Ver el Cristo Misionero y Servidor, es penetrar en el núcleo central de la Mística Vicenciana y estar persuadido de vivir hoy de su espíritu. Pero no resulta menos cierto que el encuentro con la persona de Jesús genera siempre una experiencia interior que San Vicente ha vivido él mismo con fuerza, convicción y gran profundidad. Nos propone el mejor camino para ser, a su vez, testigos de Cristo hoy.
1. Jesucristo: «Nuestra fuerza y nuestra vida»
Con Cristo, estamos en el medio privilegiado de San Vicente. La Escuela Francesa de espiritualidad está centrada en Cristo. Vicente vive «los ojos fijos en Jesucristo» como los oyentes de la sinagoga de Nazaret. Su preocupación es el Salvador y tiene imágenes fuertes propias para alimentar nuestra meditación: Jesús es «nuestra fuerza», «nuestra vida», «nuestro alimento» (VIII, 15); es el lugar vivo de todas las virtudes: «humildad, dulzura, apoyo, paciencia, vigilancia, prudencia y caridad» (VIII, 231); es «la regla de la Misión» (XII, 130); «la suavidad eterna de los hombres y de los ángeles» (IV, 81); «nuestro padre, nuestra madre y nuestro todo» (V, 534); «la vida de nuestra vida y la única pretensión de nuestros corazones» (VI, 563); «el gran cuadro invisible sobre el que debemos formar todas nuestras acciones» (XI, 212). Y para concluir con palabras reconstruidas por su primer biógrafo: «Nada me agrada a no ser en Jesucristo» (Abelly, Libro I, 78). Sin lugar a duda, la imitación de Jesucristo es su apego en todos los instantes; «su libro y su espejo», según la bella expresión del obispo de Rodez (Abelly, Libro III, 87).
San Vicente escribe a un misionero celoso del éxito pastoral de otro misionero: «Un sacerdote debe morir de vergüenza si busca la reputación en el servicio que él hace a Dios y de morir en su lecho, que ve a Jesucristo recompensado de sus trabajos con el oprobio y el patíbulo. Recuerde, Señor, que vivimos en Jesucristo por la muerte de Jesucristo, y que debemos morir en Jesucristo por la vida de Jesucristo, y que nuestra vida debe estar escondida en Jesucristo y llena de Jesucristo, y que, para morir como Jesucristo, hay que vivir como Jesucristo» (I, 294-295). Cristo es el centro de la espiritualidad y también de su estrategia misionera. En primer lugar, nosotros somos sus continuadores y Él es el agente principal y el Misionero del Padre. Él es su Enviado. Ocho veces a lo largo de los pocos textos que nos quedan de él, Vicente utiliza este pasaje tomado del capítulo IV de Lucas, versículo 8: «Él me ha enviado a evangelizar a los pobres». Está impresionado por este Jesús Salvador. Se siente investido de la misma misión. Se ve también como liberador: «Estamos en esta vocación muy asemejados a nuestro Señor Jesucristo que, según parece, al venir a este mundo había asumido como principal tarea asistir a los pobres y cuidarles». «Él me ha enviado a evangelizar a los pobres». Y si se le pregunta a nuestro Señor: «¿Qué has venido a hacer en la tierra?» — «Asistir a los pobres» — ¿Alguna otra cosa?» — «Asistir a los pobres», etc. (XI, 108). Por consiguiente, somos decididamente misioneros en el seguimiento del único y perfecto Misionero. El Evangelio es la palabra esencial que hay que anunciar a los pobres: «Es nuestra principal ocupación». Entonces, no puede hacerse precipitadamente.
El pensamiento se precisa y se acrisola primeramente en la contemplación de los misterios evangélicos.
Actualidad
El Evangelio es de siempre. Y la persona de Jesús es intemporal. Nos ponemos delante de él como ante un reto perpetuo. Nuestro primer deber es de imitación. Entrar en sus sentimientos, encontrar sus pensamientos y orientaciones, contemplar sus acciones, poner nuestras pisadas en las suyas es la prioridad de las prioridades. Una imitación que no puede ser un cálculo mágico sino una transposición de sus modos de pensar y de actuar correspondiente a nuestra época. Es repetir la aportación necesaria de la oración cotidiana que nos hace contemplar los reflejos de Jesús para adaptarlos a nuestra época. Este es probablemente el reto más grande de nuestro tiempo para la Congregación hoy. Gracias al aggiornamento, con frecuencia hemos suprimido o reducido el encuentro diario, que es el único medio para calcar nuestras vidas sobre la de Cristo. El encuentro del 350 aniversario puede brindarnos la oportunidad de la oración de una hora prescrita por nuestras Constituciones en el n° 47 & 1, que precisa bien: «Así nos haremos idóneos para percibir el sentido de Cristo y para encontrar los caminos de realizar su misión». Está claro que la oración mental es personal y de una hora. Una parte puede ser de media hora, la otra individual. Más allá de estas prescripciones, que se refieren esencialmente al proyecto comunitario, es necesario encontrar o descubrir el espíritu que las anima: vivir de Cristo como San Vicente ha vivido. No existe otro camino de santificación y de acción misionera.
2. Conocer a Jesucristo y transmitir su mensaje
Conocer a Cristo remite a la transmisión del mensaje de Cristo. Una vez realizado este trabajo de profundización, todo se reduce a una cuestión de presentación. Sobre todo nada de grandes palabras. San Vicente huía de las bellas frases y grandilocuentes discursos propios de su tiempo. Él preconiza «el pequeño método» porque «este es el método que el Hijo de Dios ha utilizado para anunciar a los hombres su Evangelio» (XI, 265). Más allá de un mecanismo que haga hoy sonreír: naturaleza, motivos, medios, San Vicente preconiza un discurso sencillo, concreto, familiar, ordinario. Que el predicador se guarde de «disfrazar y falsificar la palabra de Dios» (XI, 284). Lo importante para el señor Vicente es anunciar a Cristo y decirlo con las palabras adaptadas al tiempo, que sean sencillas y comprensibles para las gentes de su época. Cuando su siglo respira la complicación y el lenguaje preciosista, revoluciona la cátedra y preconiza la sencillez. Insiste sobre el ejemplo de los ejemplos: «Nuestro Señor, cuando iba a sentarse sobre esta piedra que estaba junto al pozo… Comenzó, para instruir a la mujer por pedirle agua. «Mujer dame de beber», le dice. Así le pide a uno, luego a otro: ¡Bueno! ¿Cómo se encuentran vuestros caballos? ¿Cómo va esto? ¿Cómo va eso? ¿Cómo os lleváis?» (XI, 383). «Se le oye decir todavía: ¡Oh! Qué dichosos serán los que puedan decir, a la hora de la muerte, estas bellas palabras de nuestro Señor: ¡El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres! Ved, hermanos míos, cómo lo principal de nuestro Señor fue trabajar por los pobres…» (XI, 133-135).
Actualidad
¿Quién no percibe la actualidad de tal recomendación? Porque la misión se dirige a los pobres, a los pequeños, a los sencillos, a los sedientos de Dios, y no a los estetas en literatura. La vida es el primer interés del verdadero misionero. Parte de lo cotidiano, de los acontecimientos, de la situación de cada uno, de sus necesidades, de sus preocupaciones, de sus deseos concretos. Insensiblemente, como Jesús con la Samaritana, se pasa de lo concreto a lo íntimo, de lo que se ve a lo que se desea, de la apariencia al ser. Él cuida su lenguaje. Hoy, para hablar con la posibilidad de ser entendido, el misionero tiene interés en revisar su lenguaje. ¿Qué decimos? ¿Cómo lo decimos? Imposible convertir en un callejón sin salida la presentación de la fe y de la catequesis. No podemos presentar la fe en términos de obligación: «es necesario… se debe… hay que…», sino en términos de propuestas. Recuerdo un estudio muy interesante sobre el lenguaje de Taizé, en particular el del hermano Roger, que sugiere, incita y motiva. ¿Cómo conjugar claridad y sugerencia, pedagogía y estímulo? El problema del lenguaje es hoy un verdadero problema y es urgente evaluarlo y verificarlo, y renovarlo sin perder la sustancia del mensaje. Pablo VI ya nos llama la atención en esto, transponer sin traicionar, inculturarse sin desnaturalizar, vivificar sin vaciar (E.N. 63).
Evangelizar hoy puede ser percibido, pues, como una nueva proclamación, un nuevo anuncio. Es luego el contexto social el que transmite esta idea de novedad… Las realidades están ahí, las que nos obligan: la rentabilidad, la inmediatez, la eficacia a cualquier precio, la apariencia, las ideologías dominantes, las transformaciones éticas (la donación, la ecología, la interferencia personal), y al mismo tiempo el miedo al vacío, el apetito espiritual, la búsqueda de sentido, la sed de otras cosas… En efecto, de manera positiva, aunque ambivalente, se percibe una búsqueda de Absoluto, un deseo de convivencia, una sensibilización en lo emocional colectivo y social, todo esto que constituye lo humano. Todo esto espera una posibilidad de anuncio de Jesucristo. «Debemos aprender a conjugar la solidaridad y la originalidad de la palabra cristiana, la emoción y una comprensión de la fe» (Christophe Rocrou, de la Misión de Francia).
3. El Cristo misionero y servidor
El Cristo Misionero de San Vicente es inseparable del Cristo Servidor Más allá de una contemplación del Misterio de Cristo, de una transmisión de su mensaje, se sabe que el señor Vicente veía a Cristo en el pobre y al pobre en Cristo. Vivimos la llamada incesante y vertiginosa de Mateo 25,40. Todos los vicencianos están llamados a seguirle por la vía del servicio. El don en estado puro, radical, actúa en lo cotidiano, mediante un mismo movimiento del corazón: ¡servir al pobre, es servir a Dios! Para eso hay que mirar al mismo Jesucristo. El es el Verbo de Dios encarnado, hombre entre los hombres, que pasó tiempo en oración, viviendo en estado de comunicación permanente con su Padre: «Mi padre y yo somos uno» (Jn 10,30). Pero es también el que sirve a los hombres constantemente con una abnegación sin límites: «Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando la buena noticia del reino y curando todas las enfermedades y dolencias» (Mt 9,35). Jesús está en actitud de servicio como lo exige a los suyos en Lucas 12,35: «Tened ceñida la cintura», y de llamarnos «servidores», esta palabra que aparece 76 veces en los cuatro evangelios. Pero el ejemplo de los ejemplos es el lavatorio de los pies: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Le 22,27). Él da ejemplo del que desciende a lo más bajo ante sus allegados y se despoja de toda superioridad, de toda pretensión divina para ponerse en actitud de servicio y lavar los pies de sus apóstoles, gesto reservado normalmente al esclavo. «Lo que más me ha impresionado de lo que se ha dicho… es lo que se ha referido de nuestro Señor, que era el dueño natural de todo el mundo y, sin embargo, se ha hecho el último de todos, el oprobio y el envilecimiento de los hombres, tomando siempre el último puesto allí donde se encontraba. Creéis quizás, hermanos míos, que un hombre es muy humilde y que se ha abajado mucho cuando ha tomado el último lugar. ¡Cómo! ¿Se humilla un hombre tomando el puesto de nuestro Señor? Sí, hermanos míos, el puesto de nuestro Señor es el último. No puede tener el espíritu de nuestro Señor el que desea mandar; este divino Salvador no ha venido al mundo para ser servido, sino para servir a los otros; esto es lo que él ha practicado perfectamente, no solamente durante el tiempo que permaneció al lado de sus padres y en casa de las personas que él servía para ganar su vida, sino también, lo mismo que muchos santos padres han considerado, durante el tiempo que los apóstoles permanecían con él, sirviéndoles con sus propias manos, lavándoles los pies, haciéndoles descansar de sus fatigas» (XI, 137-138) ¡Este lavatorio de pies ocurre, no lo olvidamos jamás, en vísperas del calvario, el lugar del don supremo! Vicente ha percibido bien la plenitud del don de Cristo en «este mandamiento del amor y la caridad» (XII, 13). Este Cristo se arrodilla. Y de rodillas, él es plenamente Dios… «Pidamos a Dios que nos preserve de esta ceguera; pidámosle la gracia de tender siempre a la humildad» (XI, 394). El Muy-Alto llega a ser él mismo cuando es el Muy-Bajo. Las Hijas de la Caridad que quieren llamarse y firmar «indignas siervas de los pobres», nacieron de la humildad y esto forma parte de las enseñanzas de la lógica vicenciana. «Para ser verdaderas Hijas de la Caridad es necesario hacer lo que el Hijo de Dios ha hecho en la tierra. ¿Y qué ha hecho principalmente? Después de someter su voluntad obedientemente a la santa Virgen y a San José, ha trabajado constantemente por el prójimo, visitando y curando a los enfermos, instruyendo a los ignorantes para su salvación. ¡Qué dichosas sois vosotras, hijas mías, de ser llamadas a una condición tan agradable a Dios! Pero debéis tener cuidado de no abusar y trabajar en vuestra perfección en esta santa condición. Vosotras tenéis la dicha de ser las primeras llamadas en este santo servicio, vosotras, pobres campesinas e hijas de artesanos» (IX, 15)… ¡Los misioneros serán también servidores en situaciones inesperadas, serán gestores o cuidadores de enfermos e incluso enterradores! Ser servidor en el seguimiento de Cristo es también un estado de vida. «Estar al servicio de» implica un compromiso total y en todos los momentos. No se está jamás «fuera de servicio», sino siempre alerta. San Vicente impuso para los suyos esta condición por instinto. El servicio «pone en estado de caridad». Siempre y en todas partes.
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Está claro que San Vicente ve a los suyos expertos en servicio corporal y material; les pone en la senda de un Cristo caritativo, abierto a todas las enfermedades, solidaridades, compañerismos. A continuación, los envía incesantemente por los caminos a explorar del Buen Samaritano al lado de los «rechazados de la sociedad, las víctimas de las calamidades y de las injusticias», tal como les describen las Constituciones en el n° 18 con «todos los aquejados por las formas de pobreza moral propias de esta época». Ahí tenemos un campo misionero inmenso abierto por estas Constituciones de 1984, fieles a las intuiciones de San Vicente, fieles a la visión que él tiene de Cristo. El Servidor del Evangelio que es Jesús nos provoca cuando cura a los enfermos, escucha a los que le imploran, resucita a los muertos, realiza gestos anunciados por Lucas 4,18-22. Las aplicaciones de este Jesús Servidor son múltiples hoy, y nos introducen en los grandes ámbitos de la ética, la justicia, la paz y la vida social en general (Estatuto 9). Pero más allá de las contingencias propias de cada provincia, ¿no debería pensar la Congregación en dirigir su acción caritativa y social sobre un punto preciso como lo han hecho recientemente los jesuitas en el curso de su último capítulo general? Ellos han adoptado el mundo de los jóvenes. Quizás debamos hacer una elección unificadora y dinamizadora. Se puede pensar en el mundo de la droga o en el de los emigrantes. El capítulo de actividades apostólicas señala una dispersión muy grande. La dispersión en los compromisos corre siempre el peligro de dañar nuestra acción… ¿Llegará sin duda la Congregación de la Misión a un ajuste y fortalecimiento semejante?