EL ENCUENTRO CON CRISTO, EXPERIENCIA DEFINITIVA EN LA VIDA DE VICENTE DE PAÚL
El encuentro con Cristo ha sido el punto decisivo en la vida de San Vicente, tanto en lo que se refiere a la orientación como a la unificación de toda su vida espiritual. La luz de la fe le permite ver a Jesucristo como verdadero Dios y verdadero hombre, como lo proclamara el Concilio de Calcedonia en el año 451. Lejos de la primacía otorgada por Descartes al «yo», Vicente descubre en el misterio de la Encarnación la primacía absoluta de Dios y, al mismo tiempo, la verdadera realidad del hombre.
Como afirmará el Concilio Vaticano II, «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». En concreto, este encuentro le permite ver a Dios y a los pobres a través de Jesucristo, que le comprometerá definitivamente en la continuación de su misión en la tierra. El sentido de su propia vida será: «Entregarse a Dios para amar a nuestro Señor y servirle en la persona de los pobres corporal y espiritualmente».
- MEDIACIÓN DE CRISTO
Entre los años 1609 y 1621 vive san Vicente una experiencia decisiva que transforma toda su vida, liberándole de sí mismo, de su egoísmo y de sus proyectos, y unificando toda su vida en torno al amor de Dios y del pobre. La experiencia de Vicente adquiere su plenitud a través de todo un proceso de maduración de la fe en Jesucristo.
El ritmo y el contenido de la experiencia de Vicente de Paúl vienen marcados por su progresivo encuentro con Cristo. En el primer momento de su experiencia se une a Cristo humillado e incluso despreciado. Cuando la acusación de robo Vicente es capaz de elevarse a Dios y callar’, porque la presencia de Cristo escarnecido le mantiene. Esta experiencia le llevará más adelante a pedir a los misioneros: «Sigamos como hijos a Jesucristo, nuestro buen Padre, despreciado, abofeteado y perseguido».
En la participación de este estado de Jesucristo verá incluso san Vicente una gracia propia de su Compañía: «En la vida mortal y pasajera de nuestro Señor hubo diversos estados… Las Congregaciones que hay en la Iglesia de Dios miran a nuestro Señor de diversas formas… Pues bien, su bondad y misericordia infinita no ha querido darnos a nosotros más atractivos ni más consideraciones que su vida de sufrimientos, de calumnias y de desprecios».
La tentación contra la fe supone un esfuerzo por adherirse a Cristo Salvador y lleva a Vicente a una fe actuante en la caridad. El Jesucristo que se le presenta a Vicente es el Cristo anonadado que viene a salvar a los hombres. Las dificultades que encuentra Vicente en seguir a Cristo Salvador, nos las refleja bien Luis Abelly, cuando nos dice que su tentación arreció hasta el punto de empujarle a blasfemar contra Jesucristo y, por otra parte, comenta que se vio libre de ella en el punto que se decidió a tragarse totalmente a Jesucristo y dar la vida por su amor en el Servicio de los pobres.
La experiencia pastoral, tanto de Gannes-Folleville, que le descubre la necesidad espiritual del pueblo campesino, como la de Chátillon, que le manifiesta la necesidad material de una familia abandonada a su suerte, es la experiencia del encuentro con Cristo que se presenta como enviado para evangelizar a los pobres (Cfr. Lc 4,18) y como necesitado en la persona de los pobres (Cfr. Mt 25,40). Estos dos acontecimientos pastorales marcan la gracia particular de la experiencia de san Vicente en su encuentro con Cristo, portador de la misericordia del Padre precisamente en la evangelización de los pobres, y con Cristo revelador de la dignidad de los pobres hasta el punto de identificarse con ellos. En dos textos evangélicos se plasmará esta experiencia vicenciana. De un lado, Vicente se representa la escena de Nazaret en que Jesucristo, desenrollando el libro de Isaías, proclama: «El Espíritu del Señor está sobre mí; porque Él me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres» (Lc 4,18; 1s 61,1-2). Por otra parte, trata de introducirse en la escena del juicio final y escucha: «Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 35,40). Vicente se compenetra del mismo sentimiento de amor de Cristo que se compadece de la muchedumbre (cfr. Mc 8.2.), y trata de sumarse a esa misión de Cristo para «hacer efectivo el evangelio» en la doble vertiente de evangelización y de servido de los pobres.
El episodio del hereje, resistente a toda argumentación primero, y fácilmente convertido después por la acción de los misioneros, que llenos de paciencia y mansedumbre evangelizaban a los pobres campesinos, transmite a Vicente con toda claridad en qué iglesia se reconoce y se hace presente Jesucristo. En la experiencia misionera por las tierras de los Gondi palpa Vicente que la Iglesia debe ser continuadora de la misión de Cristo y ve que el sacerdote está llamado a esa misión como instrumento de Jesucristo mediante la acción del Espíritu Santo.
De ese contacto personal con Jesucristo, continuado a través de los acontecimientos y en creciente intimidad, brota en Vicente una única pasión y meta: vaciarse de sí mismo y revestirse de Jesucristo para continuar su misión. A la base de esta transformación hay sobre todo una experiencia mística, experiencia que le lleva a entregarse totalmente a Dios en el servicio de los pobres.
A dar forma y expresión a la experiencia vivida por Vicente a través de los distintos acontecimientos, contribuye la influencia doctrinal y teológica de los grandes maestros espirituales. En su biblioteca figuraban libros de espiritualidad en español, italiano y francés.
Ya en Dax tuvo ocasión de impregnarse de la doctrina franciscana, en particular su visión del primado absoluto de Cristo en el plan de la Creación, como principio, centro y fin de todas las obras de Dios «ad extra».
Pero será Bérulle, con su doctrina del Verbo Encamado, quien marque profundamente a Vicente. La influencia de Bérulle es decisiva. Desde el primer momento que le conoce, se pone a sus órdenes sin reserva. De la mano de Bérulle profundiza Vicente en la espiritualidad cristocéntrica. El desasimiento, la adhesión a Jesucristo y sus diversos estados, así como otras fórmulas de Bérulle son asimiladas con facilidad por Vicente de Paúl. En contacto con Bérulle pudo introducirse en la doctrina paulina del abajamiento de Cristo. Sin embargo, como señala acertadamente J. Calvet, «todos los términos que en Bérulle son puntos de partida para la especulación y contemplación, son en Vicente puntos de partida para la acción».
Con san Francisco de Sales Vicente se encuentra a gusto. El Verbo Encarnado no sólo manifiesta el amor debido a Dios, sino particularmente el amor que Dios nos tiene. La misma persona de san Francisco de Sales sirve de confirmación de la experiencia vivida por Vicente. En efecto, como él mismo declara el 17 Pe abril de 1628, en el proceso de canonización de san Francisco de Sales, su persona le cautivó tanto, porque vio en él al “hombre que mejor copió al Hijo de Dios». Con él concuerda la contraponer al éxtasis del entendimiento de origen dionisiano y a la «vida sobreeminente», el éxtasis de la voluntad y la Imitación de Jesucristo. A san Francisco de Sales sigue Vicente en la doctrina del amor de Dios como esencialmente activo.
Un consejero en el que depositará toda su confianza, será Andrés Duval, profesor de la Sorbona. En sintonía con él medita La Regla de la perfección de Benito de Canfield, casi un breviario para los grandes espirituales. La identificación con el señor Duval es tan plena que lo pondrá como modelo del misionero: «Los buenos misioneros deben ser santos y sabios como el señor Duval”.
El amor que Vicente siente por Jesucristo le tiene ya tan Cautivado que, como confesará más adelante a uno de sus misione ros, Jesucristo ha pasado a ser para él el «padre», la «madre» y el «todo». Jesucristo concentra para Vicente muy en concreto la auténtica visión de Dios y del pobre. Pascal escribiría: «No se puede conocer a Jesucristo sin conocer al mismo tiempo a Dios y la propia miseria».
- CRISTO EL ROSTRO HUMANO DE DIOS
Ante todo, Jesucristo descubre a Vicente la primacía absoluta de Dios. La estima que Jesucristo tenía por su Padre llena de admiración a Vicente. «¿Hay una estima —exclama– tan elevada como la del Hijo, que es igual al Padre, pero que reconoce al Padre como único autor y principio de todo el bien que hay en él?». Dios es el ser infinito y su excelencia está por encima de todo. Nuestra inteligencia no alcanza a comprender este «ser soberano y eternamente glorioso», «un abismo de dulzura». Este descubrimiento hace desbordar el corazón de Vicente: «Así pues, hermanos míos, hemos de trabajar en la estima de Dios y procurar concebir un aprecio de Él muy grande». Por eso Dios es digno de ser amado absolutamente y por encima de todo. «Así es, hermanos míos, esa es la situación en que todos nosotros tenemos que estar —inflama Vicente a sus misioneros con el ejemplo del P. Bourdaise—, esto es, dispuestos y preparados para dejarlo todo para servir a Dios y al prójimo, y al prójimo, fijaos bien, al prójimo por amor de Dios».
Dios nos revela su intimidad en la «igualdad y la distinción tres Personas». Ahí está el «origen de nuestra perfección modelo de nuestra vida». Entraremos en el amor de nuestro Jesucristo y de la Santísima Trinidad, si estamos animados por el Espíritu Santo.
La experiencia de Dios no es la de un Dios lejano, sino la de presente en todas partes, hasta en lo más íntimo de nuestra conciencia, y la de Dios Providente. Pero es, sobre todo, la experiencia del Dios que ama al hombre hasta el punto de enviar a su propio Hijo para salvarlo. Jesucristo descubre a Vicente el inmenso amor de Dios a los hombres. Este amor le hizo bajar del cielo movido de compasión hacia los hombres. Para expresar estos sentimientos de Jesucristo acude a la doctrina paulina. “Es menester —dice a los misioneros en la conferencia de 30 de mayo de 1659— que nos eleven las luces de lo alto para hacernos ver la altura y la profundidad, la anchura y la excelencia de amor». La misma Compañía ha sido escogida por Dios como instrumento de «su caridad inmensa y paternal, y las Hijas de la Caridad están llamadas a «representar la bondad de Dios delante de los pobres enfermos».
Jesucristo muestra el amor salvador de Dios que lo lleva a hacerse en todo semejante a los hombres menos en el pecado, cargando con todas sus miserias. Este rostro de Cristo lleno del amor salvador del Padre hacia los hombres cautiva totalmente el corazón de Vicente. La contemplación vicenciana de Cristo es «religión en orden a su Padre y caridad en relación a los hombres»: «Miremos el Hijo de Dios: ¡qué corazón tan caritativo!, ¡qué llama de amor… Sólo nuestro Señor ha podido dejarse arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades”.
- LOS POBRES EL ROSTRO SUFRIENTE DE CRISTO
El amor misericordioso y humillado de Cristo revela a Vicente la dignidad eminente de los pobres, e incluso el valor de la pobreza. El mismo rostro de Cristo le habla a la vez de la infinita bondad y el amor misericordioso de Dios y de la dignidad de los pobres.
Jesucristo se le aparece como el gran misionero enviado por el Padre: «En esta vocación vivimos de modo muy conforme a nuestro Señor Jesucristo que, al parecer, cuando vino a este mundo, escogió como especial tarea la de asistir y cuidar a los pobres. ‘Misit me evangelizare pauperibus’: Y si se le pregunta a nuestro Señor: ¿Qué es lo que has venido a hacer en la tierra? —A asistir a los pobres, ¿a algo más? —A asistir a los pobres, etc.
Vicente hace su personal composición de los destinatarios del anuncio de la Buena Nueva. Esos destinatarios son ante todo los pobres. De ahí la felicidad de Vicente y de los misioneros que se entregan como Jesucristo a la evangelización de los pobres: «La primera razón —explica— que tenemos para estar agradecidos a Dios por el estado en que nos ha puesto, por su misericordia, es que ese es el estado en que puso a su Hijo, que dice de sí mismo: “Evangelizare pauperibus misit me”: ¡Qué gran consuelo encontramos en este estado! ¡Cuánto hemos de agradecerlo a Dios! “Evangelizar a los pobres como nuestro Señor y de la misma manera que Él lo hacía…!»
Para Vicente no hay duda de la preferencia de Dios por los pobres. Su mismo amor hacia nosotros está en relación con nuestro amor a los pobres. La satisfacción de los misioneros está en que «esta pequeña Compañía de la Misión procura dedicarse con afecto a servir a los pobres, que son los preferidos de Dios; por eso tenemos motivos para esperar que, por amor hacia ellos, también nos amará Dios a nosotros».
La visión que tenía del pobre se transforma profundamente. «¿No son los pobres —proclama ante los misioneros— los miembros elegidos de nuestro Señor? ¿No son hermanos nuestros?». Esta transformación se produce porque, en su encuentro con Jesucristo, ha aprendido a ver a los pobres en Dios y no según la carne. Él es consciente de la dificultad que presenta el trato con los pobres. Su misma figura y modales repelen a veces, como para pensar en su dignidad. Sólo Jesucristo, que nos ha mostrado la bondad y misericordia de Dios, nos ha enseñado al mismo tiempo a ver a los pobres en toda su dignidad. Es el propio Vicente quien nos declara: «No hemos de considerar a un pobre campesino o a una pobre mujer según su aspecto exterior, ni según la impresión de su espíritu, dado que con frecuencia no tienen ni la figura ni el espíritu de las personas educadas, pues ton vulgares y groseros. Pero dadle la vuelta a la medalla y veréis con las luces de la fe que son esos los que nos representan al Hijo de Dios, que quiso ser pobre».
A partir de esta visión cambia totalmente la orientación hacia el pobre. Ellos son los «miembros de nuestro Señor» y, por lo tanto, servirlos a ellos es servir a nuestro Señor, y despreciarlos, será despreciar a nuestro Señor. La compenetración de Vicente con Jesucristo evangelizador de los pobres y presente en ellos es tan acabada que no duda en asegurar a las Hijas de la Caridad: «Al servir a los pobres, se sirve a Jesucristo. Hijas mías, ¡cuánta verdad es esto! Servir a Jesucristo en la persona de los pobres. Y esto es tan verdad como que estamos aquí. Una hermana irá diez veces cada día a ver a los enfermos, y diez veces cada día encontrará en ellos a Dios». Por eso deben servir a los pobres enfermos con dulzura y amor, e incluso considerarlos sus amos y señores, ya que ellos representan a Jesucristo que no cesa de proclamar: «Lo que hagáis al más pequeño de los míos, lo consideraré como hecho a mí mismo» (Mt 25,40.45). De esta manera, «los pobres son quienes nos abren las puertas del cielo».
- PARTICIPACIÓN EN LA MISIÓN DE CRISTO
El Jesucristo que conoce San Vicente no solamente pide ser contemplado, sino que espera ser continuado en su misión. San Vicente siente su vocación como una continuación de la misión evangelizadora de Jesucristo. Arrebatado por su amor, no puede menos de comprometerse en su acción salvadora. Lo siente como un imperativo.
El 25 de octubre de 1643 se expresaba ante los misioneros con estos vivos sentimientos: «Imaginemos que nos dice: Salid, misioneros, salid; ¿todavía estáis aquí; habiendo tantas almas que os esperan, y cuya salvación depende quizás de vuestras predicaciones y catecismos?.. ¡Oh! ¡Qué felices serán los que puedan decir, en la hora de la muerte, aquellas hermosas palabras de nuestro Señor: Evangelizare pauperibus misit me Dominus. Ved, hermanos míos, cómo lo principal para nuestro Señor era trabajar por los pobres. Cuando se dirigía a los otros, lo hacía como de pasada. ¡Pobres de nosotros si somos remisos en cumplir con la obligación que tenemos de socorrer a las pobres almas! Porque nos hemos entregado a Dios para esto, y Dios descansa en nosotros».
El motor que mueve a Vicente es el amor de Dios a los pobres, que se hace presente en Jesucristo de dos maneras: cumpliendo su misión de Salvador a través de su vida y su muerte, e identificándose Él mismo con los pobres. San Vicente recoge ambas dimensiones y alienta, ya a los misioneros, ya a las Hijas de la Caridad, para hacerles participar de esta misión de Cristo. «¿Puede haber algo más hermoso y digno de aprecio —comenta a las Hijas de la Caridad— que una persona que lo deja todo para entregarse por entero a Dios para el servicio de los pobres?».
En la apreciación de Vicente, la primera obligación de la Iglesia, como continuadora de la misión de Jesucristo, es la atención de los pobres. Por eso, aun saliéndose de su proverbial humildad, no duda en confesar a las Hijas de la Caridad la valoración que sobre su Compañía le había dado la duquesa de Ventadour: «Padre, no veo ninguna obra y ninguna compañía más útil a la iglesia de Dios que ésta». La experiencia de su propia adhesión e Jesucristo no le permite ocultar esta realidad.
El punto clave de inflexión en la salida de la crisis de fe se produce, según nos relata Abelly, cuando Vicente se esfuerza en vivir la afirmación evangélica: «Lo que hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 25,40) y «decidió un día tomar una resolución firme e inviolable de honrar aún más a Jesucristo, y de imitarlo con mayor perfección que hasta entonces y fue: entregarse toda su vida por su amor al servicio de los pobres»’.
Para participar en esta misión de Jesucristo es necesario revestirse de su mismo espíritu, que entraña una «estima maravillosa a la divinidad», un amor sin medida a su Padre», que se manifiesta, como recuerda san Pablo, anonadándose (Cfr. Fil 2,7) y dando la prueba suprema del amor: «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (In 15,13). El corazón de Vicente, toda su persona, sintoniza con este espíritu de Jesucristo y arde en celo por continuar su misión. El pan que come le parece que es robar el sudor a los pobres. Exclama: «Vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de los pobres. Al ir al refectorio deberíamos pensar: ¿Me he ganado el alimento que voy a tomar? Con frecuencia pienso en esto, lleno de confusión: Miserable, ¿te has ganado el pan que vas a comer, ese pan que te viene del trabajo de los pobres?».
José Mª López Maside
CEME 2010