Pobreza por el servicio a los pobres en humildad, sencillez y caridad…

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Hijas de la CaridadLeave a Comment

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Autor: Miguel Lloret, C.M. · Año publicación original: 1985 · Fuente: Ecos de la Compañía, 1985.
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pobres

Los pobres son nuestros «amos» y debemos servirles como a tales. Son también nuestros «maestros» y, como tales, nos enseñan; por tanto, hemos de aprender de ellos.

Esta es, no lo dudemos, una impor­tante dimensión de nuestro enfoque de la pobreza evangélica y de nuestro modo de vivirla. San Vicente, al invitar a sus cohermanos a que pidieran por la paz, en un momento particularmente trágico, en el que los «príncipes cristia­nos» se destrozaban entre ellos en de­trimento de las masas populares, es­cribía:

«iOh Salvador! i0h Salvador! Si por cua­tro meses que hemos tenido la guerra encima hemos tenido tanta miseria en el corazón de Francia, donde los víveres abundaban por doquier, ¿qué harán esas pobres gentes de la frontera, que llevan sufriendo esas miserias desde hace vein­te años? Sí, hace veinte años que están continuamente en guerra; sí siembran, no están seguros de poder cosechar; vie­nen los ejércitos y los saquean y lo roban todo; y lo que no han robado los solda­dos, los alguaciles lo cogen y se lo lle­van. Después de todo esto, ¿qué hacer?, ¿qué pasará? No queda más que morir.

Si existe una religión verdadera…, ¿qué es lo que digo, miserable?…, isi existe una religión verdadera! iDios me lo per­done! Hablo materialmente. Es entre ellos, entre esa pobre gente, donde se conserva la verdadera religión, la fe viva. Creen sencillamente, sin hurgar; su­misión a las órdenes, paciencia en las miserias que hay que sufrir mientras Dios quiera, unos por las guerras, otros por trabajar todo el día bajo el ardor del sol; pobres viñadores que nos dan su trabajo, que esperan que recemos por ellos, mientras que ellos se fatigan por alimentarnos… (Coste XI, 200; Síg. XI/3, 120).

De este cuadro que ciertamente no podríamos hacer nuestro hoy sin algu­nos matices, tengamos en cuenta sobre todo esta invitación a dejarnos interpe­lar por los pobres y, en particular, a exa­minar bajo esta luz nuestra propia vida de pobreza. En efecto, ¿qué ocurriría a la Compañía y a los mismos pobres sin esta pobreza?

«Tengo miedo, mis queridas Herma­nas, de que se llegue a faltar en este punto, pues entonces habría que temer que pereciera esta obra. He pensado mu­chas veces en qué es lo que podría cau­sar este mal y producir esta devastación: que no se viera ya en París a tantas vír­genes y viudas yendo a visitar a los po­bres; de dónde podría venir que no se viera ya en esta ciudad a esas personas llevando el puchero de los pobres enfer­mos. Y solamente se me ha ocurrido pensar como causa el que se empezara a retener algo del dinero de los pobres. No es que no haya otros crímenes que pu­dieran echar abajo esta obra, pero éste es de los principales. iQué desgracia si se dieran motivos para decir que las Hi­jas de la Caridad son ladronas del bien de los pobres, que son unas granujas, que han querido apropiarse del dinero de los pobres con el pretexto de servirles, que no hay que fiarse de ellas y que son unas malas personas! Mis queridas Her­manas, si se llegara a eso, habría que de­cir adiós a la Caridad» (Coste X, 216; Conf. Esp. núm. 1 553).

Aprendamos, pues, como discípulas dóciles, de estos maestros terriblemen­te exigentes que son los pobres.

1. Maestros exigentes

Si los pobres son nuestros maestros y maestros tan exigentes, es esencialmente —dentro de una óptica evangélica— porque nos remiten a ese Maestro, también terri­blemente exigente, que es Jesucristo.

A. Nuestros maestros… ¿Por qué?

Se trata, pues, de una única y de una           misma actitud: aprender de los pobres y aprender de Cristo, como los primeros cristianos lo comprendieron tan bien.

1) «Bienaventurados los Pobres»

Repitamos que la pobreza que tene­mos que vivir, es ante todo, un espíritu, el que Jesús ha beatificado. Es también una pobreza de hecho: Jesús quiso vi­virla personalmente, compartiendo la vida de los pobres. Quería estar total­mente dedicado a «las cosas de su Pa­dre» y dependiente de El con una con­fianza total: «No andéis preocupados por vuestra vida… ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vesti­do?… Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todas esas co­sas. Buscad primero su Reino y su justi­cia» (Mat. VI-25 y ss.).

A este discurso que dirige a todos, Jesús añade exigencias particulares para los que quieren seguirle más de cerca: «Si quieres ser perfecto, vete, ven­de lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven y sígueme» (Mat. XIX, 21).

Así pues, la pobreza no es solamente un estado; lleva a los actos, lleva a dar y sobre todo a darse. De tal modo que el estado de privación es una conse­cuencia del don. Por ejemplo, puede uno privarse del fruto del propio trabajo, dándolo a otros.

Los pobres a quienes Jesús proclama «bienaventurados» son los que santifi­can su pobreza; las pruebas materiales y espirituales les han acostumbrado a no contar más que con Dios, dentro de la tradición de los salmos: «Cuanto a mí pobre y menesteroso, mi Señor cuidará de mí» (Salmo XL, 1 8).

Jesús «evangelizó a los pobres», en primer lugar, según la profecía de Isaías, asegurándoles que poseen ya (y no solamente que poseerán) en su co­razón los verdaderos bienes, los bienes del Reino con los que se identifica El mismo: «Se anuncia a los pobres la Bue­na Nueva» (Mat. XI, 5). Este anuncio es, juntamente con los milagros, el signo de su misión mesiánica.

Pero Jesús no proclamó bienaventu­rada la pobreza material como tal. Al contrario, «con el fin de que no haya nin­gún pobre junto a ti», ordena el Deutero­nomio (XV, 4); pero el texto dice más adelante: «Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por eso te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra.» Cristo recordará este texto y le dará otro al­cance que está en el centro de nuestra vocación: «Porque pobres tendréis siem­pre con vosotros y podréis hacerles bien cuando queráis; pero a Mí no me tendréis siempre» (Mc. XIV, 7). Y, de hecho, vol­vemos a encontrar a Jesús en los pobres:

«¿Quién querría ser rico después de que el Hijo de Dios ha querido ser po­bre?… Si el Rey de reyes se abrazó con la pobreza cuando vino a este mundo, y por el contrario fulminó su maldición contra los que están apegados a las ri­quezas, con estos términos: «iPero, ay de vosotros los ricos, porque habéis recibi­do vuestro consuelo!’; pueden conside­rarse bienaventuradas las Hijas de la Ca­ridad por haber elegido una forma de vida que tiene como fin principal la imitación de la del Hijo de Dios, el cual, a pesar de que podía tener todos los teso­ros de la tierra, los despreció y vivió tan pobremente que no tenía ni una piedra donde reposar su cabeza» (Coste X, 205, 206; Conf. Esp. núm. 1532).

2) Los primeros cristianos

Jesús, en efecto, desapareció, pero su Espíritu guía a sus discípulos por la misma vía. Nadie puede desconocer la importancia que habrá de tener en la vida de la Iglesia, a través de los tiem­pos, el cuadro, el modelo de las prime­ras comunidades: «Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo lo tenían en común» (Act. IV, 32).

Una Sociedad de Vida apostólica, como la nuestra, debe hacer una parti­cular referencia a esta vida de los pri­meros cristianos. Los Fundadores no han dejado de hacerla:

«iQué dicha para la Misión poder imi­tar a los primeros cristianos, vivir como ellos en común y en pobreza! ¡Oh, Salva­dor! iQué ventaja para nosotros! Pidá­mosle a Dios que, por su misericordia, nos dé este espíritu de pobreza. Sí, el es­píritu de pobreza es el espíritu de Dios… Y ése es el espíritu de Dios: amar como El y los suyos, la pobreza a la que se opone el espíritu del mundo, ese espíritu de propiedad y de comodidad que busca la satisfacción propia, ese espíritu de apego a las cosas de la tierra, ese espíri­tu de anticristo, sí de anticristo, no de ese anticristo que ha de venir un poco antes de Nuestro Señor, sino de ese es­píritu de riquezas opuesto a Dios, de esas máximas contrarias a las que ha en­señado el Hijo de Dios» (Coste XI, 226; Síg. XI/3, 141).

Y San Vicente, una vez más, pone este espíritu en relación con la Misión:

«… Gracias a Dios, siempre ha existido en esta pequeña Compañía ese espíritu de abandono de todas las cosas, que nos hace dejarlo todo por Dios, que nos aleja de las comodidades… para ir acá o a las Indias; ioh sí, este espíritu, por la gracia de Dios existe en la Misión. Uno tiene que marcharse a cien leguas: ¿cuándo se va a marchar usted, padre, a ese lugar tan lejano? —Hoy, mañana, esta misma mañana. Y se va uno tan fácilmente a cuatrocientas leguas, a Roma…!» (Cos­te XI, 227; Síg. XI/3, 141).

3) Adoptemos esta actitud

De hecho, el amor busca la semejan­za y tiende a suprimir los muros y las barreras. Es el amor el que, de manera natural, nos impulsará a decir quizá: Me gustaría, como Jesús, ir hacia los po­bres, hacerme pobre entre ellos, con el fin de hacerles accesibles el mensaje que el mismo Cristo quiso dejarnos a través de su propia vida de pobreza.

Esta semejanza de vida favorecerá nuestro «ser para los pobres» y nuestros «estar con los pobres» y por otra parte no se justifica si no es en función de nuestro «ser para los po­bres» y de nuestro «estar con los po­bres». Si deseamos entrar en comunión tan real como sea posible con ellos, es para ayudarles a salir de la situación di­fícil en la que se encuentran o a vivirla de una manera liberadora: el Hijo de Dios se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza y no para hacer perpe­tua nuestra miseria o para mantenernos en ella. El se despojó de su rango para que nosotros llegáramos a ser, como El y en El, hijos de Dios.

En el filme «Monsieur Vincent», se pone acertadamente en su boca que te­nemos que hacernos perdonar nuestra intrusión en el mundo de los pobres y que esto no será posible sino en razón de nuestro amor y en proporción a ese amor. Efectivamente, es importante, que los pobres perciban este amor nuestro y que, en la medida de lo posi­ble, les expliquemos también con amor la significación humana y cristiana de nuestra actitud. Por otra parte, todo ello debe hacerse patente, más por nues­tros actos que por nuestras palabras y, sobre todo, a través de todo un com­portamiento de relación amistosa que nos permitirá aprender de ellos

B. Nuestros maestros… ¿Cómo?

No es que haya que «canonizar» a los pobres. Si su servicio es un ideal tan te­rriblemente exigente es, entre otras ra­zones, porque requiere, como ya lo he­mos dicho, mucho desinterés, mucha paciencia, mucha perseverancia ante los defectos que hay que soportar, ante todo un «negativo» que pudiera desani­marnos. Los Fundadores no se llamaron a engaño al asegurarnos que, en defini­tiva, sólo la Fe nos permitirá, haciendo que «demos vuelta a la medalla», en­contrar a Jesucristo en el Pobre e ir al encuentro del Pobre con las disposicio­nes de Jesucristo… Es cierto que tene­mos mucho que aprender de ellos, y que ellos con frecuencia nos «ense­ñan» y nos evangelizan.

1) Valores humanos

¿Quién no ha quedado impresionado, alguna vez, por la riqueza de valores humanos que se viven frecuentemente en el mundo de los pobres?… De todos modos, si no tenemos que cerrar los ojos sobre lo «negativo» para ayudarles a tomar conciencia de ello y a superar­lo, tenemos que estar atentos, sobre todo, a lo «positivo» para hacerlo pro­gresar. Todo lo que existe de auténtica­mente bueno, justo, verdadero, como tal, viene de Dios, aun cuando no sea­mos conscientes de ello e incluso cuan­do no queramos serlo. Ahí es donde se encuentran esas «semillas del Verbo» de las que tanto hablamos desde el Concilio: haciendo tomar conciencia a los pobres de estos valores, viviéndolos con ellos, caminando con ellos para ha­cerlos progresar en los corazones y en las estructuras, esperamos que, final­mente, el Señor será reconocido, en­contrado y acogido en dichos valores, ya que El sólo les dará su pleno signifi­cado y su plena realización.

Los pobres nos enseñan con frecuen­cia la verdadera amistad, todo un calor humano del que nuestras Comunidades no son siempre modelos, debido a un «sobrenatural» mal comprendido o, sencillamente, debido a la rutina, al conformismo, al legalismo en el que nos instalamos… Santa Luisa insistía en una gozosa cordialidad y hay que creer que, ya en sus tiempos, ella comproba­ba la ausencia o la insuficiencia de la misma entre las Hermanas. San Vicen­te, lo hemos visto, estaba particular­mente impresionado por la serenidad, la «resignación» (en el mejor sentido de la palabra), la confianza inquebrantable de los pobres en medio de sus pruebas. Ellos saben dar y recibir, con la misma sencillez. Comparten de buen grado lo poco que tienen, saben acoger y escu­char. Son para nosotros, con frecuen­cia, el reflejo de la paciencia y de la ternura a Dios.

No, no es que los pobres tengan to­das las cualidades ni los demás todos los defectos; no es que los pobres ten­gan siempre razón y los demás no. Se impone un discernimiento cuando se trata de tomar partido en favor o en contra de los comportamientos de una persona o de un grupo. Pero hay que optar siempre por el explotado contra el explotador, por el oprimido contra el opresor, Y, sobre todo, tenemos que es­tar muy atentos a toda esta «enseñan­za» tácita del mundo de los pobres que, individual y colectivamente, vive muy a menudo su suerte con dignidad y lucha con no menor dignidad. Y es tanto más importante que estemos sensibilizados a estos valores, cuanto que pueden ser explotados por toda clase de ideologías, que su dinamismo puede ser desviado de los verdaderos caminos de libera­ción y que el mundo actual corre el riesgo de ahogarlos bajo las múltiples formas de su materialismo.

2) Los evangelizadores… evangelizados

«Los pobres nos evangelizan»… Fre­cuentemente repetimos esta fórmula. Ha llegado el momento de preguntar­nos si, de hecho, en contacto con los pobres sentimos que crece en nosotros la inquietud y la vergüenza de estar nosotros mismos tan poco evangeliza­dos. Es una profunda actitud de pobre­za el dejarnos interpelar así: ¿no hemos apreciado nuestra vida, con demasiada frecuencia, a la luz de los valores de este mundo más que a la de los valores evangélicos?… ¿Experimentamos, con­cretamente, el deseo de una vida de pobreza que esté más marcada por las exigencias del Evangelio y de nuestro ideal vicenciano?… De este modo los pobres, por el solo hecho de que exis­ten y de que nosotros los encontramos, nos ayudan a ser, con tal de que nos dejemos interpelar por ellos, lo que he­nos elegido ser: testigos del Amor infi­nito de Dios hacia nosotros.

Por otra parte, al comprometernos en favor de los pobres con Fe y con una Caridad sencilla y humilde, colabora­mos con el Espíritu en el crecimiento de Cristo en nosotros y en ellos, nos hace­mos más «servidores» y «servidoras» de Dios en el pobre; nuestro ser cristia­no se desarrolla, el testimonio de nues­tra vida se hace más palpable y, desde este punto de vista también, los pobres nos ayudan a llegar a ser lo que somos, lo que debemos ser.

El pobre nos recuerda constantemen­te nuestra propia pobreza, tanto la que procede de nuestra cobardía como la que se refiere a nuestras limitaciones de toda clase. Si los pobres tienen necesidad de otros para vivir, nosotros te­nemos, lo mismo que ellos, incompara­blemente más necesidad de Dios para existir, de ahí la importancia de esta di­mensión de dependencia sobre la que insistiremos de nuevo.

Pero, sobre todo, y, finalmente, los pobres nos remiten constantemente al Pobre por excelencia que es Cristo Je­sús con quien están identificados. Si­guiendo a nuestros Fundadores, que nos lo han repetido tantas veces, dis­cernimos en los rasgos de los pobres los rasgos mismos del Señor, de tal manera que nuestra presencia junto a ellos se convierte en presencia junto a El. El rostro del pobre nos recuerda que nosotros todos hemos sido salvados por un Pobre, el Pobre por excelencia; comulgando con su pobreza es como completamos lo que falta a su Pasión: «La Caridad de Jesús Crucificado nos apremia».

iQué riqueza cuando sabemos llevar a la reflexión y a la oración, personal y comunitariamente, todo lo vivido en la misión!… Esta es la finalidad principal de la reflexión apostólica. Al «releer» en la Fe y a la luz de nuestro ideal vicenciano nuestra vida al lado de los pobres, uno de nuestros principales interrogan­tes debe ser: ¿Nos dejamos enseñar, evangelizar por los pobres? ¿Nos esfor­zamos por ser discípulas dignas de ta­les maestros a través de los cuales nos habla y nos interpela el Maestro: «Ha­bla, Señor, tu siervo escucha»…?

II. Discípulos dóciles

Una mirada sincera y lúcida sobre nuestra vida personal y comunitaria y sobre la forma en que vivimos nuestra opción preferencial por los pobres, será muy instructiva. Pero, repitámoslo, se trata de una mirada en profundidad: la profundidad de la Fe, la profundidad de la pobreza evangélica, la profundidad de nuestra vocación en lo que tiene de más específico y, finalmente, la profundidad de una oración, impregnada toda ella de pobreza.

A. Una mirada lúcida y sincera

¿Existen criterios y signos que nos permitan confrontar nuestra vida con la de los pobres y saber en qué medida somos dóciles a las enseñanzas que nos dan en materia de pobreza?… Vea­mos algunos:

1) Sentir la «mordedura» concreta de la pobreza en nuestras vidas

Santa Luisa nos da la orientación ge­neral: «El espíritu de pobreza es el de Jesu­cristo. El dice hablando de Sí mismo: las zorras tienen sus madrigueras y los pája­ros sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza. Viendo que El amó tanto esta virtud, yo he con­cebido una gran estima de ella y un gran deseo de imitarle. Y como no me en­cuentro en estado de poderla practicar realmente como El, me he propuesto usar con confusión de lo superfluo, y soportar sin decir nada lo que me falte, y trataré de despojarme de todo, en la medida de lo posible, sometiéndome a su divina Providencia.

Yo quiero, pues, amar de todo corazón la pobreza de bienes, por el honor que debo y quiero rendir a la opción que mi Salvador hizo de ella. Y si su Bondad per­mite que me tropiece con algunas nece­sidades, miraré su santa voluntad, ele­varé a El mi espíritu y recurriré a El solo, considerando que, desde toda la eterni­dad, El solo ha sido suficiente a Sí mis­mo, por consiguiente que nos puede y nos debe bastar, y que estando en un estado en el que debemos tenerlo a El solo como consuelo, debemos aceptar amorosamente la privación de lo que nos falte fuera de El» (Escritos, Ed. 1961).

Esta visión de Santa Luisa acerca de la pobreza es impresionante, tanto por su profundidad como por su realismo, en función de la vocación de las Hijas de la Caridad. Coincide con San Vicente cuando habla de la mortificación:

«Pero, Padre, ¿qué nos dice usted? iEs muy duro eso de no desear nuestras sa­tisfacciones ni lo que nos agrada! ¿Qué medios habrá para mortificarse siempre y resistir continuamente a las inclinacio­nes que, de ordinario, nos llevan a obte­ner esas cosas de las que usted nos en seña que hay que huir?

Responderé a ello que es la concupis­cencia de la carne la que nos hace usar ese lenguaje. Y vivir según la carne es morir, pero morir a la vida de la gracia, que es muy distinta de la del cuerpo. Por tanto, los que quieran satisfacerse y vivir según la carne no tienen la vida del espí­ritu. Moriemini, dice San Pablo, moriréis si queréis vivir según la carne. Acordaos de lo que os digo hoy, que no podéis guardar vuestras reglas y seguir los pla­ceres de la carne. Es incompatible. Her­manas mías, si la Compañía perece por culpa de la falta de observancia de algu­na regla, será sobre todo por no haber guardado ésta» (Coste X, 217; Conf. Esp. núm. 1 554).

Esta pobreza «de hecho», concreta San Vicente, si debe vivirse en el servi­cio a los pobres, en la misma medida y en función de este servicio, debe carac­terizar la vida personal y comunitaria de las Hermanas:

«Nuestra buena Santa Genoveva amó también mucho la pobreza, como buena aldeana; y todas las buenas Hijas de la Caridad tienen que tomar afecto a la práctica de esta virtud. Os hablo de la práctica, hijas mías; no bastaría con amar la virtud desde fuera; hay que amar las necesidades que pueden acontecer, y no quejarse de las que se sufren.

Querer tener lo que no se tiene, hijas mías, no es la pobreza de las verdaderas campesinas que se contentan con lo que tienen, bien sea en el vestir, bien en el alimento. Y por lo que se refiere a sus bienes, nunca piensan en ellos, e incluso no presumen de los que tienen, sino que son aficionadas a la pobreza. Trabajan como si nada tuvieran; y en esto, hijas mías, se conocerá que sois verdaderas Hijas de la Caridad, si no ambicionáis nada, si os contentáis con lo que se os da por la gracia de Dios. Las que Dios llamó primero a vuestra manera de vivir han obrado de esta forma» (Conf. Esp. núm. 147).

Existe siempre esta preocupación por cuidar de los bienes de los pobres y de la Comunidad. Como toda corresponsa­bilidad, la gestión de los bienes supone:

  • información recíproca,
  • revisión comunitaria del uso de los bienes materiales y de la forma de vida de la Comunidad.
  • elaboración de un presupuesto den­tro del marco del proyecto comuni­tario,
  • rendición de cuentas.

San Vicente propone, como ejemplo, esta ilustración que no carece de inte­rés: «Id primero a los pobres y socorredles; luego si podéis hacer lo demás, hacedlo enhorabuena. Sin embargo, los que ac­tualmente adornan las iglesias de ese modo (magnífico) no obran mal, dado que como tienen muchos bienes, pueden hacer lo uno y lo otro (ayudar también a los Pobres). Pero vosotras tenéis que amar la pobreza que hace que no se de­seen cosas bonitas. Pues apenas una tenga algo bonito, que tenga un altarcito bien arreglado, la Hermana que lo vea tendrá deseos de tener otro tanto. Y dirá: iqué bello altar tiene mi hermana de tal lugar; hay esto y esto! i0h!, iqué devo­ción me da! ¡Es preciso que yo compre otro tanto!

Y, ¿de dónde sacar el dinero para ello? Tendrá que robárselo a los pobres, ya que vosotras no tenéis nada. Y si emplea en ello lo que le dan para sus gastos, tampoco está permitido lo mismo que to­márselo a los pobres» (Coste X, 359; Conf. Esp. núm 1792-1793).

La Madre GUILLEMIN, en su circu­lar sobre la pobreza de febrero de 1965, da unas normas generales que no podemos repetir aquí con detalle: dejar siempre un margen a la mortifica­ción en las instalaciones necesarias, te­ner cuidado de no aprovechar las facili­dades de vida que aportan las obras, mantener una diferencia claramente os­tensible entre los locales de la Comuni­dad y los destinados a las obras… Y concluía:

«Procuremos hacernos semejantes a los pobres. Esta directiva se encuentra a cada paso en las enseñanzas de San Vi­cente y de Santa Luisa, y es la que debe regular la apreciación de nuestra pobreza exterior (de una manera prudente, como lo hicieron ellos mismos, sin exageración y sin debilidad)… El estilo de vida y el ni­vel de pobreza exterior variarán forzosa­mente según las circunstancias y los paí­ses, aun en el interior de la Compañía, porque ésta se encuentra de hecho en si­tuaciones muy diversas. Sin embargo, que nuestro corazón se incline siempre del lado de los pobres y de su pobreza.»

Por su parte, la Madre ROGE ha vuel­to a tratar con frecuencia este tema con mucha precisión.

2) «Orientemos nuestro corazón hacia los pobres y su pobreza»

Siguiendo esta recomendación de la Madre GUILLEMIN, debemos pregun­tarnos si nuestra existencia está marca­da por determinados rasgos, y si acep­tamos de buen grado que lo esté, ras­gos que nos permitan entrar en comu­nión con los pobres a través de seme­janzas, de analogías. Podemos pensar especialmente en la dependencia y la in­seguridad.

Los pobres dependen de mucha gen­te, de muchas cosas, de muchos acon­tecimientos… Frecuentemente se ha descrito este cuadro, cuadro que en las circunstancias actuales, en muchos paí­ses, se va agravando hasta la tragedia. Y nosotros, ¿aceptamos verdadera­mente vivir esta dimensión de la pobre­za cada vez que la ocasión se presente y bajo las múltiples formas en que pue­da presentarse? Es también la Madre GILLEMIN quien ilustra esto mediante el siguiente ejemplo:

«El pobre ve restringida su indepen­dencia como consecuencia de la pobre­za; tiene que pedir y esperar y, con fre­cuencia, sufrir algunas incomodidades. Está en situación de dependencia. La for­ma en que nosotras hemos de practicar la pobreza es la dependencia, y su salvaguarda es la obligación que tene­mos de pedir permiso para ejecutar un acto de propiedad de cualquier clase que sea. Demos al acto de pedir un permiso todo su profundo sentido, y no lo convir­tamos en una simple formalidad rutinaria y de tipo reglamentario, que se limita a sancionar la decisión que ya habíamos tomado interiormente; por el contrario, pongámonos en disposición de aceptar que se nos conceda o rehuse lo que pedi­mos. Manifestar descontento ante una negativa, ¿no es indicio de que seguimos considerándonos propietarias?»

Repito una vez más, éste no es más que un ejemplo entre mil, y podríamos citar muchos otros que nos afectan, quizá, más profundamente todavía. Al hablar a las Hermanas de las ofrendas que se hacen con motivo del Jubileo, San Vicente les decía:

«Se dice que hay que dar limosna.

Pero de eso no tenéis que preocuparos. La Compañía dará por todas en general, ya que sois pobres y la mayor parte ha­béis hecho voto de pobreza, lo cual os impide poseer. En nuestra casa lo hemos ordenado así. Así pues, la Casa dará li­mosna por todas, y vosotras podéis ofre­cer a Nuestros Señor lo que se dé por vosotras, uniendo vuestra intención a la de los Superiores» (Coste X, 237; Conf. Esp. núm. 1 592).

«Uniendo vuestra intención»: la ex­presión dice claramente lo que quiere decir. A través de las diversas formas que puede tomar la dimensión de de­pendencia, es sobre todo el espíritu con el que se vive dicha dependencia el que cuenta y le da todo su valor. Por otra parte, en nuestra vocación, ¿no se ejer­cita esta dependencia con relación a los mismos pobres, nuestros amos y señores?

Dentro de este deseo de asemejar­nos a ellos y de compartir su suerte, seremos felices, si llega el caso, de po­der vivir en distintas formas de inseguri­dad, de incertidumbre… Es sin duda algu­na porque Juliana LORET había mani­festado, al escribir a Santa Luisa, una excesiva preocupación con relación a los bienes materiales, por lo que la Fun­dadora le responde:

«Querida Hermana, ¿quiere usted que le diga que su carta no huele a pobre, sino que tiene un olor que no les está permitido a las Hijas de la Caridad?» (Escritos Esp. Ed. 1983, pág. 462; ver comentario de Madre ROGE en Ecos de la Compañía, noviembre de 1981, pág. 451).

Esta referencia a los pobres es signi­ficativa, ya que nuestros problemas y nuestras dificultades son con frecuen­cia mínimas al lado de las suyas… Pen­semos en el contexto actual que agrava hasta la desesperanza la marginación de tantas personas, en particular de los jóvenes. Crece el número de los que no tienen trabajo, las reconversiones están sometidas a menudo a tantas exigen­cias que son prácticamente imposibles para la mayor parte de los interesados: entonces, ¿cómo afrontarlas? ¿Y qué será del mañana? Los esfuerzos y los sacrificios de hoy tendrán al menos, al­gún resultado?..

Sabemos que esta mirada realista sobre la condición de los pobres era la de San Vicente:

«Hermanas mías, iqué honor! Es Dios el que os ha encomendado el cuidado de sus pobres, y tenéis que comportaros con ellos con su mismo espíritu, compa­deciendo sus miserias y sintiéndolas en vosotras mismas.

Yo he visto a esas pobres gentes (se refiere aquí a los galeotes), tratadas como bestias; esto fue lo que hizo que Dios se llenara de compasión. Le dieron lástima y luego su Bondad hizo dos cosas en su favor; primero, hizo que compraran una casa para ellos; segundo, qui­so disponer las cosas de tal modo que fueran servidos por sus propias hijas, puesto que decir una Hija de la Caridad es decir una hija de Dios» (Coste X, 125; Conf. Esp. núm. 1394).

B. Una mirada en profundidad

Estas últimas palabras de San Vicen­te nos remiten al espíritu de la voca­ción, y debemos terminar estas refle­xiones sobre la pobreza volviendo a lo esencial.

1) «Bienaventurados los pobres de espíritu»

¿Hay que repetir hasta qué punto captó San Vicente la bienaventuranza evangélica, que le hacía exclamar: i»Desdichado el que no se contenta con Dios»!? (Coste X, 210; Conf. Esp. núm. 1541).

Sí, esta pobreza espiritual fija el cora­zón en Dios, Bien Absoluto, y hace que prefiramos «poseer un tesoro en el Cie­lo», poniendo la esperanza en los bie­nes del Reino y fijando en ellos nuestro corazón.

Y es precisamente esta pobreza espi­ritual la que va a garantizar la paz de nuestro corazón ante las contradiccio­nes, los fracasos, las limitaciones per­sonales y las de los demás, haciendo que las relativicemos comparadas con los bienes del Reino, que elevemos el deseo y la mirada que la naturaleza diri­ge espontáneamente sobre los bienes de este mundo. Las Constituciones expresan muy bien todo esto y nos ase­guran que, por este medio, nuestro co­razón se abre al amor de todos y se sensibiliza hacia las necesidades de los pobres, impulsándonos a poner verda­deramente a su servicio nuestra perso­na, nuestro tiempo, nuestros bienes, nuestro trabajo, etc., siguiendo a Jesús, que siendo Pobre El mismo, pasó ha­ciendo el bien (Act. X, 38).

Repitamos que esta pobreza espiri­tual se requiere para que humildemente podamos aprender de los pobres:

«!Sabemos acaso lo que es ser pobre? —dice también la Madre GUILLE­MIN—. Sin darnos cuenta de ello, somos ricas de muchas cosas, vivimos en la ilu­sión y sobre ésta fundamentamos nues­tra seguridad, a despecho de las afirma­ciones que hacemos en contrario: ricas de nuestra salud y de nuestro equilibrio humano; ricas de dones naturales, de ex­periencia o de conocimientos adquiridos, aun cuando no sean muchos; ricas de re­laciones, de influencia, de la importancia y del renombre de la Compañía, y ricas incluso de recursos espirituales. Mien­tras nuestra fuerza y nuestra esperanza se basen en estos valores personales, no somos pobres de espíritu, y frente al he­cho cotidiano, nuestras reacciones no dan el sentido justo de la pobreza. Hay que comprender la profundidad de la po­breza, hay que haber valorado la nada de todo, y estar desprendido de todo, para responder en toda circunstancia de acuerdo con la pobreza.»

Y la continuación del texto indica la raíz profunda de esta actitud:

«Hay que hacerse pobres y mante­nerse pobres ante Dios. Esa es, sencilla­mente, la actitud fundamental del hom­bre ante su Creador.

Hacernos pobres es establecernos en nuestra verdadera posición frente a Dios. Consiste, ante todo, en reconocer en la verdad y la humildad lo que somos: nuestra pequeñez, nuestra impotencia, nuestra miseria y, sobre todo, la absolu­ta dependencia en que nos encontra­mos con respecto a El. Pero consiste también en descubrir al mismo tiempo, en la alabanza y en la adoración, su So­berano Dominio, la omnipotente Bon­dad de su Providencia, su inefable mi­sericordia y su paternidad con respecto a nosotros. En una palabra, la pobreza consiste en reconocer que El lo es todo, y que nosotros no somos nada. Para llegar a un tal conocimiento no basta la razón; hace falta la ayuda de una ora­ción humilde y constante para implorar el don de Dios en la Fe. Y, precisamen­te, cuanto más nos ilumine la fe, más lograremos penetrar en la profundidad de nuestra nada, y cuanto más nos abismemos en nuestra pobreza más nos inundará la fe con los esplendores de la más pura alegría.

Entonces aprenderemos a esperarlo todo de Dios, en la actitud de un ver­dadero pobre.» (Circular de febrero de 1965).

2) Revisar nuestra opción preferencial en favor de los pobres

La «revisión de obras», por emplear la expresión consagrada, es una necesi­dad permanente. Se impone más aún en nuestra época de rápidas y profun­das mutaciones. Pero revisar nuestras actividades y sus modalidades no ten­dría ningún sentido si no hiciéramos un examen a nivel de la calidad, de las moti­vaciones, de la expresión esencial de nuestra opción preferencial en favor de los pobres.

Sería preciso que volviésemos a tra­tar aquí de la Instrucción sobre algunos aspectos de la Teología de la Liberación que presentamos en los Ecos de la Compañía de diciembre de 1984 y, so­bre todo, la parte titulada precisamente: La opción preferencial en favor de los Pobres: una Evangelización basada en la verdad (verdad sobre Jesucristo, ver­dad sobre la Iglesia, verdad sobre el hombre), una evangelización basada en el respeto a todo hombre, una evangeli­zación basada en el respeto al pobre, todo esto con miras a una «civilización del Amor», según la expresión de Pa­blo VI, que Puebla hizo suya.

En este aspecto también se trata de que aprendamos de los pobres. Las Teologías de la Liberación, en lo que tienen de más positivo, pretenden ser esencialmente una expresión obstinada del deseo de liberación de los pobres, releyendo con ellos la Palabra de Dios que, de pronto, adquiere una apasio­nante actualidad.

En el centro de la espiritualidad de las Hijas de Vicente de Paul, encontramos toda una visión de la actitud de «sierva» que las Constituciones describen, y en lo que la Madre ROGE nos ha hecho meditar con frecuencia. Y que puede y debe llevarnos muy lejos en las implica­ciones prácticas, pero a condición, una vez más, de que la actitud sea com­prendida, revisada, re-actualizada en profundidad. Tenemos, por ejemplo, toda la cuestión de los «medios humil­des» y de la revisión de nuestro estilo de vida. Con un espíritu de realismo, hay que saber «relativizar» todo, pero la orientación general y la inspiración de fondo no ofrecen duda: ir con preferen­cia hacia las tareas humildes, ir hacia comunidades en las que pueda vivirse verdaderamente un proyecto vicencia­no, permanecer atentas y fieles a lo que constituye la vida de los pobres en su tejido cotidiano de alegrías y de penas y, a partir de ahí, dejarse transformar desde dentro, estar siempre alerta para no perder de vista la exigencia «proféti­ca» de nuestra vocación, es decir, la de­nuncia de todo lo que aplasta a los más pobres, y la llamada a correr hacia ellos «como se corre para apagar el fuego».

3) Seguir la acción divina

Este espíritu de pobreza, como lo re­cordaba también la Madre GUILLEMIN, es una dura y larga conquista que siem­pre estaremos tratando de alcanzar, de revisar, de volver a empezar.

La voz de Dios nos solicita en todo y, en primer lugar, a través de los mismos pobres, para que demos una respuesta de pobre a la gracia de cada momento. Tenemos, pues, que seguir e implorar la acción divina, reconocer sus llamadas en cada acontecimiento, acogerla bien cuando nos purifica y nos interpela.

Como conclusión de su conferencia del 20 de agosto de 1656 sobre la po­breza, San Vicente invitaba a las Her­manas a pedir esta gracia al Señor. Lo hace refiriéndose a la tres tentaciones de Jesús en el desierto… y esto está lle­no de significación: la primera nos remi­te a la necesidad fundamental de tener; la segunda trata de la cuestión de los medios para hacerse valer; la tercera culmina en torno al deseo de poder. Nos encontramos en el centro de la op­ ción que Cristo hizo de la pobreza, de su rechazo a servirse y a que le sirvie­ran, de su determinación a no ser más que «Servidor»… Nos encontramos, pues, por este mismo hecho, en el cen­tro de nuestra vocación (Coste X, 223; Conf. Esp. núm. 1566).

San Vicente no separa jamás a María de Jesús. En su conferencia, tan impor­tante para las Hijas de la Caridad, sobre la imitación de las jóvenes campesinas, dice: «Hijas mías, ¿qué pensáis que ha sido la vida del Hijo de Dios y la de su Santa Madre? Una vida de perfecta po­breza» (Coste IX, 87; Conf. Esp. núm. 147). Los Fundadores nos invitan a contemplar en María, a la luz de Cristo servidor, «a la Sierva fiel y humilde de los designios del Padre, modelo de los corazones pobres» (Coste 1, 12).

Y es así como gustamos de contem­plarla en su Anunciación, en su Magni­ficat, en Caná, en el Calvario, en Pente­costés. Así es como nos gusta rezarle.

La creación de una comisión pontifi­cia para la pastoral de los servicios de la salud, el 11 de febrero último, en la fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, viene a confirmar, de alguna manera, esta dimensión mariana de nuestra vo­cación. Juan Pablo II, al anunciar este nuevo organismo que, en unión con el Consejo Pontificio para los seglares, debe coordinar todas las instituciones comprometidas, siguiendo a Cristo, en el servicio a los que sufren, nos remite a su Carta Apostólica del 11 de febrero precedente, sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano. Es un texto que han de volver a leer y meditar las Hijas de la Caridad, que han consagra­do su vida, siguiendo los pasos de Je­sús-Servidor y de María-Sierva a sus hermanos los pobres.

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