5.- San Vicente y la gestión de los bienes
Todos los documentos de la DSI insisten en la función social de la propiedad de los bienes; desde el inicio, la Iglesia ha defendido el destino universal de dichos bienes. Sirva como ejemplo un texto de Juan XXIII en la Mater et Magistra:
«Y como la propiedad privada lleva naturalmente intrínseca una función social, por eso quien disfruta de tal derecho debe necesariamente ejercitarlo para beneficio propio y utilidad de los demás».1
y un pequeño párrafo de la Gaudium et Spes:
«Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad«.2
Dos siglos antes de la Asistencia Pública, tres siglos antes de la Seguridad Social, San Vicente puso en marcha cantidad de obras y servicios, para y con los pobres, totalmente gratuitos. Para ello fue necesario encontrar recursos y trabajar para conservarlos.
En su estrategia organizativa, San Vicente fue capaz de convencer a los poderosos, en el ámbito político, económico y social, de su obligación moral de proteger a los más débiles y de ayudarles a recuperar su dignidad. Sabemos de su pertenencia al Consejo de Conciencia, de su súplica a la Reina Ana de Austria para que los campesinos fueran protegidos contra los saqueadores3 y de su intervención junto al Papa Inocente X durante la Fronda.4
Frente al poder político, no fue ni un opositor por sistema, ni un ejecutor servil sino un fiel discípulo de Jesús: (dar al César lo que es del César) pero aún más fiel a los pobres y a Dios (dar a Dios lo que es de Dios).
Obtuvo donaciones por parte del Rey y de la Reina.5 Encontró recursos por «fundación», es decir, consiguió dinero o tierras para un fin preciso, cuyos ingresos aseguraban la ejecución del mismo. Sabemos que los señores de Gondi aportaron 45.000 libras para la fundación de la Congregación de la Misión. (Se calcula que una libra equivale a unos 60 € actuales). Las rentas totales del Priorato de San Lázaro, con todas sus posesiones, ascendían anualmente a 40 ó 50.000 libras. Recibió legados de miembros de la nobleza, obtuvo recursos de explotaciones agrícolas e incluso llegó a invertir en compañías de transporte. A ello debemos añadir los ingresos percibidos de otros Prioratos y las donaciones de muchos bienhechores.
Para San Vicente los bienes son necesarios para atender a los pobres, sin que ello suponga olvidar lo espiritual. Por ello dice:
«¡Dios mío! La necesidad nos obliga a poseer bienes materiales y a conservar en la compañía lo que Dios le ha dado; pero hemos de aplicarnos a esos bienes lo mismo que Dios se aplica a producir y conservar las cosas temporales para ornato del mundo y alimento de sus criaturas, de modo que cuida hasta de un insecto; lo cual no impide sus operaciones interiores, por las que engendra a su Hijo y produce el Espíritu Santo; hace éstas sin dejar aquellas».6
Esta necesidad de contar con recursos materiales, le llevó incluso a defender algunas propiedades acudiendo a los tribunales, aunque nos dejó constancia de su pensamiento:
«Pleiteemos lo menos posible y, cuando nos veamos obligados a hacerlo, pidamos siempre consejo dentro y fuera. Es preferible que perdamos nuestros derechos antes que desedificar al prójimo«.7
Si hoy hablamos de «destino universal de los bienes», San Vicente fundamenta la diligencia y fidelidad en la gestión de los mismos debido a que, al pertenecer a los pobres, pertenecen a Dios. Oigámosle dirigiéndose a Hermanas que llevan la administración:
«Están obligadas a cuidar mucho de ella (de la administración) y usarla con fidelidad. En primer lugar, porque se trata de un bien que pertenece a Dios, dado que es un bien de los pobres. Por eso tenéis que tratarlo con mucho cuidado, no solo por pertenecer a unos pobres que tienen mucha necesidad de ello, sino porque es un bien de Nuestro Señor Jesucristo«.8
En Vicente de Paúl, la gestión de los bienes materiales adquiere una dimensión mística, entendida como «vida de unión con Dios» y que el Santo formula como «un mismo querer y no querer».9 Vicente no solo encontró a Dios en el pobre, sino también en la gestión de los bienes, en la ingeniosidad y creatividad que precisó para socorrer a una inmensa multitud de pobres: niños abandonados, huérfanos, enfermos, campesinos en la miseria, refugiados, etc.
El administrador que cumple su misión, purificado por el desprendimiento y en el espíritu vicenciano, se convierte también en una imagen del Dios Creador y Providente. Recordemos de nuevo el texto del evangelio de Mateo, tan querido por San Vicente:
«Cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mi».10
En consecuencia, como dijimos al principio, servir a un pobre es servir a Jesús; recíprocamente, puesto que Dios habita también en nosotros, cuando servimos a los pobres, es Dios quien les sirve a través de nosotros y atendiendo a los enfermos, ancianos, huérfanos… actualizamos la acción de la Providencia. Para que siempre sea así, dirijamos nuestra súplica al Señor con las mismas palabras con que lo hizo San Vicente:
«Permite, pues, Dios mío, que, para seguir trabajando por tu gloria, nos dediquemos a la conservación de lo temporal, pero que esto se haga de forma que nuestro espíritu no se vea contaminado por ello, ni se lesione la justicia, ni se enreden nuestros corazones».11
Hay un texto de Juan Pablo II en la «Sollicitudo Rei Socialis», que no sé si es demasiado conocido, y cuyo cumplimiento nos llevaría muy lejos; tal vez por ello se haya dado poco a conocer. Dice así:
«Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello»12
¿Lo habían leído alguna vez? ¿Se habían parado en ello? ¿Somos capaces de medir el alcance de lo que está diciendo Juan Pablo II? Si para el resto de los mortales puede ser algo inaudito, para nosotros, hijos e hijas de San Vicente, debería ser lo más normal puesto que, tres siglos antes, el Señor Vicente dijo a los Misioneros de la Congregación, en una conferencia sobre la Pobreza:
«En la compañía, que no se permita nada especial, ni en la comida, ni en el vestido; exceptúo siempre a los enfermos, ¡pobres enfermos!, para atender a los cuales habría que vender hasta los cálices de la iglesia. Dios me ha dado mucho cariño hacia ellos, y le ruego que dé este mismo espíritu a la compañía»13
Alguien podría pensar que la expresión podía ser fruto de un momento de fervor, pues no, era una convicción profunda de nuestro Santo Fundador pues lo expresó más de una vez, incluso por escrito. En 1639 escribe al P. Pedro du Chesne, Superior del enfermo P. Dufestel:
«Le escribo y le ruego que haga todo lo posible, sin ahorrar nada, por hacerse tratar. Le suplico, padre, que ponga cuidado en ello y, para ese efecto, haga que el médico lo vea todos los días y que no le falten ni los remedios ni el alimento. ¡Oh, cuánto deseo que la Compañía sea santamente generosa en esto! ¡Me sentiría lleno de gozo si de algún lugar me dijeran que alguno de la Compañía vendió los cálices para ello! «14
El haber tratado de la actitud, de la praxis de San Vicente con respecto a los bienes, nos lleva de la mano al punto siguiente.