II.- La doctrina espiritual
Sorpresa
Mucho le hubiese sorprendido oír hablar de su «doctrina espiritual»: se había guardado bien de publicar el menor anuncio para dar a conocer sus ideas o sus convicciones más queridas. Había dado a la estampa las Reglas o constituciones comunes de la Congregación de la Misión, pero no podía obrar de otra manera, y por lo demás no se consideraba enteramente responsable de este diminuto libro que había recogido progresivamente sus experiencias de vida religiosa en común. Como la mayoría de los fundadores, no quería dar sino una condensación del evangelio y señalar los medios más rápidos, los más simples y los más seguros para «hacer el evangelio efectivo» en una vida misionera. «Uno esperaba ver a un autor y halla a un hombre» (Pascal). A poco que insistamos, nuestra sorpresa se convierte en decepción o… en distracción. Malicia aparte, había hecho todo lo necesario para que no se le tratase como a un autor. Había dejado a la Señorita Legras recoger, con arreglo a las conferencias, las enseñanzas que pudiesen servir a las ausentes. Revisaba a menudo el texto y hasta consentía en prestar su croquis para facilitar la reconstrucción (W, 23; m, 358-25 de enero de 1643-25 de agosto de 1646). Su actitud con respecto a los misioneros era del todo diferente: si hubiese sabido que algunos tomaban pon escrito sus conferencias, se hubiese sublevado. Por fortuna, nadie tuvo el mal gusto de pedir su consentimiento, Los Señores Alméras y Dehorgny, encargaron oficial y secretamente al Hermano Bertrand Ducournau de esta delicada tarea. El Señor Vicente no contaba más que con tres años de vida. En comparación con cuanto había dicho a los misioneros desde 1625, el botín fue bastante escaso (1/40). ¿Podría uno, terminado el inventario, discernir con claridad las constantes (le este pensamiento, captar su organización, pronunciarse acerca (le su originalidad`? Aun entre los suyos, subsistieron las vacilaciones.
Incertidumbre
El señor Guillaume Dellville que publica en 1656 un pequeño resumen del Instituto de la Congregación (le la Misión, pone entre las virtudes fundamentales la obediencia en lugar de la mortificación. Hasta el buen Hermano Ducournau, ferviente admirador del Señor Vicente, concede en el decurso de su instancia en pro de la transcripción de las pláticas, «que no dice de ordinario más que cosas comunes para las personas espirituales y los sabios, pero que las dice con fuerza. Cuando habla sobre las virtudes propias de los misioneros, las exalta en cuanto a la práctica y en cuanto a la expresión». Nos tranquilizamos y comprendemos algo mejor las vacilaciones del primer biógrafo. En 1664, en la primera edición -la que se reproduce constantemente desde 18:39 hasta nuestros días- declara que la principal virtud del Señor Vicente era la Imitación de Nuestro Señor. En 1667, define el espíritu del señor Vicente por referencia a dos virtudes esenciales: la imitación de Nuestro Señor y la conformidad con la voluntad de Dios. Como esta edición manual se convirtió en el texto clásico de 1667 a 1748, los lectores vicencianos no pensaron de otro modo. Pero en 1748, la Vida de Collet recogió la característica de una única virtud y no se contradijo el aserto, pues las reediciones de Abelly que entonces se publicaban recogían, no el texto de 1667, sino el de 1664, que designaba la imitación de Jesucristo como la única nota característica.
Las dos tentaciones
En estas condiciones, se concibe con facilidad que durante varios siglos, los biógrafos o los espirituales que abordaron al Señor Vicente no se hayan inquietado lo más mínimo: esta devoción a Cristo, este Cristocentrismo bastaba a todo… y hasta permitía sucumbir con buena conciencia a las dos tentaciones que alternaban. La primera, a la cual no escapó el buen Abelly, fue la de dejarse fascinar por las obras. Desde la entrada del Señor Vicente en San Lázaro, las actividades se multiplican y dispersan la atención. Es un alarde seguir su desarrollo cronológico y señalar sus concordancias con la vida política y religiosa. Desmenuzado por las instituciones, Vicente fue pronto devorado por sus obras. Desde 1643, los desplazamientos y la actividad en el Consejo de Regencia, transforman infaliblemente a Vicente en gestor de los asuntos nacionales. Se convierte en una función. Su rostro se pierde en un cuadro de conjunto. EI espesor de los dos primeros libros de Abelly es una prueba (le peso. La hueste de los biógrafos, que después de la canonización del Señor Vicente se sucedieron en pelotones de tres o cuatro por año, nos arrastra habitualmente a una aventura que nos hace olvidar alegremente el misterio de la vida interior. Para procurarse una buena conciencia y mantener el aspecto espiritual o edificante, bastaba con componer un libro de virtudes. Lo más sencillo y, se pensaba, lo más fructífero para la vida espiritual de los lectores, sería adosar a la vida de Vicente el cuadro o escala de las virtudes; las tres teologales y las cuatro cardinales, sin olvidar las virtudes anejas de las que el Señor Vicente más había hablado. El procedimiento tan artificial como económico, sirvió a Abelly, Collet, Mansart, Maynard. Los autores modernos de trozos escogidos lo utilizan sin gran fatiga y los resultados, arlequinadas de textos arrancados a contextos diferentes por la psicología y la cronología, pretenden menos darnos un trazado exacto de la doctrina vicenciana que suministrar un alimento inmediato a la reflexión y a la oración. La segunda tentación que viene a alternar con la primera o a reforzarla, fluye de la edición de las obras del Señor Vicente en 1881, y sobre todo en 1920-1925. Es la tentación del aplanamiento cuyas secuelas son tan variadas como imprevisibles. Ese bloque de cartas y de conferencias engendra primeramente un pesado respeto. El macizo de 8.000 páginas en su diversidad multiforme repele a los aventureros. Una inspección elemental ilumina todas las dificultades de una síntesis. Las cartas eran numerosas, unas cuatro mil, pero no representaban más que la octava parte de las que el Señor Vicente había expedido. Su diversidad iba del simple billete de agradecimiento a la carta circular, pasando por la carta de dirección y la hoja de comisión. No se podían ya ignorar las múltiples ocupaciones del Señor Vicente, pero en cambio, se podía dudar antes de precisar sus ideas maestras y sus preocupaciones dominantes. El reparto tan desigual de estos escritos en el tiempo no permitía en absoluto seguir la evolución y notar las adquisiciones de su vida espiritual. Tres cartas aisladas jalonaban la ruta de 1607 a 1624; 150 páginas de conferencias a los misioneros resumían la actividad de los años 1625-1645; 280 páginas de pláticas a las Hijas de la Caridad representaban la predicación mensual de 12 años (1633-1645). A decir verdad, cartas y conferencias no iluminaban bien sino los cinco últimos años, 1655-1660. No podíamos escuchar más que las palabras de un viejo, que hablaba entre los 75 y los 80 años. Esas dificultades podrían servir de apología a los vicencianos que en lo sucesivo se aventuraron a hojear las cartas y las conferencias. Era muy necesario seguir un orden y clasificar los textos. Algunos se contentaron con presentar «consignas», oraciones, pensamientos, elevaciones, etc. Estos florilegios sin pretensiones no estaban desprovistos de utilidad y encontraron siempre lectores y compradores. Otros agruparon los textos y las consideraciones en torno a las exigencias de una función: el sacerdocio, la dirección de conciencia, el cuidado de los enfermos. Este espigueo de textos para ornamentar unos alvéolos previamente vaciados no carecía de seguridad… pero en fin, habiendo hecho el Señor Vicente multitud de cosas y abordado a profesionales de todas las categorías, los segadores fueron siempre recompensados y los ramilletes fueron siempre agradables y beneficiosos. Arrastrados más bien at los estudios espirituales o sociológicos, algunos autores se esforzaron por relacionar al Señor Vicente con algún jefe de escuela o algún maestro influyente. Vicente fue así examinando escrupulosamente partiendo de Berulle, de Francisco de Sales e Ignacio de Loyola.
Una doctrina en una vida
Dúctil y abundante, el Señor Vicente, pese a su gran condescendencia, escapa a las empresas de simplificación y de clasificación. Basta con frecuentarle algún tiempo para convencerse de que no es un especulativo. Ninguna originalidad doctrinal como en un Bérulle, un Olier, un Condren. De otro lado, cualquiera que sea su actitud cuando cita a Bérulle, remeda a Francisco de Sales, adopta sus comparaciones o hace suyos sus razonamientos, permanece independiente. No es discípulo en el sentido escolar de la palabra, como quien adopta espontáneamente los principios y las directivas de un maestro. No se confina a un solo director y a una sola escuela. Permanece abierto y acogedor para todos. Si se vuelve con predilección hacia algunos maestros (Bérulle, Francisco de Sales, Rodríguez, Vicente Ferrer, Benito de Canfiel, Duval…), toma su porción con una deferencia que salvaguarda su perfecta autonomía. Al adoptar adapta y a menudo transforma. La originalidad de aquél, que al hablar «exaltaba en cuanto a la práctica y en cuanto a la expresión» no está en la doctrina, sino en la vida y en la experiencia.
Tenemos buenas ocasiones de captar su fisonomía propia en los tres dominios en los que se sentía a sus anchas y donde aparecía como un maestro a sus contemporáneos: el de la experiencia, el de la fe, el de la prudencia y la experiencia
1.- La experiencia
Profesaba no ser más que un ignorante, se obstinaba en hacerse pasar por un escolar que se eterniza como una bestia en los bancos de la cuarta. Eso extasiaba a Saint-Cyran, a Lancelot, a Dom Gerberon y a algunos jansenistas. Utilizaron esas declaraciones para construirle una sólida reputación de ignorancia y de estrechez intelectual. Vicente no se preocupaba de ello siquiera.
Tenía conciencia del muy relativo valor de las grandes ideas, de los raciocinios, de los hermosos pensamientos en la oración, dm lo, períodos sonoros de la predicación. Campesino sensible a las cosas concretas, habíale trabajado la curiosidad por los conocimientos empíricos: la alquimia, la terapéutica. Los argumentos invencibles que acciona un silogismo, las grandes teorías que nada menean en la vida de los demás parecíanle inconsist e n t e s e irreales. No carecía de finura. Era de aquellos que están acostumbrados, según Pascal, «a juzgar por el sentimiento», que nada entienden en cosas de razonamiento pues quieren desde el comienzo penetrar viendo de una vez y no están acostumbrados abuscar los principios». Por su parte, Vicente afirmaba: No se cree a un hombre porque sea sabio sino porque le estimamos bueno y le amamos. Nuestro Señor previno con su amor a aquellos a quienes indujo a creer en El.
Sus ideas no son aislables o reductibles a proposiciones abstractas. lnspiradas y protegidas por el amor que las anima, se expresan en la vida que las desarrolla y prolonga. El amor no es en consecuencia de su pensamiento, al contrario, diríase, el pensamiento no es más que un hijo y una expresión de su amor. Su vida es experiencia, y esta experiencia conlleva y verifica una doctrina. Esto nos explica el movimiento fundamental de su existencia. No pasó de una idea n una acción o a una manera de vivir cono si su resolución condensara el fruto de un retiro. Todo nos lleva a creer que incluso después de las conversaciones con el señor– de Bérulle y el buen Señor Duval, su bagaje intelectual no era imponente. Entre 1613 y 1617, evoluciona desde la iniciación de una experiencia hasta un estado de vida deliberado, formula claramente lo que ha comenzado a vivir. Su espíritu está adherido a los acontecimientos y más todavía a las personas que interpretan loa hechos. Purificado por la gracia y las pruebas, descifra los acontecimientos y se aplica a darles una respuesta. Cuando averigua que él, Vicente, debe remediar la ignorancia de los pobres y de los sacerdotes, se esfuerza por reconocer las condiciones que requiere esta misión. Una expresión familiar traduce el ritmo de su progreso y distingue las etapas de éste. ¡Hay que darse a Dios para servir a los pobres… para ir de misiones; para dirigir los seminarios, a los ordenandos… Es por haberse efectuado esta donación, por lo que podrá uno luego tomar la palabra, adoptar la práctica, las disposiciones más aptas y más caritativas para con quien se presente, bien recomendado sin duda, tal Francisco de Sales, Pedro de Bérulle, santa Teresa, san Ignacio, el Señor Duval, Benito de Canfield. El equilibrio del ser está en la acción que da verdad a su existencia. Esta acción consiste en hacer a Cristo presente y operante en uno mismo haciéndose uno presente a Él y obrando para El. En su nombre, In nomine Domini… En el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.
Hay que comenzar por la acción. Vicente subraya complacidamente cada palabra del Evangelio. Búsquese, no es más que una. palabra, mas paréceme que dice mucho; quiere decir que nos pongamos en la disposición de aspirar siempre a lo que se nos recomienda, de trabajar incesantemente por el reino de Dios y de no permanecer en estado laxo y detenido, de atender al interior para regularlo bien, y no al exterior para divertirse. Buscad, buscad, eso dice cuidado, eso dice acción. Se sabe asimismo su definición del amor y del celo: Si el amor de Dios es fuego, el celo es su llama. El Señor Vicente volvía a menudo sobre el resumen de la vida de Jesús que da el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles. Nuestro Señor «obró y enseñó». Partía de esa expresión para proclamar la indispensable prioridad de la acción. Si hay que ser antes de obrar, hace falta, antes de enseñar, actuar y practicar. Hay que comenzar por establecer el reino de Dios en uno mismo y después en los demás. Hay que tender a la vida interior, y si se falta ahí, se falta en todo.
Esta acción no es solamente un gasto mecánico de fuerza o una satisfacción instintiva. Es una manera y sin duda, para el Señor Vicente la principal y puede que la única de unirse a una realidad invisible, a la voluntad de Dios y a Dios mismo. Hay que santificar–las propias ocupaciones buscando en ellas a Dios para encontrarle allí, más que para verlas hechas. Sólo esta intención de rebasar lo visible atravesándolo da un valora la acción. Observando el término que contempla la acción se apercibe uno de que no es un prototipo inmóvil; es una persona viva y amante: Cristo. Nada me agrada, afirmaba Vicente, más que en Jesucristo. Esta polarización hacia una persona invisible da la orientación de su pensamiento profundo, su parcialidad, su manera de hablar. El Señor Vicente siembra sus discursos de aforismos, de citas, pero jamás utiliza éstas como principios absolutos, como cosas que constriñen. Son para él procedimientos, toques para evocar una vida. Hasta las máximas evangélicas son condensaciones de la vida de Cristo. No tienen fuerza por sí mismas, son solamente la expresión de la fuerza de Jesús, que se expresa por ellas y en ellas. Nuestro Señor -y no tal sentencia evangélicas la regla de la Misión.
2.- La fe
La realidad de lo invisible en Cristo
Lo visible no es pues la única realidad. Todo lo contrario, no es ni siquiera una realidad, es una sombra. ¿Por qué extrañarse de los cambios y variaciones» La Escritura declara que jamás permanecemos en el mismo estado y vemos por lo demás a los hombres girar como veletas. Este cambio y estas variaciones denuncian la falsa solidez de lo creado. Quien construye sobre estas vanidades huecas e inconstantes es un necio. El sabio y el hombre de buen sentido reclaman igualmente para construir y construirse, una base sólida, la roca que nadie ataca y que nadie conmueve. Al término de las indagaciones, será preciso convenir en que solas las verdades eternas son capaces de llenar nuestro corazón. Pero Vicente no se detiene en los arquetipos etéreos o en las esencias eternas. Se apoya sobre todo en las enseñanzas y en las promesas evangélicas. Esta eternidad sólida es una vida, se concentra, diríase, en un rostro, el de Cristo. El Cristo que el Señor Vicente contempla y adora no es el calco de una verdad eterna, es un ser histórico, es el enviado del Padre para salvar a los hombres. El amor del Padre le ha comisionado para esta empresa, que conlleva el anonadamiento de la Encarnación, los sufrimientos y la muerte. El Cristo misionero pone en movimiento a todo y en ese movimiento hay que colocarse. Todo hombre debe asociarse a esta misteriosa aventura del Verbo Encarnado. Rápidamente, pero con mucha firmeza, Vicente nos da un retrato interior de Jesús. Del lado del Padre, el Hijo de Dios no es sino estima, honor, amor. Esta disposición le invita a darse y le opone fundamentalmente al mundo malo que es, según san Juan, concuspiscencia de los ojos, concupiscencia de la carne, soberbia de la vida.
La terminación en Cristo
Después de la muerte de Cristo no se ha interrumpido su vida. Prosigue en la Iglesia que la hace presente a todos los tiempos y en todos los lugares. Pero esta presencia de Jesús es una viva expresión de su espíritu. De la misma manera que Jesús se dirigió a los pobres, apareció como un pobre, se nos representa por los pobres, la Iglesia de Jesús está centrada en los pobres y debe organizarse para ellos. Como Jesús, la Iglesia animada por el espíritu de Dios debe primeramente dirigirse a los pobres. Estos lo merecen evidentemente a los ojos de la fe, pues son lugartenientes privilegiados de Dios. Son ellos quienes abren las puertas de la eternidad. Quien sepa volver la medalla verá en ellos la imagen viva de la vida y de la muerte de Jesús. Obran misteriosamente sobre nosotros. Por su presencia, nos piden que nos adaptemos a ellos. Tomando la actitud que Cristo tenía a su respecto, establece uno en sí mismo las disposiciones que preludian toda evangelización: el amor que previene tiene rostro de pobreza y de humildad. Así se inicia la vida de Jesús en los corazones humanos. A decir verdad, esta vida se ha merecido gracias a la muerte de Jesús. Pero la muerte de Jesús no obra mecánicamente. Todavía menos inmediata y necesariamente. Depende de la aceptación humana y para vivir en Jesucristo hace falta consentir en morir con Jesucristo. ¿En qué consiste esta muerte mística instaurada por el bautismo? En una vida de mortificación o con toda exactitud en una vida semejante a la de Cristo en la tierra. Paradójicamente, morimos en Jesucristo mediante la vida de Jesucristo. Esta vida por Cristo y en Cristo permanece escondida sin duda, misteriosa. No por eso deja de exigir esa muerte a sí mismo. Sin esa renuncia y esa humildad que vacían a un alma de sí misma, no se puede «verdaderamente» vivir en Cristo y Cristo no puede obrar en el alma. Es en las almas vacías de sí mismas donde Cristo no solamente subsiste, sino que actúa y obra. No hay vida ni acción sino en Jesucristo.
3.- La prudencia
«El Señor Vicente, declaraba el Padre Ch. de Condren, tiene el carácter de la prudencia». Esta prudencia consistía con toda precisión en ajustarse al modo del que la sabiduría eterna había vivido y hablado. Prudencia, camino de sencillez, pureza de intención, eran para el Señor Vicente todo uno. ¿Cómo obraba esa regulación conforme a la sabiduría eterna? Vicente apelaba muy a menudo a tres preceptos que daban a la vida en Cristo y en Dios su estilo y su cuño. El primero concierne al enderezamiento y fijeza de la intención. Hace falta, repetía a menudo Vicente, comenzar por Dios, mirar a Dios desde el comienzo, hace falta pedir una participación en el espíritu de Dios, una participación en la visión de Dios. Hace falta comenzar por las cosas de Dios, hay que hacer sus cosas, el hará las nuestras. Hay que ver las cosas como son en Dios y no como aparecen, de otra manera nos engañaríamos gravemente.
E1 segundo precepto es a la vez una expresión y un control de esta fijeza en lo invisible. ¿Cómo saber si la acción que nos da a Dios nos asume totalmente? Si sostiene bien los «extremos». Así al amor afectivo debe siempre corresponder el amor efectivo; de otra suerte es una ilusión. Igualmente, a la mortificación interior debe siempre corresponder la mortificación exterior, si no, demuestra uno evidentemente no ser mortificado, ni interior tú exteriormente. Aun el amor y la unión con Dios deben tener en cuenta un tercer término. No basta que yo ame a Dios, asegura Vicente, si mi prójimo no le ama. Hay que unirse al prójimo para unirse a Dios. La última regla concierne al régimen de la acción. Lo mismo que la acción de Dios arraiga por decirlo así en la inmutable esencia divina, y son eternos e inmutables sus designios, así el término de la acción debe siempre ser firme e invariable. Pero así como Dios varía su expresión para alcanzarnos, se refracta y parece progresar en el tiempo utilizando los acontecimientos cambiantes, así también hay que utilizar el tiempo y los acontecimientos para adaptarse más profundamente a Dios y comunicar literalmente con su querer y, no querer. Firme e invariable en el fin, dulce y suave en los medios, he ahí, para el Señor Vicente, el alma del buen régimen. Estos tres preceptos dan a la doctrina del Señor Vicente, su fisonomía, sus rasgos característicos.
La vida debe ensancharse sin cesar en la acción.
La vida y la acción no tienen profundidad y verdad más que en la fe.
La vida en la fe debe prolongarse sin cesar, adaptarse para mantener su intención de eternidad. Según las vocaciones y los estados, Vicente calificaba los esfuerzos en términos de virtudes: la humildad, la sencillez, la mortificación, el celo, etc. Pedía cinco virtudes a los misioneros y no exigía más que tres a las Hijas de la Caridad. Cada cual, mirando al Señor Vicente, sabía muy bien lo que tenía que hacer. Era la prudencia viviente. El Señor Vicente, se decía habitualmente, no cambia, el Señor Vicente es siempre el Señor Vicente. Evocaba claramente la inmutable ternura de Dios. A todos parecía asimismo prodigiosamente flexible y dúctil. Este intuitivo, cuyas emociones e impulsos hubiesen podido provocar catástrofes, chocaba a sus interlocutores por su reserva y provocaba en torno a sí un apaciguamiento que muchos consideraban como milagroso. Su alma se ejercitaba y se desplegaba en la presentación siempre concreta y muy clara de sus pensamientos y de sus sentimientos. Hablaba pasando sin esfuerzo de una consideración a una escena viva, casando con gracia lo visible y lo invisible, aliando asimismo la finura gascona al respeto y a la afectuosa hombría de bien. Más que un recuerdo, su conversación era una presentación de Jesús, una puesta en presencia de su misterio en los pobres.
4.- El espíritu y el misterio de la caridad
Y sin embargo, quien quisiera reducir la doctrina del Señor Vicente a esos tres preceptos, se arriesgaría mucho a dejar escapar lo mejor de su espíritu. Observémosle dirigiéndose a los misioneros y a las Hijas de la Caridad, a los ignorantes
o a los espirituales: su discurso no es más que un «signo», su doctrina no es más que la envoltura a menudo parcial y siempre efímera de un espíritu que ha de sobrevivirle. Considerados en sí y por sí mismos esos revestimientos protectores dan el cambio y deforman. Reducen y atosigan lo que tenían la misión de salvaguardar y de proclamar. De la misma suerte «una doctrina espiritual» reducida a esas articulaciones esqueléticas o a esas consideraciones edificantes no es ya un alimento capaz de sostener un esfuerzo o de inclinar un alma a Dios: es un residuo. Pese a su pasión por catequizar, el Señor Vicente, ese campesino hecho santo, parece especialmente agraciado para implantar esta convicción en todas las sazones de la vida. La doctrina no es colección de conceptos o encadenamiento de principios, es el esfuerzo de una vida que ensaya a secundar el despliegue de otra vida: la vida de Jesús en las almas. El valor de una enseñanza no se mide pues por lo que concentra o lo que retiene, sino por lo que evoca o recuerda. El Señor Vicente desalienta con una sonrisa todas las consagraciones de fórmula, todas las canonizaciones de método. Había tenido por táctica rehusar los exorcismos espectaculares y abordar al demonio, lejos del teatro, entre bastidores y en particular. Usa de las mismas industrias y rechaza suavemente las sistematizaciones simplificadoras. Ama el orden, el rigor, el método, las precisiones, sin duda alguna, pero no se deja cifrar en fórmulas aritméticas. Su espíritu pasa a través de las palabras. Según la vocación cíe sus oyentes cambia el contenido de sus expresiones y orienta a los misioneros en la humildad y a las Hijas de la Caridad en la sencillez. Con toda seguridad, hacen falta cinco virtudes, para ser buen «continuador de Jesús»: la humildad, la sencillez, la mortificación, la mansedumbre y el celo, pero basta con tres virtudes: la caridad, la humildad y la sencillez para convertirse en una verdadera hija de Dios. No hay error posible. Cada cual, mirando al Señor Vicente, sabía no solamente lo que tenía que ser sino todo lo que debía hacer. Invenciblemente, hacía olvidar las palabras y las frases, ponía frente por frente de la tarea esencial: despojarse de sí, ofrecerse a Cristo, al que da a las almas. ¿Qué importa el que se inviertan o se alternen las fórmulas? Hay que despojarse de sí, para llenarse de Dios, hay que darse a Dios para despojarse de sí. Lo esencial, se ve y se siente, es darse. La misma libertad respecto a las palabras, cuyo contenido espiritual se renueva. La uniformidad religiosa tiene sus exigencias y él lo recuerda, la continuidad se opone a la naturaleza y la constriñe para razonarla. Pero la fijación, la esclerosis, el inmovilismo, son también las enfermedades mortales del alma. Quien se repite sin cesar, varía más de lo que piensa porque se deteriora. El secreto de la continuidad está en la fidelidad. Sin pausa, Dios trabaja; también sin tregua, nos invita a asociarnos a sus iniciativas, a secundar sus ingeniosidades, a hacer que se desplieguen las múltiples formas de su único amor. Seamos firmes, no desistamos, tales son las consignas. Pero también, qué error cerrarse sobre sí mismo en nombre de un principio. La firmeza es una ductilidad permanente. Se desarrolla como una energía vital. Se fortifica y enriquece en la voluntad de unirse a todos, en la intención nunca totalmente ilusoria de hacer que se derritan al sol de la bondad divina las corazas de amor propio más duras que acero templado. Humilde y tenaz, Vicente cursa así su noviciado de la caridad. Los mejores sujetos saben que no profesarán más que en la eternidad. Aquí abajo, las fiebres debilitadoras suceden a las fiebres dinámicas, los espejismos falaces hurtan las certidumbres primeras. ¿Quién llega jamás a desechar definitivamente esos fantasmas de caridad que vagabundean desde las puertas del Edén hasta las sesiones del juicio de Dios? Solos los pobres, esos míseros vivientes, tienen algún poder sobre ellos. Pero nadie tiene derecho a servirse de éstos como de un instrumento. Sería sacrilegio. Aun para un buen fin, «la caridad» no puede colonizar a los pobres. Un paternalismo mal bautizado no es más que una añagaza tan repugnante como el egoísmo sentimental que emplea el sufrimiento de los pobres como desagüe de su piedad. El Pobre de Dios que Vicente introduce en la conversación no garantiza la buena conciencia, al contrario la inquieta. No olvida al verdadero Dios pues no puede tolerar su ausencia. Es que en efecto recibe su poder y su nobleza del Cristo humillado que no tiene más que esta voz para hacerse oír bien. La vocación eterna del pobre consiste en denunciar la sensualidad que se entromete por doquier. Su poder es extremo, su clarividencia temible. En la Iglesia, es un rico, un Señor. Por dondequiera que pasa, puede prender el fuego que no muere. Pese a su garbo de indigente, nutre a todos los que viven para servirle. El Señor Vicente se convirtió en uno de sus primeros clientes. A los hambrientos de Dios que le rodean y le piden una «doctrina», tiende silenciosamente el pan de los pobres.
1 Comments on “San Vicente de Paúl y la Caridad. 2.- La doctrina espiritual”
No me imaginaba lo profundo que es San Vicente de Paúl. Siempre apunta al meolllo de las cosas. Vivió en total connivenia con el pensamiento de Dios. Admirable.