San Vicente de Paúl, un cumplidor de las máximas evangélicas (III)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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III. ELEMENTOS GENERALES Y MÁS SIGNIFICATIVOS DE CADA MÁXIMA EVANGÉLICA

El motivo más importante para practicar las ‘máximas evan­gélicas’ es: que Cristo es su autor y modelo, y que fue el prime­ro en observarlas. No tenemos otra opción, si queremos ser sus discípulos. Como san Vicente, así también nosotros debemos siempre tener ante la mirada este modelo ejemplar, que es Cris­to: así podemos efectuar y realizar el camino de la perfección, construyendo de manera sólida nuestra vida sobre la roca (cfr. supra), lo que nos capacita para resistir a todas las adversidades y pruebas.

Aun sin entrar directamente en las ‘máximas evangélicas’ propiamente dichas, debemos recordar lo importante que es para san Vicente una referencia continua y constante a la Providencia divina, la que él ve siempre actuar en su vida y al comienzo de sus fundaciones. No había pensado en ello —repite a menudo—, ni tampoco santa Luisa, menos aún el P. Portail: todo surgió por ini­ciativa divina, viene de Dios, quien se sirvió de la disponibilidad de Vicente, el cual, por parte suya, supo leer los acontecimientos de su vida en la perspectiva de la fe, efectuando así un justo y auténtico discernimiento espiritual.

El caso de una familia enferma está en el origen de la Cari­dad; la confesión del campesino de Folleville determina el naci­miento de la Misión; el encuentro con Margarita Naseau está en el comienzo del naciente Instituto, tan especial, de las Hijas de la Caridad. El santo ve asimismo el signo de la Providencia en el incidente de la planta que se hunde, sin daño para ninguna Her­mana, al igual que en el derrumbe de una casa, y queda a salvo la Hermana. Nada acontece por casualidad; todo se reconduce a su primer origen, que es Dios, y esto permite estar siempre seguros de la autenticidad de las diversas iniciativas y de su perduración en el tiempo. Si las obras se hacen cuando Dios quiere, entonces está asegurado su futuro.

En la presentación de las distintas máximas, comenzamos con las dos que ostentan una presencia significativa en el pensa­miento y en la actividad del santo. Son: la búsqueda del reino de Dios y el hacer su voluntad.

  1. BUSCAD ANTE TODO EL REINO DE DIOS Y SU JUSTICIA (RC II, 2)

San Vicente insiste mucho en el término buscad, con la idea de que hay que tomarse el trabajo y actuar, debido a la necesidad y a la urgencia de hacer propio el Reino de Dios. La llamada tiene una doble finalidad: hacer que Dios reine en nosotros, y difundirlo entre los hombres. Fluye de ahí una gran ansia apostólica, un deseo de ir por doquier sin jamás ren­dirse, pese a las dificultades, para extender el reino. Vemos todo esto realizarse en los distintos ministerios que el santo acomete: las misiones al pueblo y las ‘ad gentes’, en particular las de Escocia, Argelia, Túnez, y especialmente Madagascar. El motivo fuerte que le anima e impulsa a actuar es que el pobre pueblo se condena. La preocupación de fondo es por ello la salvación de las personas. De hecho quiere él alcanzar el bien total de la persona, sin detenerse en el sólo objetivo de satisfacer las necesida­des materiales. Se trata de trabajar por la gloria de Dios, hacien­do que Él reine en nosotros y en los demás. A esta máxima evangélica se vincula la virtud del celo, que hace dar a Dios la propia vida, consumirse uno por Él, despojarse de sí y revestirse de Cristo, dispuestos a ir a cualquier sitio, hasta las Indias y aun más lejos. Es apelación al Cristo de san Vicente, un Cristo misionero del Padre, en pro de los pobres, misión a la que también nos implica a nosotros: «Sí, nuestro Señor pide de nosotros que evangelicemos a los pobres: es lo que él hizo y lo que quiere seguir haciendo por medio de nosotros”. Siguiendo a san Agustín, a santo Tomás y otros doctores de la Iglesia, Vicente estaba persuadido de que el conocimiento de los misterios principales de nuestra fe, era necesario para la salva­ción, algo que justificaba lo urgente del compromiso de anunciar el Reino de Dios.

  1. HACER SIEMPRE Y EN TODO LA VOLUNTAD DE Dios (RC II, 3)

Bajo este aspecto, su espiritualidad está por cierto influida por Benito de Canfield (1562-1619), en especial en lo que atañe al método más seguro de alcanzar la santidad, lo cual consiste en hacer siempre la voluntad de Dios. Dirá a Santa Luisa: ¡Qué poco se necesita para ser santa: hacer en todo la voluntad de Dios! Y dirá los Misioneros que «la perfección no consiste en éxtasis, sino en cumplir bien la voluntad de Dios». De ahí fluye como consecuencia, que es preciso renunciar a la voluntad propia, sujetándola a la de Dios, no haciendo jamás cosa alguna fuera de aquel querer santo. Esta visión de la voluntad divina se asocia, ya a la virtud de la santa indiferencia viviéndola en todo, especialmente en los cambios requeridos por la Regla y por los Superiores, o ya en la capacidad de seguir paso a paso a la Providencia, sin anticiparse a ella nunca.

  1. VIVIR LA SENCILLEZ Y LA PRUDENCIA (RC II, 4 & 5)

Sobre la sencillez, san Vicente dice cosas muy personales y confidenciales. Habla de ella como de su evangelio; la ve presente en la vida de las ‘muchachas del campo’, que son el modelo de las HHC. Se comprende esta atención a la sencillez justamente en el contexto social, cultural y religioso de su tiempo, dominado por la doblez, el barroquismo, donde el parecer prevalecía sobre el ser. Podemos ver ahí el deseo de una vida auténtica, sincera: la persona debe reco­nocerse por lo que es, sin complicaciones. De hecho, una verda­dera sencillez permite ir directamente a Dios, mas también tener buenas relaciones con todos. Debe estar presente y practicarse en todos los ámbitos del comportamiento propio: palabras, accio­nes, pensamientos, rechazando toda hipocresía, artificio, menti­ra, fraude, simulación, falsedad. Atañe de modo especial la vida del Misionero: en éste la doblez sería como un veneno, un ele­mento tóxico, que termina infectando a toda la Congregación: la doblez es la peste del misionero.

Pero nuestro santo no es ingenuo; por ello une siempre a la sencillez la prudencia, según la enseñanza del evangelio y la palabra de Cristo. Prudencia es saber juz­gar y actuar como lo hizo la ‘Sabiduría divina’; es tener una mirada de fe, iluminada por la Palabra, que permite elegir con justeza, sin incurrir en la astucia diabólica. Así pues, sencillez no quiere decir `simpleza’, tomarlo todo ligeramente, sino saber aplicar un justo discernimiento, fruto de una sabiduría de vida que sea don del Espíritu.

D.- LA SANTA INDIFERENCIA (RC II, 5)

En la estela del pensamiento del evangelio, cuando habla del total desprendimiento, san Vicente ve la indiferencia (quo grado sumo de la perfección. No se trata de la postura de ciertos filósofos, que la viven sólo con miras a una entrega total a sus estudios, sino de un abandono total a Dios. Por lo demás se invoca el estar uno disponible para todo cuanto quiere el Padre, como lo hizo Jesús. La indiferencia nos hace libres, consigue que superemos la ansiedad y búsqueda de la propia afirma­ción, da la paz que compete a quien lo ha puesto todo en las manos de Dios. Entra dentro de esta postura un decidido desapego de los parientes, a fin de evitar todo impedimento en la dedi­cación al ministerio. El santo la estima necesaria además como disponibilidad para ir adondequiera a anunciar el evangelio. No es por consiguiente insensibilidad o superfi­cialidad, sino libertad de mente y de corazón, al objeto de cum­plir con las solicitaciones del Espíritu. Y en el plano espiritual consiste en vivir la actitud del no pedir ni rehusar nada, un prin­cipio de san Francisco de Sales. Es aquel ‘hacer y no hacer’ pro­pio de quien es ‘todo de Dios’ y de Él espera todo bien.

  1. LA VIRTUD DE LA MANSEDUMBRE (RC II, 6)

El santo la ve encarnada en Jesús ‘manso y humilde de cora­zón’ y la considera necesaria en la vida de las Herma­nas y de los Misioneros. En una comunidad donde se practica la mansedumbre, allí está el paraíso. La ve activa sea en el servicio a los galeotes, seres por naturale­za y situación de vida, ‘violentos y arrogantes’, a los que sólo esa virtud puede conquistar; y así también en el trato con el pueblo durante las misiones. Es tener paciencia con la gente pobre, igno­rante, a menudo incapaz de controlar sus instintos. De todos modos es siempre preferible renunciar uno a sus derechos, y no tomar posturas y decisiones que llevan a perder la calma y la paz. Para él es impensable que haya una Hermana irascible, descomedida, nerviosa, porque «una sierva de Dios y una Hija de la Cari dad tiene que ser muy mansa y suave». La mansedumbre nos hacer ser condescendientes y que demos buen trato a quienes nos deparan agravios. El ejemplo para una HC es Margarita Naseau, en la cual todo era amable.

Mario di Carlo

CEME, 2011

 

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