EPÍLOGO
Al redactar esta conferencia, me ha estado aguijoneando una duda constante y molesta: y todo lo que estoy diciendo, ¿para qué? Está bien para honrar, una vez más, a un santo genial como Vicente de Paúl. Está bien para refrescar cosas que, por regla general, ya sabemos y que siempre es justo y necesario sacar del baúl de la rutina y del olvido. Está bien para sentirnos, al menos por un rato, interpelados por el coraje, el atrevimiento, la audacia y la creatividad de Vicente de Paúl. Está bien para confrontar nuestra vida y nuestras obras, personal, comunitaria e institucionalmente, con el pensamiento, la vida y las obras de Vicente de Paúl. Pero mi temor sigue estando intacto: ¿no se nos quedará todo esto en pura arqueología? Es mi temor y mi duda, y líbreme el cielo de pensar que a otros les pueda ocurrir algo parecido.
Por eso, quiero terminar leyendo algunos párrafos de una carta inédita de Vicente de Paúl que he encontrado entre unos papeles llenos de polvo y destinados al cubo de la basura. Una carta que no lleva fecha y que no está catalogada por los expertos. Algunos la pueden llamar apócrifa, tal vez lo sea, pero yo prefiero llamarla urgente.
Dice así: «Yo, Vicente de Paúl, indigno sacerdote de la Misión, voy a tener el atrevimiento de dirigirme a mi Familia, a la llamada Familia Vicenciana de este siglo xxt supercivilizado. Permitidme que añada una carta más a las treinta mil que escribí en mi existencia terrena. No es mi intención cansaros con el relato de mi vida, tampoco quiero hacer laudes de mis obras, que bien sabe Dios que fueron para su gloria y el bien de los pobres, ni pretendo atormentaros con mis muchas y reiteradas negligencias en el servicio de Nuestro Salvador.
Esta carta no es nada original. Es la repetición de lo que siempre he querido deciros. El esfuerzo continuo de refrescar vuestra inteligencia y todo vuestro ser con lo único que merece la pena: llevar adelante la vida y la misión de Jesucristo, siendo y actuando como Jesucristo, en el amor concreto y eficaz a los pobres, los predilectos de Dios. Pero, ¡ay!, ¡cómo hemos llenado páginas y paginas bellísimas y profundísimas sobre la teología de los pobres y sobre la Iglesia de los pobres! ¡Oh Salvador! ¡Cómo hablamos de los pobres y cómo nos olvidamos de los pobres de carne y hueso!
Querida Familia Vicenciana, ¡Qué regocijo tan grande me inundó cuando en aquella «hora de Dios» que se llamó Concilio Vaticano II se removieron los rescoldos de la «Iglesia de los pobres». Entonces reviví mis luchas, mis descubrimientos, mi vida toda. Incluso —Dios sea bendito— me sentí rejuvenecer en mis raíces más íntimas. Pero, con la misma sinceridad, os digo que mi ánimo se llena de confusión cuando compruebo que aquella expresión «Iglesia de los pobres» se queda, muchísimas veces, en una atildada frase literaria o en una simple declaración de buenas intenciones.
Nunca fui amigo de dar altisonantes consejos. «Lo que tenemos que hacer es trabajar», escribí en alguna ocasión. Pero permitidme que os sugiera una cosa: no olvidéis nunca dos derechos de la Iglesia que le son otorgados por la carta fundacional del evangelio: el derecho a ser perseguida y el derecho a estar junto a los pobres. No renunciéis nunca al derecho de poneros siempre, pase lo que pase, del lado de los que sufren, de los excluidos, de los marginados, de los que son el trágico subproducto del mundo actual.
Seguid construyendo la «Iglesia de los pobres», de verdad. Que en vuestras casas y comunidades los pobres encuentren la ternura y la bondad del buen Dios. Que el criterio primero y único de vuestro actuar sea la evangelización integral de los pobres. Que la revisión de vuestras obras tenga una sola finalidad: ir a los más pobres y abandonados. Que los pobres sean los primeros en vuestra mente, en vuestro corazón y en vuestra vida toda. Y me despido con aquella frase que pronuncié en una conferencia a los primeros misioneros, pero que es igualmente necesaria para toda la Familia Vicenciana: «Somos los sacerdotes de los pobres. Dios nos ha elegido para ellos. Esto es lo capital para nosotros, lo demás es accesorio y relativo».
Celestino Fernández
CEME, 2008