Luisa de Marillac (Personalidad)

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez · Año publicación original: 1995 · Fuente: CEME.
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Voto de viudez.

Al redactar lo que sucedió aquellos días de 1623, Luisa señala la promesa de hacer vo­to de viudez, si Dios llamaba a su esposo. Gobillon lo confirma como realizado, y que te­nía la costumbre de renovarlo todos los años el día de Santa Mónica.

Este voto de viudez no fue una anécdota en su vida, ni tampoco podemos considerar­lo como la ilusión de una devota que ya nada puede esperar en la vida social. Sin duda al­guna, fue el ropaje del miedo, del complejo de culpabilidad. Luisa quería tener aplacado a Dios para que no tuviese en cuenta no haber cumplido su voto anterior. Pero fue tam­bién la búsqueda de la libertad para ser más de Dios. La Señorita Le Gras pensaba que ya estaba realizada en su personalidad al hacer un nuevo voto. En medio del dolor que pro­duce la muerte de un esposo, aparece una mujer decidida en la libertad encontrada.

El voto de viudez fue, además, un sacrificio de su persona joven aún. Por los retratos de entonces, los Marillac aparecen como personas hermosas; Luisa también aparece agra­ciada, era bonita y tan sólo tenía 34 años cuando enviudó.

Seis años más tarde, hacia 1631, siendo una viuda de 40 años, todavía se enamoró de ella un caballero y, a pesar de no ser una viuda rica y ser el año de las desgracias de la fa­milia Marillac, intentó casarse con ella, usando todos los medios para convencerla, inclu­so la calumnia y la amenaza de llevarla a los tribunales. La pasión del caballe ro por la se­ñorita Le Gras debió ser grande, pues Luisa tuvo miedo y acudió al único apoyo que te­nía, a Vicente de Paúl. El director lo comprendió y creyó firmemente que ella nada le ha­bía prometido al caballero. Como director de su conciencia, aprovechó para llevarla más directamente a Jesucristo: «¿Teme que se hable de usted? Sea, pero seguramente será ése uno de los mayores medios de asemejarse al Hijo de Dios que podría tener en la tierra y con él adquirir gran dominio sobre usted misma, como jamás había tenido antes».

Afectividad.

Por las cartas que conservamos, Luisa de Marillac aparece como una mujer emotiva, cargada de gran afectividad. Vicente de Paúl solía decirle que cuidara de su ternura, y se lo dice con emoción, sin crudeza. Nos recuerda su infancia desamparada y en soledad, en una época en que el niño se va convirtiendo en el centro de la familia. La falta de cariño en su niñez permaneció incrustada para siempre en su personalidad de mujer.

La emotividad la llevará a buscar cariño y a quien dárselo, pues hasta casarse y nacer su hijo, a nadie se lo pudo dar. Quien no ha examinado sus primeros años, considera exa­geradas sus manifestaciones de amor materno, como sucedió en el proceso de canoniza­ción. También San Vicente, que tanto la quería, considera excesivo el amor hacia su hijo único. Unas veces, se lo reprochó duramente y otras con afecto tierno:

«¿Y qué le diré de esa excesiva ternura?… debe trabajar usted por tranquilizar­se, ya que esa ternura sólo sirve para confundir su espíritu». «¡Dios mío, señorita!, qué bueno es ser hijo de Dios, ya que Él ama todavía más tiernamente a los que tienen la dicha de serlo, que lo que usted quiere al suyo, aunque usted tenga ma­yor ternura con él que cualquier otra madre con sus hijos». «Ciertamente, Nuestro Señor ha hecho bien en no tomar a usted como madre suya». Todo lo resumió en esta frase: «No he visto nunca una madre que sea tan madre como usted. No es ca­si mujer en otra cosa».

Vicente de Paúl conocía el misterio de su nacimiento y su infancia abandonada, y le dio el cariño que inconscientemente pedía aquella mujer. El la dirigía desde un año antes de morir su marido y conoció su tragedia. Durante varios años, el director le escribió fra­ses cariñosas. Las palabras mi corazón, su corazón, ternura, tierno… abundan en la co­rrespondencia. A veces, son frases enteras:

«Mi querida hija: ¡Como me consuela su carta y los pensamientos en ella con­signados! Realmente, es preciso que le confiese que el sentimiento se ha extendi­do por todas las partes de mi alma». «¡Qué le diré ahora de aquél [San Vicente] a quien su corazón ama con tanta ternura en nuestro Señor…! He de acabar dicién­dole que mi corazón guarda un tierno recuerdo del suyo en el de nuestro Señor». «Mi corazón no es ya mi corazón, sino suyo, en el de nuestro Señor». Le escribo «para agradecer a usted ese frontal tan hermoso y elegante que nos ha enviado, que ayer creí que me arrebataba el corazón de placer de ver el suyo allí metido, y este placer me duró ayer y hoy con una ternura inexplicable».

Y en un momento en que veía a su hija caminar veloz hacia Dios, se le escapó la ex­presión querida mía. Coste, extrañado de tanta ternura, piensa que se le olvidó la palabra hija.

El cariño que le mostraba San Vicente y el aprecio que le tenía quedan patentes en las preocupaciones que sintió el santo cuando Luisa, que había ido a establecer una comuni­dad de Hijas de la Caridad en el Gran Hospital de Angers, cayó enferma. Las cartas que le envió el director rezuman miedo por su salud y amor por su persona. Son cartas continuas, incesantes, ordenándole gastar lo que fuere con tal de volver pronto, cómoda y sana.

Al pasar los años, Vicente cambiará las expresiones hacia una mayor sequedad. Se irá retirando para que el único amor de su hija espiritual sea Dios. Cuando Luisa esté para morir, él no le dará ni su presencia ni unas líneas escritas de su mano, a pesar de pedírse­lo ella, para que en ese momento del encuentro final sólo resida en ella el amor divino.

Si no con tantas frases cariñosas, también en la correspondencia con las Hermanas se descubre la cordialidad que quiere darles y recibir. Sigue siendo Bárbara Bailly quien pe­netra en estos detalles: «En el último año de su vida, muy al contrario, se había despren­dido de la ternura que tenía con sus hijas, que siempre había amado tiernamente; y pare­cía que, en cuanto a ella y también en cuanto a las Hermanas, que quería que se despren­diesen de ella, no mostrando ya tanto afecto sensible, como lo hacía antes. Creo que era para acostumbrarnos a desprendernos de ella».

La afectividad la presentaba ante la gente como una mujer acogedora y delicada, sa­crificada y sociable. Es decir, lo que se dice una mujer encantadora. La ternura le abría los corazones y la amistad de las señoras, y su presencia llenaba de alegría a las Herma­nas. Estar lejos de ella, era un sufrimiento que se manifestaba en forma de quejas por la tardanza en escribirles o por ser destinadas lejos de ella. Con exageración, las enfermas se sentían curadas con la simple visita de Luisa. Cierto, lo cuentan después de la muerte de su fundadora.

La afectividad no impedía que fuese firme en la dirección de las Hermanas y en el go­bierno de la Compañía, corrigiendo las faltas. Temía ocasionar dolor en sus compañeras si no era ecuánime con todas, pero no impedía que conociera las peculiaridades de cada una y hasta tener una predilección amistosa con algunas, como con Bárbara Angiboust, Isabel Hellot, Juliana Loret, Maturina Guérin. Nada de esto impedía que fuese una afec­tuosa y delicada acompañante de personas. La emotividad tampoco impedía, por lo con­trario favorecía, que en ocasiones manifestara genio pronto y pareciera severa o que to­mara decisiones rápidas.

El miedo.

La vida metió el miedo en el cuerpo de Luisa. Luisa de Marillac tenía miedo al futu­ro, a lo desconocido que llegaba cada día. El miedo fue otra de las marcas que le grabó la vida; una vida con ascensos y descensos, adelantos y retrocesos, éxitos y fracasos, ilusio­nes y desengaños.

Cuando todavía era una niña y desconocía la trascendencia de su nacimiento, se edu­có y vivió como noble en Poissy. Pero cuando comenzó a comprender el sentido de la vi­da y el valor de la escala social de aquel siglo, tuvo que abandonar esa categoría de vida y refugiarse en una pensión. Aquí, supo lo que era la marginación de unos estamentos so­ciales y cuál era el peso de la pobreza.

Cuando era una joven, tuvo deseos de consagrarse a Dios en las capuchinas y la emo­ción invadió su ser. Iba a tener una oportunidad de dar una dirección personal a su vida; y cuando creía que el futuro se convertía en presente limpio, la negativa del provincial de los capuchinos le derrumbó toda la ilusión.

Cuando se casó, llegó la esperanza y el futuro, por fin, se abría claro. Le pareció co­nocer su camino y se sintió feliz. Durante cuatro años, ascendió en la escala social con su marido y con su hijo. De nuevo, llegaría a ser noble. Pero, con la caída de María de Mé­dicis y con la enfermedad de su esposo, todo se tambaleó durante cinco años y, a la muer­te de Antonio Le Gras, todo se desvaneció como un sueño de niña. Una niebla espesa cu­brió su casa.

Ni en la escala social, ni en la fortuna, ni en el sentido de la vida había logrado una estabilidad. Después de tantos años de lucha, tenía que volver a empezar. Ya no se podía fiar del porvenir y le tenía miedo.

De una manera continua, el miedo la morderá, cuando se trate de su hijo, de la con­servación de la Compañía de Hijas de la Caridad y cuando penetre en la profundidad de su alma para revisar su vida espiritual.

El director Vicente intentó quitarle el miedo y prender la confianza en Dios y en la alegría: Dios es más padre de su hijo que ella madre; si ha velado por la Iglesia, cuánto más cuidará de un puñado de mujeres; y en cuanto a su alma, sepa que es la hija querida de nuestro Señor que, por su misericordia, reinará en su corazón.

La inseguridad.

Junto con el miedo, o acaso como un efecto, brotó en su sicología una inseguridad ha­cia su persona y su interior, y atormentada buscó la seguridad en un director. De ahí, ese apoyarse continuamente en Vicente de Paúl y ese agradecimiento por la tranquilidad y la seguridad que le daba el santo: «Si usted sale mañana, no tendré el honor de verle antes, y entretanto ¿qué será de mi pobre conciencia?». No extraña, por ello, que cuan­do él esté ausente, ella crea morir. Asombrado, el Obispo de Belley tuvo que escribirle: «He ahí, al señor Vicente eclipsado y la señorita Le Gras fuera de sí y desorientada». Esta frase y aquella postura tenemos que interpretarlas a la luz que nos da una post­data escrita a San Vicente en un momento de dolor terrible, causado por su hijo: «No pue­do tener ayuda de nadie ni apenas nunca la he tenido a no ser de su caridad».

La fría soledad durante su juventud la obligó a luchar en la vida junto a unas personas que se agarraban sin piedad a cualquier cosa que las ayudara a sobrevivir o a avanzar en una sociedad estructurada sobre la desigualdad. La lucha solitaria le dio un temperamen­to fuerte, valiente, perspicaz y práctico para los asuntos materiales y espirituales. Y la mu­jer insegura para su propio interior ponía seguridad en los que estaban a su lado. Vicente de Paúl que la conoció bien, la envió a visitar y reorganizar las Caridades; le encargó que dirigiera a mujeres seglares, varias de alta cuna, que hacían los Ejercicios espirituales en San Lorenzo; le confió el gobierno de la Compañía de las Hijas de la Caridad y la direc­ción de las Hermanas. Era una mujer emprendedora que supo planificar las fundaciones de Angers, Nantes, el hospital asilo del Nombre de Jesús, etc. Se puede afirmar sin exa­geración que fue ella quien salvó la obra de los niños abandonados de Bicétre, durante la difícil revolución de la Fronda.

Acaso por esta contradicción, aparece algunas veces dura, cerrada y hasta áspera.

Complejo de culpabilidad.

Durante diecisiete años, los directores que tuvo, todos seguidores de la mística abs­tracta, la fueron centrando en la divinidad inmensa más que en la humanidad de Jesucris­to Redentor. Era una dirección apropiada para una vida de dolor y desprendimiento. En estas circunstancias, Luisa de Marillac fue asumiendo la idea de un Dios justiciero que anulaba al Dios misericordioso, y no era raro que quedara invadida por un complejo de culpabilidad. Los males que sucedían a su hijo y a las Hermanas eran castigos divinos de­bidos a sus pecados. La primera vez que aparece este complejo fue en 1623, cuando es­taba convencida de que era Dios quien había dado la enfermedad a su marido como un castigo por no haber cumplido ella el voto que hizo. Se manifestará a lo largo de su vida hasta 1650 en los fracasos de su hijo; y hasta morir, se sentirá culpable de los pecados y abandonos de las Hermanas y de los males de la Compañía. Para atajar el castigo de Dios, pensó dejar el puesto de Superiora, y hasta escogió a su sucesora: Sor Isabel Turgis. Al no poder romper la resistencia del Superior Vicente, se convenció de que Dios la sacaría pronto de la vida librando a la Compañía de sus pecados.

Tanto el miedo como el complejo de culpabilidad nos da la sensación de que la con­duce el egoísmo, de que pone su persona como el único centro alrededor del cual gira to­do lo demás. Sin embargo, sólo se puede hacer una interpretación correcta si se examina su vida indefensa que la obligó a centrarse en el yo personal que era lo único y más pro­pio que le quedaba. San Vicente la sacará del encerramiento en sí misma presentándole a los pobres. Ella misma intentaba salir; no se había encerrado voluntariamente y se esfor­zaba en contemplar a Dios en la oración. Mirando su historia, descubrió que Dios quería que fuese a Él a través de la cruz, pues desde la cuna, ésta no la había abandonado en nin­gún momento de su vida.

Espíritu analítico.

A Luisa de Marillac, la atraía analizar las cosas hasta lo más profundo del ser. Cuan­do las estudia, llega hasta la esencia, dándonos la sensación de un espíritu metafísico. Al introducirse en la consideración de Dios, lo examina, en rápida comprensión, hasta las úl­timas consecuencias. Del mismo modo, cuando profundizaba en su persona, más que de una manera sicológica la examinaba como una esencia en medio de su vida. Examinaba su sicología como ser más que como una dinámica y, cuando se detiene en su funciona­miento, pasa a la situación que crea en su persona y en su funcionamiento.

Se obsesionaba por examinar su interior, por analizar escrupulosamente todas las ca­pas del actuar de su sicología; parecía un médico observando detalladamente cada uno de los tejidos de su alma. Se introducía dentro de ella para reflexionar el cómo y el para qué de cada acción y concluir lo que era ella: pecadora, anonadada, pequeña, indigna de Dios. Se consideraba merecedora del infierno y rea de condenación; lo que le producía expre­siones de profunda humildad. No se pueden considerar estas expresiones abundantes y des­mesuradas solamente como un lenguaje convencional, propio del siglo; son manifesta­ciones sinceras de un alma que vive de Dios y lo conoce mejor, contraponiéndolo a su persona. Hubo momentos que creyó no amar a Dios ni ser amada por Él; y el miedo an­gustioso la devoraba. La crisis estalló con la enfermedad de su marido. Fue el momento elegido por Dios para purificarla.

Su tío Miguel le descubrió la necedad de atormentarse reflexionando sobre el anona­damiento, y la aconsejo bajo una óptica renanoflamenca. También, J.P. Camus la aconsejó, pero con sencillez optimista y hacia la confianza en Dios: «Siempre anda usted a vueltas con las confesiones generales, al llegar el jubileo… El jubileo no viene a noso­tros para eso, sino para alegrarnos en Dios, nuestro Salvador, y hacernos decir: Jubilemus Deo, salutari nostro». «¡Ánimo, mi querida hermana! Yo no sé por qué se turba su espíri­tu y cree estar en tinieblas y en abandono. ¿A propósito de qué?».

Vicente de Paúl, exquisito conocedor de la sicología femenina, logrará con cariño que salga de ese explorar minuciosamente su interior, presentándole a los pobres, y animán­dola a buscar la alegría.

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