San Vicente, un sacerdote lleno de celo (II)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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PUSO MANOS A LA OBRA

El Concilio de Trento por medio del decreto Cum adulescentium aetas, capítulo 18 de la sección XXIII, estableció los semi­narios menores. En Francia tardaron en llevar a la práctica esta disposición. Los sucesivos ensayos no dieron el resultado apete­cido, debido a las metodologías y a las circunstancias socio-polí­ticas. No obstante, surgieron hombres de acción preocupados por la elevación del estado eclesiástico. Pedro de Bérulle, fundador del Oratorio, inculcó a sus discípulos el deseo de dedicarse a la formación de los eclesiásticos. Adriano Bourdoise también se interesó por la reforma del clero. A este fin organizó en diversas parroquias comunidades de sacerdotes para asegurar el ministe­rio eclesiástico al servicio de los fieles.

Vicente de Paúl no permaneció pasivo ante la situación. Emprendió su propio camino. Al ser ordenado sacerdote tenía la edad de veinte años. Nadie hubiera pensado entonces que con el paso del tiempo llegaría a ser uno de los reformadores del esta­do sacerdotal. El contacto con eminentes eclesiásticos, con las buenas gentes y, en particular, con los pobres le llevaron a recon­siderar y mirar con nuevos ojos la condición sacerdotal, hasta el punto de entrar a formar parte del grupo que protagonizaba la renovación de los eclesiásticos en Francia. En su caso personal todo partía de una fuerte convicción: el sacerdote participa del sacerdocio de Jesucristo y su misión es semejante a la que des­empeñó el Hijo de Dios a su paso por la tierra. El sacerdocio es por naturaleza misionero. Las demás funciones sacerdotales cir­culan entorno a su misión evangelizadora: oración, anuncio, sacramentos y servicios.

Vicente de Paúl emprendió cuatro obras con un mismo fin: impulsar la reforma de los eclesiásticos. La tarea no era fácil. Pero a Vicente de Paúl le apasionó este reto. Afronto su proyec­to con entusiasmo y a la vez con humildad, con verdadero celo apostólico, él que encarnó en su vida lo que con particular insistencia aconsejaba a los suyos: «Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente».

EJERCICIOS DE ORDENANDOS

Nacieron a fin de acoger a los que se presentaban para recibir las órdenes sagradas y, esto supuesto, poder acceder con las dis­posiciones debidas al sacramento del orden. El Obispo de Beauvais, Mons. Agustín Potier, con el fin de reformar la vida de su clero diocesano llamó a Vicente de Paúl para instruir en la cien­cia y en la virtud a cuantos en su diócesis aspiraban a las órde­nes. Corría el mes de septiembre de 1628. Una vez examinados los ordenandos, el 17 de dicho mes comenzaron los ejercicios que durarían hasta el día de la ordenación. En esta ocasión cola­boraron dos doctores de le Facultad de París. Los ordenandos quedaron plenamente satisfechos. El Obispo de Beauvais infor­mó de lo ocurrido a sus hermanos en el episcopado. El arzobis­po de París Juan Francisco de Gondí el 21 de febrero de 1631 dispuso que los ordenandos de su diócesis hicieran los ejercicios durante los diez días previos a la ordenación, en una casa de los sacerdotes de la Misión, a fin de recibir cumplida información sobre las disposiciones requeridas para dar el paso a las órdenes sagradas.

Vicente de Paúl los recibió en Bons-Enfants, pues en aquel momento no disponía del Priorato de San Lázaro. El 8 de enero de 1632 el Arzobispo de París aprobó la unión de San Lázaro a la Congregación de la Misión con la siguiente condición: «En el tiempo en el que se confieren las sagradas órdenes según las costumbres de París, los sacerdotes de dicha Misión tengan la obligación de admitir, sin perjuicio de las misiones, a todos los candidatos de la diócesis de París que les enviemos, para que algunos presbíteros de la Misión les administren, durante los quince días anteriores a su ordenación, todo lo necesario para la comida y la residencia entre ellos, ocupándolos en ejercicios espirituales».

Los gastos eran cuantiosos. Téngase en cuenta que las orde­naciones anuales de la diócesis de País eran seis y que a partir de 1638 acudían a los ejercicios de ordenandos los candidatos de París y los de otras diócesis que residían en la capital. Pero Vicente de Paúl, desoyendo a los misioneros de su comunidad un tanto desconfiados, puso esta obra en manos de Dios. San Láza­ro, ayudado en parte por las Damas de la Caridad, podía sopor­tar muchos gastos. No sucedería lo mismo en Roma: «Pues aun­que en París los mantengamos gratis, no podemos hacerlo en Roma».

Los ejercicios se desenvolvían a tenor de unas normas que regulaban la actuación de todos: ordenandos, conferenciantes, clérigos y hermanos de la casa. En el transcurso de los días se exponían diversas materias: lo referente a las censuras, sacra­mento de la penitencia, leyes y pecados, mandamientos, virtudes teologales, sacramentos, credo, oración y modo de hacerla, voca­ción al estado eclesiástico, identificación con el espíritu sacerdo­tal, órdenes menores y mayores, santidad de vida de los eclesiás­ticos, canto, predicación y catecismo.

También se adoptó la reflexión en grupos para dialogar sobre lo expuesto en la conferencia. Cada grupo contaba con la presen­cia de un sacerdote de la Misión. Se les instruía sobre las cere­monias litúrgicas inherentes a las órdenes que iban a recibir. Todos juntos recitaban el oficio. Se les preparaba para hacer la confesión general. Durante las comidas un clérigo de la casa leía en voz alta un libro de espiritualidad. Tras el almuerzo y la cena los participantes disponían de una hora de tiempo libre. Después de la ordenación, que tenía lugar el domingo, los ejercitantes retornaban a sus lugares de origen.

Los conferenciantes a la hora de intervenir tenían en cuenta las charlas redactadas en un folleto titulado «Entretiens des Ordinads», un manual escrito en colaboración por Vicente de PaúI, Olier, Perrochel, Pavillon y otras personas. Contenía lo que cada ordenando debía conocer y practicar para ejercitar el ministerio sacerdotal. Nunca se sirvieron de otros materiales. Los conferenciantes eran a veces obispos, párrocos y profesores de la Sor bona, personajes todos ellos ajenos a la comunidad. Muy pronto Vicente de Paúl prefirió a los suyos. El Fundador exigía a los expositores sencillez, claridad y sentido práctico.

Los ejercicios a ordenandos se extendieron por no pocos lugares de Francia: París, primero en Bons-Enfants y luego en San Lázaro, Crécy, Nuestra Señora de Rose, Agen, Le Mans, Cahors, Saintes, Troyes, Lucon, Richelieu, Reims, Noyon y Angulema. También arraigaron en Italia: Génova y Roma.

Vicente de Paúl demostró ser un gran organizador. Hasta los más pequeños detalles estaban previstos. Cada retiro contaba con un director y con dos conferenciantes. De estos uno exponía por la mañana y el otro por la tarde. En algún momento dudó si la obra de los ordenandos era un ministerio propio de la compañía. Temía que fueran marginadas las misiones. Fue necesaria la auto­ridad del Arzobispo de París para desvanecer la incertidumbre del Fundador, quien más tarde pidió a Urbano VIII que incluyera este ministerio entre los propios de la compañía. Para constatar de cerca los ejercicios a ordenandos llegaron a San Lázaro persona­jes célebres: Olier, fundador de San Sulpicio, Bossuet, célebre orador, y Juan Francisco de Gondí, más tarde cardenal de Retz.

Las alocuciones frecuentes de Vicente de Paúl a los misione­ros sobre los ejercicios de ordenandos evidencian su celo, interés y pasión por este ministerio. Se empleó a fondo a la hora de motivar a los obispos y a los suyos en orden a abrir un nuevo camino y prestar un servicio excelente a los eclesiásticos. Su tenacidad, puesta a prueba en momentos difíciles, es admirable. Exhortaba con frecuencia a los miembros de su comunidad para que colaboraran con ilusión en esta empresa. A fin de obtener óptimos resultados les animaba a echar mano de todos los medios disponibles aunque parecieran insignificantes, como eran: la acogida prestada a los ejercitantes, la cercanía, el respe­to, la humildad, la servicialidad, el clima de oración y silencio dentro de casa, así como una digna ejecución de las celebracio­nes litúrgicas. Dado que los ejercicios de ordenandos contribuí­an a mejorar el estado de los eclesiásticos, el fundador los consi­deraba consustanciales con la vocación de la Misión.

Es digna de mención su convicción de que los ejercicios de ordenandos eran obra de Dios, puesta en manos de la pequeña compañía. Díganlo si no los obispos promotores y en último tér­mino la finalidad que perseguían: mejorar el estado de los ecle­siásticos en orden a asegurar el fruto de las misiones. Se trataba de una obra novedosa y difícil. Por eso mismo el Fundador roga­ba a la comunidad de San Lázaro que pidieran las bendiciones del Señor para llevarla entre todos a término.

EL FUNDADOR TIENE LA PALABRA

Que tenga éxito este trabajo apostólico: «Estamos a punto de empezar esta gran obra que Dios ha puesto en nuestras manos»… «Es menester que, de nuestra parte, pongamos todo el interés en hacer que tenga éxito este trabajo apostólico, que tiende a disponer a los eclesiásticos a recibir las órdenes mayo­res y a cumplir bien sus funciones. Porque unos serán párrocos, otros canónigos, otros prebostes, abades, obispos, sí, obispos».

Es una idea que viene de Dios «Señor obispo esa es una idea que viene de Dios; es el medio más excelente para ir poniendo poco a poco al clero de su diócesis en el buen estado».

Nuestra pobre compañía ha contribuido no poco a ello: «El estado eclesiástico secular recibe actualmente muchas bendicio­nes de Dios. Se dice que nuestra pobre compañía ha contribui­do no poco a ello con los ordenandos y con las reuniones de los eclesiásticos de París»… «Entre los ordenandos tenemos ahora a un consejero mayor y a un director de hacienda, que quiere serlo y que se ha hecho simple sacerdote por devoción».

Que Dios bendiga esta obra: «Se trata de una obra difícil y tan elevada, que solo Dios puede conseguir algo de ella; por eso hemos de pedirle continuamente que dé su bendición a los peque­ños servicios que les hagáis y a las palabras que les digáis».

Acogemos en nuestras casas a los que quieren recibir las órdenes: Las misiones son la ocupación principal pero «para mejor realizarlas la providencia de Dios ha añadido la de reci­bir en nuestras casas a los que tienen que acceder a las órdenes, diez días antes de la ordenación, para alimentarlos y mantener­los y enseñarles durante ese tiempo la teología práctica, las ceremonias de la Iglesia y a hacer y practicar la oración mental según el método de nuestro bienaventurado padre Monseñor de Ginebra y esto con los que son de la diócesis en donde estamos establecidos»; «Para eso procuramos también contribuir a la formación de buenos eclesiásticos por medio de los ejercicios a ordenandos y de los seminarios, no para abandonar las misio­nes, sino para conservar los frutos que se consiguen por ellas».

Estén en disposición de tener las pláticas: «Es conveniente que dedique algún tiempo más para el ejercicio de los ordenandos, a fin de que usted y la compañía estén en disposición de tener las pláticas y las repeticiones sin tener que utilizar a nin­gún otro para ello”.

Recibimos en nuestras casas a los ordenandos: «En casa damos ejercicios a los ordenandos durante los diez días que pre­ceden a las cuatro témporas, para prepararlos a las sagradas órdenes».

Nos mantenemos en espíritu de humildad: «Mientras nos mantengamos en espíritu de humildad, tenemos motivos para esperar que Dios nos seguirá dando la dirección de los ordenandos; pero, si alguna vez se nos ocurre actuar con ellos como de maestro a discípulo, sin respeto y humildad, adiós a ese cargo».

Los ejercicios a ordenandos han dado cuantiosos frutos: «Se ha complacido la bondad de Dios en dar una bendición muy especial y que no puede imaginarse a los ejercicios de nuestros ordenandos. Ha sido tan grande que todos los que han pasado por ellos, o la mayoría, llevan una vida como la que correspon­de a los buenos y perfectos eclesiásticos. Hay incluso algunos, que son considerables por su nacimiento, o por las otras cuali­dades que Dios ha puesto en ellos, que viven en sus casas tan regulados como vivimos nosotros, y son tanto o más interiores que muchos de nosotros, al menos que yo mismo. Tienen su tiem­po regulado, hacen oración mental, celebran la santa misa, hacen los exámenes de conciencia todos los días como nosotros. Se dedican a visitar los hospitales y las cárceles, donde dan catecismo, predican, confiesan, así como también en los cole­gios, con bendiciones muy especiales de Dios».

CONFERENCIAS DE LOS MARTES

Los fines de las conferencias de los martes eran múltiples y complementarios: contribuir a la consolidación de las gracias recibidas por los sacerdotes en los ejercicios de ordenandos y en los seminarios diocesanos, crear entre ellos vínculos de caridad y orientarles hacia actividades pastorales propias de su estado.

Los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio necesitaban no menos ayuda que los ordenandos. Les urgía progresar espiritual­mente y afianzar su voluntad. Necesitaban conservar las buenas disposiciones que Dios había puesto en ellos el día de la ordena­ción. Por otra parte, había que evitar que los eclesiásticos con el paso del tiempo fueran víctimas de la desorientación en medio del mundo. Había que asegurar su perseverancia en el camino justo, ya iniciado. Para ello nada mejor que una serie de encuen­tros de formación permanente.

Varios eclesiásticos dialogaban con Vicente de Paúl sobre la conveniencia de formar una asociación de sacerdotes para lograr que vivieran a tenor de la propia vocación. Le proponían reunir­se en San Lázaro a fin de reflexionar sobre las virtudes y funcio­nes propias del estado sacerdotal. Vicente de Paúl vio en ello la mano de Dios e hizo suya esta propuesta, como se ve en la bula de institución de la Congregación de la Misión: «Procurarán que dichos rectores se reúnan todos los meses para tratar de los casos de conciencia y la administración de los sacramentos, siempre que pueda hacerse esto oportunamente, atendida la pro­ximidad de los lugares y sin detrimento de sus cuidados». Era de esperar que este proyecto, aplicado al clero diocesano, com­portaría muchas ventajas. Informó sobre este particular al Arzo­bispo de París, de quien en 1633 recibió la aprobación.

Esto supuesto, prosiguió las gestiones. En todo momento con­sideró esta obra de sumo interés para la Misión. Dios quería servirse de la compañía para poner en marcha las conferencias ecle­siásticas. Vicente de Paúl solía recordar que cincuenta años atrás el cardenal Sourdis había introducido en Burdeos los encuentros de eclesiásticos a fin de estudiar diversos puntos de teología moral, pero no para reflexionar sobre las virtudes propias del estado sacerdotal. Vicente de Paúl, por el contrario, al establecer las conferencias buscaba ayudar a los eclesiásticos a reflexionar sobre su propia vida sacerdotal y a la vez ponerlos a resguardo del mal que recorre el mundo. La Congregación de la Misión no podía menospreciar un medio a este fin tan eficaz: «Si hay en el mundo algunas personas que están obligadas a servirse y apro­vecharse de las conferencias, me parece que son los sacerdotes de la Misión porque son ellos a los que Dios se ha dirigido para introducir en el mundo, entre los eclesiásticos, esta forma de con­versar sobre las virtudes particulares. Cuando vine a París nunca había visto semejantes conferencias, al menos sobre las virtudes propias de su estado especial y para vivir debidamente su condi­ción»… «Ha sido a la Congregación de la Misión a la que Dios ha inspirado excitarse y aficionarse, tal como lo hacemos, en el ejercicio de las virtudes por medio de las conferencias”.

El fundador de las conferencias se sirvió de un reglamento provisional en el que, para empezar, se señalaba la finalidad de la obra, que no era otra que honrar la vida del Señor Jesucristo, su sacerdocio eterno y su amor a los pobres. También indicaba el orden a seguir en los encuentros, la formación de la junta y el lugar y día de reunión: San Lázaro o Bons-Enfants, el martes de cada semana. Una transcripción del reglamento de la conferen­cia de París se la debemos al presbítero Clemente Deheuze, quien la firmó el 18 de septiembre de 1642.

La conferencia tenía un director, un prefecto, dos asistentes y un secretario. El cargo de director recaía siempre en la persona del Superior General de la Misión. Una vez implantadas en diversos lugares, se relacionaban entre sí por medio de las visi­tas y la correspondencia. Se sentían fuertemente unidas en torno a un mismo ideal y al fundador Vicente de Paúl. Debían su nom­bre al día escogido para la reunión. Tenían lugar cada semana a las tres de la tarde de Todos los Santos a Pascua y a las tres y media de Pascua a Todos los Santos. Al término de cada encuen­tro el responsable señalaba el tema a tratar en la reunión siguien­te. He aquí a modo de muestra algunos de los temas, motivo de reflexión: fiestas litúrgicas, acontecimientos de relieve en el país, tiempo cuaresmal, fiesta de Todos los Santos, bienaventu­ranzas, virtudes de los sacerdotes ya fallecidos, causas de deca­dencia de la Iglesia y del estado eclesiástico.

A petición de Vicente de Paúl el tono de las intervenciones se caracterizaba por la sencillez, franqueza y humildad, siguiendo siempre el pequeño método.

Las conferencias se propagaron pronto por el país. En París se formaron dos: una en San Lázaro y otra en Bons-Enfants, a las que acudían entre otros no pocos eclesiásticos de la Sorbona. Celebraban la reunión en jueves, día de descanso de la universi­dad. Fuera de París surgieron conferencias en Puy (1636), Noyon (1637), Pontoise (1642), Angulema (1647), Angers, Bur­deos y en otros lugares.

CEME

  1. Ignacio Fdez. Mendoza

 

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