San Vicente y los enfermos

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Andrè Dodin, C.M. · Traductor: Víctor Landeras. · Año publicación original: 1974 · Fuente: Anales españoles.
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Pocos, sin duda, serán los que no hayan tenido ocasión de admirar en la película «Monsieur Vin­cent» bellas imágenes, emoción, una viviente lec­ción de caridad; pero un film no puede más que dejar adivinar la profundidad de las almas. ¿Có­mo explicar ese amor a los pobres y a los enfer­mos que animaba a Vicente de Paúl? Las confe­rencias y la correspondencia del señor Vicente, paciente y minuciosamente estudiadas, revelan en él una mística del sufrimiento: Cristo Jesús lo entrega a sus miembros dolientes y los pobres enfermos, a su vez, lo conducen a Cristo crucifi­cado. Es un ejemplo siempre actual.

Advertencia a los turistas

¡Por decencia y por caridad, es preciso prevenir a los turistas! A pesar de las apariencias, el mundo de los enfermos no está abierto a todos. La adminis­tración de los hospitales que canaliza a los visitantes y reglamenta su esponta­neidad se esfuerza por informarnos. Sus ordenanzas y sus prohibiciones son ya reveladoras: entramos en un mundo distinto y no penetramos a pie llano. Aquí, los humanos ya no pueden ver el mundo con los mismos ojos que los que gozan de buena salud. La candidez y la inocencia de éstos últimos revelan una ligera alienación: estos extranjeros miran sin ver, examinan sin percibir y afligen que­riendo aliviar. Al final de la aventura, las manos vigilantes que hacen retroceder diplomáticamente a los recién llegados hacia las fronteras liberan a los mismos visitantes. ¡También los enfermos mismos son librados a veces de una presencia molesta!

Un guía

Si queremos penetrar en el extraño mundo del sufrimiento, en ese mundo que tiene sus leales y sus monarcas, sus invitados y sus prisioneros, su perspec­tiva sobre los humanos y una cierta visión de Dios, nos es de primera necesidad un guía.

Con todo, estamos condenados en una época indeterminada a pasar al menos algunos días en esos distritos fronterizos de la muerte, sería una buena política escoger desde ahora un conocedor experimentado capaz de facilitar nuestra estancia en la colonia de tránsito. Reconozcámosle, sin falsa vergüenza, tenemos suerte. Hemos topado con el señor Vicente.

Ayer, como hoy, él goza de un singular poder. Ilumina y sostiene. Se inquieta por la salud del cuerpo y vigila escrupulosamente la vitalidad profunda de nuestra alma. El nos mira —nosotros lo sabemos— con los ojos de un Otro. Esclarece nuestro presente y entra en él con la serena seguridad de uno que ha atravesado nuestro porvenir.

Por qué ejerce él este singular poder, ya que a la vez nos inquieta y nos sosiega, nos ilumina y nos hace arribar al mundo invisible? No llegaremos indu­dablemente a penetrar jamás el secreto de su alma, pero al menos podemos constatar objetivamente que es uno de esos raros «espirituales», y quizás el único, que puede darnos

  • primeramente, una experiencia sobrenatural y multiforme de la enfer­medad,
  • luego, una mística del sufrimiento, es decir, una doctrina que revela en la luz de Dios lo íntimo de los seres,
  • finalmente, y sobre todo, una estrategia dinámica que moviliza al alma entera y no olvida sector alguno de actividad.

Una experiencia sobrenatural y multiforme de la enfermedad

Si bastara ver para comprender, podríamos fácilmente reconocer que el señor Vicente estuvo mejor servido que nosotros y que los espectáculos de la enfermedad no le faltaron.

París contaba casi con 450.000 habitantes y los hospitales, sin ser suficientes, no faltaban. En 1788, había 48. Necker hacía subir a 700 el número de hospitales repartidos por todo el reino. No contaba un centenar de establecimientos con 3 ó 4 camas fundados por particulares. Sabemos que el señor Vicente circulaba familiarmente por el Hospital de la Caridad, el Hótel-Dieu, las Petites Maisons, San Luis, la Salpétriére. Pero lo que veía sobrepasaba mucho en horror a todo lo que el film realista «Monsieur Vincent», de Mauricio Cloche, ha querido mos­trarnos. «Los sufrimientos del infierno —decía Cuvier— deben de superar en dolor los de los infelices hacinados unos contra otros, sofocados, abrasándose, sin poderse menear ni respirar, percibiendo a veces el hedor de uno o dos cadáveres entre ellos durante horas enteras». No exageraba. Juzgad primero de esto. «Las veinticinco salas del Hótel-Dieu carecen de luz y ventilación. Las emanaciones de los pisos inferiores ascienden sin cesar a las salas de arriba. La renovación del aire es imposible… Lo que resulta un abuso realmente odioso es el hacina­miento de varias personas en un solo lecho… Sirven para dos, tres, cuatro, seis y hasta ocho personas acostadas juntas. Los hay también en forma de litera o imperial. Los contagiosos comparten las camas de los no contagiosos. El lecho no se airea ni limpia jamás». Estamos muy lejos de la bella sala, limpia, lumi­nosa, atrayente, que nos ha presentado Abraham Bosse.

Pero el horror circulante, el azote de Dios, que aterroriza, es la peste. Causa estragos en el Bovesinado en 1625, en Digne y Montpellier en 1629, en Moulins en 1630, en París en 1631-1633. «No hay, por decirlo así, una ciudad, una región de Francia que no haya tenido que padecer, particularmente bajo Luis XIII, terribles epidemias».

Las medidas más draconianas eran aplicadas por la policía y miraban tanto a calmar los ánimos como a detener el contagio. «Se colocaba una cruz delante de las casas que albergaban apestados para advertir que no se entrara; el viático no podía administrarse más que de noche y sin toque de campanilla. A los nobles del lugar les estaba prohibido huir, las campanas no podían sonar, las pilas del agua bendita tenían que estar vacías. Debía haber allí unos «sahumadores para desinfectar las casas; algunos barrios estaban en entredicho».

El señor Vicente desafiaba todas estas consignas. «La bondad de Dios —escri­bía a Luisa de Marillac— sobre aquellos que se entregan a El en el ejercicio de la Cofradía de la Caridad en el que nadie jamás ha sido herido por la peste me hace tener una plenísima confianza de que no tendréis mal ninguno. ¿Cree­ríais, señorita, que no sólo visité al difunto Sr. Subprior —N. Nicolás Maheut­de San Lázaro, que murió de la peste, sino que hasta percibí su aliento? Y con todo, ni yo ni ninguno de los nuestros que le asistieron tuvo por ello mal al­guno».

Fácil es imaginarse lo que habrían pensado y vociferado los médicos, de haber sido testigos de semejante conducta. Basta leer lo que Francisco Ranchin, Can­ciller de la Universidad de Montpellier, primer Cónsul e Inspector de la ciudad durante la peste de 1629, escribía en su Tratado de la Peste (pp. 124-126): «Que se aproximen a dos pasos de los enfermos al hablarles y se mantengan de lado para no recibir su aliento; que no se toque nada de su casa, sino que se mande hacerlo, si es necesario, como correr una cortina, arreglarla, etc.

Para dar la comunión, será bueno tener una varilla de un pan y medio de largo (trece a catorce pulgadas aproximadamente) y en la punta de aquesta una pequeña media luna de plata para llevar el Santísimo Sacramento a la boca del enfermo, antes de dar el cual, el sacerdote cerrará bien apretadamente la manga de su hábito y sobrepelliz, a fin de no tocar nada del enfermo, mante­niendo la antorcha entre los dos.

Que se permanezca siempre de pie, sin sentarse ni ponerse de rodillas, y se tenga cuidado de que el vestido no toque el suelo con su borde. Los vestidos más usados y raídos son los mejores para visitar a los enfermos.

Se hará pasar los vestidos por encima del fuego al volver de las casas infec­tadas y también los zapatos, porque se puede pisar los esputos; asimismo se podrá presentar la cara sobre la llama al pasar».

El doctor Carlos Delorme, a quien el señor Vicente conocía y consultaba, había hasta inventado un uniforme especial destinado a los médicos que visitaban a los apestados. El doctor Lampiére en su Tratado de la peste, de sus causas y de su cura (Rouen, 1620, p. 412), nos ha dado una descripción pintoresca. «Yo he visto practicar, y con mucha razón, en el Hótel Dieu de París y además en muchos lugares, lo cual se hace así mismo en las provincias extranjeras, que aquellos que asisten y sirven a los apestados, en cuanto entran en su ejercicio, visten encima del atuendo ordinario una especie de hábito, como una camisa o túnica plisada a manera de roquete, impregnado por dentro de ciertos líquidos preservativos que impiden que el aire nocivo penetre en la otra ropa.

Pero, he ahí, al lado de los apestados, la multitud pululante de atormentados, febricitantes, enfermos del pulmón, del corazón, del estómago, de la vejiga. Algu­nos de estos seres parecen cortejar al mal y mantener un obscuro comercio con la enfermedad. El señor Vicente les conoce. Distingue perspicazmente las diferentes categorías de enfermos psíquicos, los enajenados, los débiles mentales, los que son afligidos por el humor negro y melancólico, los intratables o incorre­gibles a quienes es preciso aguantar mucho.

La diversidad de males no es comparable a la diversidad de las actitudes mo­rales de cara al sufrimiento y a la enfermedad. Algunos lo asumen plenamente como la más bella manera de darse en sacrificio a Dios. Así, Margarita Naseau, la primera Hija de la Caridad, víctima de la peste por haber dejado su cama a una apestada. En Génova, un Misionero, el señor Esteban Blatiron, no duda a los 43 años en exponerse audazmente por socorrer a los apestados y sucumbe —24 julio 1657-.

Pero al margen de estos seres generosos se agitan y se yerguen los rebeldes, los atrabiliarios, los quejumbrosos, los aniñados, aquellos que explotan la enfer­medad o hasta viven de ella. Ninguno de estos sujetos inquietantes logra alterar o enervar al señor Vicente. Su bondad se nutre de una inagotable paciencia. Cuando habla a los enfermos lo hace a título de compañero de infortunio: «No temáis, yo tuve ese mismo mal en mi juventud y me curé. Padecí de falta de respiración y sané. Sufrí depresiones y Dios me restableció, tuve vahídos de ca­beza y desaparecieron, opresiones de pecho y debilidades de estómago y me repuse…»

Podemos creerle, pues pagó por muy largo tiempo su tributo a la enfermedad.

La salud y las enfermedades del Señor Vicente

Este hombre que había de vivir ochenta años, treinta años más que la media de sus contemporáneos estaba dotado de una constitución robusta. De pequeña estatura -1,59 m.-, poderosamente musculoso, gozaba y padecía de un tempe­ramento sanguíneo y bilioso, fácilmente eruptivo. No había recibido privilegio alguno de inmunidad contra las enfermedades y violencias de la aventura humana.

A los 25 años, fue alcanzado por una flecha cuya herida le hizo sufrir largo tiempo. «Ella me ha de servir de reloj -pronosticaba el 24 de julio de 1607- todo el resto de mi vida». Su resistencia a la fatiga es sorprendente. Recorre a rienda suelta centenares de kilómetros, pasa en nada de tiempo de Tolosa a Burdeos y de Burdeos a Tolosa. A caballo realiza desde el 14 de enero al 13 de junio de 1649 un periplo de 600 Kms. por el Oeste de Francia. Pasa a Saint­Germain-en-Laye (15 enero 1649); Freneville, Orléans (25 febrero); Le Mans (2 marzo); Durtal (17-18 marzo); Angers (19-24); Rennes. Saint-Méen (29-30 marzo); Nantes (18 abril); Lugon (29 abril); Richelieu (11 mayo); París (13 junio).

Es muy propenso a la fiebre y, si el clima húmedo de las Landas le había inoculado los gérmenes de una especie de malaria, Chatillon-des-Dombes (1 agosto- 10 diciembre 1617) o París le hará estrenar la fiebre cuartana o terciana.

Poco tiempo después de su llegada a París, 1608-1609, ha de guardar cama y confiarse a un mozo de botica que mete mano al dinero del que le hospeda. En 1615, en casa de los Gondi, comienza a padecer de las piernas y el mal no le dejará ya. En 1632, tiene que comprar un caballo para trasladarse una o dos veces por día de San Lázaro a París. En 1649, por el mes de junio, no pudiendo ya montar a caballo ni bajarse del mismo, se ve constreñido a utilizar una carroza que la señora Duquesa de Aiguillón le ha regalado y el arzobispo de París impuesto el deber de aceptar. La hinchazón de sus piernas alcanza las rodillas en 1655 y el señor Vicente no puede hacer ya la genuflexión. Se sirve desde entonces de un bastón. Tres años más tarde, en 1658, las úlceras de su pierna derecha abren una llaga profunda en su tobillo. Desde 1659 le resulta imposible salir de la casa de San Lázaro. Algunos meses después, se ve obligado a permanecer en el piso y a celebrar la misa en la enfermería. Debió luego abstenerse de celebrar y no pudo desplazarse sino utilizando mu­letas. El día de la Asunción de 1660, no pudiendo sostenerse ya con sus «poten­cias» ha de consentir en asistir a la Santa Misa instalado en una silla.

A todos estos males se juntan, en 1659, los causados por el mal de piedra y por la retención de orina. Para moverse tenía que «utilizar un grueso cordón que se había sujetado a una viga U su habitación.

A partir de 1644, las grandes enfermedades habían lanzado su ofensiva y habían logrado clavarle por períodos de ocho a diez días en el viejo jergón que le servía de lecho. Volvieron al asalto en 1649, 1651, 1652, 1655. En 1631, el señor Vicente recibe una coz de caballo y en 1633 el caballo que montaba le lanzó por tierra. En 1649, se cae al Loir, en Durtal. El mismo año, junto a Rennes, es puesto en juego y le falta poco para ser asesinado.

Sufrir, ver sufrir: todos los peregrinos de la caravana humana gozan de este triste privilegio. Ninguno se jacta de ello, algunos se consuelan viendo lo que otros soportan. Nadie osaría acusar o censurar la miserable condición de un ser que se consume. Una psicología lacrimógena ha querido explicar el original espíritu de empresa del señor Vicente por la compasión. Los pobres le habrían enternecido. Ellos le habrían empujado hacia Dios. De un golpe de pluma bien logrado, el abate Bremond ha devuelto a las nubes filantrópicas ese Vicente de Paúl de pacotilla salido de las revistas generales de la Enciclopedia o de los bazares románticos de la piedad popular. «No son los pobres quienes lo han entregado a Dios, sino, al contrario, Dios quien lo ha entregado a los pobres. Quien lo vea más filantrópico que místico, quien no le vea místico ante todo, se está imaginando un Vicente de Paúl que jamás existió. Ha sido el misticismo quien nos ha dado al más grande de nuestros hombres de acción».

Esta mudanza enérgica y definitiva nos calma… pero no nos ilumina. Hasta induce a cometer un error que sería doble. Nos imaginaríamos, ante todo, un Vicente de Paúl de temperamento místico, que, después de ser ignorado se revela espléndidamente. Luego, llegaríamos a creer que el futuro reconstructor de la Iglesia ha pasado por una crisis de purificación pasiva. Una observación seria.

Una observación seria descarta las imaginaciones. Vicente de Paúl, como buen gascón, se substrae, y con qué gracia soberana, a todos los remodelados póstu­mos. Rica y varia, su alma evoluciona a merced de una inspiración imprevi­sible. Su itinerario aparece desconcertante, sinuoso, ondulante. Los pobres no lo han entregado a Dios, de seguro, eran incapaces de hacer un milagro. «Es la obra de las obras, más grande que la del mundo, pues se trata de hacer de un pecador un justo; un perfecto de un vicioso. La creación del mundo no es tan difícil, pues «dixit et facta sunt» —dice Dios—; la nada no puede, de ningún modo, resistirse a Dios, pero en este ejercicio, la voluntad del pecador, sus inclinaciones, sus pasiones, sus tentaciones, todo esto se opone al designio de Dios… Es tan difícil hacer que un pecador se aparte del pecado como hacer subir la piedra a lo alto y hacer descender la pluma y el fuego a lo bajo». Con todo, Dios les ha utilizado. Fueron unos evangelistas discretos, inconscientes y misteriosos.

Discretamente también el señor Vicente nos ha informado sobre su papel. Recordando los acontecimientos que han jalonado su avance hacia Dios, jamás se olvida de señalar su presencia, su débil murmullo, su aliento doloroso.

¿Cómo es que se produjo ésto? ¿Cómo estos pobres inicialmente insignifican­tes han podido transmitir de parte de Dios, un signo, luego una llamada y, final­mente, LA ORDEN de Dios? De seguro que no lo sabremos exactamente jamás, pero podemos observar que han sido necesarios años. En casa de este hijo de campesino landés, la gracia se pliega misericordiosamente al ritmo lento y alter­no de las estaciones. Dios no es intempestivo, las «obras de Dios se hacen poco a poco».

En la primavera de su vida, exactamente el 20 de octubre de 1611, por la tarde, no quería o no podía otra cosa que dar o transmitir dinero. Es por lo que delante de Pedro de Briquet y Dionisio Turgis, notarios y archiveros del Rey, nuestro Señor en su Castillo, el señor Vicente dona, hace cesión y transfiere la suma de 15.000 libras que ha recibido la víspera al Prior del Hospital de San Juan Bautista, Gabriel Desartes, de la orden de San Juan de Dios. Esta donación debe proporcionar más medios al Prior y a los religiosos del dicho hospital para tratar y curar a los pobres enfermos que van y vienen diariamente a refugiarse y a hacerse curar al dicho lugar, asimismo también para ayudarles tanto en la carta de pago de lo que es debido por el dicho hospital por el resto del edificio que han mandado hacer como para continuar aqueste edificio a fin de poder albergar cómodamente a los dichos religiosos en el dicho hospital.

«El señor Vicente quiere de esta manera ser participante de las oraciones y bene­ficios del dicho hospital».

En esta fecha, un amigo del señor Vicente, el señor Dufresne, nos informa sobre el comportamiento del consejero y capellán de la Reina Margarita de Valois: «Iba —nos dice— cuidadosamente a visitar, servir y exhortar a los pobres enfermos de la Caridad».

El paso decisivo será dado, cuando Dios haya convencido al señor Vicente, gracias a un noviciado muy singular, de que no basta con inquietarse por los demás, aun darles el tiempo y el dinero, sino que es preciso darse a Dios para el servicio de los pobres y esto definitiva e incondicionalmente.

En un movimiento, sin duda inconsiderado, de generosidad, había aceptado sufrir en lugar de cierto célebre doctor violentamente tentado. Dios le había cogido por la palabra y Vicente se debate durante tres o cuatro años, entre 1613 y 1617, agitándose en una noche del espíritu que está a punto de aniquilarle. Para salvarse hace dos cosas: escribe su profesión de fe en un papel que coloca sobre su corazón; se aplica a hacer todo lo contrario de lo que le sugiere la tentación, se esfuerza en obrar por fe, en testimoniar por sus actos que cree en las palabras de Jesús, quien proclama que toma como hecho a su propia persona el servicio que se rinde al menor de los suyos… Y luego se atreve un día, «a tomar una resolución firme e inviolable de honrar más a Jesucristo e imitarle aún más perfectamente en lo que todavía no había hecho, que fue entregar toda su vida por amor de El al servicio de los pobres».

Hagámoslo notar. Vicente aquel día no solamente cumplió el mayor acto, adoptó un ritmo vital y adquirió, por tal impulso, una manera de conocer total­mente nueva y hasta entonces insospechada.

Una mística del sufrimiento

Vida y conocimiento

Lo que nos es preciso captar ante todo, es la misteriosa unión que Vicente de Paúl percibe, cultiva y conserva. Siente y sabe ahora por experiencia que sólo el movimiento de la vida alcanza el verdadero conocimiento de Dios, de los homo tires y de sí mismo. No conocemos ni por deducción ni por abstracción, sino por intuición viviente, por connaturalidad y participación. Vicente no conoció verdade­ramente a los pobres enfermos, sino el día y hora en que se entregó a los pobres y para entregarse realmente a ellos se esforzó en ser pobre y asumió su propia pobreza.

El conocimiento está al término de un cambio. Es preciso, decía bellamente el señor Vicente, «dar su corazón para obtener el de los otros». En suma es necesario dar su alma y su vida para recibir, alcanzar y comprender la vida y el alma de los demás.

Este trueque, el más íntimo del ser es la condición de la verdadera comunica­ción, es decir, del verdadero conocimiento. Quien quiere conocer debe amar, pero, hay que decirlo pronto, no hay amor sino en el don de sí mismo. Quien no sabe darse se sepulta en sí mismo. Jamás gustará la débil claridad que nos encamina la VERDADERA LUZ.

Don de sí y conocimiento

Desde ahora, el objetivo único, el centro hacia el que Vicente de Paúl va a tensar todo su ser será el don a Dios. Para las Damas e Hijas de la Caridad, para los Misioneros y todos sus dirigidos, Vicenter de Paúl no tendrá más que una fórmula: «Démonos a Dios». Repite, o mejor, golpea con esta expresión, como un herrero que metódicamente, inexorablemente, martillea la misma pieza, modela la única y necesaria convicción.

Este movimiento que lleva hacia Dios no está tan sólo justificado, está consa­grado por el movimiento que lleva a Cristo hacia su Padre. Lo que caracteriza propiamente al Hijo de Dios es la estima y el amor al Padre. El dinamismo visible de Cristo conjuga dos fuerzas, dos virtudes: «La religión hacia su Padre y la caridad hacia los hombres». «Nuestro Señor ofrece sobre la tierra el sacrificio cruento e incruento de sí mismo a su Padre eterno». «El espíritu de Nuestro Señor, es un espíritu de caridad perfecta plena de una maravillosa estima de la divinidad y de un deseo infinito de honrarla dignamente, un conocimiento de las grandezas de su Padre para admirarlas y ensalzarlas incesantemente. De El tiene una tan alta estima que le rinde el homenaje de todas las cosas que hay en su sagrada persona y que de ella dimanan; todo se lo atribuye». Este amor, este don son los que se han manifestado en el anonadamiento de la Encarnación. «Pues San Pablo al hablar del nacimiento del Hijo de Dios sobre la tierra dice que se anodadó. ¿Podía testimoniar un mayor amor que muriendo por amor de la manera que murió?».

Revelación recíproca: Jesús y los pobres

Pero igual que conjuga estrechamente el movimiento de amor y el esfuerzo de conocimiento, Vicente mantiene estrechamente unido, a fin de garantizar la autenticidad, al Cristo-pobre, al Cristo en los pobres, a los pobres en Cristo.

Por una parte nos presenta al Cristo de San Lucas y de San Pablo, el que colma la esperanza de los pobres del antiguo Testamento, que toma forma de hombre en la Virgen de los Pobres, como el único que puede darnos la «clave» e iluminarnos sobre estos pobres a quienes miramos sin verlos, a quienes percibimos sin comprenderlos. Por otra parte, el señor Vicente, al tomar su mirada hacia los pobres, en los que se encuentra la verdadera religión, les agradece que perpetúen, que representen, que reflejen el rostro del Cristo Redentor. Más y mejor que todos los demás, ellos hacen presente a quienes les ven la iniciativa misteriosa de Jesús. Ellos hacen visible lo invisible. Ellos quedan constituídos testigos dolorosos e irrecusables de una imperceptible presencia, de un amor se­creto y laborioso.

Conocimiento de la vida escondida

Estos pobres y estos enfermos, que se quiera o no, son señores. ¿Quién podrá jamás negarles su realeza y sus privilegios anclados y nutridos sin cesar en el sufrimiento? Basta un poco de memoria y de cierta atención sobrenatural para acordarse de que son ellos quienes abren las puertas del cielo. «Los pobres asis­tidos por la Hija de la Caridad —declarará Vicente de Paúl— serán sus interce­sores ante Dios, vendrán en tropel delante de ella y dirán al buen Dios: «He aquí la que nos ha cuidado por tu amor; oh Dios nuestro, aquí tienes a la que nos ha enseñado a conocerte»».

Gracias a los pobres enfermos, nos vemos forzados a elevarnos a un otro cono­cimiento, bien diferente del conocimiento sensible e inmediato. Ellos nos invitan a ver las cosas como son ellas en Dios, en el orden de la Providencia. Ellos nos recuerdan que es preciso «dar vuelta a la medalla».

Su poder es inconmensurable, pues ellos pueden iluminar nuestra mirada opaca. A los ojos de la carne, el hombre exterior se derruye progresivamente, se de­grada y se descompone; pero el hombre interior, por lo contrario, se renueva día a día y se desarrolla. La enfermedad, el sufrimiento, el desgaste no son sino reper­cusiones o deflagraciones y también señalizaciones dolorosas, pero necesarias, de la presencia de otra vida. En cada ser se realiza una obra interior. Ella es que­rida, dirigida, proseguida sin cesar por Cristo quien en cada ser consuma la Re­dención del mundo, agoniza hasta el postrero día. Esta regeneración misteriosa y ahora imperceptible colocará un día, en la luz de Dios, la imagen de Aquél que nos ha creado a su semejanza.

Visión cristiana de la enfermedad

Desde este momento, podemos aceptar y comprender los tres principios pri­mordiales que ordenan todas las declaraciones del señor Vicente concernientes a la enfermedad:

  • es Dios quien la envía,
  • la enfermedad sitúa en un estado totalmente divino,
  • los enfermos son los misteriosos bienhechores de los vivientes.

«Es Dios quien envía la enfermedad» a pesar de la sorpresa provocada por la subitaneidad y variedad de los ataques exteriores, es Dios mismo quien misteriosa­mente ha enviado tales emisarios.

La peste azota París en 1631 «dentro del lugar de vuestra residencia, escribe Vicente de Paúl a Luisa de Marillac el 13 de septiembre de 1631, es decir a una distancia de 150 metros, hay dos casas infestadas» 46. Invita a la señorita Du Fay, una dama de la Caridad, a hacerse tratar cuidadosamente para recobrar sus fuer­zas, e inmediatamente le recuerda que debe mantenerse a la disposición de Dios, y que Dios puede muy bien ser desconcertante. «Oh, y qué admirables y adorables, señorita, son los caminos por los que Dios conduce a los suyos! Ciertamente nada le cuesta la santificación de un alma. El entrega el cuerpo y el espíritu a la de­bilidad para fortalecerlos en el desprecio de las cosas de la tierra y en el amor de su Majestad; hiere y sana, clava en su cruz para glorificar en su gloria; en resumen, da la muerte para hacer vivir en la eternidad. Aceptemos estas aparien­cias de mal para tener los verdaderos bienes que producen, señorita, y seremos dichosos en este mundo y en el otro».

Sabe muy bien el señor Vicente que esta perspectiva está amurallada por las apariencias y que para conquistarla es preciso el punto de vista de la fe. Desde un principio ha dicho a su primer compañero de misión, el señor Antonio Par­tail: «Acordaos señor, que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que debemos vivir en Jesucristo por la vida de Jesucristo y que nuestra vida debe estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que para morir como Jesucristo es preciso vivir como Jesucristo».

De aquí saca una conclusión cierta y una convicción inquebrantable «conside­remos que las enfermedades y aflicciones vienen de parte de Dios. La muerte la vida, la salud, la enfermedad, todo viene por disposición de su providencia y de alguna manera es para el bien y salvación del hombre».

Vicente tiene además un modelo que presentar a los misioneros y a las Hijas de la Caridad. Hace tiempo, lo mismo él que el señor Portail, ha encontrado un «santo varón» llamado Hermano Antonio y más exactamente, Antonio Maillet. Su recuerdo proyecta una luz sonriente, ingenua y por así decirlo, franciscana. En el oratorio, donde el señor Vicente ha hecho colocar su retrato, así como el del señor Duval, lo evoca familiarmente: «Este buen hombre llamaba a todo el mun­do su hermano. Si era una mujer con la que hablaba: mi hermana, decía; hasta a la Reina, cuando le hablaba, la llamaba «su hermana». Se le preguntaba un día: «Y bien, hermano, ¿cómo obráis con la relación a las enfermedades que os vienen?, ¿cómo os comportáis entonces?, ¿qué hacéis para hacer buen uso de ellas? —Recibo, decía, las enfermedades como venidas de parte de Dios». Y luego, como se le presionara un poco más sobre este punto, decía: «Mirad, cuando por ejemplo me viene una fiebre, la recibo y le digo: Ea pues, mi hermana enfermedad, o bien mi hermana fiebre, venís de parte de Dios, ea pues, ya que es así seáis bienvenida»».

«La enfermedad, un estado todo divino»

Podríamos decir que es a Luisa de Marillac, enferma profesional, a quien en primerísimo término propone el señor Vicente este principio: «Es preciso dar lugar a la enfermedad como a un estado todo divino». Algunos años más tarde, verá morir apaciblemente a un misionero, el señor Pillé (7 octubre 1642) y dirá: «Era un santo, siempre le hemos mirado como a un santo. Se santificó en las enfermedades y en el sufrimiento. El estado de sufrimiento es una gracia de san­tificación para las almas».

Este principio se enraíza y eterniza en el misterio de la Encarnación y de la Redención: «Nuestro Señor y los santos han hecho más sufriendo que actuando y es así como el bienaventurado obispo de Ginebra y a su ejemplo el difunto señor de Comminge se santificaron y fueron causa de la santificación de tantos miles de almas».

La enfermedad, la silenciosa marcha de la muerte, lejos de provocar una ob­sesión o un pánico debe convencer de que no existe sino una política, la de «dar su vida como Cristo a nosotros; El nos invita a esto de manera que amemos co­mo El dando su vida, que nos consumamos como El para vivir más puramente y hacer vivir a los otros la verdadera vida». «Consumirse por Dios, no tener bien ni fuerzas sino para consumirlos por Dios, es lo que ha hecho el mismo Nuestro Señor, que se consumió por el amor de su Padre».

«Los enfermos son bienhechores de los vivientes»

En su lucha contra las apariencias y apreciaciones corrientes que consideran la enfermedad como un algo inútil y pesado, el señor Vicente afirma: «He dicho ya bien de veces, y no puedo abstenerme de volverlo a decir de nuevo en este momento, que debemos estimar que las personas afligidas por la enfermedad en la Compañía son la bendición de la misma Compañía y de la Casa: cosa que debemos estimar tanto más verdadera cuanto que nuestro Señor ha amado este estado de aflicción por el cual ha querido pasar El mismo, y se hizo hombre para sufrir».

Acababa además de expresarse en los mismos términos, poco antes, escribiendo a un misionero entristecido por estar enfermo y sentirse como carga: «En cuanto a lo que decís que no querríais servir de carga a la Compañía, no seréis tal, pues gracias a Dios, no se encuentra cargada de enfermos, al contrario, el tenerlos, en cierta manera, es una bendición».

Poco tiempo después de la muerte del señor Vicente, un misionero escribía que el Fundador de la Misión le había dicho que los enfermos «merecían más por sus sufrimientos que los demás por su trabajo».

¿Se quiere una prueba de esto? Basta ver cómo, desde este mundo, los enfer­mos se muestran agradecidos a los que les asisten. Estos no sólo se ven espectacu­larmente protegidos de graves peligros —la historia de las Hijas de la Caridad facilitaría buen número de ejemplos—, sino que, sobre todo a la hora del último combate, no temen la muerte, están ya en la paz de Dios. Margarita Naseau, la primera Hija de la Caridad, alcanzada por la peste, por haber compartido su lecho con una apestada, «como si hubiera previsto su muerte, se fue por esto a San Luis, con el corazón lleno de alegría y de conformidad con la voluntad de Dios.

Pedro Collet, segundo biógrafo del señor Vicente, nos refiere que el Fundador de la Misión dijo una vez a dos eclesiásticos de nota: «Que todos aquellos que amasen a los pobres durante su vida no tendrían ningún miedo a la muerte; que había experimentado esto en muchas ocasiones; que en vista de lo cual, tenía costumbre de inculcar esta máxima en el espíritu de personas que veía atormentadas por aprensiones de la muerte, y que tomaba ocasión de aquí para excitarlas al amor de los pobres.

La manera dulce y tranquila como él mismo se durmió en el abrazo del Señor podría, al menos en parte, pasar como una prueba de lo que aquí afirma; pero lo que dice en una de sus cartas a propósito de un virtuoso sacerdote nos propor­ciona una más completa: «Había —son sus términos— temido siempre mucho la muerte: pero como vio desde el comienzo de su enfermedad que la miraba cara a cara sin temor y hasta con placer, me dijo que seguramente moriría, puesto que había oído decir que Dios quitaba el temor de la muerte a los que han ejer­cido de buena gana la caridad para con los pobres y se han fatigado por este te­mor durante su vida».

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