por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte María! ¡Oh María!».

Supo vivir en plenitud el espíritu de las Hijas de la Caridad:

«La humildad, la sencillez y la caridad, son el fundamento de nuestra santa vocación. ¡Oh María, hazme comprender estas santas virtudes. San Vicente, ruega por nosotros! ¡Oh María, concebida sin pecado, ruega por nosotros…!»

Que estas líneas, al tratar de presentar un somero comentario al pro­yecto personal de santidad de Catalina, ayuden a nuestra reflexión, en momentos en los que la historia que vivimos, nos exige esfuerzos senci­llos pero intensos, para responder como ella al llamado del servicio que en la Iglesia de los Pobres, reclama con urgencia nuestra respuesta de autenticidad.

Se trata de hacer grandes, por el amor, los pequeños actos que en lo cotidiano realizamos.

Que Santa Catalina, nos obtenga de la Virgen, Nuestra Señora y nuestra Madre, continuar transmitiendo su mensaje de amor a la humanidad, a tra­vés de la Medalla y de nuestra propia vida.

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