San Justino de Jacobis y el encuentro con los cristianos coptos de Etiopía

Francisco Javier Fernández ChentoJustino de JacobisLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Luigi Mezzadri, C.M. · Traductor: John de los Ríos, C.M.. .
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El pecado más grave del historiador es el de interpretar un personaje con categorías ajenas a su tiempo y a su cultura.

Hablando de san Justino de Jacobis (1800 -1860) no me atrevo a atribuirle un papel en el movimiento y diálogo ecuménico. El movimiento ecuménico nace después. Comenzó en el seno de las iglesias protestantes a principios del siglo XX, y sólo más tarde tocó el mundo católico.

Aun con estas premisas, creemos que san Justino se constituye en un precursor del encuentro y el respeto entre católicos y coptos.

Para entender al santo es necesario recorrer la historia de las relaciones entre catolicismo y cristiandad etiópica, y considerar después su acción hacia unos cristianos que nacieron ciertamente mucho antes de Calcedonia.

Encuentros y malentendidos

Etiopía era el único reino cristiano —aunque si monofisita— de Africa. Con esta mítica nación del «Preste Juan» entraron en contacto los portugueses en el siglo XVI.1

El negus Lebna Deugel (o David: 1508-1540), después de haber infligido algunas derrotas a los musulmanes, fue vencido por un hábil jefe militar, Ahmed ibn Ibrahim, llamado Gran, «el zurdo», que ayudado por los turcos derrotó a los etíopes y saqueó su territorio causando daños incalculables al patrimonio artístico y cultural.

El nuevo emperador, Claudio (1540-1559), pidió entonces ayuda a Goa. Se le envió una expedición de 400 portugueses, comandados por Cristóbal da Gama, hijo de Vasco. Este fue derrotado y murió, pero murió también su rival, el Zurdo, herido por un disparo de arcabuz.

Dado que eran cristianos monofisitas, el tipo de apostolado fue diverso del de África islámica o negra. No era necesario el «primer anuncio». Como dependían del Patriarcado copto de Alejandría, se juzgó que la única estrategia posible era la de hacer venir un Patriarca latino. Con una substitu­ción de persona y con el apoyo de Portugal y del negus se realizaría el propósito de unir esta iglesia a Roma.

Fue lo que pensó san Ignacio de Loyola cuando, de acuerdo con Juan II de Portugal mandó una expedición de jesuitas, guiada por Juan Nunes Barreto, acompañado de Andrés de Oviedo y Melchor Carneiro. El primero habría debido ser el patriarca y los otros obispos coadjutores.

El santo escribía a sus misioneros que debían luego hacer entender al negus que «no hay esperanza de salvarse fuera de la iglesia católica romana».2

La aparición en la corte debería ser fastuosa y solemne para impresionar a los etíopes. Entre otras cosas «que las bulas y los breves sean por fuera lo más vistosos que sea posible».3 Como medio de evangelización aconsejaba escuelas y colegios; a muchos se les debía enviar a Goa, Coimbra y Roma o Chipre. Pronto debería fundarse una universidad. Y con los misioneros deberían llegar también «hombres ingeniosos» que enseñasen a hacer puentes, a cultivar la tierra, a pescar, a cuidar de los enfermos, para que aprendiesen «que todo bien, aun el corporal, viene con la religión».4 Un punto delicado era el de la disciplina penitencial, que en Etiopía era muy rigurosa, si bien no producía resultados en las costumbres. Por esto «las asperezas que usan en el ayuno y otros ejercicios corporales, parece se puedan con dulzura moderar y reducir a la medida de la discreción». Pero sobre todo se debía hacer comprender que la caridad puede más que las mortificaciones, y por lo mismo debían fundar hospitales y tener en cuenta las obras de misericordia.5

Para preparar el camino de la misión mandó en avanzada a dos jesuitas, Gonzalo Rodríguez y el hermano Fulgencio Freire.6 El padre Rodríguez, habida cuenta de la índole de algunos personajes, antes que limitarse a una función de exploración, pensó que sería justo iniciar una confrontación polémica. En forma desafortunada compuso un opúsculo que al negus no agradó, por cuanto atacaba errores de los etíopes que, según él, no habían ellos defendido jamás. A un cierto punto el jesuita intimó al negus que se sometiera al Papa.7 Vuelto a Goa refirió que la invitación del negus era sólo instrumental: él no quería la unión con Roma sino las armas de los portugueses. Llevaba consigo un escrito, conocido como la Confesión de Claudio, en defensa da la doctrina de la iglesia etiópica. En la primera parte exponía la doctrina trinitaria, y pasaba después a exponer cómo la iglesia etiópica se había mantenido siempre fiel a la tradición apostólica, explicando finalmente algunos ritos como la observancia del sábado, las razones para mantener la circuncisión y las razones por las que los etíopes no comen carne de cerdo.8

La misión con Oviedo partió igualmente y se estableció en Fremona, por los lados de Aksum. Oviedo pensó poder convencer al emperador exponiéndole la necesidad de la unidad de fe y del retorno a la unidad de Roma y la vacuidad del argumento de la fidelidad a las tradiciones de los antepasados.9 Oviedo escribió una obra titulada El primado de la Iglesia Romana. El negus leyó con atención el escrito, y reaccionó muy duramente, declarando punible con la muerte a quien osase adherir a la Iglesia católica. Oviedo quedó ofendido, y declaró, el 2 de febrero de 1559, que los etíopes eran «refractarios y obstinados contra la iglesia» porque no querían volver a Roma. Acusó a los etíopes de reiterar el bautismo, de observar el sábado y la circuncisión, de no comer carne de cerdo, de declarar pecador al hombre casado que entraba en la iglesia después de haber tenido relaciones con la legítima esposa, de sostener la unidad de naturaleza en Cristo y de celebrar la fiesta de Dióscuro.10 Es un documento muy curioso, porque une elementos doctrinales con otros de naturaleza diversa, ya explicados por lo demás en la Confessio Claudii.

Después del fracaso de esta misión —en el intervalo los jesuitas trabajaron sólo para los portugueses— los hijos de san Ignacio intentaron de nuevo, mandando en 1589 a dos españoles, Antonio de Monserrate y Pedro de Páez, disfrazados de mercantes armenios. En un primer momento fueron capturados y reducidos a esclavitud en el Yemen; una vez liberados volvieron a intentar el viaje y Pedro de Páez fue recibido por el negus Za-Deugel (1597-1607).

Páez se puso ante todo a estudiar el Gheez. Comprendió que el problema de la división entre Roma y la Iglesia Etiópica no era de carácter doctrinal sino disciplinar. La gente de Etiopía estaba orgullosa de las propias tradicio­nes y no quería abandonarlas. La prisión le había enseñado a respetar los ritmos del Oriente, el estudio asiduo le había llevado a apreciar la teología de la Abisinia, muy lejana de la complejidad de la occidental y del conceptualismo escolástico. Apreció por el contrario la piedad de los etíopes, su devoción eucarística y mariana. En la corte encontró gente culta, Liks y Defteras.

El negus era consciente de detentar un poder no seguro. A su alrededor se tejían estrategias ocultas, juegos de poder y de palacio. Buscó por lo mismo alianza con Portugal, alianza que sabía no era posible sin la sumisión religiosa. Escribió por tanto al Papa y al Rey de Portugal (aunque en realidad las dos coronas de España y Portugal estaban reunidas en la persona del Rey de España), para pedir ayuda contra los enemigos comunes, los turcos. Había intuido que contra sus enemigos tenía necesidad de la alianza del partido católico-portugués. Favoreció por ende de todos modos las discusiones, tomando partido abiertamente por los jesuitas. Páez, por su parte, fue seductor y convincente. Tenía un carácter abierto, poseía la lengua y manejaba bien la literatura copta. Bien pronto sus argumentos se demostraron vencedores mas no convincentes. Era netamente superior a sus interlocutores a nivel dialéctico, no a nivel sicológico. El negus quiso asistir a las celebraciones católicas, que fueron admiradas por el fasto, la compostura y la belleza. En un encuentro secreto el negus afirmó haber quedado muy impresionado por la demostración del primado del Romano Pontífice. Dijo que estaba dispuesto a someterse, y pidió, como signo concreto de reconciliación, el envío de un patriarca católico y la mano de la hija de Felipe III para su hijo.

Ahora la pregunta es: ¿era sincero, o bien sus afirmaciones eran interesadas? Cierto que es difícil decir que después de una veintena de días de debate los argumentos aducidos hubieran sido tan persuasivos que provocaran un cambio tan radical.11

La gran crisis

El negus fue arrastrado por los acontecimientos, derrotado y muerto en batalla por algunos jefes feudales, pero no —como sostienen las fuentes portuguesas— por motivos religiosos, sino políticos.12 Fue llamado al trono Yakob (1605-1607), que fue casi inmediatamente destronado por Susenyos (Seltan Sägäd: (1607-1632). Tenía éste 33 años, era un óptimo soldado pero debió luchar esforzadamente para someter el país.

Se mostró desde el principio favorable a los jesuitas. Apenas coronado en Aksum donó a los padres 30 onzas de oro. En la corte se dieron las primeras conversiones, señal de que el clima había cambiado. El hermano del rey, Se’elä Krestos, llegó a ser, según Almeida, un segundo san Pablo en el celo por destruir los errores del judaísmo y las herejías de Eutiques y Dióscuro.13 Organizó coloquios religiosos, pero, en vez de asumir la posición de árbitro, se mostró favorable a los padres. Finalmente el emperador impuso el silencio a los adversarios.

Poco a poco se dio en él una involución intransigente. Comenzó a mostrarse como poseído de un delirio de omnipotencia. Mientras se justificaba a sí mismo, declarándose libre de imitar a su ilustre antepasado Salomón para mantener un harén bien surtido, trataba de acabar con los adversarios de fuera (Falasacia, Galla) y de adentro. El abuna Simeón reaccionó con la excomunión, pero por el momento no tuvo éxito. Los monjes rebeldes fueron flagelados. En 1615 el negus emanó un edicto cristológico, que no codificó el término de las dos naturalezas, tan mal vistas por los monofisitas. Afirmaba en él que Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre, que la naturaleza humana no se diluyó en él sino que está unida con la naturaleza divina en una sola persona.14 Eso estaba bien combinado y era por tanto aceptable, pero se podía criticar el modo como fue impuesto. Los monofisitas temían que fuera el primer paso para la latiniza­ción y para una más rápida ‘catolicización’. Los jefes feudales disidentes por su parte encontraban conveniente aprovechar toda ocasión de discordia para exaltar los ánimos. Para ellos era válido el principio: tanto peor, tanto mejor.

Se desencadenó una serie de insurrecciones, de guerras, de conjuras palaciegas, que obligaron al negus a extenuantes batallas. Tuvo a su lado a buenos generales católicos, el primero entre ellos a su hermano Se’elä Krestos.

Los jesuitas entretanto se dedicaban a las traducciones, a la dirección de colegios, que eran tres en 1620, con 80 alumnos, a la evangelización de las zonas paganas, como los Agaw, que obtuvieron del emperador la promesa de ser protegidos a condición que aceptasen a los jesuitas. En la correspondencia de estos empiezan a asomarse dos temas: el problema del patriarcado católico y el de un apoyo militar. El negus pedía 1.500 soldados españoles con los que habría podido desbaratar a sus adversarios.

Las crecientes dificultades, antes que moderar el celo del soberano, excitaron mayormente su amor propio y su activismo. Prohibió ante todo la observancia del sábado, y luego, mientras crecía la protesta y la sublevación de las poblaciones Damot, proclamó su adhesión al catolicismo. Esto sucedió solemnemente el 2 de noviembre de 1621. En un marco fastuoso recordó el tesorero imperial Mälke’a Krestos los errores cristológicos y el triste fin de los enemigos de la ortodoxia, y proclamó válida para el reino la condena de Dióscuro en Calcedonia. la única verdadera doctrina era la de las dos naturalezas en Cristo, doctrina ésta no importada sino enseñada desde siempre en Etiopía. La conclusión fue: «Ésta es la fe del emperador y ésta es nuestra fe».15

Entretanto, muerto Páez en 1622, quedaba la misión desguarnecida de misioneros, dado que quedaban cuatro sacerdotes y un hermano. La Compañía hizo un esfuerzo y mandó un notable grupo de misioneros, y sometió a Felipe IV un elenco de candidatos para el puesto de patriarca. Se eligió a Alfonso Méndez (1579-1639), buen teólogo de Évora pero que no conocía nada de Etiopía. Se le consagró, junto con su coadjutor Diego Seco, el 12 de marzo de 1623. Se había escogido también un segundo coadjutor en la persona de Juan da Rocha. Pocas veces sea habían seleccionado personas menos indicadas para un papel tan importante. Méndez hubiera debido llegar a Goa de incógnito, porque los espías de los turcos vigilaban y podían olfatear una buena presa. En cambio se dejó llevar por la manía de ostentación y se presentó con las insignias pontificales. Después se puso a discutir con los padres por cuestiones económicas.

Finalmente llegó a Etiopía (1625), donde, con el nuevo personal, se estaba llevando a cabo una acentuada latinización. Un jesuita, hecho inaudito, fue nombrado superior de todos los monasterios e iglesias del Imperio. Ellos pensaron que la iglesia etiópica no administraba válidamente los sacramentos. Se pusieron luego a purgar el misal etiópico y a mitigar el ayuno, que los etíopes conservaban con meticuloso cuidado. Como le habían comunicado dudas sobre la validez de los sacramentos, escogió la solución «más segura», la de rebautizar y reordenar.

Méndez, a diferencia de Páez que se había comportado con prudencia, en vez de estudiar la situación y de aprender la lengua y los usos del país, obró con precipitación y sin tacto, más como autócrata que como pastor. En lugar de pedir, imponía. Se sintió revestido de una autoridad casi absoluta. Ni siquiera el Papa era tan decidido y perentorio.

El 11 de febrero tuvo lugar la solemne profesión de fe del negus. Se impuso la fecha de la Pascua según el cómputo romano; se impuso un juramento igual en todas las provincias; los adversarios de la fe calcedonense podían ser castigados por el delito de lesa majestad, todos los sacerdotes quedaban suspendidos mientras no hubieran sido aprobados por Méndez; el que no se uniera a la Iglesia romana y escondiera a los contumaces podía ser castigado con la pena capital; el ayuno del miércoles fue sustituido por el mariano del sábado. Barneto se distinguió con un gesto todavía más clamoroso: entró en la iglesia madre de Etiopía, en la que se creía fuese guardada el Arca de la Alianza,16 deshizo el Tabernáculo, una vez que los monjes hubieron sacado las tablas, e hizo reconstruir la iglesia bajo otro título. En el lugar del Sancta Sanctorum se erigió un altar romano.17

Méndez prosiguió en su propia inflexibilidad. No quiso conceder el retorno, al menos parcialmente para quien lo pidiera, al rito etiópico; hizo desenterrar a un abad famoso, enemigo de la restauración católica; ordenó que fuese flagelada una hechicera; permitió que los misioneros prosiguieran en sus empujes reformatorios; no obró con tacto con una princesa divorciada.

Las provincias estaban en ebullición. El emperador, exasperado, se dirigió al patriarca para tener apoyo. Pedía poder conceder la restauración de la liturgia copta, el ayuno del miércoles, la práctica de la circuncisión y el restablecimiento de la fecha de la Pascua. Méndez concedió algunas peticiones, pero rechazó decididamente la vuelta al rito de la circuncisión y la celebración pascual según la cronología copta.

El 23 de abril, bajo la presión de las hordas de campesinos rebeldes, emanó un edicto que a Méndez le pareció una usurpación de sus prerrogativas patriarcales. El patriarca exigió al negus su revocación. Éste la hizo, pero ya los acontecimientos habían superado las voluntades. El 24 de junio fue constreñido a conceder la libertad religiosa. No abdicó, como sostienen muchos historiadores, pero quedó reducido a un fantoche. Era el primer paso para la supresión del catolicismo.

Muerto el negus, exclamando en alta voz: «Muero en la santa fe de Roma»,18 Méndez y sus misioneros fueron desterrados; los católicos más notables, llevados al exilio o condenados a muerte. El monofisismo se impuso de nuevo, y Etiopía se cerró por dos siglos a toda clase de influjo.

Una misión capuchina fue fundada en el Cairo, gracias al padre Joseph de Tremblay. Los padres Agatangelo di Vendôme y Casiano de Nantes llegaron hasta la Tebaida. También los franciscanos, y los jesuitas desde 1698, pusieron pie en Egipto. Desde allí trataron de llegar a Etiopía. El problema de los recién venidos era sobre todo el de llegar. Las puertas de Etiopía estaban por entonces cerradas y los coptos sentían una profunda aversión por los «francos».

El drama de la unidad en san Justino

Cuando san Justino19 llegó a Etiopía (1839) no trajo nada de nuevo. Si nos referimos a su Diario20 vemos claramente cómo su pensamiento no fuese diverso del de sus contemporáneos. Tenía ante sus ojos una iglesia que descuidaba los sacramentos, necesitada de reforma y afirmada en posiciones doctrinales que juzgaba heréticas.

En una carta del 4 de junio de 1841 se dirigía al «jefe de los herejes coptos».21 Poco después el Diario contiene una conversación imaginaria entre un  viajero, que es el mismo Justino, y nadie menos que el abuna Salama:

Escucha, hijo —comenzó a decirme estrechando mi diestra en sus manos cálidas y trémulas—, los cristianos de éste mi país se han vuelto ahora como un sarmiento cortado de la vid. Son ya cuarenta años que esto me hace derramar día y noche ríos de lágrimas delante de Dios mi Señor». Esta sola palabra bastó, en efecto, a abrir como dos fuentes de llanto en sus ojos. La expresión de que se había servido para expresar el estado del cristianismo en Abisinia, usando una de las más terribles imágenes de que se haya servido Jesucristo para hablar de las sectas y de las herejías —y esto dicho por aquel hombre tan conmovido por los males de su patria—, venció la gran dificultad de mi naturaleza para derramar lágrimas, y me hizo llorar como un niño.

Se precisó no poco para volver ambos a la calma necesaria para retomar  el  hilo  de  nuestra  conversación.  «Hoy  no  es  ayuno —recomenzó el venerable anciano—, ha pasado ya la hora de comer. Bendeciremos Dios todos juntos por la providencia que nos manda, y continuaremos nuestra conversación».

Salama: El santo David tenía mucha razón en la mayor vivacidad de su plegaria, de gritar: Sálvame, Señor, ya que, con ser santo, cayó. Eutiques, viejo solitario de Constantinopla, que como Apolo combatiera las blasfemias de Nestorio, cayó en el abismo de la herejía.

Viajero: ¡Oh humana fragilidad! Pero, padre mío, dícese que en aquella condena de Eutiques pura perfidia y vil envidia se desencadenaron contra el buen Archimandrita. (…)

Salama: Rememora, hijo mío, a aquel Obispo Eusebio de Dorilea. Era la primera vez que Nestorio osaba proferir, en la Gran Catedral de Constanti­nopla, sus blasfemias, cuando este Eusebio, aún laico y simple abogado, se puso en pie y «Patriarca —dijo, intrépidamente— traidor del depósito de la fe, qué herejía profieres en aquesta cátedra de la verdad». En ese instante los ojos de todos aquellos católicos se volvieron a él para reconocer y para admirar al novel Defensor de la fe: toda Constantinopla lo conoció desde entonces y grandemente lo amó. Desde aquel momento él fue reconocido por todos los católicos de Constantinopla, que habían aplaudido su reprensión, como el más vigoroso enemigo de la impiedad nestoriana. El archimandrita Eutiques que en aquel tiempo, y en aquella su avanzada edad, brillaba entre los primeros campeones de la verdad contra los errores de Nestorio, amó a Eusebio y llegó a ser con él un solo corazón y una sola alma.

Viajero: ¿Verdaderamente..?

Salama: Esta es la verdad, atestiguada por todos los historiadores veraces de aquel tiempo. (…)

Viajero: Padre mío, ¿qué hizo entonces Eutiques, condenado? ¿Reconoció su error?

Salama: ¡Oh, felices nosotros si hubiese reconocido su error! No estaríamos ahora nosotros, los abisinios, separados del Padre común de los fieles, del sucesor de san Pedro, del Papa romano. No seríamos como ovejas sin pastor abandonadas a los lobos. En vez de confesar su error se obstinó en su pecado, y, como sabía que el Papa romano es la Cabeza de la Iglesia, le escribió una carta.22

En otro pasaje escribía Justino estas claras palabras:

En Roma está la verdadera fe. En Roma está la fe de san Pedro. La fe de san Pedro no puede faltar, como dice Jesucristo. La fe de Roma es la maestra de todos. Apacienta mis ovejas, como dice Jesucristo. El que tiene la fe de Roma tiene la fe de Pedro, de Jesucristo. El que deja la fe de Roma deja la fe de Pedro, y de Jesucristo. Yo tengo la fe de Roma. (…) En Alejandría hay dos Patriarcas, uno separado de Roma, otro unido a Roma. Si manda aquí un Abuna el Patriarca separado de Roma, sucederá lo que sucedió al Abuna Cirilo, que fue obligado a irse de Gondar. Si viene un Abuna de parte de aquel que está unido a Roma se acaba toda discusión. Jesucristo ha hecho maestro de la fe al Pontífice Romano. ¿No es verdad? Pues cuando haya duda vayamos al maestro dejado por Jesucristo, y él nos impondrá en la verdadera fe.

¿Queréis ver que el Patriarca de Alejandría es el herético? Leed este libro (El diálogo sobre la fe abisinia, en amárico) y después considerad. El Patriarca de Alejandría dice: «La fe de san Pedro ha faltado». Jesucristo dice: «Tu fe, Pedro, no faltará jamás». ¿Quién habla bien? ¡Jesucristo! Luego el Patriarca habla contra Jesucristo, luego es herético. Todos los abunas que os ha mandado desde que se separó de Roma son heréticos: la fe que os han enseñado estos es herética. ¿Queréis verlo? Aquí no hay una fe sino tres, y las tres no pueden ser verdaderas: porque la verdadera es una sola. ¿Cuál es la verdadera de las tres? Quién lo sabe. Luego en Abisinia vosotros no sabéis cuál es la fe verdadera. Luego la fe ha faltado. Si queréis saberlo, id al maestro dejado por Jesucristo para enseñar la fe, y él os la enseñará. ¿Dónde está el maestro de la fe, en Alejandría? No. en Alejandría está el sucesor de san Marcos. Ahora bien, Jesucristo no ha hecho a san Marcos maestro de todas las iglesias. ¿Dónde está, pues? En Roma, en Roma está el sucesor de san Pedro y el maestro de la fe. Si os place, pues, pedid un abuna al Patriarca que está en Alejandría y tiene la fe de san Pedro. Y él vendrá sin pedir nada. Antes viene a traeros dineros.23

El pensamiento eclesiológico de Justino no cambió. Antes bien fue esta fidelidad suya a la Una Sancta la que le permitió confesar la fe, si bien no hasta la efusión de la sangre.

Desde el punto de vista práctico estuvo lleno de atención y de caridad. Se prestó a guiar la delegación de cerca de 50 personas para la selección del abuna,24 que debía hacer el Patriarca copto de Alejandría de Egipto. El viaje permitió a Justino conducir la delegación hasta Roma y Jerusalén, por lo cual algunos, como el futuro beato Ghebra Miguel, tuvieron ocasión de conocer mejor la Iglesia católica. Sin embargo, este resultado positivo quedó como anulado por la selección del nuevo Abuna en la persona del corrupto abba Andraos, mejor conocido como el Abuna Salama (1821-1867).

Naturalmente en este retrato de la situación no se debe olvidar que las dificultades no las encontró Justino solamente fuera de la Iglesia. Su Superior General no lo quiso mucho. El cohermano José Sapeto dejó el sacerdocio. El también cohermano y sucesor suyo, Mons. Lorenzo Biancheri, fue hombre «duro y mezquino» que además se mostró contrario a la institución del clero nativo.

San Justino fue, pues, un hombre solo. Pero su soledad no fue la soledad de los viles, sino la de los santos. No buscó consensos. Aun en el diálogo con la iglesia etíope dijo la verdad. Dijo su fe.

Si, pues, es difícil considerarlo entre los que prepararon el movimiento ecuménico, su verdadera grandeza estuvo en su fe esculpida en la roca por la que vivió y murió. Esa preparó el diálogo en el sentido de  que anuncio con coraje las verdades en que creía. También éste es un modo de abrir camino al encuentro con los hermanos coptos.

Su contribución a la aproximación de las iglesias fue otro. Ante todo, asumió de lleno las costumbres, respetó la mentalidad y compartió la vida de la gente que evangelizaba. Además, su estilo de vida, embebido de oración, su comportamiento austero pero amable y su respeto por todos le aseguraron muchas simpatías entre el clero copto. No cometió el error de los jesuitas de los siglos XVI-XVII: no abolió las antiguas usanzas, no criticó ritos ni desmanteló altares. No fue un feroz latinizador. Aquellos que pasaban al catolicismo no se veían costreñidos a dejar su rito. Desde un comienzo trabajó por el clero nativo, fatiga criticada por ejemplo por Biancheri. Pero de ese modo trabajaba para el futuro. Aunque convencido de sus posiciones, no cayó en la polémica. Convencido de tener la razón, no se impuso con la intransigencia sino con el amor. Esta fue el arma vencedora de Justino y de todo ecumenismo.

  1. J. Ludolf, Historia Aethiopica, Francofurti 1681; id., Commentarius ad suam Historiam Aethiopicam, Francofurti 1691; J.-B. Coulbeaux, Histoire politique et religieuse de l’Abyssinie, 2 vol., Paris 1929; L. Lozza, La confessione di Claudio re l’Etiopia (1540-1559), Palermo 1958;  J. Doresse, Histoire de l’Éthiopie, Paris 1970; id., La vie quotidienne des Etiopiens chretiens (aux XVIIe et XVIIIe siècle), Paris 1972; Tewelde Beiene, La politica cattolica di Seltan Sägäd I (1607-1632) e la missione della Compagnia di Gesù in Etiopia. Precedenti, evoluzione e problematiche, 1589-1632, Roma 1983 (uso también el original de la tesis, con la sigla TB, y la página, en cuanto la publicación es un extracto de algunos capitulos); Ph. Caraman, The lost Empire. The Story of the Jesuits in Ethiopia, 1555-1634, London 1985 (tr. fr; 1988).
  2. C. Beccari, Rerum Aethiopicarum Scriptores Occidentales inediti a saeculo XVI ad XIX, 15 vol., Romae 1903-1917 (abreviado: RRAeSS ): la cita es: RRAeSS I, 240.
  3. C. Beccari, RRAeSS I, 241.
  4. C. Beccari, RRAeSS I, 250.
  5. C. Beccari, RRAeSS I, 243. 249.
  6. Tewelde Beiene, La politica cattolica di Seltan Sägäd I (1607-1632) e la missione della Compagnia di Gesù in Etiopia. Precedenti, evoluzione e problematiche, 1589-1632, Roma 1983, 77-83.
  7. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 82.
  8. El negus explicaba con razones de costumbre y de tradición.
  9. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 93.
  10. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 95s.
  11. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 26-28.
  12. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 32.
  13. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 65.
  14. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 85.
  15. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 147.
  16. De ella los monjes habían quitado y escondido las Tablas de la Ley.
  17. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 283.
  18. Tewelde Beiene, La politica cattolica, 377.
  19. Numerosas son las biografías dedicadas al santo como aquellas de Arata (1939), Baetman (1939), Castagnola (1939), D’Agostin (1910), De Dominicis (1899), Demimuid (1905), Devin (1866) Guerra (1975), Herrera (1946), Larigaldie (1910), Lubeck (1922), Pane (1949), Salotti (1940), Spirito (1941), Troisi (1928-35). Todavía es válida la biografía de E. Lucatello-L. Betta, L’Abuna Yaqob Mariam (S. Giustino de Jacobis), Roma 1975.
  20. Giustino de Jacobis, Scritti. I Diario, Roma 2000.
  21. Giustino de Jacobis, Diario, 162-164.
  22. Giustino de Jacobis, Diario, 165-190.
  23. Giustino de Jacobis, Diario, 191-192.
  24. Como es claro, en Etiopía no había entonces un patriarca. Esto fue concedido solo en tiempos recientes.

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