San Vicente de Paúl, un hombre evangélico (II)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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LAS CONVICCIONES DE SAN VICENTE DE PAÚL SON CONFORMES AL EVANGELIO

Las ideas-fuerza que fundamentan la vida de una persona son formas de pensamiento o de conciencia que no solo tienen fuer­za externa incorporada, sino que ellas mismas constituyen una fuerza de acción y de comunicabilidad social, en virtud de su especial intensidad y la unión de la razonabilidad ideal con la energía de la moralidad. Al hablar de las convicciones evangéli­cas de san Vicente, hemos de tener presente el significado de este término a nivel moral. Según el diccionario, la convicción es la seguridad que tiene una persona de la verdad o certeza de lo que piensa o siente. Esa seguridad da fundamento y firmeza a las ideas-fuerza en las que cree.

Vicente de Paúl encuentra la seguridad de sus ideas en la con­cepción cristiana de la vida, del hombre y de Dios que nos ofre­ce el Evangelio. Vicente es un hombre de convicciones evangé­licas firmes y sólidas. Vivía fundamentado en el Evangelio. Así le vieron sus contemporáneos: «El señor Vicente no sólo había llenado su corazón y su alma de las máximas y verdades evan­gélicas, sino que trataba en toda ocasión de infundirlas en los espíritus y en los corazones de los demás, y, en particular, de los de su Compañía… Con seguridad y firmeza decía a los suyos: «La práctica de hacer en todo la voluntad de Dios, debe ser como el alma de la Compañía y una de las prácticas que hemos de mantener siempre en el corazón: es un medio de perfección fácil, excelente e infalible; y hace que nuestros actos no sean actos humanos, ni siquiera angélicos, sino en cierto modo divi­nos, ya que se hacen en Dios y por el impulso de su Espíritu y de su gracia. ¡Qué vida! ¡Qué vida será la de los misioneros, qué Compañía, si se estableciera muy dentro de ella!»… Y al final de su vida pudo afirmar serenamente: «Quien dice doctrina de Jesucristo, dice roca inquebrantable, dice verdades eternas, que producen infaliblemente sus efectos. Antes se trastocaría todo el cielo, que fallar la doctrina de Jesucristo”.

Aquí vemos la fuerza de sus convicciones y la fuerza de sus propósitos. Por eso fue capaz de convencer a los demás y de organizar grandes obras a favor de los pobres y de la Iglesia de su tiempo. Tenía poder de convicción. Ese poder lo manifestó en Clichy atrayendo a un grupo de jóvenes al sacerdocio; en Folleville atrayendo a los campesinos al sacramento de la Penitencia, en el palacio de los Gondí provocando la conversión de algunos herejes, en la fundación de la Congregación de la Misión contagiando a otros sacerdotes su pasión por las misio­nes y el anuncio del Evangelio, en la organización de la Cofra­día de la Caridad de Chátillón y las otras que le siguieron. El mismo Vicente reconoce que Dios le ha dotado de poder y capacidad de convicción: «Estando cerca de Lyon en una peque­ña ciudad en donde la Providencia me había llevado para ser párroco, un domingo, como me estuviese preparando para cele­brar la santa misa, vinieron a decirme que en una casa separa­da de las demás, a un cuarto de hora de allí, estaba todo el mundo enfermo, sin que quedase ni una sola persona para asis­tir a las otras, y todas en una necesidad que es imposible expre­sar. Esto me tocó sensiblemente el corazón; no dejé de decirlo en el sermón con gran sentimiento, y Dios, tocando el corazón de los que me escuchaban, hizo que se sintieran todos movidos de compasión por aquellos pobres afligidos».

Cuando habla a los demás, sobre todo a los misioneros jóve­nes, transmite sus convicciones evangélicas con fuerza y entusiasmo. En sus coloquios y entrevistas se manifiesta y percibe ese poder de convicción. Así lo hizo con el P. Antonio Durán, cuando le nombró superior del seminario de Agde en el año 1656. El entrevistado tenía 28 años y fue tal la fuerza de convic­ción que el santo puso en sus palabras, que el joven sacerdote nos las ha dejado escritas con la fuerza de quien habla de su fe y su experiencia:

«Entréguese a Dios, a fin de hablar con el espíritu humilde de Jesucristo, confesando que su doctrina no es de usted, sino del Evangelio. Imite sobre todo la sencillez de las palabras y de las comparaciones que nuestro Señor siguió en la sagrada escritura, cuando hablaba al pueblo. ¡Qué maravillas podría él haberle perfecciones, él que era la sabiduría eterna de su Padre! Pero ya ve usted cómo hablaba de forma inteligible y se servía de comparaciones fami­liares: el labrador, el viñador, el campo, la viña, el grano de mostaza. Así es como tiene usted que hablar, si quiere que le entienda el pueblo, al que anuncia la palabra de Dios».

Llegados a este punto nos preguntamos si Vicente de Paúl transmite con la misma fuerza todas sus convicciones evangéli­cas o hay algunas en las que pone mayor acento. A lo largo de mi estudio y reflexión, he podido comprobar que hay convicciones en las que pone un acento especial de fuerza y motivación. ¿Cuá­les son esas convicciones que vive y trasmite con mayor fuerza de arrastre? Veamos algunas.

En primer lugar está la convicción relativa a Jesucristo misio­nero del Padre. Vicente la vive y la transmite con una fuerza excepcional. Ser misionero es participar de lleno de la vocación de Jesucristo enviado por Dios Padre al mundo para manifestar su amor a los pobres. Esta convicción de fe está en el centro de su vida. Lo expresa con una fuerza singular: «En esta vocación vivimos de modo muy conforme a nuestro Señor Jesucristo que, al parecer, cuando vino a este mundo, escogió como principal tarea la de asistir y cuidar a los pobres. «Misit me evangelizare pauperibus» …, y si se le pregunta a nuestro Señor: » ¿Qué es lo que has venido a hacer en la tierra?»… «A asistir a los pobres». » ¿A algo más»?… «A asistir a los pobres», etc. En su compañía no tenía más que a pobres y se detenía poco en las ciudades, conversando casi siempre con los aldeanos, e instruyéndolos. ¿No nos sentiremos felices nosotros por estar en la Misión con el mismo fin que comprometió a Dios a hacerse hombre? Y si se le preguntase a un misionero, ¿no sería para él un gran honor decir como nuestro Señor: «He sido enviado para evangelizar a los pobres»? … Yo estoy aquí para catequizar, instruir, confesar, asistir a los pobres».

Cuando habla de la vocación misionera, la refiere siempre a Jesucristo. Se siente dichoso de expresar al vivo esta vocación divina. De su corazón brotan las palabras con fluidez y senti­miento. Así en el intercambio sobre la oración tenida con los misioneros el 25 de octubre de 1643, afirma el cronista la fuerza de sus convicciones, señalando que dijo esto con grandes senti­mientos de temor ante el juicio de Dios. A continuación dijo muchas cosas hermosas para animar a los misioneros al trabajo y empezó por la obligación que tenemos de trabajar por la salva­ción de las pobres gentes del campo, ya que es ésa nuestra voca­ción: « ¿Verdad que nos sentimos dichosos, hermanos míos, de expresar al vivo la vocación de Jesucristo? ¿Quién manifiesta mejor la forma de vivir que Jesucristo tuvo en la tierra, sino los misioneros? No hablo solamente de nosotros, sino de los demás misioneros… Ved cómo se van hasta las Indias, al Japón, al Canadá, para llevar a cabo la obra que Jesucristo empezó en la tierra y que no 5). Desde aquel mandato de su Padre, no cesó un solo momento hasta su muer­te. Imaginémonos que nos dice: «Salid, misioneros, salid; ¿toda­-vía estáis aquí, habiendo tantas almas que os esperan, y cuya salvación depende quizás de vuestras predicaciones y catecismos?».

Otra convicción evangélica que tiene fuerte peso en la vida de Vicente es la de ver a Jesucristo en la persona de los pobres, tal como lo afirma el Evangelio de Mateo (25, 34). Abandonar a los pobres es despreciar a Dios… Con la misma fuerza transmite esta convicción a las Damas de la Caridad. Ya el Reglamento de la Cofradía de la Caridad de Chátillon recoge las motivaciones y convicciones evangélicas que Vicente de Paúl posee y su ardien­te deseo de que los demás vivan y continúen la vocación misio­nera de Jesucristo: «Estas sirvientas de los pobres toman por patrono a Nuestro Señor Jesucristo y como finalidad el cumpli­miento de aquel ardentísimo deseo que tiene de que los cristia­nos practiquen entre sí las obras de caridad y de misericordia, deseo que nos da a conocer en aquellas palabras suyas: «Sed misericordiosos como es misericordioso mi Padre celestial», y aquellas otras: «Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que se os tiene preparado desde el comienzo del mundo; porque tuve hambre y me disteis de comer; estuve enfermo y me visitas­teis; pues todo lo que hicisteis con uno de esos pequeños, a mí me lo hicisteis».

Y cuando en el año 1647 escasean los medios económicos para mantener las obras de la Cofradía del Hospital General de París, Vicente reúne a las Señoras en Asamblea para suscitar la perseverancia en la asistencia. Les hace ver que se trata de una obra buena y santa que da mucha gloria a Dios y abandonarla sería despreciar a Dios: «Una obra es buena y santa si procura la gloria de Dios, el bien de los pobres niños huérfanos, el de los enfermos, el de los pobres esclavos y la salvación de unos y de otros, junto con la santificación de la propia alma. Pues bien, es manifiesto que esto contribuye a la gloria de Dios. Ha sido Él el que ha mandado todas estas cosas y es su gloria a lo que obede­cemos… Por el contrario, el no hacer nada sería en cierto modo despreciar a su divina Majestad… Si se abandona esta buena obra, Dios ya no podrá ser conocido por esas pobres gentes a quienes ustedes se lo dan a conocer; esas almas no se reconci­liarán con él,… una gran cantidad de niños morirán con el peca­do original por no haber sido bautizados y vendrán a este mundo sin sentir los efectos de la bondad de Dios; y Dios, que durante estos años se ha querido servir del ministerio de vuestro sexo para llevar a cabo los bienes incomparables que se hacen en vuestra compañía, se sentirá frustrado».

En estos años peligra también la obra de los niños abandona­dos. Faltan los recursos económicos y muchos niños se verán obligados a morir de hambre. De nuevo Vicente reúne a las Señoras y les dice: «La Providencia os ha hecho madres adopti­vas de esos niños. Fijaos bien, sois sus madres adoptivas. Se trata de un vínculo que habéis contraído con ellos, de forma que, si vosotras abandonaseis a esos pobres niños, no tendrían más remedio que morir… ¿Quién podría impedirlo? La administra­ción pública no ha podido impedirlo hasta ahora. Si vosotras no podéis, ¿quién lo hará? Ciertamente que nadie. Según esto, señoras, están ustedes obligadas a asistirles por dos motivos distintos: 1° por tratarse de extrema necesidad y 2° por ser madres suyas».

Con esa misma seguridad y energía transmite sus conviccio­nes a las Hijas de la Caridad. En la primera Conferencia que con­servamos de 1634 sobre la Explicación del Reglamento deja bien clara esta convicción: «Servir a los pobres es ir a Dios, y tenéis que ver a Dios en sus personas. Tened, pues, mucho cuidado de todo lo que necesitan y vigilad particularmente en ayudarles en todo lo que podáis hacer por su salvación: que no mueran sin los sacramentos. No estáis solamente para su cuerpo, sino para ayudarles a salvarse. Sobre todo, exhortadles a hacer confesión general. y soportad sus malos humores, animadles a sufrir por el amor de Dios, no os irritéis jamás contra ellos y no les digáis palabras duras; bastante tienen con sufrir su mal. Pensad que sois su ángel de la guarda visible, su padre y su madre, y no les contradigáis más que en lo que les es perjudicial, porque enton­ces sería una crueldad concederles lo que piden. Llorad con ellos; Dios os ha constituido para que seáis su consuelo».

En el año 1646, ocho años más tarde, en la Conferencia sobre el amor a la vocación y la asistencia a los pobres, san Vicente vuelve a expresar con fuerza su convicción de que Jesucristo se ha identificado con cada uno de los pobres a los que servimos: «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuán­ta verdad es esto! Servís a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una her­mana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios. Como dice san Agustín, lo que vemos no es tan seguro, porque nuestros sentidos pueden engañarse; pero las verdades de Dios no engañan jamás. Id a ver a los pobres condenados a cadena perpetua, y en ellos encontraréis a Dios; servid a esos niños, y en ellos encontraréis a Dios… ¡Hijas mías, cuán admirable es esto! Vais a unas casas muy pobres, pero allí encontráis a Dios. Hijas mías, una vez más, ¡cuán admirable es esto! Sí, Dios acoge con agrado el servicio que hacéis a esos enfermos y lo considera como hecho a él mismo».

Al año siguiente lo repite con la misma fuerza, comentando y explicando a las Hermanas cómo el pueblo ha dado a la Compa­ñía el nombre de Hijas de la Caridad, siervas de los pobres: « ¡Ah! ¡qué hermoso título! Hijas mías, ¡Qué hermoso título y qué hermosa cualidad! ¿Qué habéis hecho a Dios para merecer esto? Sirvientes de los pobres, que es como si se dijese sirvien­tes de Jesucristo, ya que él considera como hecho a sí mismo lo que se hace por ellos, que son sus miembros, ¿Y qué hizo Él en este mundo, sino servir a los pobres?».

A través de sus expresiones, vemos cómo san Vicente está convencido de que hoy, en el presente, Jesucristo continúa su misión en la iglesia valiéndose de sus seguidores. Así, poco antes de morir el 6 de diciembre de 1658, decía a los misioneros «Si hay algunos entre nosotros que crean que están en la Misión para evangelizar a los pobres y no para cuidarlos, para remediar sus necesidades espirituales y no las temporales, les diré que tenemos que asistirles y hacer que les asistan de todas las maneras, nosotros y los demás, si queremos oír esas agradables palabras del soberano Juez de vivos y de muertos: «Venid, ben­ditos de mi Padre; poseed el reino que os está preparado, por­que tuve hambre y me disteis de comer; estaba desnudo y me ves­tisteis; enfermo y me cuidasteis». Hacer esto es evangelizar de palabra y de obra; es lo más perfecto; y es lo que nuestro Señor practicó y tienen que practicar los que lo representan en la tie­rra, por su cargo y por su carácter, como son los sacerdotes».

Otra convicción evangélica fuerte en la vida de Vicente de Paúl es la de que los misioneros y los servidores de los pobres se dejan guiar por la divina Providencia. Gustaba decir: «La gracia tiene sus ocasiones». Estaba íntimamente convencido de que Dios nos ama, de que es padre y madre para nosotros y de que camina con nosotros paso a paso. Por eso hablaba con frecuen­cia de la Providencia. En 1634, le dice a Luisa de Marillac: «Siga el orden de la Providencia. ¡Oh, qué acierto es dejarnos guiar por ella!». En 1643 escribiendo al P. Bernardo Codoing, supe­rior en la casa de Roma, hace una confesión espontánea de lo que significa en su vida la Confianza en la Providencia: «Pongámo­nos en manos de la sabia providencia de Dios. Siento una devo­ción especial en seguirla; y la experiencia me hace ver que es ella la que lo ha hecho todo en la Compañía y que han sido nuestras disposiciones las que lo han estropeado todo… Dentro de este espíritu me parece que no he hecho ni dicho nada para bus­car recomendaciones».

A veces, hablando de seguir la Providencia de Dios, apremia a otros para que moderen su celo indiscreto. Dice a Felipe Le Vacher: «El bien que Dios quiere se realiza casi por sí mismo, sin que se piense en ello. Así es como nació nuestra Congregación, como empezaron las misiones y los ejercicios de los ordenandos, como se fundó la Compañía de las Hijas de la Caridad… ¡Dios mío! ¡Cuánto deseo, padre, que modere usted sus ardores y que pese maduramente las cosas en la balanza del santuario antes de decidirlas!». Pero en otros momentos, en nombre de la misma Providencia, urge a los cohermanos a la acción. En 1655, dice a Esteban Blatiron, superior de Roma: «No deje usted de urgir nuestro asunto, con la confianza de que ésa es la voluntad de Dios… El éxito de semejantes empresas se debe muchas veces a la paciencia y a la vigilancia que se practica en ellas… Las obras de Dios tienen su momento. Es entonces cuando su providencia las lleva a cabo, y no antes ni después… Aguardemos con pacien­cia, pero actuemos…». San Vicente resume su aprecio y estima de la providencia de Dios en una hermosa declaración al Herma­no Juan Barreau: «No podemos asegurar mejor nuestra felicidad eterna que viviendo y muriendo en el servicio de los pobres, en los brazos de la Providencia y en una renuncia actual a nosotros mismos, para seguir a Jesucristo».

San Vicente siente tal devoción en seguir, paso a paso, el ritmo de la Providencia que al final de su vida hace un resumen de lo que ha significado en una repetición de oración: «El verda­dero misionero no tiene que preocuparse de los bienes de este mundo, sino poner toda su confianza en la Providencia del Señor, seguro de que, mientras permanezca en la caridad y se apoye en esta confianza, estará siempre bajo la protección de Dios; por consiguiente, no le sucederá nada malo ni le faltará bien alguno, aunque piense que según lo que aparece todo está a punto de fracasar. No digo esto como ocurrencia mía; es la misma Escritura quien lo enseña».

Sor Mª Ángeles Infante

CEME, 2011

 

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