San Vicente de Paúl, un hombre de oración (I)

Mitxel OlabuénagaEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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En su carta del 3/12/09, el director de la Semana me decía que el tema que me había destinado era la «Experiencia Espiritual de San Vicente de Paúl», No se trata de proclamar la doctrina y la enseñanza de Vicente de Paúl… sino de expresar la vivencia de Vicente…, es decir, su «experiencia espiritual» por lo tanto, voy tratar de compartir algunas reflexiones y búsquedas, respetan­do lo más posible las consignas de la dirección.

Para preparar esta exposición me puse a buscar algunos docu­mentos que me pudieran ayudar. Cuál fue mi sorpresa al descubrir y leer tantos artículos verdaderamente muy interesantes que decían todo sobre «San Vicente un hombre de oración» por ejem­plo: «San Vicente de Paúl un hombre de oración» de Arnaud Agnel, 1929; «La oración del Señor Vicente de Paúl» de André Dodín, en «Oración y vida según la fe» Colectivo, edit. litvriéres 1976; En oración con el Señor Vicente de André Dodín de 1982; «Iniciación a San Vicente de Paúl» especial­mente los capítulos sobre la oración de André Dodín, 1993; «La oración en la vida de la Hija de la Caridad» en el libro del P. Jose Mª Ibáñez: «La fe verificada en el Amor», 1993; «En tiem­pos de San Vicente de Paúl… y hoy», en los cuadernos vicencianos, especialmente «San Vicente de Paúl, hombre de oración” edit. Ceme, Salamanca 1999, «San Vicente de Paúl y la oración» en diferentes Conferencias de la Semana XXV de Estudios Vicencianos de Salamanca, el año 2000. Especialmente, la Conferencia del P. Antonino Orcajo «San Vicente de Paúl, hombre de oración, su experiencia oracional» y todavía más…

¿Qué decir de nuevo y de original después de tantas persona­lidades eminentes? Estaba abrumado, me puse a dar vueltas en mi cabeza y me dije, finalmente, inspirándome en lo que otros han dicho y muy bien dicho y a partir de todos los documentos que les he citado, podría tratar de compartir con ustedes mi manera personal de descubrir la experiencia espiritual de san Vicente de Paúl respecto a la oración, esperando que esto pueda, quizás, interesarles y serles útil.

Por lo tanto, una cosa importante que es preciso decir en primer lugar es que los contemporáneos del señor Vicente nunca llegaron a definir cuál era la calidad de su oración. Su primer biógrafo, Louis Abelly, que le conoció durante unos treinta años, dice: «No se ha podido descubrir cuál era la oración del seña’ Vicente: si la ordinaria o la extraordinaria; su humildad le hizo mantener ocultos los dones que recibía de Dios, siempre que le fue posible». En otro orden de cosas los especialistas afirman que en la Corte permanecía silencioso hasta que se le forzaba a dar su opinión. Angélica Arnaud escribía un día al señor Ferón: «El señor Vicente vino ayer a verme. Hablamos a corazón abierto de su asunto. Vd. sabe que es muy secreto» (M.S. 2333, fo. 24).

San Vicente era por lo tanto, muy discreto sobre su propia vida espiritual. No le gustaba ponerse en primer plano aún cuan do evocaba su propia experiencia. Pero las consignas que dejó a los suyos respecto a la oración y a la vida de oración, llevan su marca profunda ¿No se dice que «de la abundancia del corazón habla la boca?»

Dicho esto, ¿nos encontramos en un callejón sin salida? No lo creo, porque en realidad, la oración no consiste sobre todo cm una serie de ejercicios de piedad realizados con compunción y de una manera regular, aunque esto sea un elemento importante. Por eso, me parece bueno en un primer tiempo, definir lo que es la oración. A partir de esta definición podremos descubrir mejor lo que fue, a mi parecer, la experiencia espiritual de san Vicente.

Según los maestros espirituales, la oración es la actividad unís importante de la vida espiritual. Las obras de san Juan de la Cruz, las de santa Teresa de Ávila, por ejemplo, tratan en gran parte de la oración, y no hay un libro de espiritualidad que no aborde este tema. Si tratamos de inventariar las definiciones de la oración, se puede constatar que todas coinciden. Todas designan la entrada en relación del que ora con Dios. Por ejemplo, san Juan Damaceno: «Encuentro entre Dios y el hombre, ascensión o elevación del alma hacia Dios». San Nil: «Comercio del espí­ritu con Dios». Tomás Merton: «Conciencia de nuestra unión con Dios». Francisco Varillon: Conciencia de lo que Dios es y hace en nuestra vida». Jacques Leclercq: «Conversación, dis­cusión, diálogo con Dios», etc…

San Vicente la definía de la siguiente manera refiriéndose a las Elijas de la Caridad: «La oración, hijas mías, es una eleva­ción del espíritu a Dios, por la que el alma se despega como de vi misma para ir a buscar a Dios. Es una conversación del alma con Dios, una comunicación mutua, en la que Dios dice interior­mente al alma lo que quiere que sepa y que haga, y donde el alma dice a su Dios lo que él mismo le da a conocer que tiene que pedir».

La oración designa, por lo tanto, y esencialmente, toda actividad de comunicación y de comunión con Dios: comuni­car para comulgar con Él, comulgar con Él para que Él se comu­nique con nosotros. La oración encuentra su realidad en el encuentro, en la experiencia efectiva de una presencia. Dicho esto, en la oración, el encuentro con Dios ¿es verdaderamente posible?, y los que pretenden haberlo hecho, ¿no viven en plena ilusión? Para saberlo, ante todo y sobre todo hay un criterio importante: La presencia de Dios en una vida se comprueba por sus efectos en el comportamiento. Releyendo lo que he vivido, en la escucha de la Palabra de Dios y en sus efectos sobre mi propia vida, puedo verificar si mi encuentro con Dios es auténtico o no. ¿No decía san Vicente: «Se conoce enseguida a los que hacen bien la oración, no sólo en la manera con que dan cuenta de ella, sino sobre todo en sus acciones y en su conduc­ta, por la que dan a conocer el fruto que de ella han sacado» (SVP, XI, 282).

También se puede reconocer que se está cerca de Dios, por los signos de su presencia en nosotros: la paz, la alegría, el hecho de amar a Dios en los demás. En la carta de san Pablo a los Galatas , los signos de esta presencia son los frutos del Espíritu: cari­dad, alegría, paz, longanimidad, servicialidad, bondad, confian­za en los demás, dulzura y dominio de sí.

Fuera de estos criterios objetivos, se corre el fuerte riesgo de vivir soñando.

Volvamos ahora a san Vicente. Si, como ya se ha dicho, sus contemporáneos nunca llegaron a definir cuál era la calidad de su oración, porque era por naturaleza silencioso y muy secreto, sin embargo, no hay ninguna duda de que supo encontrar a Dios, y hacer la experiencia efectiva de su presencia. Habló mucho de la oración a las Hijas de la Caridad y a los Misioneros. Ahora bien, como dice el proverbio: «de la abundancia del corazón habla la boca». Por lo tanto, es seguro, que al hablar de la ora­ción san Vicente no hacía otra cosa que compartir su propia experiencia o la experiencia adquirida al observar la vida de otros y especialmente la de los pequeños y humildes.

¿No decía: «Dios es infinitamente simple, es la misma simpli­cidad?; por tanto, donde hay simplicidad y sencillez, allí está Dios».

Y también: «Dios ha prometido comunicarse a los pequeños y a los humildes y manifestarles su secreto. Así pues ¿por qué no vamos a creer que lo que se dice de Dios, si lo dicen los peque­ños y lo dice también a unos pequeños?».

Y ahora, si nos referimos al criterio que he indicado más arri­ba: «La presencia de Dios en una vida se verifica por sus efectos sobre el comportamiento», se constata justamente en san Vicen­te una vuelta capital, que le conducirá a un cambio total de vida. Es decir, que, durante la primera parte de su existencia —de 1581 a 1617- su oración consistía en una petición dirigida a un Ser trascendente, a un Dios creador y benéfico que es un interlocu­tor apreciado, puesto que es proveedor de bienes. Lo que soste­nía su oración era la esperanza de un bien más que la esperanza de una transformación. Así escribía a su madre el 17 de febrero de 1610: «Espero de la gracia de Dios que él bendecirá mis tra­bajos y me concederá pronto el medio de obtener un honesto retiro, para emplear el resto de mis días junto a usted… el pre-%ente infortunio puede presuponer una suerte en el porvenir».

Ahora bien, lo sabemos, orar por necesidad o por deseo es centrar nuestra oración en nosotros mismos y tratar a Dios como a un objeto apropiado para colmar nuestras lagunas y carencias. Estamos por lo tanto en el orden de la utilidad. Cuando nuestra necesidad está satisfecha, Dios no nos sirve para nada. Vivir la oración de esta manera, equivale a manipular a Dios, a someterlo a nuestras llamadas y a nuestras peticiones. Renunciando a la necesidad y aceptando la insatisfacción de nuestras limitaciones y de nuestras pobrezas es como se hace posible que nos desprendamos de nosotros mismos, que nos des­centremos para abrirnos al otro, descubrir el deseo. El deseo está centrado en el otro que no es un objeto destinado a satisfacerme sino como un sujeto que reconozco en su diferencia. Orar es por lo tanto, pasar de la necesidad de orar a la oración de deseo. Quizás no podamos evitar el comenzar a ir a Dios por necesidad, pero es preciso que no permanezcamos ahí. «Dios nunca es el objeto de nuestra necesidad, aunque comencemos a ponernos en ruta con esta añoranza. Esta añoranza y la renuncia que segui­rá a ella, caracterizan el amor y la oración». «El tiempo del deseo. De la necesidad de la oración a la oración de deseo».

Además, es cierto que el encuentro con Dios no es posible si no tenemos un espíritu abierto con convicciones profundas sin duda, pero también, con una cierta flexibilidad, una cierta capa­cidad de sorpresa, de interpelación. Por eso podemos hacernos la pregunta: ¿Cómo podríamos encontrar a Dios, si no sabemos encontrarlo en el otro, en su diferencia, en su originalidad? Un espíritu estrecho, cerrado, encerrado en una certeza suficien­te, nunca podrá gustar la alegría del encuentro con los demás, y con más razón, con Dios, «El totalmente otro».

Pero volvamos a san Vicente. Parece que durante algunos años que precedieron a 1617, más exactamente durante el perío­do de la «noche de la fe», Vicente hizo un gran trabajo sobre sí mismo, vivió interpelaciones profundas pero liberadoras. En efecto, a partir de 1617 la orientación de su vida va a cambiar completamente.

Alain Pérez

CEME 2011

 

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