San Vicente de Paúl, biografía: 04 – La historia del cautivo

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: José María Román, C.M. · Año publicación original: 1981.
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Capítulo IV: La historia del cautivo

Una herencia inesperada

Leamos ya las cartas cuya destrucción procuraría con tanto empeño el anciano Vicente de Paúl1.

En los primeros meses de 1605, los asuntos de Vicente parecían marchar muy favorablemente. Esa es la primera información que nos facilita la primera carta. Acababa de realizar un corto viaje a Burdeos, cuando a su vuelta a Toulouse se encontró con que una buena anciana de Castres le había dejado en testamento cierta cantidad de tierras y muebles, valorados en unos 400 escudos2, que a ella le debía un sujeto poco recomendable. Era justamente lo que Vicente necesitaba: dinero para saldar deudas y afrontar los gastos exigidos por la temeraria empresa a que ya aludimos: su designación para un obispado.

Ni corto ni perezoso, Vicente emprendió en un caballo de alquiler el camino de Castres. Es la primera vez que vemos cabalgar a Vicente. No será la última. A lo largo de su vida tuvo que hacer muchas leguas a lomos de cabalgadura. El lenguaje del jinete se le hará tan familiar, que muchas metáforas de sus pláticas y conferencias estarán tomadas de él3. En Castres le aguardaba una sorpresa desagradable: el villano había desaparecido rumbo a Marsella, donde, según noticias, vivía a lo grande gracias a la fortuna mal adquirida. Vicente decidió darle alcance. Sólo había una dificultad: carecía de dinero para el viaje. Vicente resolvió el problema de forma expeditiva: sin pensarlo dos veces vendió el caballo de alquiler – ya lo pagaría a la vuelta – y prosiguió su viaje. La fortuna – o mejor, la Providencia – estaba de su parte. Llegó a Marsella, hizo encarcelar al fugitivo y llegó con él a un acuerdo: el bribón le pagó 300 escudos contantes y sonantes y Vicente se dio por satisfecho. Inmediatamente se dispuso a regresar a Toulouse. Entonces empezaron los reveses.

El abordaje

Aconsejado por un gentilhombre que debía hacer la misma ruta, Vicente decidió hacer por mar, hasta Narbona, la primera etapa del viaje de vuelta. El mar estaba en calma, soplaba viento favorable: todo hacía presagiar una próspera y rápida travesía. Llegaría antes y con menos gasto. En realidad, «no llegaría nunca y lo perdería todo».

A pocas millas de Marsella, tres bergantines turcos acechaban, junto a las costas de Provenza – era el mes de julio -, a los barcos procedentes de la feria de Beaucaire, «la más hermosa de la cristiandad». Eran corsarios berberiscos de la regencia de Túnez, especializados en la captura y venta de esclavos cristianos. Arremetieron contra el barco de Vicente. Se trabó un breve combate, en que, naturalmente, el navío francés sucumbió ante la superioridad numérica del adversario, no sin que hubiera bajas de una y otra parte. Los turcos perdieron a uno de sus jefes y a cuatro o cinco remeros. Los franceses tuvieron dos o tres muertos y bastantes heridos. Vicente recibió un flechazo que le serviría de «reloj» el resto de su vida. Los turcos descuartizaron al piloto francés en represalia a sus propias bajas. A los demás tripulantes y viajeros del navío los curaron groseramente y los hicieron cautivos. Con ellos a bordo, prosiguieron su corso durante siete u ocho días, asaltando y saqueando a los barcos que encontraban a su paso. Acaso por ir demasiado cargados, dejaban en libertad a los que se rendían sin combatir. Por fin pusieron rumbo a Berbería. Y llegaron a Túnez.

El mercado de esclavos

Una vez desembarcados, los prisioneros fueron conducidos al zoco. Se les quitaron sus ropas y se le dio a cada uno un par de calzones, una casaca de lino y un bonete. De esta guisa fueron paseados por la ciudad, con la cadena al cuello. Los vendedores tuvieron buen cuidado en pregonar que la carga había sido capturada en un barco español: era necesario cubrir las apariencias y no dar pie a la intervención del cónsul francés. Francia tenía estipulados con los turcos una serie de tratados que garantizaban la libertad de comercio y navegación de los barcos de su nacionalidad. Todo se hizo con arreglo a las buenas y honradas costumbres del mercado de esclavos. Los mercaderes pudieron sondear la gravedad de las heridas, comprobar el apetito de la mercancía, calcular sus fuerzas, apreciar sus andares, examinar su dentadura…

El pescador y el médico: los dos primeros amos

Terminada la exhibición, estipuladas las ventas, empezaron para Vicente dos años de esclavitud relativamente apacible. Primero lo compró un pescador, pero como al nuevo esclavo le molestaba el mar, hubo de deshacerse de él. Vicente fue a parar entonces a manos de un pintoresco personaje: un médico espagírico, alquimista y medio brujo, que se jactaba de fabricar oro a partir de otros metales – no había dado con la piedra filosofal, pero se había aproximado mucho a ello -, de destilar quintas esencias, de conocer remedios para las más variadas enfermedades y hasta de hacer hablar a una cabeza de muerto. Lograba lo último con un artilugio de su invención, y embaucaba a las crédulas gentes haciéndoles creer que era Mahoma quien hablaba por boca de la calavera. Vicente no lo pasaba del todo mal. Su trabajo principal consistía en mantener encendidos día y noche diez o doce hornos necesarios para las misteriosas cocciones del viejo alquimista. Este era humano y tratable. Le tomó afecto al joven esclavo e intentó atraerlo al Islam con la promesa de legarle sus riquezas y su sabiduría. Vicente se contentó con aprender la receta para el mal de piedra, la enfermedad de su amigo y protector, el señor de Comet. Confiaba – los presos siempre confían – en que un día estaría libre, y aquel remedio aliviaría los males del anciano y doliente caballero, ya que no había podido salvar a Comet el mayor, fallecido del mismo mal. ¡Si hubiera él conocido antes aquella eficacísima receta! Desprovisto de socorros humanos, Vicente se volvía a los celestiales y encomendaba su causa a la intercesión de la Santísima Virgen. Por ella obtendría, sin duda, la ansiada liberación.

De amo en amo: el renegado

La sosegada existencia de Vicente en casa del médico tuvo un brusco final cuando éste fue llamado a Constantinopla por el Gran Turco. Vicente pasó a ser propiedad de un sobrino del médico. Era en agosto de 1606. El médico murió durante el viaje, y su sobrino se deshizo enseguida de Vicente, porque se enteró que un embajador de Francia venía a Túnez con poderes del sultán para liberar a los esclavos franceses. En efecto, el Sr. Savary de Brèves había llegado a Túnez el 17 de junio de 1606. Sus dotes de hábil negociador obtuvieron sólo mediocres resultados: partió para Francia el 24 de agosto con un lote de 72 esclavos de los muchos miles que vegetaban en los baños del bey tunecino o en poder de amos particulares4. Vicente no perteneció al pequeño grupo de afortunados. Su más reciente comprador era un renegado de Niza —o de Annecy5—, quien se lo había llevado consigo al interior del país a buen recaudo de las pesquisas del enviado francés, a una finca suya: un «temat» o «to’met», explotado en aparcería con el Gran Señor, propietario teórico de toda la tierra.

El cambio de escenario supuso para el esclavo un cambio de ocupación. Ahora tenía que cavar la tierra bajo el ardiente sol del norte de Africa. Era penoso, pero también gozaba de mayor libertad. El renegado tenía tres mujeres. Dos de ellas mostraron interés y afecto al cautivo. Una era cristiana, greco-cismática; la otra, musulmana. Esta gustaba de ir al campo en que trabajaba Vicente y le invitaba a cantar. Vicente, llena el alma de recuerdos de su breviario, rezado cada noche en su aposento de estudiante pobretón, recuerdos de las lecturas del Antiguo Testamento en las aulas tolosanas, entonó con nostalgia y sentimiento el salmo de la cautividad: Super flumina Babylonis; luego la salve, luego otros himnos más. Las melodías gregorianas se elevaban puras en el silencio del campo inundado de sol. La turca quedó conmovida y maravillada: ¡qué sublime religión era aquella que inspiraba tan bellas y sugerentes canciones! Su esposo había hecho mal en abandonarla. Se lo dijo aquella misma noche. El renegado asintió. Harto pesaroso estaba él. Las palabras de su mujer – «otro Caifás o burra de Balaam», dice Vicente – hicieron desbordar el vaso de su secreto arrepentimiento. Al día siguiente le comunicaba a Vicente su propósito de huir a Francia en la primera ocasión.

En libertad

La ocasión, sin embargo, tardó diez meses en presentarse. Al cabo de ellos, un buen día amo y esclavo se embarcaron en un pequeño esquife y se hicieron a la mar. Tuvieron suerte. Atravesaron sin percances el Mediterráneo. El 28 de junio de 1607, a dos años de la captura de Vicente, desembarcaron en Aguas Muertas. Desde allí se dirigieron a Aviñón.

En la ciudad pontificia, la inquieta brújula de Vicente iba a encontrar un nuevo norte que señalaría el tercero de sus proyectos juveniles, y también, aunque anticipemos los acontecimientos, el tercero de sus fracasos. El vicelegado pontificio en Aviñón (recordemos que la ciudad y territorios adyacentes constituían por entonces un enclave de soberanía papal en territorio francés) recibió a penitencia al renegado, le prometió facilitarle el ingreso en el convento romano de los Fate ben Fratelli y se encaprichó con el audaz sacerdote de Pouy. Que sepamos, después de Comet, después de la anciana generosa de Castres, después del médico espagírico, después de la mujer del renegado, era el quinto protector que se ganaba Vicente sin más armas que su contagiosa simpatía y, acaso, su aire desvalido bajo la aparente seguridad: las armas que seguiría usando cada vez para más nobles fines hasta el final de su vida. Pedro de Montorio – así se llamaba el vicelegado – se disponía a volver a Roma una vez acabado el trienio de su misión6. Lo haría en cuanto llegara su sucesor. Le dijo a Vicente que se lo llevaba con él. El se encargaba de procurarle un buen beneficio, el beneficio que Vicente había buscado en vano durante cinco años. Del temerario proyecto que había sacado a Vicente de Toulouse para llevarlo primero a Burdeos, luego a Castres y Marsella y, por fin, a las costas tunecinas no quedaba nada. Los dos años de cautiverio lo habían derrumbado como un castillo de naipes, si es que tuvo alguna vez mayor consistencia. Vicente aceptó con entusiasmo las propuestas del vicelegado. Se le abría un nuevo camino. Para llevarlo a buen término necesitaba – así se lo indicaba a su protector – las letras testimoniales de su ordenación sacerdotal y su título de bachiller en teología. Oficialmente, éste era el motivo de que Vicente escribiera su primera carta al señor de Comet. Quería además tranquilizar a sus familiares y al círculo de sus amistades por su inopinada desaparición. Quería también, finalmente, satisfacer, siquiera con promesas, a los inquietos acreedores. Disponía de algún dinero; el renegado converso le había hecho un presente de 100 o 120 escudos. Pero de momento los necesitaba para el viaje y la estancia en Roma, aun contando con la mesa y la benevolencia del vicelegado. Ya pagaría más tarde… A los veintisiete años, Vicente no sentía demasiados escrúpulos de usar en provecho propio el dinero de los demás sin contar previamente con la voluntad de sus dueños.

De nuevo en Roma

Por segunda vez en menos de ocho años, Vicente se encontró en Roma. Vivía en casa del monseñor y gozaba de su confianza. Tenía, pues, asegurados la comida y el alojamiento. Aprovechaba el tiempo libre para continuar estudiando en alguna de las universidades romanas. A cambio prestaba al prelado romano servicios de criado y juglar. ¡Era tan frecuente esta situación en la Roma renacentista y barroca! Vicente explotaba los trucos aprendidos del viejo médico tunecino: los pequeños secretos de alquimia, el espejo de Arquímedes, la cabeza parlante. ¡Ginés de Pasamonte en la corte romana! Pedro de Montorio se ufanaba de hacer ostentación de las habilidades aprendidas de su criado ante los cardenales e incluso ante el sumo pontífice, que era entonces Paulo V, el papa Borghese, que acababa de encargar al Maderno la conclusión de la basílica miguelangelesca. Continuaba prometiendo favores a su simpático y habilidoso criado. Este necesitaba una nueva copia de sus títulos de estudio y letras de ordenación. Las anteriores no eran válidas por no estar autenticadas con la firma y el sello del obispo de Dax. Vicente esperaba que el señor de Comet le hiciera el nuevo favor de interesarse en el asunto. Y firmaba su segunda carta, como la primera, con su apellido, todo junto en una sola palabra: Depaul. El nunca lo escribiría de otro modo, aunque ya los contemporáneos y después toda la bibliografía vicenciana haya acostumbrado separarlo en dos palabras, de Paúl. El detalle, en realidad, carece de importancia.

Los registros de las Landas y ciertos documentos notariales relativos a Vicente conocen indistintamente las dos formas. Ni una ni otra son indicativas de nobleza. La partícula podía servir simplemente para indicar el origen familiar. Miles de humildes familias campesinas de ambos lados del Pirineo la ostentaban en su apellido.

  1. El texto íntegro de las cartas se encuentra en S.V.P. I p. 1-17: ES p. 75-78. También figuran en el segundo tomo de esta obra. El lector hará bien en leerlas en su integridad. Remitimos a ellas de modo global para el relato que sigue.
  2. La moneda francesa del siglo XVII conservaba el sistema monetario medieval, que se hace remontar hasta Carlomagno y que en Inglaterra ha perdurado hasta la segunda mitad del siglo XX. La unidad monetaria, aunque reducida a moneda de cuenta, era la libra, dividida en 20 sueldos, cada uno de los cuales se dividía, a su vez, en 12 dineros. El escudo valía tres libras y era moneda de plata. Para Juan del Santísimo Sacramento (1701), el escudo francés era equivalente al «real de a ocho» español; la libra, o los 20 sueldos, correspondía a algo menos de tres reales de plata (2,67 exactamente). Más difícil es establecer la correspondencia con la moneda actual, debido a la oscilación de los precios y salarios en una y en otra época. Sirva de orientación el hecho de que la congrua de un párroco se fijó en 1629 en 300 libras anuales (cien escudos) y el salario de un jornalero podría variar entre los 7 y los 11 sueldos (alrededor de media libra) diarios.
  3. A. Dodin, Lecciones sobre vicencianismo p. 235.
  4. Baudier, Inventaire de l’Histoire des Turcs (París 1631)1.17 p. 235; cit. por Collet, o.c., t.1 p. 19; Jacques du Castel, Relation des voyages de Monsieur de Brèves… (París 1628); cit. por Coste, M.V., t.1 p. 50.
  5. La lectura de esta palabra es dudosa. Tradicionalmente se ha interpretado como Nice (Niza), pero editores modernos creen más probable que deba leerse Nissy o Niçy, es decir, Annecy.
  6. Vicente dice que el vicelegado había cumplido su trienio el día de San Juan. Otros documentos, acaso por error de lectura, indican la fecha del 14 de junio. En todo caso, las indicaciones de Vicente concuerdan muy exactamente con datos conocidos por otras fuentes. En efecto, el 27 de julio de 1607, Mons. Montorio escribe al cardenal Borghese haciéndole saber que continuará en Aviñón hasta la llegada de su sucesor, el arzobispo de Urbino, Mons. José Ferreri. La expresión de Vicente coincide casi a la letra con la empleada por Montorio. La llegada de éste a Roma se efectuó el 30 de octubre de 1607. No consta la fecha de su salida de Aviñón, pero se sabe que fue posterior al 31 de agosto del mismo año. Para estos datos y, en general, la biografía de Montorio, cf. J. Parrang, Un mécène de Saint Vincent de Paul: Pierre François Montoro (dit Montorio) (†1643): Annales (1937) p. 245-259; ibid. (1938) p. 615-623; ibid. (1943-1944) p. 224-28. La última parte del artículo es obra de R. Chalumeau sobre las notas tomadas por J. Parrang, fallecido antes de concluir su estudio.

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