San Vicente de Paúl, maestro de oración (10)

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Abbé Arnaud d'Agnel · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1929.
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Capítulo X: Las resoluciones: Su importancia y su técnica

vincent Croatia Zagreb 2Se ha hecho alusión al problema propuesto aquí en el capítulo sobre la naturaleza psíquica de la oración. Su gravedad es tal que se impone un examen a fondo. Se puede afirmar  sin temor a que el éxito de la oración depende principalmente de la manera de resolverse y de la naturaleza de las resoluciones tomadas.

Ningún maestro del ascetismo y de la mística ha tratado este asunto con más sentido práctico y de precisión como el Sr. Vicente. Su pragmatismo y su penetración psicológica reunidos no han descuidado ningún detalle.

No volveremos más sobre la importancia primordial del problema. Psicólogos, moralistas y directores de conciencia son unánimes en reconocerlo: reflexiones y sentimientos son inútiles si no ponen en movimiento la voluntad. Sin resolución, la oración es un árbol improductivo, un viaje frustrado, un ejercicio sin propósito.

Según el santo, esta práctica » es un trato del alma con Dios, una mutua comunicación  en la que Dios dice interiormente al alma lo que quiere que haga, y en la que dice a su Dios lo que él mismo le da a conocer que ella debe pedir «. Pero para qué ser divinamente informado de lo que la Providencia espera de mí si yo no me determino como consecuencia.

En materia de resoluciones, el Sr. Vicente no se contenta con los primeros actos venidos. Lo que quiere solicitar de sus dirigidos con una paciencia que nada desanima, es la expresión verdadera, completa, evidente de una voluntad bien consciente de sí misma. La volición para satisfacerle debe tener una meta única, precisa, realizable y próxima. Debe además acompañarse de una fuerza tal que todas las potencias psicológicas concurran a su producción. Y si así es, las segundas intenciones, las intenciones subyacentes, en una palabra todo lo que secretamente enerva y debilita la resolución comprometiendo con ello su eficacia, serán evitadas.

Una determinación de toda naturaleza y principalmente de orden moral no tiene sentido ni valor más que a condición de referirse a un solo objeto. Determinarse, por ejemplo, a cumplir mejor todos sus deberes, a responder más fielmente a todas las llamadas de la gracia, a volver a ser un cristiano irreprochable, son fines generales sin influencia en nuestra conducta. Para que una resolución sea efectiva se le ha de asignar un fin particular netamente definido.

En lugar de resolverse a hacer el bien, se resolverá a practicar tal virtud especial y hasta a hacer tal acto de ella. Supongo que la virtud elegida sea la amabilidad, se dirá en el secreto de su conciencia: seré amable con mi hermano, o mi hermana, en tales circunstancias de tiempo y de lugar.

Santo Tomás de Aquino explica cómo esta unidad de fines se encuentra impuesta por las leyes mismas de nuestra actividad psíquica. Pero busquemos más bien el pensamiento de Vicente en esta cuestión. Uno de los textos más instructivos en este punto de vista es la carta siguiente dirigida a Luisa de Marillac: «Os envío las resoluciones de la Sra. N…, que son buenas, pero me parecerían aún mejores si ella descendiera un poco a lo particular.  Estará bien ejercitar en eso a las que hagan el retiro en vuestra casa. El resto no es más que producción del espíritu que habiendo hallado alguna facilidad y hasta alguna dulzura en la consideración de una virtud, se gloría en el pensamiento de ser bien virtuoso. Sin embargo, para serlo sólidamente es natural que haga buenas resoluciones de practicar los actos particulares y de ser fiel en cumplirlos. Sin ello no lo es con frecuencia más que de imaginación.

El corresponsal de Luisa no se contenta, como lo hacen los autores, con afirmar la inutilidad de las resoluciones de orden general, explica su doble causa. Psicológicamente, es el juego de una imaginación satisfecha; moralmente es  orgullo y presunción.

Una lección práctica se desprende de este análisis. Lejos de hacer fondo sobre las determinaciones de esta naturaleza, tengámoslas por el índice de una mentalidad  superficial y que se nutre de quimeras. Por hermosos que sean los sueños, no están por ello menos vacíos.  Tengamos cuidado, nuestra santificación podría bien no ser más que ilusoria. Así lo es entre muchos,  ¿por qué no entre nosotros ? Cortemos por lo sano estos proyectos  fuera de proporción con la imperfección de nuestros actos. El personaje, que agradaría a nuestro amor propio ser, no es más que un brillante fantasma creado entero por nuestra imaginación  y sin nada de común con lo que nosotros somos y lo que podemos llegar a ser si se juzga por nuestras disposiciones presentes.  ¡Atención! en el terreno de la oración mental el papel de engaño es particularmente peligroso.

No basta con escoger un fin particular y bien delimitado, también importa tomarse el tiempo y la pena de formarse  en el espíritu una idea clara y precisa. No se ha de pasar a la ligera sobre sus resoluciones, -escribe el santo- sino reiterarlas y ponerlas bien en su corazón. E incluso es bueno prever los impedimentos que pueden sobrevenir, y los medios que pueden ayudar para llegar a esta práctica y proponerse evitar unos y abrazar los otros «.

Sería fácil ver con claridad el bien que hacer en el acto o el mal que alejar si no fueran las pasiones. El Sr. Vicente nos advierte: a menudo se interponen entre nuestra razón y nuestras voluntades, como las nubes entre el sol y la tierra, derraman espesas tinieblas; y, para obrar es bueno esperar la vuelta de la luz. Por eso el Santo, como su amigo san Francisco de Sales insiste tanto en la necesidad de la paz interior.

El Fundador de la Compañía de Jesús preocupado por todo lo que puede dañar a la dirección espiritual, quiere la precisión de fin,  no solo en el dirigido, sino también en el director. De este modo escribía Régadelle, atribuye su falta de valor a los consejos demasiado numerosos e imprecisos del guía de su alma. » Pienso –escribe a este propósito- que el que precisa poco comprende poco y ayuda menos todavía»

Vicente comparte por completo esta manera de ver: cartas, charlas, conferencias son de una precisión notable. Ni una palabra que no tienda a un fin particular y apropiado a las necesidades de la hora presente; ni una palabra que no esté en relación con el sexo, la edad, las tendencias y las condiciones de vida de sus corresponsables o de sus oyentes.

Si es necesario fijar a sus resoluciones una meta particular y tener de ella una visión distinta, importa también asignarles una meta de realización próxima. De no hacerlo, se correría el riesgo de parecerse a ese perezoso del libro de los Proverbios-6 que quiere de lejos lo que se ha de querer, pero a quien se le caen los brazos de languidez desde  que mira el trabajo de cerca. «Haréis que vuestras resoluciones estén presentes en las acciones del día, –dice el santo a las hijas de la Caridad- principalmente en aquellas que os hacen tender a la perfección y al cumplimiento de vuestra regla, para honrar mejor a Dios en vuestra vocación».

 

Estas últimas líneas dan prueba de cuánto apremia Vicente a sus hijas e hijos espirituales para que no se propongan nada, en sus determinaciones que no esté a su alcance, y como tal realizable. Es el mal de los males querer alcanzar lo imposible. Más vale, en ese caso,  no resolverse a nada, pues la volición de lo irrealizable es, por así decirlo, la perversión de la voluntad  o al menos el desconocimiento de su razón de ser. Y no obstante gran número de  hombres y sobre todo de mujeres caen en esta aberración queriendo siempre ser lo que no pueden ser, según la palabra de san Francisco de Sales.

Vicente mira con tristeza, con el obispo de Ginebra, a estos soñadores que combaten s monstruos imaginarios y que, por falta de atención,  se dejan matar por pequeñas serpientes ocultas en su camino. Sus esfuerzos tienden a ponerlos en contacto con la realidad presente. El medio más eficaz, según él, es orientar sus resoluciones hacia el cumplimiento de su deber de estado.

La santificación formalmente la misma para todos, ya que consiste en la imitación de Jesucristo, es objetivamente diferente para cada uno de nosotros. Dios ordena amarle por encima de todas las cosas, pero su Providencia quiere que yo le pruebe mi amor jugando lo mejor que pueda el papel que me ha sido devuelto. Pretender jugar otro distinto sería una desobediencia.

Mi primer deber es conocer exactamente mi misión, su naturaleza, sus límites, los que se desprenden de mi vocación y de circunstancias dependientes de mi voluntad. No se trata de reflexionar sobre lo que me guste hacer, sino sobre lo que soy efectivamente. Uno de los beneficios de la oración es documentarme en este aspecto, y no hallaré en ninguna parte una documentación tan sólida. Una vez al corriente de mis deberes de estado, no me quedará ya más que tomar resoluciones en consecuencia. Es el único medio de colaborar en la realización del plan divino en la medida en que Dios me lo pide.

El Sr. Vicente se entrega a convencer a sus hijas y a sus hijos espirituales de esta verdad tan simple y no obstante tan frecuentemente incomprendida.

Según su táctica ordinaria, da un giro concreto a sus explicaciones. Haciendo alusión a un magistrado fiel observante de la Oración cotidiana, el santo refiere estas palabras: «¿Sabéis, Señor cómo hago yo mi oración? Preveo lo que debo hacer en el día, y de ahí manan mis resoluciones. Me iré al palacio; tengo una causa que defender; encontraré tal vez a alguna persona de condición que, por su recomendación,  piense corromperme; mediante la gracia de Dios, me guardaré bien. Tal vez me ofrezca algún regalo que me agrade mucho. Oh, yo no lo aceptaré. Si estoy dispuesto a rechazar alguna parte, le hablaré dulcemente y cordialmente «.

Vicente saca un argumento de la conducta del magistrado, su amigo, para convencer a sus oyentes de la utilidad de las resoluciones particulares: «Pues bien, ¿qué les parece, hijas mías, esta manera de oración? ¿No están edificadas por la perseverancia de este buen presidente que podría excusarse por la cantidad de sus asuntos, y sin embargo no lo hace, por el deseo que tiene de ser fiel a la práctica de sus resoluciones?

«Y vosotras, mis queridas Hermanas, ¿no tenéis suficiente valor para tratar de seguir el plan que tiene Dios sobre vuestra perfección por la práctica de vuestra regla? Podéis hacer la oración de esta manera, que es la mejor; porque no conviene hacerla para tener altos pensamientos, para tener éxtasis y arrobamientos, que son más perjudiciales  que útiles, sino tan solo para haceros perfectas y buenas Hijas de la Caridad. Vuestras resoluciones deben ser así: «Iré a servir a los pobres; trataré de ir de una manera modestamente alegre para consolarlos y edificarlos; les hablaré como  a mis señores. Los hay que me hablan muy raramente; yo lo aguantaré; he acostumbrado a contristar a una Hermana en tal o cual ocasión ; me  abstendré. Me produce a veces descontento; lo soportaré. Tal señora me regaña, otra me riñe; trataré de no salirme de mi deber y le rendiré el respeto y el honor al que estoy obligada. Cuando estoy con tal persona recibo casi siempre algún daño para mi perfección, yo  evitaré, mientras sea posible, la ocasión «. Así me parece, Hijas mías, que debéis hacer vuestras oraciones. Este método ¿no os parece útil y fácil?»

Sea el que sea mi género de vida, tengo deberes de estado que cumplir a diario. El ejemplo del magistrado y de las Hijas de la Caridad me muestra cómo me las debo arreglar para desempeñar bien mis deberes. Es necesario, cada mañana, pensar en ello en el curso de mi oración y prever tal acto particular que me determinaré a hacer o a evitar durante la jornada. Tomada esta resolución, por  supuesto, bajo la mirada de Dios, será tanto más eficaz cuanto más circunstanciada sea. En esta visión anticipada del acto. Me esforzaré por verla bajo su aspecto moral y precisar sus dificultades, no por lo que tenga de penoso para la generalidad de los hombres, sino lo que tiene de rechazable para mi mentalidad, mi carácter, mis costumbres.

Si se trata, por ejemplo, de decir una palabra amable a alguien o prestarle servicio, veré en imaginación la fisonomía y las maneras poco halagüeñas de esta persona para rebajar la impresión desagradable. Me diré y me repetiré, varias veces, que sería pueril y cobarde perder el dominio de mí ante un aire frío y desdeñoso.

En el momento mismo en que nuestras resoluciones tuvieran un fin particular, preciso, próximo, realizable,  si les faltara la fuerza, no desarrollarían apenas  nuestro querer y permanecerían sin acción en nuestra conducta. Vicente estima esta voluntad indispensable, y la experiencia le da la razón. Querría que sus hijos espirituales fuesen  semejantes a este hombre fuerte y sabio del Padre Yvan que no se asusta ni por el ruido de los cañones, ni por el ruido de las campanas, tambores o truenos, ni por el ladrido de los perros, sino que prosigue su camino, como si fuera sordo.

Según una advertencia de san Agustín, le resulta cómodo al hombre querer débilmente el bien y seguir haciendo el mal. Lo que es difícil es querer el bien con una voluntad tan fuerte que se lo haga cumplir. Sin fuerza, en efecto, las voliciones no tienen interés. Bajo el imperio de este sentimiento, el autor de la Imitación escribe: «Si el que forma santas resoluciones no deja de caer, qué hará el que no forma ninguna nunca o que no las formula más que débilmente «. Qué terrible para las naturalezas titubeantes y flojas este acercamiento del defecto total de determinación  con las voliciones débiles.

Según el Sr. Vicente, «el principal fruto de la oración consiste en resolverse bien, pero en resolverse fuertemente, en fundamentar bien sus resoluciones, convencerse bien de ello, prepararse bien a ejecutarlas, y prever los obstáculos para superarlas».

Esto es lo que hace eco a esta frase de santa Teresa: «Uno es mucho más firme frente a sí mismo cuando se dice: «Suceda lo que suceda, yo no cederá jamás «. El santo estima que una oración que no termina en resoluciones firmes está mal hecha. Se resuelve tanto más enérgicamente cuanto más unido se está a Dios de espíritu y de corazón. Los directores de conciencia y los especialistas de los trastornos nerviosos constatan esta correlación, se puede decir matemática, entre la concentración y el acto de la voluntad. Para que esta última despliegue toda su actividad, es preciso que esté preparada a ello por un serio trabajo de reflexión.

Hasta aquí hemos examinado las resoluciones bajo su aspecto psíquico, es el lado humano del problema. Estudiémoslas ahora bajo el punto de vista sobrenatural. Después de colocarse, él mismo, en el terreno de la psicología, el santo de eleva a pensamientos de orden sobre natural: «No es sin embargo todavía todo, ya que después de todo nuestras resoluciones no son por sí mismas más que acciones psíquicas y morales; y aunque hagamos bien en formularlas en nuestro en nuestro corazón y en afirmarnos en ellas, debemos no obstante reconocer que lo que tienen de bueno, sus prácticas y sus efectos dependen absolutamente de Dios.

¿De dónde pensáis que proviene con mayor frecuencia que faltemos a nuestras resoluciones? Es que nos fiamos demasiado de ellas, nos aseguramos de nuestros buenos deseos, nos apoyamos sobre nuestras propias fuerzas, y ello es causa de que no saquemos ningún fruto. Por eso, después de sacar algunas resoluciones en la oración hay que rogar mucho a Dios e invocar insistentemente su gracia con una gran desconfianza de nosotros mismos a fin de que tenga a bien comunicarnos las gracias necesarias para hacer fructificar estas resoluciones.

El Sr. Vicente presenta la misma idea bajo una forma un poco diferente: «No está tampoco todo en tomar una resolución, si con este paso buscáis algún medio para ponerla en práctica. Pues cuando tomáis la de huir de un vicio o practicar una virtud, debéis deciros a vosotros mismos: «Bueno! me propongo esto pero es muy difícil de practicar. ¿Puedo hacerlo con mis propias fuerzas? No; pero con la gracia de Dios, espero ser fiel, y para ello debo servirme de tal medio».

Se toca aquí con los dedos la utilidad o mejor la necesidad de una virtud requerida entre todas para entregarse fructuosamente a la oración. Se comprende por qué Vicente insiste tanto en la humildad. Solo los humildes sienten de verdad la necesidad de la gracia, y de pronto recurren al buen Dios con tanta confianza que tienen el pleito ganado.

Esta conciencia de su nada es mucho más rara de lo que se piensa. Cuántos devotos creen tenerla, cuando no existe más que en su imaginación. Se necesita una larga práctica de la humildad para poseerla efectivamente, es decir en las profundidades del alma. Cosa curiosa,  los que no la tienen más que imaginativamente no dudan un instante que no la tengan en el fondo del corazón, y los que la guardan realmente se preguntan si no se hacen ilusiones sobre su suerte.

¿Queremos conocer a cuál de estas dos categorías pertenecemos? Nada más sencillo: basta saber si no se ejercita en la humildad más que en los cursos de la oración, o si este ejercicio de prosigue durante todo el día. En el primer caso, la conciencia de su nada es ilusoria, como la humildad que le sirve de fundamento, en el segundo caso, es real, como su base.

Los consejos siguientes del santo nos ayudarán a sobrenaturalizar nuestras resoluciones: «Hay que humillarse, ofrecerse a Nuestro Señor, con todas las acciones del día, de esta suerte: Señor,  me ofrezco a vos y os doy todo lo que haga hoy (y principalmente tal acto)». ¿No es muy razonable que el fruto de un árbol plantado  en un jardín sea entregado a quien pertenecen el árbol y el fruto y el jardín?

Dios os ha plantado como árboles, en este mundo para llevar frutos de humildad, pobreza y todos las demás virtudes. Eso es lo Dios pide de vosotras; y así veis la obligación que tenéis de ofreceros a su divina majestad con todo lo que podáis hacer».

Si la eficacia de las resoluciones depende de  la humildad, también depende de la mortificación y de la generosidad, es decir de las otras dos virtudes que preparan y condicionan la oración.

El Sr. Vicente recomienda con frecuencia darse a Dios  en el curso de la oración, y este don de sí debe ser sin reserva y reiterado. Es con vistas a llevar al sujeto a resolverse más fuertemente. La exigencia del santo se conforma bien con la de los psicoterapeutas actuales : para asegurar a los ejercicios de voluntad su máximum de rendimiento, estos últimos ordenan a los enfermos que los hagan poniendo en ello toda su alma, de manera que no quede ningún lugar en el que pueda esconderse ninguna segunda intención o volición subyacente.

A continuación de los santos Ignacio de Loyola y Francisco de Sales, Vicente, por una parte, defiende la voluntad contra la pasión y,  por otra, utiliza a su favor el sentimiento, es decir el amor, ya que todos los sentimientos  vienen a parar ahí. Como otro capítulo de las pruebas juzga muy importante para el éxito de las resoluciones conservar lo más posible los movimientos afectuosos con los que se anima la voluntad en el curso de la oración.

Es en este reposo del amor donde el alma saca su vigor ya que, lejos de ser un estado de languidez y de somnolencia, este descanso se acompaña de una actividad tanto más grande cuanto más pacífica está. No es sin razón cuando san Gregorio el Grande llama al amor la palanca del alma, y que el autor de la Imitación observa que el imposible no sirve nunca de excusa a un corazón amante.

Se ha dicho al principio de esta obra, el santo sobresale en diagnosticar y combatir  las causas de debilitamiento de la voluntad, las de origen afectivo como la tristeza, y las de carácter imaginativo, como la inquietud y la agitación.  Con ello, sirve maravillosamente  la casusa de las resoluciones.

Existe una forma de desánimo bien conocida por los directores de conciencia por hallarla expresada en estos términos o en otros equivalentes: Padre mío, yo soy fiel a una meditación diaria, pero no logro ningún provecho. Cada mañana me decido lo mejor que puedo a hacer tal bien o a huir de tal mal y, a pesar mío, no saco ningún provecho. Para que tomar resoluciones, desde el momento que son para mí letra muerta, lo mejor es renunciar a ello.

El Sr. Vicente oye con frecuencia quejas parecidas. Esta es su respuesta propia para tranquilizar a las almas desanimadas. Si a pesar de nuestras oraciones y nuestra desconfianza en nosotros mismos, «viniéramos  también a faltar a las resoluciones tomadas al final de la oración, no solo una o dos veces, sino en muchas ocasiones y durante largo tiempo, aunque no hayamos puesto una sola en ejecución, no se ha de dejar por ello jamás de renovarlas  y de recurrir a la misericordia de Dios y de implorar el socorro de su gracia.

Las faltas pasadas no deben humillarnos, pero tampoco hacernos perder el ánimo; y por cualquier falta en la que se caiga no por eso se han de disminuir la confianza  que Dios quiere que tengamos en él, sino tomar siempre una nueva resolución de volverse a levantar y cuidarse no volver a caer, mediante el socorro de la gracia que le debemos pedir.

«Aunque los médicos no vean ningún efecto de los remedios que dan a un enfermo, no dejan por eso de continuarlos y reiterarlos hasta que reconocen alguna esperanza de vida. Si pues se continúa así aplicando remedios para las enfermedades del cuerpo, aunque largas y extremas, aun sin ver ningún adelanto, con mayor razón se debe hacer lo mismo con las enfermedades de nuestras almas, en las que, cuando Dios lo tiene a bien, la gracia opera grandes maravillas».

Si nos fuera suficiente con tomar una resolución para realizarla al primer intento, nos sentiríamos inclinados al orgullo, y las pérdidas superarían a las ganancias. La espera, por el contrario, nos es una humillación necesaria. El espíritu de fe  y la confianza en Dios encuentra ahí su ganancia. El único peligro es el desánimo contra el cual se debe estar bien preparado por la experiencia de los grandes directores de conciencia, tales como Francisco de Sales o un Vicente de Paúl.

Por otra parte, Dios, al permitir que nuestra resolución no vaya seguida de efecto, puede otorgarnos, sin nosotros saberlo,  mayores gracias. La Providencia muestra así que ella distribuye bienes, como bien le parece. Se pide un favor especial, al que se atribuye con frecuencia demasiada importancia, y he aquí que se obtiene uno muy diferente y completamente inesperado. Es un medio de hacernos practicar el desapego de corazón en el momento mismo en que Dios nos colma de sus bienes.

El santo señala diversos procedimientos para acordarse  de estas resoluciones. El mejor es el examen de conciencia de lo que se tratará en otro capítulo. Un medio bastante práctico es tener consigo  un objeto de piedad que se transforma en memorándum por asociación de idea con las determinaciones tomadas. Vicente habla a este propósito, en una conferencia a las Hijas de la Caridad, de una señora de su conocimiento que llevaba en su manga una pequeña imagen. La sacaba sin que la gente se diera cuenta, -dice él- la miraba, hacía algunas aspiraciones  a Dios y la ocultaba con toda suavidad. Esta práctica la tenía fuertemente unida a la presencia de Dios «.

Otro procedimiento, al que el santo da su aprobación, es llevar por escrito una especie de contabilidad, al día, de sus fracasos y de sus pequeños éxitos. Una resolución se ha propuesto en dos circunstancias, se lleva la cifra 2 a la columna de las entradas; por el contrario, se ha sido infiel tres veces a la determinación tomada, se inscribe  la cifra 3 en la otra columna, la del pasivo.  Este medio está desde hace tiempo en uso en la dirección de conciencia donde ha dado y da todavía los mejores resultados. Ha sido por obligarse a notar minuciosamente sus fallos morales la razón por la que muchos sacerdotes y fieles han adquirido poco a poco la fuerza de carácter, sin la cual se habrían perdido, y que les faltaba casi por completo en los primeros años de su vida espiritual.

La experiencia lo prueba: el solo hecho de escribir sus resoluciones, si se repite a menudo, aumenta su fuerza. Qué maravilloso instrumento como la pluma para acabar de grabar en el espíritu y en la voluntad lo que se piensa y lo que se quiere.

Los psicoterapeutas han juzgado el procedimiento tan racional que lo han pedido prestado a los maestros de la espiritualidad para aplicárselo a los abúlicos. Muchos pedagogos recurren a él también con éxito.

Al final de este capítulo sobre las resoluciones, citamos este texto de san Bernardo en que se hallan resumidas las condiciones que cumplir para resolverse sabia y fuertemente siguiendo los consejos y los deseos de san Vicente de Paúl, maestro de oración: «i la voluntad quiere más de lo que puede, hay que reducirla; si no quiere lo que puede, hay que estimularla y excitarla. Con frecuencia, si no se la frena, se lanza con impetuosidad y rueda con precipitación «. Esto para los imaginativos y los apasionados. Y esto para los apáticos por temperamento, los perezosos por costumbre y los desanimados de todo matiz : «A menudo si la voluntad no se excita, se adormece y se retrasa, se olvida del fin hacia el cual se dirigía y se desvía al encontrar a su lado un placer que la solicita».

 

 

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