Reflexiones sobre la SSVdP

Francisco Javier Fernández ChentoHistoria de la Sociedad de san Vicente de PaúlLeave a Comment

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Autor: José Ramón Díaz-Torremocha · Año publicación original: 2010 · Fuente: Las Conferencias de San Vicente de Paúl.
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¿Fundador? ¿Fundadores? ¿Etapa Fundacional cole­giada?

En 1.856, tres años después de la muerte de Federico Oza­nam, primero que fallece de entre los miembros reconoci­dos como Fundadores, se inicia una discusión que, a pesar del tiempo transcurrido, continúa vigente en nuestros días aunque con mucha menor intensidad: es la duda en cuanto a quien calificar como verdadero Fundador de la Sociedad, de las Conferencias de San Vicente de Paúl.

La mayoría de los relatos sobre la misma, sobre la Fun­dación, se inclinan ya desde aquella temprana hora, por calificar como tales o a Emmanuel Bailly, Primer Pre­sidente General, o a Federico Ozanam. Sus dos fami­lias, más tarde incluso los Asuncionistas en el caso de Bailly y diferentes consocios situados detrás de cada facción, defienden y pretenden asignar a cada uno de sus deudos en exclusiva, el mérito completo de la misma. Ambas corrientes, como acertadamente señala el Profesor Brejon de Labergnee, se dejan arrastrar por el espíritu clerical de la época de sentir la necesidad de un único Fundador al que donar todo el mérito de la fundación y posteriormente, si fuera posible, elevar a los altares y utilizar su vida y obras como ejemplo para la de cada una de la de sus seguidores.

Se impone claramente el partido de Federico Ozanam, cuando. sus seguidores, consiguen que el propio Consejo General de la Sociedad, reacio en principio a considerar tal posibilidad de un único Fundador, desafortunadamente tanto para la verdad histórica como para el reconocimiento de la riqueza colegial de la Fundación, se inclina por re­conocer ese título a quien después sería declarado Beato por la Santa Iglesia: a Federico Ozanam. A partir de aquel momento, parece como si desaparecieran de la historia de la Sociedad, el resto de los Fundadores incluso los de la primera hora a los que solo se nombra de pasada y los cua­les, prácticamente, son orillados por la «historia oficial». Habrían de esperar a la renovación y aprobación de la Regla de la Sociedad en octubre de 2.003, para que vol­vieran a ser oficial y nominalmente citados y reconocidos en un documento importante de la Institución. Comenzaba pues, con el reconocimiento del Consejo General, la con­solidación de un mito en la más absoluta acepción del tér­mino.

Sin embargo, la verdad es mucho más rica y presenta ma­tices singulares comparándola con cualquier otra Funda­ción eclesial. Efectivamente, la mayoría de las grandes fundaciones eclesiales conocidas, son producto de la ins­piración de un consagrado o consagrada que ilumina un momento determinado de la historia eclesial y descubre matices determinados con los que servir de un nuevo modo a la Historia de la Salvación. Incluso una fundación como la de los Servitas, (Florencia 1.233), también realizada por siete seglares, no puede compararse con la de la So­ciedad pues, si bien aquellos se apartaron del mundo fun­damentalmente para honrar a María dedicándose además a los pobres, los miembros de las Conferencias continua­ron manteniendo su estado laical, y actuando como padres de familia, profesionales y trabajando en el mundo. No hay parecido posible.

Pero aquellos que se dejaron arrastrar entonces e incluso los que hoy mantienen una u otra postura, defendiendo a uno u a otro – Ozanam/Bailly — como fundadores, ignoran que realmente nos encontramos ante una Fundación mucho más compleja como para poder ser asignada a una sola persona por mucho que fueran los méritos individua­les que lo fueron, de las dos figuras puestas en oposición.

Nos encontramos ante una Fundación en primer lugar múl­tiple, colegiada y que se extiende al menos — la etapa fun­dacional -, hasta la promulgación del primer Reglamento en 1835 y fundamentalmente, hasta la edición de lo que podríamos considerar verdadera Carta Fundacional: el Pró­logo a ese Reglamento, que aunque realizado íntegramente por Emmanuel Bailly y recogido en el Capítulo de Docu­mentos y algunos textos básicos de este libro, va mucho más allá del propio pensamiento de su autor. Efectiva­mente, recoge además del indudable pensamiento de Bailly, toda la filosofía y experiencias de la fundación co­legiada que, por verdadero designio divino, se habían pro­ducido a lo largo del periodo que abarca de mayo de 1.833 a diciembre de 1.835. Este Prólogo, Carta Fundacional, si recoge por primera vez, las aspiraciones de lo que hoy co­nocemos y reconocemos, como Conferencias de San Vi­cente de Paúl.

Una Fundación múltiple y colegiada, en primer lugar pues, hay que recordar, no existe por parte de ninguno de los siete fundadores, texto alguno conocido e imputable a uno de ellos individualmente, que recogiera toda la riqueza de la filosofía de las Conferencias al principio de las mismas. Ni tan siquiera la primera reunión de la Conferencia, la fundacional, celebrada el 23 de abril de 1.833, tenía en su seno la riqueza que han llegado a alcanzar. Si el germen, pero en absoluto las aspiraciones que hoy son habituales en cada una de nuestras reuniones y que refleja nuestra Regla citada y en vigor y que debieran conocer en profun­didad, cada uno de los miembros de las Conferencias de San Vicente de Paúl.

Puede afirmarse que aquel grupo de laicos parisinos, todos ellos sin excepción, carecían en aquellos momentos de abril de 1.833, de una idea concreta en cuanto a la filosofía del movimiento que estaba naciendo. Se habían reunido para «ayudar a los pobres» con sus escasos recursos. Nada más. No había carácter propio. Ningún carisma que los dis­tinguiera a ellos o a sus obras, de las que ya existían para ayudar a los pobres.

A lo largo de los dos siguientes años, la etapa considerada fundacional y en lo que coincido plenamente con el criterio del Profesor Brejon de Lavergnée, todos ellos, pero no solo ellos, han de ir perfilando la filosofía del nuevo mo­vimiento a través de atender lo que el Espíritu Santo ha de ir iluminando en cada uno de sus corazones. No solo ellos, pues los nuevos consocios que van incorporándose, apor­tan cada uno lo que va inspirándoles el mismo Dios, por lo que y de acuerdo con la postura oficial de la Sociedad en los primeros años de su existencia, solo a El cabe seña­lársele como verdadero Fundador de la Sociedad. Es decir, se vive en aquellos aproximados treinta y dos meses, una etapa fundacional colegiada y permanente.

Ozanam con su fuego y capacidad para ilusionar y liderar a los otros con su gran aportación posterior para conservar a la Sociedad en su carácter laical, la serena y profunda moción de Bailly, gran conocedor de San Vicente; el tra­bajo discreto y siempre útil de Lallier, la ayuda y el ejem­plo de Sor Rosalie, los nuevos consocios que han de ir incorporándose y dejando su impronta, la capacidad de tantos consocios que han de permanecer para siempre en el anonimato, van conformando en aquellos básicos dos años y medio, lo que ha de ser la Sociedad naciente’.

Porque no son solos los primeros consocios, como queda dicho, los que han de señalar el camino que ha de recorrer en el futuro la Sociedad. A ellos, ya desde ese mismo año, se les van uniendo otros consocios que han de intervenir en aquella historia fundacional. Es una de las característi­cas que he observado siempre cuando se recurre a la lec­tura de las primeras Actas o publicaciones sobre la Sociedad. Todas ellas, leídas con cuidado, disienten de la oficialidad de considerar a Federico Ozanam el fundador prácticamente único de la Sociedad como, aún hoy, escu­chamos asegurar y venerar como tal a tantos vicentinos en el mundo. Fueron muchos los que intervinieron en mayor o menor medida, hasta completar una «fundación cole­giada y permanente». Desde estas líneas, invito a los lec­tores vicentinos y estudiosos en general, a que profundicen cuanto puedan en el conocimiento de la Fundación de la Sociedad por su extraordinaria riqueza que ayuda a com­prender, incluso a descubrir, la misión de los laicos en la Santa Iglesia que muchos años más tarde de nuestra apa­rición, de la expansión de las Conferencias, habría de san­cionar el Concilio Vaticano II.

En esa etapa fundacional, treinta y dos meses aproxima­damente, el Espíritu Santo se vale de aquellos primeros consocios, para que estos vayan alcanzando una serie de experiencias y sintiendo las necesidades que habrían de cubrirse para con ellos mismos y para con los pobres, de manera que fueran conformando gradualmente la historia de la Fundación de las Conferencias de San Vicente de Paúl.

Aunque se producen constantemente desde la sesión fun­dacional, hay un punto de inflexión importante en estos años que se debe destacar. Es en la reunión de la Confe­rencia del cuatro de febrero de 1.834. En esa fecha, los consocios, que sin duda ya tienen una gran deferencia por el trabajo realizado por San Vicente de Paúl en favor de los pobres gracias a su proximidad a Sor Rosalie Rendu y al propio Presidente General de la Sociedad, Emmanuel Bailly, profundo conocedor del Santo, deciden a propuesta de Jean Leon Le Prevost, (que no estaba entre el grupo de los Fundadores de la primera hora), adoptar como Patrono a San Vicente. Federico Ozanam, presente en esa misma sesión, propone encomendar la Sociedad a María y a partir de esta misma fecha, se acuerdan las oraciones de co­mienzo y final de sesión con la invocación al Espíritu Santo al principio de cada reunión y a la Virgen María al finalizarla.

Además y al incorporarse nuevos consocios y algunos ya de más edad que la de los componentes de la primera Conferencia estos van aportando una visión de las obras de andad más completa y compleja, que va más allá de las aspiraciones de la primera hora.

Destaca muy en particular, el primer semestre de 1.834. Además de lo ya indicado, a lo largo de estos meses, se toman importantes decisiones que han de ser básicas para el futuro de la Sociedad. Efectivamente, a lo largo de este periodo, aparecen las primeras Conferencias independien­tes y que ya no forman parte como las antiguas Secciones en las que se divide la primera Conferencia cuando entien­den como excesivo el número de consocios, para conservar el espíritu de fraternidad e incluso la propia efectividad en la ayuda a los pobres. Las Conferencias, empiezan a abar­car más allá de la Parroquia en la que han venido traba­jando y comienza un camino que no han dejado de transitar desde entonces, para lograr «encerrar al mundo en una red de caridad», tal y como soñaba Federico Ozanam.

Pero también y en ese semestre, comienza a sentirse la ne­cesidad de una cierta organización y la necesidad de regis­tros tanto de familias necesitadas como de los propios consocios que ya no son solos aquellos siete del comienzo.

La vida espiritual de la Conferencia, no deja de crecer en estos treinta y dos meses «fundacionales» y así, se van destacando fiestas litúrgicas de obligada celebración por parte de la Sociedad que van a reforzar la ya intensa amis­tad, espiritual y humana, que existe entre los consocios.

 

Porque y así hay que destacarlo, las Conferencias surgen de la amistad entre sus miembros y sin ella, sin esta fra­terna relación, posiblemente no hubieran sido instrumentos dóciles del Buen Dios para la Fundación de la Sociedad. Es en la amistad y la confianza de todos los componentes del grupo, donde se encuentra el caldo de cultivo para entregarse a la Caridad donde el Espíritu Santo, encontró las almas dis­puestas a recibir su llamada. Es en el peligro ante la pérdida de esta intimidad por el crecimiento del número de los con­socios, lo que lleva a buscar la división en secciones de la primera Conferencia, labor en la que destaca el empeño de Federico Ozanam para lograrlo pues los consocios, eran muy reacios a esta división por el afecto que se profesaban y que querían proteger con una relación frecuente.

Volviendo al comienzo de estas breves líneas sobre la Fun­dación, puede asegurarse al margen de cualquier contro­versia, que no existió entre los consocios de la primera hora, ninguno al que poder distinguir con el título de Fun­dador exclusivo. Ni Emmanuel Bailly ni Federico Oza­nam. Tampoco ninguno de los otros cinco.

Bailly, aportó sin duda la serenidad, el conocimiento de las obras buenas, la capacidad de relación eclesial de la que carecían los más jóvenes, el talante abierto hacia ellos, incluso cierta lentitud y morosidad en la toma de las deci­siones, prudencia, que más de una vez lleva al resto de los miembros a esperar con cierta impaciencia sus decisiones. Aporta también, un gran conocimiento del Santo que las Conferencias iban a adoptar como Patrono, que queda plasmado en lo más íntimo de la filosofía vicentina. Es claramente la figura paterna que aquellos jóvenes llegados a París a estudiar encuentran en la gran ciudad como reflejo del amor paternofilial que todos ellos han dejado al aban­40ear sus casas familiares. Es el ejemplo innegable para lodos los consocios mayores de hoy y de siempre, de cómo deben afrontarse en la Sociedad, las relaciones de los más veteranos con los más jóvenes: desde el servicio a su etapa de formación. De ayudar a potenciar el crecimiento en todos los órdenes: espiritual y humano de los jóvenes que se incorporen a las Conferencias.

El después Beato Federico Ozanam, fue sin duda una «fuente radiante de inspiración» como asegura el primer artículo de nuestra Regla. Evidentemente. La Sociedad fue bendecida con sus aportaciones y con su vida dedicada a la defensa de la verdad de manera ejemplar para todos los que algún día recalamos en las Conferencias de San Vi­cente de Paúl. A él le debemos, ya quedó señalado ante­riormente, la claridad profunda para permanecer como institución laical. A él le debemos sin duda también, su clara visión en cuanto a la extensión de las Conferencias pues fue capaz de ver más allá del pequeño grupo de con­socios de la primera hora. El nos honra, con una vida santa, reconocida por la Santa Iglesia y enormemente productiva en el terreno intelectual donde mantiene un reconocido y justo prestigio. El es sin duda un ejemplo de vida para todos. No fue el Fundador. No fue el Principal Fundador como se le ha llamado. Pero sin duda alguna, si fue el prin­cipal y más firme impulsor para la extensión y el creci­miento de las Conferencias. Quizás el vicentino más fecundo en todos los órdenes que ha permanecido y ayudado a edificar la Sociedad de San Vicente de Paúl. Pero no estuvo el solo en la Fundación, ni fue suya sola la idea, ni por tanto puede considerársele Fundador exclusivo. Lo fue, sin duda. Pero lo fue en compañía de otros en una de las más maravi­llosas historias de fundaciones eclesiales reconocidas.

Es pues, un colegio de hombres buenos y tocados por la gracia de Dios, a los que debemos considerar fundadores reales de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Un colegio donde nadie era el primero y donde nadie era el último. Un grupo de amigos que como se recoje en la última carta de despedida como Presidente General de Emmanuel Bailly: «no hay para nada autoridad entre nosotros: solo hay lazos de caridad y de fraternidad, como medios eficaces de unidad. Es esta unidad totalmente moral, totalmente des­interesada, la que sin embargo ha hecho nuestra fuerza, la que ha sido el fundamento de la extensión de la Sociedad»9

¿Por qué remover hoy la historia?

Quizás algún consocio al que les llegue esta visión de nuestra Fundación, de la fundación de las Conferencias de San Vicente de Paúl, se haga legítimamente esa pregunta ¿Por qué ahora?. ¿Por qué remover la historia?

Hay dos respuestas que creo justifican plenamente este ejercicio de revisión. Este ejercicio de aclaración. Quizás de puesta al día.

En primer lugar, el propio respeto histórico a lo ocurrido a lo largo de los meses de la Fundación, hasta llegar al mes de diciembre de 1.835 y editarse la que a lo largo de estas líneas he llamado repetidas veces Carta Fundacional: esto es las ‘Consideraciones Preliminares» al Reglamento de 1835. La verdad, no debe ocultarse nunca y lo recogido en las líneas anteriores, es realmente lo que se deduce de las últimas investigaciones que el Buen Dios me ha permitido im­pulsar a lo largo de mi servicio como Presidente General.

Ese respeto histórico para con la verdad de lo sucedido, nos lleva a volver a considerar con otros ojos, a los conso­cios. muchos anónimos, como anónimo es siempre el buen servicio vicentino, consocios que intervinieron en aquellos primeros meses y que, colegiadamente, trabajaron y fueron instrumentos dóciles del Espíritu Santo, para legarnos la propia existencia de la Sociedad de San Vicente tal y como hoy la conocemos. Una fundación colegiada y permanente. Todos ellos fueron necesarios para nuestro nacimiento. Ninguno sobró y a todos hemos de estarles agradecidos. Todos, en una u otra medida, deben ser ejemplo para los consocios de hoy y del futuro.

En segundo lugar, por la propia filosofía de vida que tales acontecimientos, deben otorgar a cada una de nuestras Conferencias hoy y en el futuro.

Efectivamente, no debemos la Fundación de las Conferen­cias a una persona singular y santa. Más bien se la debemos a muchas personas santas que se dejaron llevar por las luces del Espíritu Santo e iluminaron con ellas a sus compañeros y a todos los que de alguna manera les hemos sucedido en nuestro caminar en las Conferencias hasta la actualidad.

Aquella primera Conferencia fue el modelo de aceptación de un nuevo modo de santificación conjunta, comunitaria incluso democrática, que el Buen Dios quería para los lai­cos en aquel primer tercio del siglo XIX y que ha seguido bendiciendo hasta hoy y del que nosotros, cada uno de nuestros grupos de trabajo, deben aprender para su propio desarrollo y trabajo apostólico.

Las Conferencias, han de volver a reencontrase con sus ver­daderos orígenes y ser conscientes de que si queremos ser útiles hoy a los consocios y a los pobres, tenemos que con­siderarnos todos, al igual que aquellos consocios de la etapa fundacional, instrumentos dóciles del Espíritu que puede ins­pirar a cualquiera de los miembros de cada una de nuestras Conferencias, al margen del servicio que prestemos en ella.

Cada Conferencia, cada consocio, ha de ser consciente de que si realmente lo buscan a través de la oración individual y comunitaria, el Espíritu ha de actuar sobre ella como lo hiciera en su día en el marco de la Fundación.

Las Conferencias, cada uno de nuestros consocios, han de aceptar como lo aceptaron los Fundadores en aquella etapa extendida en el tiempo, que cada una de ellas, cada Con­ferencia, cada consocio, está siempre en una etapa de fun­dación colegiada y permanente a todo lo largo de su existencia para un mejor servicio. De aceptar el reto enri­quecedor de vivir una fundación permanente que cada día nos haga más fuertes espiritualmente, tanto individual como colectivamente y por tanto más capaces de acceder a la escucha de lo que el Espíritu Santo quiere de cada uno de nosotros en cada ocasión y de lo que puede inspirarnos para la atención a los que sufren.

Cada Conferencia, cada consocio, ha de aceptar y buscar, que la relación entre los consocios, sea realmente fraterna y caritativa antes de ir a los pobres. Difícilmente nuestros Fundadores podrían haber fundado una obra de caridad, se esta relación fraterna, no hubiese existido entre ellos. Nadie da lo que no tiene. Cada consocio, debe estar siem­pre presto a la ayuda espiritual al resto de los consocios y muy en particular en la ayuda a los jóvenes consocios en su etapa formativa.

Esos son los objetivos al presentar hoy esta nueva reno­vada visión de la Fundación de las Conferencias: aspirar a lograr que nuestras Conferencias, todas, vivan una funda­ción permanente y colegiada de la Sociedad, que les lleva a ser instrumentos agiles de la caridad cristiana que se ex­tiende por el mundo. Consocios que no debemos olvidar la responsabilidad eclesial a la que nos llama el Concilio Vaticano II como corresponsables de la propia extensión de la Santa Iglesia y de su Magisterio.

Aspirar a que todas sean conscientes del potencial que se encuentra en su seno, para servirse entre ellos mismos como comunidad de fe y de servir a los que sufren desde esa misma comunidad. ¡El Espíritu de Verdad está ahí! como lo estuvo en los comienzos de las Conferencias: a disposición de aquellos que quieran dejarse «usar» por El. A disposición de todos pues todos somos elegibles y ele­gidos para El.

Estas son las intenciones últimas de esta visión de la rea­lidad de nuestra Fundación y que pueden resumirse en el deseo de que cada consocio, cada Conferencia, se sienta como aquellos primeros consocios, aquella primera Con­ferencia, verdaderamente protagonista de su acción a favor de los más pobres cerca de los que representan, tantas veces, la cara amable, amorosa, solidaria y cercana de la Santa Iglesia de los pobres. (Ver carta circular de 30/06/2007 )

Que María siga acompañándonos y nos ayude a descubrir la riqueza de la historia de nuestra Fundación para que se­amos capaces de aplicárnosla en el día a día de la vida de cada una de nuestras Conferencias de San Vicente de Paúl. Que cada día, en cada Conferencia, vivamos el espíritu de fraternidad espiritual y acción colectiva y soñadora que vi­vieron aquellos primeros consocios en el París de 1.833 a 1.835.

 

 

 

 

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