San Vicente de Paúl, un hombre de oración (II)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CREDITS
Author: .
Estimated Reading Time:

Cuando humanamente había conseguido todo lo que deseaba —un honesto retiro, funciones honorables en la fami­lia de los Gondi, beneficios eclesiásticos- «Dios opera en él un cambio de centro de gravedad. Se realiza en él una conversión interior, largamente madurada, sostenida por una intención recta y guiada por acontecimientos indicadores de la voluntad de Dios» (Iniciación a san Vicente de Paúl. Andre Dodin (p. 200). Se puede comprobar así en su vida que la verdadera oración es una acción de Dios sobre el hombre y no un dominio del hombre sobre Dios. Este cambio y esta conversión se van a concretizar «en el momento en que habiendo gustado la pacificación engendrada en él por la caridad física y moral respecto a los desgraciados, decide darse para toda su vida al servicio de los pobres y ser el siervo de Dios en los pobres en quienes reside Dios».

He aquí algo muy interesante. En esta época, Vicente vivía la famosa «noche de la fe» y lo que le daba un poco de paz en esta prueba y le proporcionaba algún consuelo, era estar presente física y moralmente entre los pobres enfermos y servirlos. Esto nos hace tomar conciencia, por una parte, que si Dios sólo ha podido convertir a san Vicente y no los pobres como tales, su expe­riencia de los pobres le puso en contacto directo en particular con Cristo representado en ellos. Dios se sirvió de ellos, por decirlo así; fueron los evangelizadores discretos, inconscien­tes y misteriosos. Lo pusieron en la presencia de Dios, y Vicente comprendió que Jesucristo es Dios encarnado en la historia de los hombres, eminentemente interesado, implicado y constante­mente activo en la historia. Además es el encuentro de Cristo con los pobres el que le proporcionó cierta luz para esclarecer su pro­ceso de dar a sus gestos un sentido nuevo hasta ese momento imprevisible e insospechable. Abelly nos dice que «Su corazón, que había vivido tanto tiempo bajo la opresión, se encontró sumido en una dulce libertad, y su alma quedó saturada de una luz tan abundante, que en varias ocasiones confesó que le pare­cía ver las verdades de la fe con una luz muy especial».

Esta conversión de Vicente nos hace comprender también que la presencia de Dios en una vida no se percibe por sus efectos sensibles, eufóricos, que se puedan experimentar. Puede ser que un día nos veamos impactados por una palabra de Dios que nos conmociona, pero no es porque eso nos agrade que encontramos a Dios automáticamente, la verdad de este encuentro se comprueba nuevamente en lo concreto de nuestras vidas, si ha transformado nuestro comportamiento y nuestras actitudes. Por supuesto, es posible que al comienzo de nuestra vida espiritual nos sea concedida una gracia sensible, como en los comienzos del amor humano. Pero existe el fuerte riesgo de no encontrarse más que a sí mismo y sus propias impresiones subjetivas sin haber encontrado a Dios que es otro, el Totalmente Otro. Ade­más, se puede encontrar a Dios sin tener consuelos afectivos sensibles. Sabemos, sin duda, por experiencia, que hay hombres y mujeres que nunca fueron tocados en su sensibilidad aún estando su existencia profundamente marcada por Dios. Hay personas admirables por su fe y su caridad que no han sentido nada en su vida. Es en la fe donde encontramos a Dios. Algo así como Abraham que se marchó por una palabra y solamente después com­probó que esta palabra tuvo efecto sobre él.

Con relación a esto, es preciso leer entero el sabroso pasaje de una Conferencia de san Vicente sobre el amor de Dios. Se constata en ella que tuvo siempre «los pies sobre la tierra» y tam­bién se ve un poco de malicia y de humor, en los que se revela un aspecto de su personalidad simpática. Escuchémosle:

Amemos a Dios, hermanos míos, amemos a Dios, pero que sea a costa de nuestros brazos, que sea con el sudor de nuestra frente. Pues muchas veces los actos de amor de Dios, de complacencia, de benevo­lencia, y otros semejantes afectos y prácticas interiores de un corazón amante, aunque muy buenos y deseables, resultan sin embargo muy sos­pechosos, cuando no se llega a la práctica del amor efectivo: «Mi padre es glorificado, dice nuestro Señor, en que deis mucho fruto». Hemos de tener mucho cuidado en esto; porque hay muchos que, preocupados de tener un aspecto externo de compostura y el interior lleno de grandes sentimientos de Dios, se detienen en esto; y cuando se llega a los hechos y se presentan ocasiones de obrar, se quedan cortos. Se muestran satis­fechos de su imaginación calenturienta, contentos con los dulces colo­quios que tiene con Dios en la oración, hablan casi como los ángeles; pero luego, cuando se trata de trabajar por Dios, de sufrir, de mortificarse, de instruir a los pobres, de ir a buscar a la oveja descarriada, de desear que les falte alguna cosa, de aceptar las enfermedades o cual­quier cosa desagradable, ¡ay!, todo se viene abajo y les fallan los áni­mos. No, no nos engañemos: Totum opus nostrum in operatione consistit.

Hasta ahora he tratado de comprender y precisar lo que Dios obró en el alma del Señor Vicente. Veamos ahora algunos ejes fundamentales de su oración.

El primero y sin duda el más importante, es la humildad. En efecto, Vicente está persuadido, siguiendo a san Mateo, que Dios oculta sus secretos a los sabios del mundo y los reserva para los pequeños y humildes, y que «a esos corazones descubre lo que todas las escuelas no han sabido encontrar».

Esta verdad es el fundamento de su vida de oración: La ver­dadera religión está entre los pobres. Dios los ha enriquecido con una fe viva. Pues bien si queremos entrar en la intimidad con Dios no hay otro camino que hacernos unos mendigos; portémonos ante Dios como tales; somos pobres y ruines, necesitamos de Dios para todo. Decía también que mediante la humildad queremos «colocar a Dios en nuestro corazón» y también: Pero nuestra finali­dad son los pobres, la gente vulgar del pueblo; si no nos acomo­damos a ellos, no podremos servirles en nada; el medio para que podamos aprovecharles es la humildad, porque la humildad hace que nos anonademos y nos pongamos en las manos de Dios, soberano ser.

Por lo tanto, la humildad, que yo vinculo a gusto con la «pobreza espiritual», es el camino inevitable que conduce a Dios, porque si no somos pobres no lo podemos encontrar. Ante todo no se trata de una pobreza económica sino de una pobreza mucho más esencial. En la Biblia, el pobre no es el que no tiene nada, sino, el que es capaz de recibirlo todo. Esto sigue siendo verdad también hoy, por supuesto. El que no es capaz de recibir todo, no podrá hacer la experiencia de Dios. Si está colmado de riquezas, de poder, de saber, de certezas, no podrá escuchar la Palabra de Dios. La pobreza no es tampoco un problema de jerarquía social. Cristo se encontró a gusto en todos los medios, y todos conocemos personas que tienen fuertes responsabilida­des y sin embargo, son pobres, en el sentido de que son permea­bles a la Palabra de Dios. Sus vidas no están llenas de estorbos, hasta el punto de no poder escuchar esta Palabra venida de fuera. En la primera bienaventuranza, Jesús nos dice: «bienaventura­dos los pobres» ¿por qué esto?, porque es una condición de acce­so al Reino y que la pobreza es la condición para conseguir la libertad. No somos libres si estamos llenos de cosas. Y además, como decía la bienaventurada Maria de Jesús Crucificado (1846-­1878): «Hay en el infierno toda clase de virtudes, pero no la humildad. Y hay en el cielo toda clase de defectos, pero no hay orgullo. Es decir que Dios perdona todo al alma humilde y que no cuenta para nada la virtud carente de humildad».

Sí, la pobreza es ante todo una permeabilidad a la realidad divina, está íntimamente vinculada a la humildad y para Vicente allí donde no hay humildad no puede haber oración. «La humil­dad-pobreza-espiritualidad posee una fuerza de imantación. Posee una atracción irresistible que hace posible en una persona la presencia de Dios y la apertura a su gracia. Es en este sentido que san Vicente, a partir de su propia experiencia, sin duda, afir­ma tranquilamente a sus cohermanos: Cuando nos vaciemos de nosotros mismos, Dios nos llenará de él, pues no puede tolerar el vacío Pues creedme, padres y hermanos míos, es una máxima infalible de Jesucristo, que muchas veces os he recordado de parte suya, que cuando un corazón se vacía de sí mismo, Dios lo llena; Dios es el que entonces mora y actúa en él; y el deseo de la confusión es el que nos vacía de nosotros mismos; es la humildad, la santa humildad; entonces no seremos nosotros, los que obraremos, sino Dios en nosotros, y todo irá bien. Dios está con los sencillos y humildes, les ayuda, ben­dice sus trabajos, bendice sus empresas.

Me parece también interesante releer lo que decía san Vicen­te a las Hijas de la Caridad cuando compartía su experiencia sobre la oración de los pequeños y de los humildes. Estos textos los conocemos por supuesto, pero yo los encuentro personal­mente magníficos. Tienen hoy día un sabor particular. Vamos a saborearlos pues, una vez más, sin moderación, y con un placer no disimulado.

«Estoy persuadido de que la ciencia no sirve y que un teólogo por muy sabio que sea no encuentra ninguna ayuda en su ciencia para hacer oración. Dios se comunica más ordinariamente a los sencillos y a los ignorantes de buena voluntad que a los más sabios; tenemos muchos ejemplos de ello. La devoción, las luces y los afectos espiritua­les se los comunica generalmente con más frecuencia a las mujeres verdaderamente devotas que a los hombres, a no ser que éstos sean sencillos y humildes». Entre nosotros, los hermanos dan a veces mejor cuenta de su oración y tienen ideas más bellas que nosotros, los sacer­dotes. ¿Por qué, hijas mías»? Es que Dios lo ha prometido y se com­place en entretenerse con los pequeños. Consolaos, pues, las que no sepáis leer, y pensad que esto no os puede impedir amar a Dios y ni hacer bien la oración».

«Hijas mías, en los corazones que carecen de la ciencia del mundo y que buscan a Dios en sí mismo, es donde Él se complace en distribuir las luces más excelentes y las gracias más importantes. A esos corazo­nes les descubre lo que todas las escuelas no han sabido encontrar, y les revela unos misterios que los más sabios no pueden percibir… Nosotros hacemos la repetición de la oración en nuestra casa, pues bien, por la gracia de Dios, los sacerdotes la hacen bien y también los clérigos, más o menos, según lo que Dios les concede; pero nuestros pobres herma­nos, oh, en ellos se realiza la promesa que Dios ha hecho de manifes­tarse a los pequeños y a los humildes, pues, muchas veces quedamos admirados ante las luces que Dios les da. Y es evidente que todo es de Dios… Unas veces es un pobre zapatero, otras un panadero, un carre­tero, y sin embargo, nos llenan de admiración».

Alain Pérez

CEME 2011

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *