San Vicente de Paúl, un perfecto realizador de la voluntad de Dios (II)

Mitxel OlabuénagaSantiago MasarnauLeave a Comment

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  1. ¿CUÁL ES LA VOLUNTAD DE DIOS QUE DESCUBRIMOS EN JESÚS?

Porque en Jesús se desvela la expresión concreta de la volun­tad de Dios, es en Jesús en quien hemos de buscar lo que Dios quiere. En este contexto, empezamos por descubrir los dos ras­gos esenciales con que Dios se le aparece a Jesús: como Padre y como Reino (J. Sobrino), es decir, como Amor personal y como Proyecto sobre el mundo. Tanto se identifica Jesús con esta reve­lación que el amor con que Dios ama al mundo pasará a ser su propio amor; y la libertad y voluntad de Dios su propia libertad y voluntad.

A partir de ahí, leemos y entendemos claramente en Jesús la voluntad de Dios; porque si resulta problemático discernir las mediaciones que expresan esa voluntad, es, sin embargo, perfec­tamente claro el deseo de Dios sobre nosotros y sobre el mundo: se trata, en expresión de José A. García, de una voluntad de hogar y de familia humana, una voluntad de inclusión de todos los marginados en esa familia; una voluntad de solidaridad y compasión con nuestro dolor y sufrimiento. Dios quiere el esta­blecimiento de una familia humana, pero estando él en medio de ella como su fundamento amoroso (Padre/Madre) y como ani­mador de la relación fraternal (con toda la dimensión social que esto comporta). Dios quiere la inclusión de todos los seres huma­nos en esa familia universal que él promueve; por eso Jesús dedi­ca todas sus energías al anuncio y la llegada del Reino: un Reino que incluye a todos los excluidos de la vida (cojos, ciegos, lisia­dos, muertos) y a todos los excluidos del amor (publicanos, pros­titutas, gente de mal vivir). Y Dios quiere sufrir con nosotros el mal del mundo y suscitar un sentimiento de compasión que haga a todo ser humano solidario del sufrimiento ajeno.

La voluntad de Dios, en definitiva, es la de retomar el proyec­to inicial de la creación (de armonía, de fraternidad, de comu­nión, de belleza…) y asentar las bases de su realización. Enten­demos así que toda la misión y el ministerio de Jesús es un cumplimiento de esa voluntad: su sintonía constante con el Padre, su proclamación del Reino, la nueva ley del amor, su cer­canía a los que sufren, su compasión para con los enfermos y marginados, su oposición a cuanto deshumaniza al hombre, su testimonio de entrega total, su propuesta evangélica.

Si queremos una explicitación todavía mayor de lo que Dios quiere, Jesús la viene a formular en la oración del «Padre nues­tro». Ya en la primera parte de esa oración nos atrevemos a dese­ar que se cumpla la voluntad de Dios. Y casi de inmediato, se produce como «un descenso vertiginoso» de esa voluntad a los ámbitos más cotidianos de la vida»: un pan que no se pide como mío sino como nuestro, unas relaciones humanas rehechas dia­riamente a través del paciente perdón, una liberación de cuanto nos esclaviza y nos merma. Es decir, la voluntad de Dios es la fraternidad, el compartir de hermanos, el perdón mutuo, el bien y la felicidad de todos.

En cualquiera de los casos, la voluntad de Dios guarda siem­pre relación con Cristo y con el Reino. Según el contexto pro­puesto por el Evangelio de Mateo es la Ley renovada y radicalizada por Jesús en el Sermón del Monte, Ley vivida esen­cialmente por Jesús e identificada con Él. Es la instauración del Reino de Dios de acuerdo con su voluntad salvífica universal. Es la santidad, la acción de gracias, la paciencia y la buena conducta.

Jesús, como vemos, conoce la voluntad de Dios; más aún, Él mismo es la encarnación de esa voluntad. Pero esto no le libra de los vericuetos de su realización. Ya advertíamos que, aunque es claro el querer de Dios, no lo son tanto las mediaciones de ese querer. Por eso en Jesús hay todo un proceso de experimentación y búsqueda, de sorpresa y de rendida aceptación, de discerni­miento y de obediencia. De todo ello nos hablan las tentacio­nes en el desierto, los cambios en la estrategia de su misión, las diferentes perspectivas ante el final de los tiempos, la experien­cia de Getsemaní, el grito en la cruz. Hubo, pues, en su vida pruebas y tanteos, intuiciones y ensayos, y así iba descubriendo la realización concreta de la voluntad de Dios.

Nunca agradeceremos lo bastante a los Evangelios que nos hayan conservado toda esa realidad de intentos y dudas de Jesús: sus retiradas a solas para orar, su análisis de los acontecimientos, su negativa a otras propuestas (ser rey, por ejemplo), su lucha y sudor en el monte de los Olivos, su súplica tan desvalida («si es posible…»), su rechazo a la muerte. Vemos en todo ello que su condición de hombre era verdadera y que se encontró por eso con muchas dificultades para llevar a cabo su obra. Y encon­tramos ahí motivos para la esperanza, porque nos percatamos de que nada de eso fue obstáculo para que Jesús se abriera al Espí­ritu y pudiera realizar su misión.

Nos darnos cuenta, desde esa experiencia de Cristo, que la fidelidad a Dios está más en la búsqueda continua de su voluntad (hecha de apertura y disponibilidad a Él, de plegaria y dedicación al Reino, de diálogo fraterno y mirada compasiva hacia el mundo…) que en la compulsión dogmática e inapelable de haber dado con lo que él quiere. Lo que Él quiere lo sabemos con cer­teza; pero no porque haya un código que nos lo prescriba, sino porque hay un testimonio de Cristo que nos lo recuerda. Por eso la voluntad de Dios no se nos impone como pesada carga, sino que se nos propone como motor de humanización y de plenitud.

En contraste con todo esto, es curioso cómo frecuentemente en los tratados espirituales, cuando se aborda la voluntad de Dios, se tiene más la impresión de estar ante una elaborada doc­trina que ante una realidad vivida. Es por eso por lo que convie­ne mirar en Cristo la formulación de esa voluntad y su realiza­ción. De hecho, si contemplamos la vida de Jesús, nos damos cuenta de con qué sencillez convirtió él la voluntad de Dios en su pan cotidiano. Y lo hizo así porque fue capaz de encarnarla en unas actitudes y en unas acciones. Fueron actitudes como la experiencia de la voluntad de Dios en clave de Buena Noticia que produce alegría sana y dinamismo liberador. Actitudes como la escucha y la fidelidad al Espíritu, que «gime dentro de nos­otros» y mantiene la memoria viva de Jesús y su imaginación creadora en cada uno de nuestros corazones. Y actitudes como la misericordia y la compasión, que nos permiten conocer y com­prender el sufrimiento de los pobres y solidarizarnos con ellos.

Las acciones fueron correlativas a toda esta realidad: recorría ciudades y aldeas anunciando el Evangelio y curando; se ponía a la escucha del Espíritu, discerniendo sus mociones y acogiendo sus impulsos, sentía lástima de la gente y se quedaba con ella confortando y sanando.

Todo esto debió comprender san Vicente en su lectura del Evangelio y en su contemplación de Jesucristo. Y por eso, aun­que formuló su doctrina en los términos de su época, protagoni­zó su vida desde las mismas actitudes y con los mismos gestos de Cristo. Y así fue cómo realizó la voluntad de Dios.

  1. SAN VICENTE, PERFECTO REALIZADOR DE LA VOLUNTAD DE DIOS
  2. LA VOLUNTAD DE DIOS, CLAVE ESPIRITUAL DE SAN VICENTE

Sorprende comprobar en san Vicente hasta qué punto su vida se asemeja a la vida de Cristo. Se había propuesto ciertamente imitar al Señor y configurarse con su persona: «Nuestro Señor Jesucristo, les dice a los misioneros, es el modelo verdadero y el gran cuadro invisible con el que hemos de conformar todas nuestras acciones». En realidad, es san Vicente, como Cristo, un hombre de oración y de acción, de mística y de compromiso, de contemplación y de misión. Explicando en una ocasión a los misioneros el capítulo segundo de las Reglas, les insta a buscar el Reino de Dios, e insiste en el verbo «buscar», que dice él sig­nifica «preocupación», «acción». Pero es curioso que, cuando a continuación parece que va a insistir en el trabajo y en la tarea externa, da un giro y mira al interior: «Buscad a Dios en vos­otros, les dice. Se necesita la vida interior, hay que procurarla; si falla, falta todo». Tiene, pues, clara conciencia nuestro santo de que todo compromiso con el Reino ha de brotar de un cora­zón lleno de Dios. La oración es, por eso, para él el arma del misionero, «el arsenal místico» que dispone para la misión.

Como ocurría con Jesucristo, podríamos preguntarnos ante san Vicente cuál era el nexo unificador de una espiritualidad tan intensa y una actividad tan desbordante. Y es que asombra por un lado su extraordinaria vida interior y por otro su exuberante misión apostólica. ¿Cómo conseguía una conjunción tan admira­ble? Es curioso, pero la respuesta coincide con la que veíamos en Jesucristo. El principio unificador de la oración y la acción en san Vicente se encuentra, según estudio del P. Kapusciak, en el cumplimiento de la voluntad de Dios a imitación de Jesucristo.

Lo corrobora expresamente su biógrafo Abelly en el Libro Tercero, al hablar de sus virtudes: «Si rechazaba todas las máxi­mas del mundo para abrazar las del Evangelio; si renunciaba tan perfectamente a sí mismo; si abrazaba las cruces con tanto amor; si se abandonaba a hacer todo y a sufrir todo por Dios, era para conformarse más perfectamente a todas las manifesta­ciones de la voluntad de su Divina Majestad. Tenía tal aprecio a la práctica de esta santa conformidad, que un día dijo desde la abundancia de su corazón esta hermosa sentencia: Conformar­se en todo a la voluntad de Dios y hallar en eso todo el placer es vivir sobre la tierra una vida enteramente angélica, e incluso vivir la vida de Jesucristo». Pretende, por tanto, nuestro santo conformar en todo su vida con la del Señor; y por eso se identi­fica con la voluntad de Dios, se ejercita en la oración y se entre­ga a la misión.

En realidad, situarse en la esfera de la voluntad de Dios era para san Vicente el recorrido y la meta de su experiencia espiri­tual. Él sabía que esa había sido la clave de la vida de Jesucristo y la garantía para el cumplimiento de su misión. Por eso, ve san Vicente en la realización de la voluntad de Dios la plenitud de su ser cristiano: «La perfección, nos dice, no consiste en los éxtasis, sino en hacer bien la voluntad de Dios… Y entre todos los hom­bres será el más perfecto aquel cuya voluntad sea más conforme con la de Dios; de forma que la perfección consiste en unir nues­tra voluntad con la de Dios hasta el punto de que la suya y la nuestra no sean, propiamente hablando, más que un mismo que­rer y no querer; el que más sobresalga en este punto será el más perfecto».

Como al mismo Jesucristo, se le hacía necesario a nuestro santo conocer los vericuetos por los que esa voluntad se mani­fiesta. Ésta no suele venir nítida a nosotros, sino que se va reve­lando de diversas maneras que es preciso discernir. Abelly recuerda que el mismo san Vicente hablaba de que, para no enga­ñarse a este respecto, había que poner un gotita de hiel («grani­to de sal», dice la edición de Sígueme)» es decir, usar una gran discreción y no fiarse del propio espíritu, o de los propios senti­mientos. Es tal la cantidad de pensamientos y de sentimientos (lúe se nos echan encima que, a decir de san Vicente, «hay que examinarlos bien, recurrir al mismo Dios, preguntarle cómo puede hacerse eso, considerar los motivos, el fin y los medios, para ver si todo está sazonado según su gusto, consultar a los hombres prudentes y aconsejarse de los que tienen cuidado de nosotros, que son los depositarios de la sabiduría de Dios; si hacemos como ellos nos indican, cumpliremos la voluntad de Dios«.

Si a efectos prácticos, ese es el modo de proceder de nuestro Fundador, a un nivel más completo y profundo, él había aprendido a buscar la voluntad de Dios y a realizarla desde una triple mirada: a Jesucristo, a los pobres y a su propia formación espiritual.

Mirando a Jesucristo, se apercibe de que vino a este mundo a evangelizar a los pobres. Esa fue su misión; de manera que en una de sus primeras conferencias les dice ya a los misioneros: «Si se le pregunta a nuestro Señor: ¿qué es lo que has venido a hacer en la tierra? A asistir a los pobres ¿A algo más? A asis­tir a los pobres». A eso fue enviado por el Padre. Esa era su voluntad: que evangelizara a los pobres. Y desde este testimonio de Jesucristo, siente san Vicente que esa es también la voluntad de Dios para él: evangelizar a los pobres. Ello implica que se ha de revestir del espíritu de Cristo y discernir su querer.

También en la mirada a los pobres encuentra san Vicente la voluntad de Dios. Los ve desvalidos y necesitados. Le impacta su miseria material, espiritual y moral. «El pobre pueblo pasa hambre y se condena» exclama angustiado. Y siente que Dios quiere que acuda en su socorro. «Ya sabéis muy bien la ignoran­cia del pobre pueblo… ignorancia de las verdades cristianas necesarias para la salvación… Pues bien, Dios, viendo esta necesidad… ha querido, por su gran misericordia, poner reme­dio a esto por medio de los misioneros, enviándolos para poner a esas pobres gentes en disposición de salvarse»’. También a las hermanas les inculca desde el principio que lo que Dios quiere de ellas es que sirvan a los pobres: «Vuestro principal negocio y lo que Dios os pide particularmente es que tengáis mucho cui­dado de servir a los pobres, que son vuestros señores. Sí, herma­nas mías, son nuestros amos».

En su propia formación teológica y espiritual, san Vicente aprendió igualmente a discernir la voluntad de Dios y a poner medios para realizarla. Conocedor de los autores espirituales tra­dicionales y relacionado personalmente con algunos de los de su época, san Vicente asume básicamente tres influencias en su concepto de la voluntad de Dios: la de Benito de Canfeld, de quien aprende a hacer lo que está mandado y evitar lo prohibido, la de Pedro de Bérulle de quien recoge que hay que imitar a Jesucristo en cada momento; y la de Francisco de Sales, que le inculca la santa indiferencia y el abandono activo y amoroso en la voluntad de Dios.

A partir de estos autores, y con el fin de facilitarse el cumpli­miento de la voluntad de Dios a sí mismo y a sus seguidores, san Vicente explicita los medios para descubrir esa voluntad en la vida ordinaria. Se trata del conocimiento de la ley divina (los mandamientos), la enseñanza de la Iglesia en sus distintos nive­les (definiciones del Magisterio, Tradición, etc.), los consejos del director espiritual, la voluntad del superior y todo lo que esté conforme con la ley divina (la humildad por encima de la vana­gloria, la prudencia sobre la indiscreción…).

En síntesis, y siguiendo a Benito de Canfeld, san Vicente cla­sifica las manifestaciones de la voluntad de Dios en tres catego­rías, que recaban por parte del hombre tres criterios de acepta­ción. Están las cosas mandadas y prohibidas, que reclaman del creyente una actitud de obediencia, ejecutando las cosas manda­das y omitiendo las prohibidas. Están las cosas indiferentes, agradables o desagradables, que requieren una actitud de morti­ficación, ya que se deben elegir las que repugnan a nuestra natu­raleza, excepto cuando las que agradan sean necesarias. Y están las cosas indiferentes, ni agradables ni desagradables, y las cosas inesperadas que, porque se consideran venidas sin más de la divina Providencia, postulan una actitud de sumisión a esa pro-videncia.

Destaca finalmente san Vicente cómo la búsqueda, acepta­ción y realización de la voluntad de Dios no significa un peso abrumador para la vida del creyente, sino que aporta sus propias recompensas. Menciona concretamente la serenidad de espíritu, la alegría y la santa indiferencia, lo cual nos permite participar del estado de Cristo.

Santiago Azcárate

CEME  2011

 

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