SAN VICENTE DE PAÚL Y SAN FRANCISCO DE SALES (IV)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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  1. EL FUNDADOR Y SU OBRA

La gracia o carisma que Dios otorga a una persona para el bien de la Iglesia, cristaliza de ordinario en una institución que encarna la nueva espiritualidad y le da continuidad. De ahí que nada nos exprese mejor el alma y el espíritu de un fundador como la propia comunidad en la que ha querido plasmar su vocación dentro de la Iglesia.

Sabemos que san Francisco de Sales, impactado por su pro­pia experiencia y el modelo trazado por el Concilio de Trento, se empeñó en la formación y santidad de los sacerdotes. A través de sus visitas pastorales pudo comprobar incluso la degeneración en que habían caído muchos de los monasterios que deberían ser ejemplo de vida evangélica. Su centro de atención estaba marca­do por la influencia que el calvinismo había logrado en numero­sas capas sociales. Creía que esa deriva se había producido en gran parte por la falta de sacerdotes bien formados y evangéli­cos. Por eso, él mismo en la misión de Chablais trató de exponer con la máxima claridad y autoridad la verdadera doctrina de la Iglesia a través de «Hojas volantes». No dudó en consultar algunos temas con egregios doctores como san Pedro Canisio, teólogo jesuita en el Concilio de Trento. Logró rodearse de misioneros excelentemente preparados. Además de su primo Luis de Sales que le acompañó desde el principio, consigue que se le unan dos padres capuchinos y un jesuita. Con el mismo empeño creó la llamada «Santa Casa» en Thonon y luchó por la creación de un Seminario para instruir y formar a los sacerdotes. Aunque fracasase, particularmente por dificultades de tipo eco­nómico, su preocupación es constante, como él mismo declara en 1606: «No hay diócesis en el mundo cristiano que tenga mayor necesidad de un Seminario de clérigos que la de Ginebra».

La formación y santidad del clero era una preocupación que ya había abanderado san Juan de Ávila en la España del siglo XVI y san Felipe Neri con el Oratorio en Italia. Era esa la inicia­tiva que iba a promover Pedro de Bérulle y su entorno en la Francia de principios del siglo xvii. Vicente de Paúl forma parte de ese ambiente. Arranca también de la doctrina de Trento y aplica su propia experiencia. Como Francisco de Sales, com­prueba que la mala conducta y la falta de formación de los sacerdotes está a la raíz del abandono en que se encuentra el pobre pueblo del campo y de la falta de credibilidad de la Igle­sia entre los hugonotes. Su centro de atención lo constituye el «pobre pueblo del campo», abandonado en lo espiritual y lo material. La respuesta de Vicente a la llamada de Dios dará sus frutos. Así surge la Congregación de la Misión, cuyo origen siempre situó san Vicente en el sermón del 25 de enero de 1617 en la iglesia de Folleville. De ahí nace también la institución de las Cofradías de la Caridad, cuyo modelo queda definido ya en el reglamento de la primera Cofradía de Chátillon les Dombes, erigida por Vicente de Paúl en 1617 con la aprobación del Arzobispo de Lyon. Un nuevo proyecto, alentado y secundado por Luisa de Marillac, fructificará con la fundación de la Com­pañía de las Hijas de la Caridad a partir de un pequeño grupo de muchachas reunidas el 29 de noviembre de 1633. También crea Vicente las Conferencias de los Martes según el método y el modelo que él tuvo ocasión de ver practicar a san Francisco de Sales en sus conferencias espirituales a los sacerdotes en la igle­sia de Saint-Nicolas-du-Chardonnet.

La gracia particular de san Francisco de Sales es la práctica del puro amor de Dios. Esa práctica quiere extenderla a todas las personas, de cualquier clase o condición. Su propia experiencia le hace reconocer: «He encontrado a Dios lleno de dulzura y suavi­dad al recorrer nuestras más altas y escarpadas montañas, donde muchas almas sencillas le quieren y le adoran con toda verdad y sinceridad». Todos están llamados a esa unión con Dios por la santa caridad. Pero el contacto con la baronesa de Chantal, con ocasión de la predicación de la cuaresma de 1604 en Dijon, le abre a una inspiración que madurará durante años, hasta concluir con la fundación de la Visitación de Santa María. El nuevo tipo de vida que sueña Francisco, es la que se funda solamente en el amor de Dios. Al puro amor de Dios se llega por el camino de la perfecta abnegación, el vacío total del amor propio.

Ni las rejas ni las austeridades mayores son capaces de unir a las almas con Dios. El corazón humano lleno del amor de Dios es la garantía del monasterio reformado. La Visitación de Santa María viene a encarnar el ideal salesiano. Sus constituciones dejan claro que el fin para el que se ha fundado es para «vacar en la perfección del divino amor». Que san Francisco no pensa­ba en ninguna otra atadura, lo manifiesta nítidamente la anota­ción que hace en el Libro de los Votos el 6 de junio de 1611: No tenemos más vínculo que el de la dilección, que es vínculo de perfección … la caridad de Cristo nos urge …» . Por eso, en su primer proyecto figuraba «la visita a los enfermos». Pero la opo­sición del arzobispo de Lyon, Monseñor de Marquemont, le llevó a convertir la Visitación en una nueva Orden de clausura.

La gracia particular de Vicente de Paúl es su encuentro con Cristo, que le revela la infinita misericordia de Dios con el hom­bre y, al mismo tiempo le manifiesta el inmenso amor que Cris­to expresa al Padre en la evangelización de los pobres, hasta el punto de identificarse con ellos. La expresión de este espíritu se ha querido ver reflejada en la fórmula usada por san Vicente con uno de sus interlocutores, al referirle las dos grandes virtudes de Jesucristo: «La religión para con su Padre y la caridad para con los hombres».

La raíz de la vocación vicenciana radica en la vivencia de esa doble dimensión del amor de Jesucristo. Por una parte, confiesa con sencillez a los misioneros: «Hemos sido escogidos por Dios como instrumentos de su caridad inmensa y paternal»; por otra parte, los alienta a la práctica de esa caridad: «Y nosotros, her­manos míos, si tenemos amor, hemos de demostrarlo llevando al pueblo a que ame a Dios y al prójimo, a amar al prójimo por Dios y a Dios por el prójimo». Sobre el mismo fundamento establece la vocación de las Hijas de la Caridad al explicar sus Reglas Comunes: «Vuestro principal empleo, después del amor de Dios y del deseo de haceros agradables a su divina Majestad, tiene que ser servir a los pobres enfermos con mucha dulzura y cordialidad … Por eso estáis destinadas a representar la bondad de Dios delante de esos pobres enfermos». El modelo queda explícito ya en el reglamento de la Cofradía de Chátillon-les‑Dombes, su primera fundación: «Toman por patrono a Nuestro Señor Jesucristo y como finalidad el cumplimiento de aquel ardentísimo deseo que tiene de que los cristianos practiquen entre sí las obras de caridad y de misericordia, deseo que nos da a conocer en aquellas palabras suyas: Sed misericordiosos como es misericordioso mi Padre celestial’, y aquellas otras: `Venid, benditos de mi Padre, …; pues todo lo que hicisteis con uno de esos pequeños, a mí me lo hicisteis».

Este es el eje que articula la constitución de todas las obras y fundaciones vicencianas. Se trata de continuar la misión de Jesu­cristo, movidos por su amor en esa doble dimensión. Se rompe así cualquier barrera que pudiera obstaculizar esa misión.

Francisco de Sales y Vicente de Paúl parten del mismo fun­damento del amor de Dios. Pero mientras san Francisco resalta el «puro amor divino», san Vicente acentúa el amor manifestado en Jesucristo que vino «para establecer entre nosotros por su ejemplo y palabra la caridad con el prójimo». Eso permitirá a Francisco, aunque contra su voluntad, acceder a la exigencia del arzobispo de Lyon y convertir la Visitación en monasterio de clausura. En cambio, la fidelidad a su experiencia espiritual lle­vará a Vicente a salvaguardar con tenacidad a la Compañía de las Hijas de la Caridad de cualquier forma de Vida Religiosa. El mismo empeño mantendrá en la aprobación de la Congregación de la Misión.

José Mª López Maside

CEME, 2008

 

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