San Vicente de Paúl (la esclavitud en Túnez) (III)

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de Paúl, Formación Vicenciana, Vicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Jean Guichard, C.M. · Traductor: Máximo Agustín, C.M.. · Año publicación original: 1937 · Fuente: Desclée de Brouver.
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1. El médico.

«La medicina espagírica, según Jollivet-Castelot , consiste, en resumen, en extraer de cada cuerpo mineral, vegetal o animal, su azufre, su mercurio y su sal  -los tres elementos- en combinarlos, purificarlos, lo que hace una quintaesencia animada por el Archée«.

Esta definición hace extremadamente clara la expresión de Vicente, hablando del médico espagirita y diciendo de él  que era «soberano extractor de quintaesencias».

Vicente, empleado en los hornos, estaba admirablemente situado para seguir los experimentos, darse cuenta del trabajo de su amo y de los procesos que empleaba para sus indagaciones.

Esta expresión: médico espagírico, que no deja de sonar hoy muy rara al oído, no tenía nada de insólito para los que vivían en el siglo XVII. Nuestros reyes -en la época de Vicente- tenían todos su médico espagírico. Que se vea el Estado de la casa de Luis XIII, publicado por Eugenio Griselle, en la lista de los médicos del rey. Se hallará, tras el primer médico, la clasificación siguiente: -otros médicos- médicos ordinarios – médicos a XII (1.200 libras) – otros médicos – otros para consultar – médicos sin gajes – boticarios – primer cirujano – otro cirujano – operadores – oculistas – herboristas – «un médico espagíricoa VI (seiscientas libras) que es Guillaume Yvelin», en el estado de 1610 (p. 41), y que , en el estado de 1638 (p. 144), se le designa así: » Médico espagirico y destilador, srs Guillaume Yvelin y Pierre, su hijo, de por vida». Entre los medicamentos, los dos más importantes, las dos panaceas universales son: el oto potable y el spiritus adeptorum o el espíritu de vino de los adeptos. Eran verdaderas concentraciones vitales, capaces de aplicarse a un gran número de enfermedades y de curarlas.

Se destilaban los productos siguiendo métodos propios, hasta la obtención de la quintaesencia (azoth o Archée) que, en pequeño volumen, ocultaba, según los adeptos, las propiedades curativas más enérgicas.

La medicina espagírica de los antiguos iniciados y de los alquimistas, que estuvo en auge hasta el siglo XIX, consistía en elixires vegetales, minerales, orgánicos, fuertemente dinamizados.

Se encuentran rastros de la existencia de una terapéutica espagírica en todo el curso de los siglos.

Así, François Hébert, párroco de Versalles, cuenta en sus Memorias que cuando Luis XIV en el año 1686 tuvo necesidad de una operación delicada que podía tener graves consecuencias, un monje jacobino vino a ofrecer un bálsamo que decía infalible para sanar las fístulas. Fue desechado felizmente.

Durante la grave enfermedad de la debía morir Bossuet, Le Dieu, su secretario, anotó en su Journal, con fecha del 16 de marzo de 1704:

«Ayer sábado, hacia el mediodía, la Señorita de Mauléon vino a ver al sr de Meaux, trayéndole su agua divina, de la que quería que tomara absolutamente, como para devolverle la vida. El sr de Tournefort (médico del rey) llegó y la contristó mucho negándose constantemente a permitir a Monseñor beber de esta agua que él no conocía».

«La historia de la medicina espagírica, ha escrito también Jollivet-Castelor, está indisolublemente unida a la de la filosofía hermética, en general, y de la alquimia en particular. Derivándose de la alquimia, basada en los mismos principios, simple rama del hermetismo, se transmite por los mismos adeptos, del Antiguo Egipto a Grecia, en Alejandría, en Arabia, luego a Occidente después de las Cruzadas. Los alquimistas eran a menudo médicos espagíricos, y recíprocamente casi todos los médicos practicaban la alquimia, en razón de la absoluta conformidad de los preceptos, de las doctrinas, de los sistemas y de las operaciones. Los trabajos de la farmacopea espagírica se efectuaban siguiendo las separaciones en azufre y mercurio reunidos a la sal, siguiendo las quintaesencias en azoth y archée, usitadas por el arte químico».

El envío al sr de Comet del secreto para curar del mal de piedra da ocasión a Vicente para hacer algunas reflexiones sobre la ciencia de Dios y la vida humana que deben ser destacadas.

«La esperanza y firme creencia que tenía de veros, Señor, hizo que me mostrara asiduo en pedirle que me enseñara el medio de curar del mal de piedra, en lo que yo le veía hacer milagros a diario, cosa que hizo; hasta me mandó preparar y administrar los ingredientes. Oh, ¡cuántas veces he deseado después haber sido esclavo antes de la muerte del difunto Señor vuestro hermano y conmecenas en hacerme bien, y haber tenido el secreto que os envío, rogándoos recibir con tan buen corazón que mi creencia es firme que su yo hubiera sabido lo que os envío que la muerte no habría triunfado(al menos por este medio): y más cuando se dice que los días del hombre están contados ante Dios, es cierto, pero no es que Dios hubiera contado que sus días hasta tal número, sino que el número ha sido contado ante Dios porque así ha sucedido. Pues, para decirlo con mayor claridad, no hay muerte cuando ha muerto por lo que Dios lo había previsto así o contado el número de sus días hasta tantos, sino que él lo había previsto así y el número de sus días ha sido conocido tal como ha sido porque murió cuando murió».

Primero, constatemos una vez más la vivacidad de sus amistades. La que había profesado a su amigo y bienhechor, sr de Comet senior, era tal que hubiera querido ser esclavo antes de su muerte y haber conocido el secreto que envía a su hermano; el remedio le habría curado de manera segura de la enfermedad de la piedra.

Apenas ha escrito su mano la frase característica de su amistad: la muerte no habría triunfado con este medio que surgió en su pensamiento el dicho popular «cuando se dice que los días del hombres están contados ante Dios».

Pero ¿de dónde le viene esta objeción? ¿Dónde se dice? ¿En qué país se habla así?

¿No será acaso particularmente en la región donde ha sido esclavo, de donde llega y donde la ha oído enunciar corrientemente? ¿No habrá que ver aquí un rastro de la creencia e el destino propio de los países musulmanes?

Los relatos de cautividades llevan a menudo la marca de esta doctrina.

«Si mueren esclavos, escribe el señor Mouette, no nos preocupa mucho. Los que tienen a los cautivos a cargo les basta con decir al cabo del año: se han muero tantos. Y el rey lo mismo que los súbditos creyendo en el destino sostienen que ellos no podían vivir más, cualesquiera sean los cuidados que se hubieran podido emplear y que por eso es una locura afligirse por si muerte».

¿Y cómo se detendrá Vicente en tan hermoso camino?

Después de recordar la objeción del destino, precisa de una respuesta. La dará en su carta. De donde las dos explicaciones que siguen y que se creerían salidas de los labios de un profesor de filosofía escolástica:

«1º no es porque Dios hubiera contado los días del hombre -que ha muerto- sino el número ha sido contado ante Dios porque así ha sucedido.

2º No murió cuando murió porque así lo había previsto Dios, y el número de sus días ha sido conocido como tal, porque murió cuando murió».

La intención del joven sacerdote es muy evidente. Quiere vengar a Dios de la falsa doctrina del destino ciego. ¿En qué doctrina se apoya para explicar a su corresponsal que la ciencia de Dios es independiente de los acontecimientos y no los produce?

Sus argumentos pueden haber sido tomados del arsenal de los escolásticos. Pueden salir de las explicaciones dadas por los teólogos musulmanes.

En el primer caso, Vicente se referiría fácilmente a sus estudios de la Universidad de Toulouse, tan bruscamente interrumpidos dos años antes por la captura en el mar.

En el segundo caso, el joven sacerdote recordaría el resultado de sus observaciones, durante su estancia en el país del Islam, quizás fruto de sus discusiones con el sabio viejo que fue su amo, o también el eco de sus conferencias íntimas con el renegado convertido. Esta explicación musulmana estaría en estrecha relación con la objeción que precede y lógicamente unida a su pasado inmediato, ya que en el momento en que la escribía, no hacía más que tres semanas que había desembarcado en Aiguesmortes.

En el estado actual de la cuestión, no parece posible pronunciarse definitivamente.

2. El alquimista.

El médico espagírico, en cuya casa pasó Vicente el tiempo que transcurrió entre  el mes de agosto de 1605 y el mes de julio de 1606, se había entregado a la búsqueda de la piedra filosofal durante cincuenta años sin poder alcanzarlo.

Era pues a la vez, según se advertía anteriormente, médico espagírico y alquimista. La alquimia era la pretendida ciencia de cambiar  los metales en oro. Se llamaba piedra filosofal la ciencia de los alquimistas. El nombre de piedra venía de que el polvo maravilloso buscado por los adeptos podía, según se decía, petrificarse y formar una masa compacta, una piedra. Se la llamaba filosofal porque los filósofos del tiempo los alquimistas perseguían desde hacía muchos años su búsqueda. Como no se la podía descubrir, se sirvieron de esta expresión para designar una búsqueda imposible.

Además de hacer oro, los alquimistas se atribuían el poder de dar a las piedras preciosa el grado de perfección que les faltaba.

Otra vez una nota de autenticidad que se halla en la carta de Vicente, anunciando al sr de Comet el envío de una piedra preciosa tallada por la naturaleza en punta de diamante.

Había debido procurársela durante su estancia con el médico alquimista que las trabajaba, las rallaba y las pulía.

Vicente ha podido recibir las dos piedras de las que habla como un legado de su amo, cuando éste tuvo que dejar Túnez para ir ante el sultán o también ha podido dedicar a esta adquisición alguna de las economías realizadas al servicio de este amo tan tratable.

Vicente declara con toda seriedad que éste no llegó nunca a encontrar el secreto de hacer oro -sea que se lo haya confesado, sea que Vicente no lo haya constatado nunca; pero nos asegura, por otra parte, de dos cosas que parece atestiguar bajo la fe del juramento.

Con oro y plata hacía una aleación cuyo resultado final parecía oro verdadero.

Y además, con mercurio líquido que trabajaba a su modo, fabricaba verdadera plata que vendía para darles a los pobres.

No parece que se pueda poner en duda el testimonio de Vicente. Estaba bastante informado, era bastante perspicaz para seguir de cerca los trabajos de su amo que ocurría ante sus ojos, que se realizaban con su colaboración, estando al cuidado del fuego de los hornos y siguiendo atentamente todas las fases de esta operación sui generis. Por otro lado, hallamos, en la historia, testimonios concordantes en todo sobre la plata alquímica.

El mismo año de 1705, en una carta de Enrique IV a la reina, fecha del 19 de octubre, se lee esta confesión característica: «Beringhen ha llegado aquí con su hacedor de plata». Otro testimonio más tardío nos le da un amigo de san Vicente, Deslyons, decano y teólogo de Senlis. Escribe en su Journal, con fecha del mes de agosto de 1663: «El abate Aubery, médico químico, me ha dicho… que el Padre Léon, carmelita, es de sus íntimos, que amasa plata en sus trabajos de alquimista), que lleva al generalato de su orden, y que su último viaje a Roma era para eso».

No se han hallado textos equivalentes y positivos para las aleaciones de oro de que habla Vicente.

Sin embargo en la edad media y en los siglos que siguieron una dificultad confundió por mucho tiempo a los moralistas y a los jurisconsultos, a saber: si el oro alquímico poseía todas las propiedades secretas del oro natural.

Santo Tomás de Aquino en la Suma de Teologia, se hace con claridad la pregunta:

» ¿Se puede lícitamente vender plata u oro obtenidos  por el trabajo de alquimia como verdadera plata y verdadero oro?» Responde:

«Si la plata o el oro salidos del crisol de los alquimistas no tienen la sustancia verdadera de la plata y del oro naturales, su venta es fraudulenta e injusta…

Pero si la alquimia llegara a hacer oro verdadero, no sería ilícito venderlo como tal, ya que nada prohíbe a un artesano servirse de causas naturales para producir efectos verdaderos y conformes a la naturaleza».

Numerosos contemporáneos de san Vicente se entregaron a las investigaciones de la piedra filosofal. En cuanto a algunos, sus biógrafos han registrado su recuerdo. Pero habrá que establecer siempre una gran diferencia los estudios libres y espontáneos de estos sacerdotes, religiosos y laicos y aquellos a los que san Vicente asistía por fuerza a título de esclavo.

El Padre de Condren, primer superior general del Oratorio y sucesor del cardenal de Bérulle, antes de entrar en las órdenes, había escrito varios tratados sobre los secretos de la naturaleza.

Desde su juventud, nos cuenta el biógrafo de este gran amigo de san Vicente, «aprendió por la sola conferencia  con un excelente hombre de sus padres el arte y los secretos de la química y se perfeccionó en él de tal manera con el tiempo mediante la relación que sostuvo con diversas personas muy curiosas que le requerían que sin haber puesto la mano en el carbón ni en los hornos, conoció a las mayores rarezas de esta filosofía. Le oí decir que si la piedra filosofal fuera posible, él creía saber el modo de hacerla… Le pregunté riéndome por qué pues no la hacía. A lo que respondió cosas dignas de su piedad y de su espíritu. Que si era factible, infaliblemente Adam lo hubiera sabido; pero que él había preferido hacer penitencia durante el espacio de  930 años… Yo creo, decía, que, si no se trata de una pura imaginación, Salomón no la ignoró».

Fue al Padre de Condren a quien se dirigió el cardenal de Richelieu para tener una memoria sobre la astrología, como se lo dijo él mismo en el prefacio de su libro sobre el mismo tema, publicado en sus Oeuvres:

«Monseñor, el respeto que debo a Vuestra Eminencia me hace pasar por encima la intención que siempre había tenido de no escribir nunca sobre la astrología; bien a causa de que esta ciencia es sospechosa ordinariamente a las personas de piedad, visto el abuso que muchos hacen de ella mezclándola con curiosidades ilícitas, bien porque necesitaría instruirme en ella más para tratarla a fondo, no habiendo pensado en ella desde la edad de diecinueve años en que entablé conocimiento, estudiando matemáticas».

«El Padre Des Mars, escribe Deslyons en su Journal, cuenta lo mismo del Padre de Condren que también se lo había dicho a él mismo».

El sr. De Renty, el gran laico piadoso de la primera mitad del siglo XVII, se entregó también a la búsqueda de la piedra filosofal: «El sr de Liancourt, asegura Deslyons, me dijo que el sr de Renty presumía él mismo de conocer el secreto para hacer oro, y que lo había hecho una o dos veces, pero que no se quería servir de él  para enseñárselo a los otros». Este mismo Deslyons escribe además «que el abate Aubery, médico alquimista, dos capuchinos, religiosos folletinistas, y el Padre Léon, carmelita, buscan como él la piedra filosofal».

En el siglo XVII, la ciudad de París poseía una cifra respetable de adeptos de la piedra filosofal. La cosa debía ser bastante conocida para que haya podido ser consignada en la carta de un Siciliano a un amigo suyo de Italia, haciéndole la descripción de la capital de Francia, el año 1692.

«He oído decir, escribe, que los alquimistas están aquí en tan gran número como los cocineros; pero no sacan de su arte más que conocimientos inútiles. Se cuentan hasta cinco o seis mil, que se sentirán bastante fracasados por no recibir de sus trabajos y su asiduidad más que humo, recompensa ordinaria que da a sus adherentes un arte rico en esperanzas, liberal en promesas e ingenioso por el trabajo y la fatiga, cuyo comienzo es mentir, el medio de trabajar y el final de pedir limosna».

Los reyes y los príncipes tuvieron sobre todo el privilegio de mandar trabajar por su cuenta en la investigación de la piedra filosofal. Sólo ellos en efecto tenían las facilidades de aguantar  los grandes gastos que requerían estos experimentos. Tenían también el mayor interés en beneficiarse de sus felices resultados. Trataron a menudo de llenar por este medio sus cofres, vacíos por los gastos guerreros.

En Alemania, en Inglaterra, en España, en Portugal encontramos, del siglo XV al XVII, a numerosos príncipes ocupados en la práctica de la transmutación de los metales en oro, o  la composición de libros de alquimia.

En Francia, el mismo espíritu reinó entre nuestros reyes en los siglos XVI y XVII.

En 1616, la reina María de Médicis donó a Guy de Crusembourg 20 000 escudos para trabajar en la Bastilla en hacer oro. Pero éste se evadió al cabo de tres meses con los 20 000 escudos y no volvió a aparecer.

Esta misma reina, en la época de su exilio, guardó siempre consigo a un mago nombrado Fabroni. Luis XIII, su hijo, no permitió a su madre regresar a la Corte más que con la condición de que le entregara a Fabroni quien había predicho temerariamente la muerte próxima del rey.

Bajo Luis XIV había también muchos astrólogos o echadores de horóscopos.

La Fontaine los ridiculiza con finura y les indica su despido, en la fábula de el Astrólogo que se deja tirar a un pozo:

Charlatanes, fabricadores de horóscopo,

Abandonad las Cortes de los príncipes de Europa:

Llevaos con vosotros a los sopladores… (alquimistas).

Cuando el sr de Argenson fue nombrado lugarteniente de policía de París, puso por obra toda su vigilancia para purgar a la capital de estos impostores.

Durante este tiempo… a imitación del sultán de Constantinopla que había reclamado al patrón de Vicente por la reputación que se había hecho en Túnez y por las informaciones de sus indicadores, para que fuera a trabajar a su cuenta cerca de él -, Luis XIV daba órdenes para dirigir en París a todos los alquimistas de Francia cuyo renombre se conocía.

Así, a finales del siglo XVII se encuentra una larga correspondencia entre Luis XIV y el intendente de la marina de Rochefort, Arnoul, con motivo de un capuchino alquimista del convento de La Rochelle, que había obtenido buenos resultados. Se le manda venir a París en el mayor secreto, y trabaja a los ojos del rey y sus expensas.

La intención del rey de aprovecharse del trabajo de los alquimistas debe ser conocida: existen muchos textos reveladores en este asunto. Informadores señalan de diversas partes, a los ministros de Luis XIV, todos los buenos asuntos que se presentan.

En los papeles del canciller Séguier se halla este papel: Viso sobre la disolución del oro, 1654.

«Un gentilhombre de Metz, hijo del antiguo gobernador de Moyenvc, cuyo espíritu parece más simple que maligno se ofrece a hacer ante Vuestra Ilustrísima la disolución del oro. Haciéndolo así potable, a tomarlo él mismo tantas veces como se quiera para demostrarlo y luego, a descubrir su secreto.

No le falta, según el estilo, prometer también la gran obra. No tengo la comunicación de este hombre más que hace un mes; y también en una ocasión parecida a la de Du Bois».

Un corresponsal de Colbert le escribe la carta siguiente, mucho más explícita si se puede:

«De Noyon, este 12º de agosto e 1664. Monseñor, me tomo la libertad de haceros saber que esta semana o la otra, debe llegar a París por la puerta Saint-Martin un tal nombrado Belbrune, cirujano, operador en su oficio, quien me ha dicho haber hallado el medio de hacer cambiar el estaño en plata y el cobre en oro. A la verdad, ha hecho la experiencia ante algunos amigos míos. Si hubiera medio de aprehenderle, enriquecería a Su Majestad. Con el fin de que se le pueda reconocer, os diré que tiene un caballo gris, bastante alto, que lleva sacos de cobre de piel roja de un pie y medio de largo en el trasero de la silla. En cuanto a él, tiene la cara bastante gorda, el pelo acastañado, un sombrero de borde recortado, un abrigo gris blanco, un jubón muy castaño con una ringrave de tela bastante usada. Lleva una corbata blanca alrededor del cuello y su habla no es fuerte. En caso de que le hagáis aprehender, os suplico tener cuidado de su mujer y de sus hijos, y obligarle a trabajar, porque él ha dicho que si fuera hecho preso, no contaría su secreto más que por la fuerza.

Soy, Señor, vuestro muy humilde y muy obediente servidor.

Louvet».

En el procedo de beatificación del venerable servidor de Dios, Vicente de Paúl, el promotor de la fe, el cardenal Próspero Lambertini, el futuro Benedicto XIV, no dejó de objetar contra la heroicidad de las virtudes sus estudios de alquimia y el uso de los secretos aprendidos en Berbería que él había comunicado a Mons. Montorio, el vice-legado de Aviñón, con el fin de obtener de ello algún beneficio eclesiástico. Lo que Vicente escribe de propia pluma en su primera carta parece claramente traicionarle en este punto. Hablando de Monsí Pierre Montorio:

«Me hace este honor, dice, de quererme mucho y acariciarme, por algunos secretos de alquimia que le he enseñado, a los que da tanta importancia como si  io gli avessi dato un monte di oro , pues él ha trabajado en ello todo el tiempo de su vida y no aspira a otro contento. Mi dicho señor, sabiendo que soy hombre de Iglesia, me ha mandado que envíe a pedir las cartas de mis órdenes, asegurándome favorecerme y proveer de un beneficio».

Esta es la confesión.

Pero, la alquimia es ilícita y todos sus adeptos están condenados.

Y lejos de poderse servir de sus secretos para obtener beneficios de la Iglesia, Juan XXII declara, en la bula Spondent pariter, que los clérigos que practican esta ciencia están privados de sus propios beneficios y se vuelven inhábiles para poseer otros.

-Pero, se respondió a esta objeción, Vicente no cayó nunca bajo el golpe de esta condena. Ya que hay que distinguir una doble alquimia, una verdadera, lícita y recomendable; la otra falsa condenable y condenada.

La primera consiste en disolver los cuerpos naturales hasta los primeros principios. Por este medio han adquirido los físicos un gran conocimiento de la naturaleza de los cuerpos, sobre todo en cuanto concierne a las aleaciones de los metales. Hé ahí por qué hay médicos que se llaman todavía hoy alquimistas, destiladores o espagíricos.

La segunda por el contrario es practicada por charlatanes y soñadores, por avaros sedientos de oro, sea porque buscan la piedra filosofal, como ellos la llaman, sea porque afirman haberla encontrado. Pues bien, así entendida, hay que evitar esta alquimia como la peste…

es un mal interior que consume, que roe, que perturba, que quita todo descanso.

No hablamos de las enfermedades que el humo, los malos vapores, las exhalaciones de las destilaciones provocan, ni de la locura de los gastos y de las notas de infamia que acompañan de ordinario a los buscadores de oro.

Esta alquimia, se debe confesar, está prohibida como infame y todos los autores la condenan.

Pero, como sucede con los poetas y los músicos, no se puede juzgar aquí por los abusos que cometen los buscadores de oro y los soñadores.

Vicente no practicó nunca este arte prohibido.

Según el total de su carta, Vicente se dedicó a la alquimia lícita y permitida y rechazó la falsa. Estudió la naturaleza de los cuerpos, hizo aleaciones de metales, conoció la medicina espagírica, preparó y administró ciertos remedios.

Afirma no creer en el descubrimiento de la piedra filosofal ni en sus vanas búsquedas.

Si el vice-legado le tuvo afecto fue sobre todo por traer a la fe y a la penitencia al renegado, su amo; por haberle enseñado algunos secretos de las ciencias naturales y no cosas ocultas de una ciencia mágica o hermética.

3. El físico.

Entre las bonitas cosas curiosas que el joven Vicente había aprendido durante su esclavitud del viejo turco, su amo, pone en primera línea «el comienzo, no la total perfección del espejo de Arquímedes».

El médico espagírico era pues, aparte de ello, un hombre de ciencia, un físico. Hacía experimentos diversos y con espejos trataba de realizar, de construir lo que se ha llamado el espejo de Arquímedes, un conjunto de espejos ardientes cuyos hornos conjugados a cierta distancia -unos cincuenta metros, por ejemplo- podían encender materias inflamables.

El joven esclavo participaba en esta clase de trabajos. Su cultura general le permitía comprender perfectamente la teoría, y colaborar activamente en la práctica en la construcción y disposición de los espejos. Y como estaba dotado de una feliz memoria, una vez libre, podía rehacer a capricho el experimento. Es lo que había mostrado en Roma al Mons Montorio, aquello de lo que él se sentía muy orgulloso. A su vez, él hacía demostraciones con ello en su vecindario y ante los grandes personajes de la ciudad eterna.

Cuando Vicente dijo: «el comienzo, no la perfección total», se debe admitir que quiere hablar del principio experimentador para corta distancia, ya que para alcanzar distancias considerables como 50 metros y 100 metros, sería preciso disponer de espejos tan numerosos o de esferas tan grandes que su construcción estaría llena de dificultades.

Arquímedes, ilustre geómetra de la antigüedad, nació en Siracusa el año 287 antes de J.-C. a él se debe el descubrimiento de grandes principios de física, de numerosos inventos mecánicos. De pretende que había encontrado, con la ayuda de espejos ardientes, reflejando y concentrando la luz solar, el medio de incendiar a distancia los barcos enemigos. Mantuvo así durante tres años en jaque a los Romanos que sitiaban Siracusa.

Tomada la ciudad, Marcellus, general romano, dio órdenes de que se perdonara al gran hombre; pero éste, absorto en la búsqueda de un problema, no se enteró de la captura de la ciudad y fue muerto por un soldado que, al no conocerle, se irritó al no poder conseguir de él ninguna respuesta (212 a. J. C.)

Varios sabios han tratado, después de Arquímedes, de resolver el mismo problema.

No se citarán aquí más que los experimentos de la primavera de 1747, hechos por Buffon, el gran naturalista francés, que dieron resultados positivos.

«Así, el 23 de marzo, a mediodía, escribe, pegué fuego a 66 pies de distancia (22 metros) a una plancha de haya alquitranada, con cuarenta espejos tan sólo, es decir como la cuarta (parte) del espejo.

El mismo día encendí una plancha alquitranada y azufrada, a 126 pies de distancia (42 metros) con 98 espejos…

El 5 de abril, a las tres de la tarde, con un sol débil, se inflamaron a 150 pies de distancia (50 metros) de las copas de abeto azufradas y mezcladas de carbón, en menos de un minuto y medio con 154 espejos. Cuando el sol es vivo, no hacen falta más que unos segundos para producir la inflamación.

Creo poder asegurar que con cuatro espejos parecidos se quemaría a 400 pies (133 metros) y tal vez más lejos».

Desde Buffon, los sabios han renovado las experiencias, y éstas han evolucionado de manera que el problema ha cambiado de cara. Ya no se trata hoy de producir inflamación a distancia, sino simplemente de utilizar a nivel industrial el calor irradiado por el sol.

Acabaremos estas anotaciones con la explicación, tan simple como posible, del principio mismo de física que aplicaban el viejo sabio y su joven esclavo para construir «el comienzo no la total perfección del espejo de Arquímedes».

«La luz que nos llega del sol está constituida por rayos luminosos que se asimilan a líneas rectas y que parten de casi todos los puntos de la superficie del sol. Dada la distancia enorme que separa la tierra del sol, se considera que todos los rayos que nos llegan son paralelos.

Si pues se expone al sol un objeto pequeño (un trozo de madera, una hoja de papel por ejemplo), éste no recibirá más que un número de rayos relativamente reducido, y estos rayos no serán suficientes cantidad para elevar su temperatura a un grado notablemente superior al de la temperatura exterior. Si se quiere multiplicar el efecto por 2, bastará con disponer un espejo plano de tal modo que el haz luminoso desviado por este espejo encuentre al objeto pequeño sometido al experimento. Se constata fácilmente que el efecto observado se dobla, pudiendo los rayos cruzarse en el espacio sin destruirse ni estorbarse.

Pero como un espejo plano transforma el haz paralelo en un segundo haz paralelo, no se puede con un solo espejo plano multiplicar el efecto producido por más de 2. Si se quiere multiplicar el efecto por 3, 4, etc., habrá que disponer de 2, 3, etc., espejos planos. Hará falta además que estos espejos planos no se estorben mutuamente, es decir que uno de ellos no intercepte la luz destinada a otro. Llegamos así a disponerlos uno al lado del otro y a darles dimensiones cada vez más pequeñas. Se llega por fin a un gran espejo que tiene en líneas generales la forma de un solideo esférico.

En el problema de la transformación de un haz de rayos paralelos en haz que pasa por un punto único, se encuentra que el espejo utilizado deberá tener una superficie reflectora cuya forma no se puede definir más que matemáticamente. Sin embargo, se construyen tales espejos para los grandes telescopios de observatorio;  concentran la luz recibida en un punto que se puede encontrar a varios metros de ellos.

Si uno quiere contentarse con un espejo que sólo tenga unos centímetros de abertura, bastará con tomar un solideo esférico, hará pasar todos los rayos reflejados recibidos por un punto único F que se halla a igual distancia entre este solideo esférico y el centro de la esfera.

Si se aumenta el diámetro de abertura de esta esfera, los rayos luminosos no pasarán ya por un punto único, sino que atravesarán un pequeño espacio situado alrededor de este punto,  espacio que crecerá al propio tiempo que el diámetro de la abertura.

Para el caso que nos ocupa: concentración de un haz solar con efecto de calentamiento de un pequeño objeto, se puede aumentar el diámetro de abertura hasta algunos metros.

Para transformar el haz paralelo recibido en haz concéntrico, existe igualmente otra solución: consiste en utilizar lentes convergentes. En estos aparatos la luz atraviesa el vidrio en lugar de reflejarse en la superficie: por ello, conviene que la masa de vidrio utilizada sea bien homogénea, lo que no era necesario para el espejo; de donde aumento de dificultades. La lente más gruesa que se ha podido construir en la hora actual se utiliza en el observatorio americano; mide tan sólo 50 cm de diámetro de abertura.

Es de notar que para los espejos no es siquiera necesario tener vidrio; se construyen muy buenos espejos de metal; en particular de bronce».

San Vicente de Paúl conservó toda su vida un gusto pronunciado por el conocimiento de los secretos de la naturaleza y en particular de la astronomía. En varias ocasiones en sus instrucciones familiares sea a sus hijos, sea a sus hijas, toma por término de comparación la marcha del sol alrededor de la tierra.

Su ciencia como su fe le hacen rechazar las ideas supersticiosas que corrían en su tiempo sobre la influencia maligna de los eclipses. Consultaba en caso de necesidad a los astrónomos y controlaba sus pensamientos con los de ellos. Su correspondencia comprende una carta muy curiosa sobre la cuestión. Tenía que tranquilizar al sr Ozenne, superior de Varsovia, quien le había manifestado sus temores a propósito de un eclipse de sol anunciado en Polonia con posibilidad de tener funestas consecuencias. Le escribe pues con su sabiduría acostumbrada:

«París, 11 de septiembre de 1654.

…Nuestros astrólogos de acá aseguran al pueblo que no se ha de temer nada por parte del eclipse. He visto al Señor Cassandieu, quien es uno de los más sabios y experimentados del tiempo, que se burla de todo lo que se hecho temer y da muy pertinentes razones para ello, como entre otras ésta, que necesariamente ocurre un eclipse de sol cada seis meses, ya en nuestro hemisferio o ya en el otro, a causa del encuentro del sol y de la luna en la línea eclíptica, y que, si el eclipse tuviera esta malignidad que usted me señala por los malos efectos que se nos anuncian, veríamos más a menudo el hambre, la peste y las demás plagas de Dios sobre la tierra. Dice además que si la privación de la luz del sol que viene de la interposición de la luna entre nosotros y el sol, produjera este mal efecto a causa de la suspensión de las benignas influencias del sol sobre la tierra, se derivaría que la privación de la luz del mismo sol durante la noche produciría efectos más malignos a causa de que esta privación dura mucho más tiempo y que el cuerpo de la tierra es como un tercio más denso que el de la luna; se derivaría que este eclipse que se tiene por la noche sería más peligroso que el que sucedió el 12 de agosto de este año; e infiere por ahí con razón que no se ha de temer este eclipse; y, en efecto, pienso que las cabezas sabias en astrología no se complican lo más mínimo, y mucho menos los que están instruidos en la escuela de Jesucristo, que saben que el hombre prudente dominabitur astris».

No estamos acostumbrados a hallar en las biografías del Santo a un Vicente de Paúl ocupado en los secretos de las ciencias de la naturaleza. ¿No se podría sostener -como se hará más adelante con el asunto de las  cuestiones médicas- que este gusto nació en él el año que pasó en Túnez con el físico alquimista, su amo?

4. El charlatán

Médico, alquimista, físico, el viejo, patrón de Vicente, era también charlatán. No se contentaba con hacer consultas médicas y con administrar remedios, con trabajar en la busca de la piedra filosofal, en construir instrumentos de dioptría; hacía también demostraciones públicas que se pueden achacar al charlatanismo o a la magia blanca.

«Había inventado, dice Vicente de Paúl, un resorte artificial para hacer hablar a una cabeza de muerto, de la que este miserable se servía para seducir a la gente, diciéndoles que su dios Mahoma le hacía oír su voluntad por medio de esta cabeza».

La magia blanca -en oposición a la magia negra que es la evocación de los demonios- es el arte de producir ciertos efectos maravillosos en apariencia, debidos en realidad a causas naturales, gracias a conocimientos extendidos de física, este sabio anciano había logrado construir un resorte de la especie de un mecanismo de relojería que, montado a voluntad, podía hacer oír sonidos -como nuestras cajas de música modernas- o el ruido de una voz mediante tubos de aire.

Y el hábil esclavo, atento al trabajo d su amo, se había llevado fácilmente la fórmula en su memoria.

Se puso, en Roma, a reproducir este mecanismo complicado. Se lo dio a conocer a Mons Montorio que se quedó encantado de admiración y que deseaba guardarse el monopolio.

«Está tan orgulloso de ello, añade ingenuamente Vicente, que no quiere que me pare a hablar con nadie, por el miedo que siente de que yo lo enseñe, deseando tener él solo la reputación de saber estas cosas, las cuales se enorgullece de mostrárselas a Su Santidad y a los cardenales».

El charlatanismo es de todos los países y de todas las épocas; es sobre todo en los campos retrasados y entre los pueblos ignorantes donde se ha desarrollado. Si no se ven ya equipos sonoros y abigarrados en que el charlatán, en un traje de otro tiempo, da a conocer su procedimiento para sacar los dientes o su ungüento para curar las heridas, se encuentra en las esquinas de  de las calles de nuestros ciudades a hombres y mujeres del pueblo que hacen su charla para vender la mercancía. Existen también los curanderos -adivinos o visionarios- por las fuerzas preternaturales.

El viejo médico podía hacer algo parecido, cuando pretendía seducir a sus oyentes, transmitiendo las órdenes de lo alto; pero empleaba en ello su cabeza de muerto parlante, de su invención, y esto era algo nuevo.

A través de los siglos se pueden seguir los esfuerzos de los sabios para componer autómatas, o androides, especies de personajes mecánicos, de funciones diversas.

Alberto el Magno, según ciertos autores, habría trabajado treinta años en  construir «por medio de cierta combinación de resortes» un personaje capaz de ejecutar movimientos y de proferir palabras.

Roger Bacon, él, habría creado una cabeza de estaño que hablaba y que incluso tenía el don de profetizar. Se cree que no era más que una pieza de mecánica ingeniosamente concebida

en el siglo XVIII, el célebre Vaucanson fabricó varios autómatas. Su flautista será renombrado.

«La descripción que hizo de él a la Academia de las ciencias de París, en el transcurso del año 1738, recibió de este cuerpo sabio una aclamación explosiva, y las exposiciones públicas en que apareció, tuvieron resonancia en toda Europa.

La talla de la figura era de cinco pies y medio aproximadamente: estaba sentada en un fragmento de roca soportada por un pedestal cuadrado de cuatro pies y medio de alto sobre tres y medio de ancho. Por medio de un mecanismo, el autómata tocaba doce aires diferentes, dando al sonido todas las variaciones de fuerza y suavidad,  como lo hubiera hecho el artista más hábil.

Seis fuelles, alternativamente, enviaban a un depósito común, de donde era empujado por un tubo hasta los labios en los que se apoyaba la boquilla de la flauta. Los dedos, movidos por un mecanismo ingenioso, abrían y cerraban los agujeros del instrumento con una precisión perfecta y según el sonido que había que producir.

El abate Mical, hombre sabio e ingenioso, ejecutó dos cabezas de bronce que pronunciaban palabras e incluso frases enteras. Su mecanismo se componía de dos teclados, uno en forma de cilindro por el que sólo de conseguían un número determinado de frases; el otro teclado contenía todos los sonidos y todas las inflexiones de la lengua francesa, reducidos a un pequeño número por el método particular del autor. Con un poco de costumbre se hubiera hablado con los dedos como con la lengua. El abate Mical murió en 1789.

Un adivino se había hecho famoso en el siglo XVII, por el modo cómo realizaba sus oráculos. Se entraba en una cámara iluminada por unas antorchas. Se veía en una mesa una representación que figuraba la cabeza de san Juan Bautista en un plato. El adivino afectaba algunas fórmulas mágicas; conjuraba después a esta cabeza que respondiera  a lo que se quería saber, y la cabeza respondía con una voz inteligible, a veces con cierta exactitud. Pues ésta es la clave de este misterio: la mesa que se hallaba en medio de la cámara estaba sostenida por cinco columnas, una en cada rincón y una en el medio. La del medio era un tubo de madera; la pretendida cabeza de san Juan era de cartón pintado al natural, con la boca abierta y se  correspondía por un agujero, practicado en el plato de la mesa en la cavidad de la columna hueca. En la cámara que se encontraba por debajo, una persona que hablaba por un portavoz  en esta cavidad se hacía comprender con toda claridad: la boca de la cabeza tenía el aspecto de dar estas respuestas».

Estos ejemplos entre muchos se han referido con objeto de mostrar que no había nada de misterioso en la cabeza de muerto parlante del joven Vicente y que todo se reducía simplemente a un juego de mecánica ingenioso.

Pensando, en el atardecer de su vida, en estas diversiones curiosas de su juventud, Vicente de Paúl debía sonreír por dentro.

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