Los pobres son nuestros «amos» y debemos servirles como a tales. Son también nuestros «maestros» y, como tales, nos enseñan; por tanto, hemos de aprender de ellos.
Esta es, no lo dudemos, una importante dimensión de nuestro enfoque de la pobreza evangélica y de nuestro modo de vivirla. San Vicente, al invitar a sus cohermanos a que pidieran por la paz, en un momento particularmente trágico, en el que los «príncipes cristianos» se destrozaban entre ellos en detrimento de las masas populares, escribía:
«iOh Salvador! i0h Salvador! Si por cuatro meses que hemos tenido la guerra encima hemos tenido tanta miseria en el corazón de Francia, donde los víveres abundaban por doquier, ¿qué harán esas pobres gentes de la frontera, que llevan sufriendo esas miserias desde hace veinte años? Sí, hace veinte años que están continuamente en guerra; sí siembran, no están seguros de poder cosechar; vienen los ejércitos y los saquean y lo roban todo; y lo que no han robado los soldados, los alguaciles lo cogen y se lo llevan. Después de todo esto, ¿qué hacer?, ¿qué pasará? No queda más que morir.
Si existe una religión verdadera…, ¿qué es lo que digo, miserable?…, isi existe una religión verdadera! iDios me lo perdone! Hablo materialmente. Es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva. Creen sencillamente, sin hurgar; sumisión a las órdenes, paciencia en las miserias que hay que sufrir mientras Dios quiera, unos por las guerras, otros por trabajar todo el día bajo el ardor del sol; pobres viñadores que nos dan su trabajo, que esperan que recemos por ellos, mientras que ellos se fatigan por alimentarnos… (Coste XI, 200; Síg. XI/3, 120).
De este cuadro que ciertamente no podríamos hacer nuestro hoy sin algunos matices, tengamos en cuenta sobre todo esta invitación a dejarnos interpelar por los pobres y, en particular, a examinar bajo esta luz nuestra propia vida de pobreza. En efecto, ¿qué ocurriría a la Compañía y a los mismos pobres sin esta pobreza?
«Tengo miedo, mis queridas Hermanas, de que se llegue a faltar en este punto, pues entonces habría que temer que pereciera esta obra. He pensado muchas veces en qué es lo que podría causar este mal y producir esta devastación: que no se viera ya en París a tantas vírgenes y viudas yendo a visitar a los pobres; de dónde podría venir que no se viera ya en esta ciudad a esas personas llevando el puchero de los pobres enfermos. Y solamente se me ha ocurrido pensar como causa el que se empezara a retener algo del dinero de los pobres. No es que no haya otros crímenes que pudieran echar abajo esta obra, pero éste es de los principales. iQué desgracia si se dieran motivos para decir que las Hijas de la Caridad son ladronas del bien de los pobres, que son unas granujas, que han querido apropiarse del dinero de los pobres con el pretexto de servirles, que no hay que fiarse de ellas y que son unas malas personas! Mis queridas Hermanas, si se llegara a eso, habría que decir adiós a la Caridad» (Coste X, 216; Conf. Esp. núm. 1 553).
Aprendamos, pues, como discípulas dóciles, de estos maestros terriblemente exigentes que son los pobres.
1. Maestros exigentes
Si los pobres son nuestros maestros y maestros tan exigentes, es esencialmente —dentro de una óptica evangélica— porque nos remiten a ese Maestro, también terriblemente exigente, que es Jesucristo.
A. Nuestros maestros… ¿Por qué?
Se trata, pues, de una única y de una misma actitud: aprender de los pobres y aprender de Cristo, como los primeros cristianos lo comprendieron tan bien.
1) «Bienaventurados los Pobres»
Repitamos que la pobreza que tenemos que vivir, es ante todo, un espíritu, el que Jesús ha beatificado. Es también una pobreza de hecho: Jesús quiso vivirla personalmente, compartiendo la vida de los pobres. Quería estar totalmente dedicado a «las cosas de su Padre» y dependiente de El con una confianza total: «No andéis preocupados por vuestra vida… ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?… Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas esas cosas. Buscad primero su Reino y su justicia» (Mat. VI-25 y ss.).
A este discurso que dirige a todos, Jesús añade exigencias particulares para los que quieren seguirle más de cerca: «Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme» (Mat. XIX, 21).
Así pues, la pobreza no es solamente un estado; lleva a los actos, lleva a dar y sobre todo a darse. De tal modo que el estado de privación es una consecuencia del don. Por ejemplo, puede uno privarse del fruto del propio trabajo, dándolo a otros.
Los pobres a quienes Jesús proclama «bienaventurados» son los que santifican su pobreza; las pruebas materiales y espirituales les han acostumbrado a no contar más que con Dios, dentro de la tradición de los salmos: «Cuanto a mí pobre y menesteroso, mi Señor cuidará de mí» (Salmo XL, 1 8).
Jesús «evangelizó a los pobres», en primer lugar, según la profecía de Isaías, asegurándoles que poseen ya (y no solamente que poseerán) en su corazón los verdaderos bienes, los bienes del Reino con los que se identifica El mismo: «Se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mat. XI, 5). Este anuncio es, juntamente con los milagros, el signo de su misión mesiánica.
Pero Jesús no proclamó bienaventurada la pobreza material como tal. Al contrario, «con el fin de que no haya ningún pobre junto a ti», ordena el Deuteronomio (XV, 4); pero el texto dice más adelante: «Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por eso te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra.» Cristo recordará este texto y le dará otro alcance que está en el centro de nuestra vocación: «Porque pobres tendréis siempre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis; pero a Mí no me tendréis siempre» (Mc. XIV, 7). Y, de hecho, volvemos a encontrar a Jesús en los pobres:
«¿Quién querría ser rico después de que el Hijo de Dios ha querido ser pobre?… Si el Rey de reyes se abrazó con la pobreza cuando vino a este mundo, y por el contrario fulminó su maldición contra los que están apegados a las riquezas, con estos términos: «iPero, ay de vosotros los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo!’; pueden considerarse bienaventuradas las Hijas de la Caridad por haber elegido una forma de vida que tiene como fin principal la imitación de la del Hijo de Dios, el cual, a pesar de que podía tener todos los tesoros de la tierra, los despreció y vivió tan pobremente que no tenía ni una piedra donde reposar su cabeza» (Coste X, 205, 206; Conf. Esp. núm. 1532).
2) Los primeros cristianos
Jesús, en efecto, desapareció, pero su Espíritu guía a sus discípulos por la misma vía. Nadie puede desconocer la importancia que habrá de tener en la vida de la Iglesia, a través de los tiempos, el cuadro, el modelo de las primeras comunidades: «Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Act. IV, 32).
Una Sociedad de Vida apostólica, como la nuestra, debe hacer una particular referencia a esta vida de los primeros cristianos. Los Fundadores no han dejado de hacerla:
«iQué dicha para la Misión poder imitar a los primeros cristianos, vivir como ellos en común y en pobreza! ¡Oh, Salvador! iQué ventaja para nosotros! Pidámosle a Dios que, por su misericordia, nos dé este espíritu de pobreza. Sí, el espíritu de pobreza es el espíritu de Dios… Y ése es el espíritu de Dios: amar como El y los suyos, la pobreza a la que se opone el espíritu del mundo, ese espíritu de propiedad y de comodidad que busca la satisfacción propia, ese espíritu de apego a las cosas de la tierra, ese espíritu de anticristo, sí de anticristo, no de ese anticristo que ha de venir un poco antes de Nuestro Señor, sino de ese espíritu de riquezas opuesto a Dios, de esas máximas contrarias a las que ha enseñado el Hijo de Dios» (Coste XI, 226; Síg. XI/3, 141).
Y San Vicente, una vez más, pone este espíritu en relación con la Misión:
«… Gracias a Dios, siempre ha existido en esta pequeña Compañía ese espíritu de abandono de todas las cosas, que nos hace dejarlo todo por Dios, que nos aleja de las comodidades… para ir acá o a las Indias; ioh sí, este espíritu, por la gracia de Dios existe en la Misión. Uno tiene que marcharse a cien leguas: ¿cuándo se va a marchar usted, padre, a ese lugar tan lejano? —Hoy, mañana, esta misma mañana. Y se va uno tan fácilmente a cuatrocientas leguas, a Roma…!» (Coste XI, 227; Síg. XI/3, 141).
3) Adoptemos esta actitud
De hecho, el amor busca la semejanza y tiende a suprimir los muros y las barreras. Es el amor el que, de manera natural, nos impulsará a decir quizá: Me gustaría, como Jesús, ir hacia los pobres, hacerme pobre entre ellos, con el fin de hacerles accesibles el mensaje que el mismo Cristo quiso dejarnos a través de su propia vida de pobreza.
Esta semejanza de vida favorecerá nuestro «ser para los pobres» y nuestros «estar con los pobres» y por otra parte no se justifica si no es en función de nuestro «ser para los pobres» y de nuestro «estar con los pobres». Si deseamos entrar en comunión tan real como sea posible con ellos, es para ayudarles a salir de la situación difícil en la que se encuentran o a vivirla de una manera liberadora: el Hijo de Dios se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza y no para hacer perpetua nuestra miseria o para mantenernos en ella. El se despojó de su rango para que nosotros llegáramos a ser, como El y en El, hijos de Dios.
En el filme «Monsieur Vincent», se pone acertadamente en su boca que tenemos que hacernos perdonar nuestra intrusión en el mundo de los pobres y que esto no será posible sino en razón de nuestro amor y en proporción a ese amor. Efectivamente, es importante, que los pobres perciban este amor nuestro y que, en la medida de lo posible, les expliquemos también con amor la significación humana y cristiana de nuestra actitud. Por otra parte, todo ello debe hacerse patente, más por nuestros actos que por nuestras palabras y, sobre todo, a través de todo un comportamiento de relación amistosa que nos permitirá aprender de ellos
B. Nuestros maestros… ¿Cómo?
No es que haya que «canonizar» a los pobres. Si su servicio es un ideal tan terriblemente exigente es, entre otras razones, porque requiere, como ya lo hemos dicho, mucho desinterés, mucha paciencia, mucha perseverancia ante los defectos que hay que soportar, ante todo un «negativo» que pudiera desanimarnos. Los Fundadores no se llamaron a engaño al asegurarnos que, en definitiva, sólo la Fe nos permitirá, haciendo que «demos vuelta a la medalla», encontrar a Jesucristo en el Pobre e ir al encuentro del Pobre con las disposiciones de Jesucristo… Es cierto que tenemos mucho que aprender de ellos, y que ellos con frecuencia nos «enseñan» y nos evangelizan.
1) Valores humanos
¿Quién no ha quedado impresionado, alguna vez, por la riqueza de valores humanos que se viven frecuentemente en el mundo de los pobres?… De todos modos, si no tenemos que cerrar los ojos sobre lo «negativo» para ayudarles a tomar conciencia de ello y a superarlo, tenemos que estar atentos, sobre todo, a lo «positivo» para hacerlo progresar. Todo lo que existe de auténticamente bueno, justo, verdadero, como tal, viene de Dios, aun cuando no seamos conscientes de ello e incluso cuando no queramos serlo. Ahí es donde se encuentran esas «semillas del Verbo» de las que tanto hablamos desde el Concilio: haciendo tomar conciencia a los pobres de estos valores, viviéndolos con ellos, caminando con ellos para hacerlos progresar en los corazones y en las estructuras, esperamos que, finalmente, el Señor será reconocido, encontrado y acogido en dichos valores, ya que El sólo les dará su pleno significado y su plena realización.
Los pobres nos enseñan con frecuencia la verdadera amistad, todo un calor humano del que nuestras Comunidades no son siempre modelos, debido a un «sobrenatural» mal comprendido o, sencillamente, debido a la rutina, al conformismo, al legalismo en el que nos instalamos… Santa Luisa insistía en una gozosa cordialidad y hay que creer que, ya en sus tiempos, ella comprobaba la ausencia o la insuficiencia de la misma entre las Hermanas. San Vicente, lo hemos visto, estaba particularmente impresionado por la serenidad, la «resignación» (en el mejor sentido de la palabra), la confianza inquebrantable de los pobres en medio de sus pruebas. Ellos saben dar y recibir, con la misma sencillez. Comparten de buen grado lo poco que tienen, saben acoger y escuchar. Son para nosotros, con frecuencia, el reflejo de la paciencia y de la ternura a Dios.
No, no es que los pobres tengan todas las cualidades ni los demás todos los defectos; no es que los pobres tengan siempre razón y los demás no. Se impone un discernimiento cuando se trata de tomar partido en favor o en contra de los comportamientos de una persona o de un grupo. Pero hay que optar siempre por el explotado contra el explotador, por el oprimido contra el opresor, Y, sobre todo, tenemos que estar muy atentos a toda esta «enseñanza» tácita del mundo de los pobres que, individual y colectivamente, vive muy a menudo su suerte con dignidad y lucha con no menor dignidad. Y es tanto más importante que estemos sensibilizados a estos valores, cuanto que pueden ser explotados por toda clase de ideologías, que su dinamismo puede ser desviado de los verdaderos caminos de liberación y que el mundo actual corre el riesgo de ahogarlos bajo las múltiples formas de su materialismo.
2) Los evangelizadores… evangelizados
«Los pobres nos evangelizan»… Frecuentemente repetimos esta fórmula. Ha llegado el momento de preguntarnos si, de hecho, en contacto con los pobres sentimos que crece en nosotros la inquietud y la vergüenza de estar nosotros mismos tan poco evangelizados. Es una profunda actitud de pobreza el dejarnos interpelar así: ¿no hemos apreciado nuestra vida, con demasiada frecuencia, a la luz de los valores de este mundo más que a la de los valores evangélicos?… ¿Experimentamos, concretamente, el deseo de una vida de pobreza que esté más marcada por las exigencias del Evangelio y de nuestro ideal vicenciano?… De este modo los pobres, por el solo hecho de que existen y de que nosotros los encontramos, nos ayudan a ser, con tal de que nos dejemos interpelar por ellos, lo que henos elegido ser: testigos del Amor infinito de Dios hacia nosotros.
Por otra parte, al comprometernos en favor de los pobres con Fe y con una Caridad sencilla y humilde, colaboramos con el Espíritu en el crecimiento de Cristo en nosotros y en ellos, nos hacemos más «servidores» y «servidoras» de Dios en el pobre; nuestro ser cristiano se desarrolla, el testimonio de nuestra vida se hace más palpable y, desde este punto de vista también, los pobres nos ayudan a llegar a ser lo que somos, lo que debemos ser.
El pobre nos recuerda constantemente nuestra propia pobreza, tanto la que procede de nuestra cobardía como la que se refiere a nuestras limitaciones de toda clase. Si los pobres tienen necesidad de otros para vivir, nosotros tenemos, lo mismo que ellos, incomparablemente más necesidad de Dios para existir, de ahí la importancia de esta dimensión de dependencia sobre la que insistiremos de nuevo.
Pero, sobre todo, y, finalmente, los pobres nos remiten constantemente al Pobre por excelencia que es Cristo Jesús con quien están identificados. Siguiendo a nuestros Fundadores, que nos lo han repetido tantas veces, discernimos en los rasgos de los pobres los rasgos mismos del Señor, de tal manera que nuestra presencia junto a ellos se convierte en presencia junto a El. El rostro del pobre nos recuerda que nosotros todos hemos sido salvados por un Pobre, el Pobre por excelencia; comulgando con su pobreza es como completamos lo que falta a su Pasión: «La Caridad de Jesús Crucificado nos apremia».
iQué riqueza cuando sabemos llevar a la reflexión y a la oración, personal y comunitariamente, todo lo vivido en la misión!… Esta es la finalidad principal de la reflexión apostólica. Al «releer» en la Fe y a la luz de nuestro ideal vicenciano nuestra vida al lado de los pobres, uno de nuestros principales interrogantes debe ser: ¿Nos dejamos enseñar, evangelizar por los pobres? ¿Nos esforzamos por ser discípulas dignas de tales maestros a través de los cuales nos habla y nos interpela el Maestro: «Habla, Señor, tu siervo escucha»…?
II. Discípulos dóciles
Una mirada sincera y lúcida sobre nuestra vida personal y comunitaria y sobre la forma en que vivimos nuestra opción preferencial por los pobres, será muy instructiva. Pero, repitámoslo, se trata de una mirada en profundidad: la profundidad de la Fe, la profundidad de la pobreza evangélica, la profundidad de nuestra vocación en lo que tiene de más específico y, finalmente, la profundidad de una oración, impregnada toda ella de pobreza.
A. Una mirada lúcida y sincera
¿Existen criterios y signos que nos permitan confrontar nuestra vida con la de los pobres y saber en qué medida somos dóciles a las enseñanzas que nos dan en materia de pobreza?… Veamos algunos:
1) Sentir la «mordedura» concreta de la pobreza en nuestras vidas
Santa Luisa nos da la orientación general: «El espíritu de pobreza es el de Jesucristo. El dice hablando de Sí mismo: las zorras tienen sus madrigueras y los pájaros sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Viendo que El amó tanto esta virtud, yo he concebido una gran estima de ella y un gran deseo de imitarle. Y como no me encuentro en estado de poderla practicar realmente como El, me he propuesto usar con confusión de lo superfluo, y soportar sin decir nada lo que me falte, y trataré de despojarme de todo, en la medida de lo posible, sometiéndome a su divina Providencia.
Yo quiero, pues, amar de todo corazón la pobreza de bienes, por el honor que debo y quiero rendir a la opción que mi Salvador hizo de ella. Y si su Bondad permite que me tropiece con algunas necesidades, miraré su santa voluntad, elevaré a El mi espíritu y recurriré a El solo, considerando que, desde toda la eternidad, El solo ha sido suficiente a Sí mismo, por consiguiente que nos puede y nos debe bastar, y que estando en un estado en el que debemos tenerlo a El solo como consuelo, debemos aceptar amorosamente la privación de lo que nos falte fuera de El» (Escritos, Ed. 1961).
Esta visión de Santa Luisa acerca de la pobreza es impresionante, tanto por su profundidad como por su realismo, en función de la vocación de las Hijas de la Caridad. Coincide con San Vicente cuando habla de la mortificación:
«Pero, Padre, ¿qué nos dice usted? iEs muy duro eso de no desear nuestras satisfacciones ni lo que nos agrada! ¿Qué medios habrá para mortificarse siempre y resistir continuamente a las inclinaciones que, de ordinario, nos llevan a obtener esas cosas de las que usted nos en seña que hay que huir?
Responderé a ello que es la concupiscencia de la carne la que nos hace usar ese lenguaje. Y vivir según la carne es morir, pero morir a la vida de la gracia, que es muy distinta de la del cuerpo. Por tanto, los que quieran satisfacerse y vivir según la carne no tienen la vida del espíritu. Moriemini, dice San Pablo, moriréis si queréis vivir según la carne. Acordaos de lo que os digo hoy, que no podéis guardar vuestras reglas y seguir los placeres de la carne. Es incompatible. Hermanas mías, si la Compañía perece por culpa de la falta de observancia de alguna regla, será sobre todo por no haber guardado ésta» (Coste X, 217; Conf. Esp. núm. 1 554).
Esta pobreza «de hecho», concreta San Vicente, si debe vivirse en el servicio a los pobres, en la misma medida y en función de este servicio, debe caracterizar la vida personal y comunitaria de las Hermanas:
«Nuestra buena Santa Genoveva amó también mucho la pobreza, como buena aldeana; y todas las buenas Hijas de la Caridad tienen que tomar afecto a la práctica de esta virtud. Os hablo de la práctica, hijas mías; no bastaría con amar la virtud desde fuera; hay que amar las necesidades que pueden acontecer, y no quejarse de las que se sufren.
Querer tener lo que no se tiene, hijas mías, no es la pobreza de las verdaderas campesinas que se contentan con lo que tienen, bien sea en el vestir, bien en el alimento. Y por lo que se refiere a sus bienes, nunca piensan en ellos, e incluso no presumen de los que tienen, sino que son aficionadas a la pobreza. Trabajan como si nada tuvieran; y en esto, hijas mías, se conocerá que sois verdaderas Hijas de la Caridad, si no ambicionáis nada, si os contentáis con lo que se os da por la gracia de Dios. Las que Dios llamó primero a vuestra manera de vivir han obrado de esta forma» (Conf. Esp. núm. 147).
Existe siempre esta preocupación por cuidar de los bienes de los pobres y de la Comunidad. Como toda corresponsabilidad, la gestión de los bienes supone:
- información recíproca,
- revisión comunitaria del uso de los bienes materiales y de la forma de vida de la Comunidad.
- elaboración de un presupuesto dentro del marco del proyecto comunitario,
- rendición de cuentas.
San Vicente propone, como ejemplo, esta ilustración que no carece de interés: «Id primero a los pobres y socorredles; luego si podéis hacer lo demás, hacedlo enhorabuena. Sin embargo, los que actualmente adornan las iglesias de ese modo (magnífico) no obran mal, dado que como tienen muchos bienes, pueden hacer lo uno y lo otro (ayudar también a los Pobres). Pero vosotras tenéis que amar la pobreza que hace que no se deseen cosas bonitas. Pues apenas una tenga algo bonito, que tenga un altarcito bien arreglado, la Hermana que lo vea tendrá deseos de tener otro tanto. Y dirá: iqué bello altar tiene mi hermana de tal lugar; hay esto y esto! i0h!, iqué devoción me da! ¡Es preciso que yo compre otro tanto!
Y, ¿de dónde sacar el dinero para ello? Tendrá que robárselo a los pobres, ya que vosotras no tenéis nada. Y si emplea en ello lo que le dan para sus gastos, tampoco está permitido lo mismo que tomárselo a los pobres» (Coste X, 359; Conf. Esp. núm 1792-1793).
La Madre GUILLEMIN, en su circular sobre la pobreza de febrero de 1965, da unas normas generales que no podemos repetir aquí con detalle: dejar siempre un margen a la mortificación en las instalaciones necesarias, tener cuidado de no aprovechar las facilidades de vida que aportan las obras, mantener una diferencia claramente ostensible entre los locales de la Comunidad y los destinados a las obras… Y concluía:
«Procuremos hacernos semejantes a los pobres. Esta directiva se encuentra a cada paso en las enseñanzas de San Vicente y de Santa Luisa, y es la que debe regular la apreciación de nuestra pobreza exterior (de una manera prudente, como lo hicieron ellos mismos, sin exageración y sin debilidad)… El estilo de vida y el nivel de pobreza exterior variarán forzosamente según las circunstancias y los países, aun en el interior de la Compañía, porque ésta se encuentra de hecho en situaciones muy diversas. Sin embargo, que nuestro corazón se incline siempre del lado de los pobres y de su pobreza.»
Por su parte, la Madre ROGE ha vuelto a tratar con frecuencia este tema con mucha precisión.
2) «Orientemos nuestro corazón hacia los pobres y su pobreza»
Siguiendo esta recomendación de la Madre GUILLEMIN, debemos preguntarnos si nuestra existencia está marcada por determinados rasgos, y si aceptamos de buen grado que lo esté, rasgos que nos permitan entrar en comunión con los pobres a través de semejanzas, de analogías. Podemos pensar especialmente en la dependencia y la inseguridad.
Los pobres dependen de mucha gente, de muchas cosas, de muchos acontecimientos… Frecuentemente se ha descrito este cuadro, cuadro que en las circunstancias actuales, en muchos países, se va agravando hasta la tragedia. Y nosotros, ¿aceptamos verdaderamente vivir esta dimensión de la pobreza cada vez que la ocasión se presente y bajo las múltiples formas en que pueda presentarse? Es también la Madre GILLEMIN quien ilustra esto mediante el siguiente ejemplo:
«El pobre ve restringida su independencia como consecuencia de la pobreza; tiene que pedir y esperar y, con frecuencia, sufrir algunas incomodidades. Está en situación de dependencia. La forma en que nosotras hemos de practicar la pobreza es la dependencia, y su salvaguarda es la obligación que tenemos de pedir permiso para ejecutar un acto de propiedad de cualquier clase que sea. Demos al acto de pedir un permiso todo su profundo sentido, y no lo convirtamos en una simple formalidad rutinaria y de tipo reglamentario, que se limita a sancionar la decisión que ya habíamos tomado interiormente; por el contrario, pongámonos en disposición de aceptar que se nos conceda o rehuse lo que pedimos. Manifestar descontento ante una negativa, ¿no es indicio de que seguimos considerándonos propietarias?»
Repito una vez más, éste no es más que un ejemplo entre mil, y podríamos citar muchos otros que nos afectan, quizá, más profundamente todavía. Al hablar a las Hermanas de las ofrendas que se hacen con motivo del Jubileo, San Vicente les decía:
«Se dice que hay que dar limosna.
Pero de eso no tenéis que preocuparos. La Compañía dará por todas en general, ya que sois pobres y la mayor parte habéis hecho voto de pobreza, lo cual os impide poseer. En nuestra casa lo hemos ordenado así. Así pues, la Casa dará limosna por todas, y vosotras podéis ofrecer a Nuestros Señor lo que se dé por vosotras, uniendo vuestra intención a la de los Superiores» (Coste X, 237; Conf. Esp. núm. 1 592).
«Uniendo vuestra intención»: la expresión dice claramente lo que quiere decir. A través de las diversas formas que puede tomar la dimensión de dependencia, es sobre todo el espíritu con el que se vive dicha dependencia el que cuenta y le da todo su valor. Por otra parte, en nuestra vocación, ¿no se ejercita esta dependencia con relación a los mismos pobres, nuestros amos y señores?
Dentro de este deseo de asemejarnos a ellos y de compartir su suerte, seremos felices, si llega el caso, de poder vivir en distintas formas de inseguridad, de incertidumbre… Es sin duda alguna porque Juliana LORET había manifestado, al escribir a Santa Luisa, una excesiva preocupación con relación a los bienes materiales, por lo que la Fundadora le responde:
«Querida Hermana, ¿quiere usted que le diga que su carta no huele a pobre, sino que tiene un olor que no les está permitido a las Hijas de la Caridad?» (Escritos Esp. Ed. 1983, pág. 462; ver comentario de Madre ROGE en Ecos de la Compañía, noviembre de 1981, pág. 451).
Esta referencia a los pobres es significativa, ya que nuestros problemas y nuestras dificultades son con frecuencia mínimas al lado de las suyas… Pensemos en el contexto actual que agrava hasta la desesperanza la marginación de tantas personas, en particular de los jóvenes. Crece el número de los que no tienen trabajo, las reconversiones están sometidas a menudo a tantas exigencias que son prácticamente imposibles para la mayor parte de los interesados: entonces, ¿cómo afrontarlas? ¿Y qué será del mañana? Los esfuerzos y los sacrificios de hoy tendrán al menos, algún resultado?..
Sabemos que esta mirada realista sobre la condición de los pobres era la de San Vicente:
«Hermanas mías, iqué honor! Es Dios el que os ha encomendado el cuidado de sus pobres, y tenéis que comportaros con ellos con su mismo espíritu, compadeciendo sus miserias y sintiéndolas en vosotras mismas.
Yo he visto a esas pobres gentes (se refiere aquí a los galeotes), tratadas como bestias; esto fue lo que hizo que Dios se llenara de compasión. Le dieron lástima y luego su Bondad hizo dos cosas en su favor; primero, hizo que compraran una casa para ellos; segundo, quiso disponer las cosas de tal modo que fueran servidos por sus propias hijas, puesto que decir una Hija de la Caridad es decir una hija de Dios» (Coste X, 125; Conf. Esp. núm. 1394).
B. Una mirada en profundidad
Estas últimas palabras de San Vicente nos remiten al espíritu de la vocación, y debemos terminar estas reflexiones sobre la pobreza volviendo a lo esencial.
1) «Bienaventurados los pobres de espíritu»
¿Hay que repetir hasta qué punto captó San Vicente la bienaventuranza evangélica, que le hacía exclamar: i»Desdichado el que no se contenta con Dios»!? (Coste X, 210; Conf. Esp. núm. 1541).
Sí, esta pobreza espiritual fija el corazón en Dios, Bien Absoluto, y hace que prefiramos «poseer un tesoro en el Cielo», poniendo la esperanza en los bienes del Reino y fijando en ellos nuestro corazón.
Y es precisamente esta pobreza espiritual la que va a garantizar la paz de nuestro corazón ante las contradicciones, los fracasos, las limitaciones personales y las de los demás, haciendo que las relativicemos comparadas con los bienes del Reino, que elevemos el deseo y la mirada que la naturaleza dirige espontáneamente sobre los bienes de este mundo. Las Constituciones expresan muy bien todo esto y nos aseguran que, por este medio, nuestro corazón se abre al amor de todos y se sensibiliza hacia las necesidades de los pobres, impulsándonos a poner verdaderamente a su servicio nuestra persona, nuestro tiempo, nuestros bienes, nuestro trabajo, etc., siguiendo a Jesús, que siendo Pobre El mismo, pasó haciendo el bien (Act. X, 38).
Repitamos que esta pobreza espiritual se requiere para que humildemente podamos aprender de los pobres:
«!Sabemos acaso lo que es ser pobre? —dice también la Madre GUILLEMIN—. Sin darnos cuenta de ello, somos ricas de muchas cosas, vivimos en la ilusión y sobre ésta fundamentamos nuestra seguridad, a despecho de las afirmaciones que hacemos en contrario: ricas de nuestra salud y de nuestro equilibrio humano; ricas de dones naturales, de experiencia o de conocimientos adquiridos, aun cuando no sean muchos; ricas de relaciones, de influencia, de la importancia y del renombre de la Compañía, y ricas incluso de recursos espirituales. Mientras nuestra fuerza y nuestra esperanza se basen en estos valores personales, no somos pobres de espíritu, y frente al hecho cotidiano, nuestras reacciones no dan el sentido justo de la pobreza. Hay que comprender la profundidad de la pobreza, hay que haber valorado la nada de todo, y estar desprendido de todo, para responder en toda circunstancia de acuerdo con la pobreza.»
Y la continuación del texto indica la raíz profunda de esta actitud:
«Hay que hacerse pobres y mantenerse pobres ante Dios. Esa es, sencillamente, la actitud fundamental del hombre ante su Creador.
Hacernos pobres es establecernos en nuestra verdadera posición frente a Dios. Consiste, ante todo, en reconocer en la verdad y la humildad lo que somos: nuestra pequeñez, nuestra impotencia, nuestra miseria y, sobre todo, la absoluta dependencia en que nos encontramos con respecto a El. Pero consiste también en descubrir al mismo tiempo, en la alabanza y en la adoración, su Soberano Dominio, la omnipotente Bondad de su Providencia, su inefable misericordia y su paternidad con respecto a nosotros. En una palabra, la pobreza consiste en reconocer que El lo es todo, y que nosotros no somos nada. Para llegar a un tal conocimiento no basta la razón; hace falta la ayuda de una oración humilde y constante para implorar el don de Dios en la Fe. Y, precisamente, cuanto más nos ilumine la fe, más lograremos penetrar en la profundidad de nuestra nada, y cuanto más nos abismemos en nuestra pobreza más nos inundará la fe con los esplendores de la más pura alegría.
Entonces aprenderemos a esperarlo todo de Dios, en la actitud de un verdadero pobre.» (Circular de febrero de 1965).
2) Revisar nuestra opción preferencial en favor de los pobres
La «revisión de obras», por emplear la expresión consagrada, es una necesidad permanente. Se impone más aún en nuestra época de rápidas y profundas mutaciones. Pero revisar nuestras actividades y sus modalidades no tendría ningún sentido si no hiciéramos un examen a nivel de la calidad, de las motivaciones, de la expresión esencial de nuestra opción preferencial en favor de los pobres.
Sería preciso que volviésemos a tratar aquí de la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación que presentamos en los Ecos de la Compañía de diciembre de 1984 y, sobre todo, la parte titulada precisamente: La opción preferencial en favor de los Pobres: una Evangelización basada en la verdad (verdad sobre Jesucristo, verdad sobre la Iglesia, verdad sobre el hombre), una evangelización basada en el respeto a todo hombre, una evangelización basada en el respeto al pobre, todo esto con miras a una «civilización del Amor», según la expresión de Pablo VI, que Puebla hizo suya.
En este aspecto también se trata de que aprendamos de los pobres. Las Teologías de la Liberación, en lo que tienen de más positivo, pretenden ser esencialmente una expresión obstinada del deseo de liberación de los pobres, releyendo con ellos la Palabra de Dios que, de pronto, adquiere una apasionante actualidad.
En el centro de la espiritualidad de las Hijas de Vicente de Paul, encontramos toda una visión de la actitud de «sierva» que las Constituciones describen, y en lo que la Madre ROGE nos ha hecho meditar con frecuencia. Y que puede y debe llevarnos muy lejos en las implicaciones prácticas, pero a condición, una vez más, de que la actitud sea comprendida, revisada, re-actualizada en profundidad. Tenemos, por ejemplo, toda la cuestión de los «medios humildes» y de la revisión de nuestro estilo de vida. Con un espíritu de realismo, hay que saber «relativizar» todo, pero la orientación general y la inspiración de fondo no ofrecen duda: ir con preferencia hacia las tareas humildes, ir hacia comunidades en las que pueda vivirse verdaderamente un proyecto vicenciano, permanecer atentas y fieles a lo que constituye la vida de los pobres en su tejido cotidiano de alegrías y de penas y, a partir de ahí, dejarse transformar desde dentro, estar siempre alerta para no perder de vista la exigencia «profética» de nuestra vocación, es decir, la denuncia de todo lo que aplasta a los más pobres, y la llamada a correr hacia ellos «como se corre para apagar el fuego».
3) Seguir la acción divina
Este espíritu de pobreza, como lo recordaba también la Madre GUILLEMIN, es una dura y larga conquista que siempre estaremos tratando de alcanzar, de revisar, de volver a empezar.
La voz de Dios nos solicita en todo y, en primer lugar, a través de los mismos pobres, para que demos una respuesta de pobre a la gracia de cada momento. Tenemos, pues, que seguir e implorar la acción divina, reconocer sus llamadas en cada acontecimiento, acogerla bien cuando nos purifica y nos interpela.
Como conclusión de su conferencia del 20 de agosto de 1656 sobre la pobreza, San Vicente invitaba a las Hermanas a pedir esta gracia al Señor. Lo hace refiriéndose a la tres tentaciones de Jesús en el desierto… y esto está lleno de significación: la primera nos remite a la necesidad fundamental de tener; la segunda trata de la cuestión de los medios para hacerse valer; la tercera culmina en torno al deseo de poder. Nos encontramos en el centro de la op ción que Cristo hizo de la pobreza, de su rechazo a servirse y a que le sirvieran, de su determinación a no ser más que «Servidor»… Nos encontramos, pues, por este mismo hecho, en el centro de nuestra vocación (Coste X, 223; Conf. Esp. núm. 1566).
San Vicente no separa jamás a María de Jesús. En su conferencia, tan importante para las Hijas de la Caridad, sobre la imitación de las jóvenes campesinas, dice: «Hijas mías, ¿qué pensáis que ha sido la vida del Hijo de Dios y la de su Santa Madre? Una vida de perfecta pobreza» (Coste IX, 87; Conf. Esp. núm. 147). Los Fundadores nos invitan a contemplar en María, a la luz de Cristo servidor, «a la Sierva fiel y humilde de los designios del Padre, modelo de los corazones pobres» (Coste 1, 12).
Y es así como gustamos de contemplarla en su Anunciación, en su Magnificat, en Caná, en el Calvario, en Pentecostés. Así es como nos gusta rezarle.
La creación de una comisión pontificia para la pastoral de los servicios de la salud, el 11 de febrero último, en la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, viene a confirmar, de alguna manera, esta dimensión mariana de nuestra vocación. Juan Pablo II, al anunciar este nuevo organismo que, en unión con el Consejo Pontificio para los seglares, debe coordinar todas las instituciones comprometidas, siguiendo a Cristo, en el servicio a los que sufren, nos remite a su Carta Apostólica del 11 de febrero precedente, sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano. Es un texto que han de volver a leer y meditar las Hijas de la Caridad, que han consagrado su vida, siguiendo los pasos de Jesús-Servidor y de María-Sierva a sus hermanos los pobres.