- CONSTATACIÓN: LOS PRISIONEROS Y GALEOTES SON POBRES ABANDONADOS
Cuando Vicente de Paúl llegó a París en 1608, proliferaban en la ciudad los malhechores que representaban entre el 11 y el 22% de la población; su cifra variaba entre 40.000 y 100.000 personas (sobre un censo de 450.000 habitantes). Un médico, Guy Patín, afirma que, cada mañana, se recogían de 15 a 18 cadáveres de personas asesinadas. El número de policías era escaso: 35 hombres de policía montada y otros 70 más en cada una de las tres Compañías… Ahora bien, una vez que estaban en presencia del malhechor, se desencadenaba su furia policíaca. En el Gran Castillo de la Conserjería de París se amontonaban de 1.000 a 1.500 prisioneros. Estas cárceles eran «escuelas de corrupción y de irreligión». Según su condición social, debían pagar un derecho de asilo, vivían en el agua y sobre la paja… Había promiscuidad de sexos y de penas: los herejes estaban mezclados con los asesinos; las mujeres de mala vida tenían entrada libre en las cárceles… Hay que recordar que el número de mendigos en París era superior a los 30.000; muchos pedían durante el día, y se tornaban elementos peligrosos durante la noche en la famosa «corte de los milagros». En cuanto anochecía, la ciudad no ofrecía seguridad alguna, a pesar de la guardia y las rondas de las patrullas… Casi todas las ciudades sufrían los mismos males y las cárceles rebosaban de bandidos.
El gobierno controlaba y recluía a los bandidos en las cárceles, tugurios infames donde se pudrían corporal y espiritualmente los presos. El asesino era vecino del deudor insolvente y el ratero asistía a la escuela del timador o de truhán experimentado. El exceso de malhechores obligaba a internar en los mismos locales a hombres, mujeres y adolescentes, convirtiendo la prisión en un lugar de desenfreno. Los presos estaban a merced de sus guardianes, quienes abusaban de su poder y hacían pagar caro a los detenidos el menor favor, como una cadena más larga para no ser echados fuera, una visita esperada o un rancho más sustancioso. Para cierto número de individuos la cárcel era únicamente la sala de espera antes de que saliera la cuerda de presos para las galeras. La armada de su Majestad necesitaba remeros, pero el oficio era tan duro que, a falta de voluntarios, se veía obligada a tomar los detenidos condenados a penas largas para las galeras. Se les retenía incluso más del tiempo previsto y se enviaban a galeras a los prisioneros capturados en expediciones marítimas contra los turcos o los berberiscos. Éstos pagaban con la misma moneda a los cristianos para equipar sus propias galeras.
La vida en las galeras era más sana a la luz y al aire del mar que detrás de los tragaluces de las cárceles y mazmorras donde fermentaba la desesperación. Pero el esfuerzo físico exigido a los galeotes era tan agotador y el trato tan duro que sólo los más robustos podían resistir. Su situación era terrible, mas había que mantener la aunada. Se necesitaban cien mil galeotes para las galeras reales. Era normal una condena de 9 años de galeras por robar dos cubiertos de plata…, 10 años por llevar una vida bohemia y cadena perpetua «por haber cogido de los cabellos o de la garganta a su sargento», o por ser protestante. Así eran las leyes y la justicia…
Tres cadenas drenaban a los forzados hacia sus puertos de partida: la de Guyema, la de Brest y la de París-Marsella. En París, esperaban en una prisión inmunda «donde los galeotes se pudrían vivos» dice el historiador francés René de Voyér d’Ar-genson. En los años de juventud de Vicente, Felipe Manuel de Gondi era el General de las galeras de Francia, uno de los cargos más prestigiosos del aparato bélico real. Para un hombre valiente y decidido como el conde de Joigny, representaba la posibilidad de llevar a cabo hazañas conformes a su reconocido valor. Entre otras muchas acciones bélicas en las que tomó parte, hay que recordar su intervención en el sitio de La Rochela, en octubre de 1622, ocasión en que la Marina francesa, mandada personalmente por su General, decidió prácticamente la lucha: al día siguiente de su ataque a la flota de La Rochela, la ciudad rebelde se confesó vencida y solicitó condiciones de paz. Pero la gloria de aquella marina —como las de todas las de la época— flotaba sobre un océano de miseria, dolor y sangre: los galeotes.
Ellos eran «la chusma», los que con el empuje de sus brazos, azuzado por el látigo implacable de los cómitres, hacían avanzar los navíos reales con la bandera de la flor de lis. Pocas situaciones había más lamentables. Quizá sólo los prisioneros de los campos de concentración del siglo XX pueden compararse con ellos. El honor comenzaba desde el momento de su encierro en la «Conciergerie» parisiense, a la espera de ser conducidos a los puertos. Allí yacían en calabozos infectos y nauseabundos, encadenados de dos en dos, extenuados por el hambre, devorados por la fiebre y los gusanos. La situación no mejoraba con su traslado a los barcos. En ellos les esperaban las inacabables jornadas de remo, abrasados por el sol del Mediterráneo o azotados por la lluvia y las tormentas y fustigados a menudo por el látigo de cómi-tres despiadados. Lo peor, quizá, era la indefensión jurídica. Condenados a dos o tres años de galeras, veían sus sentencias prolongadas indefinidamente de forma arbitraria a favor del desorden burocrático y de la necesidad de brazos de la marina real.
CEME
Mª Ángeles Infante