Mons. Vicente Zico, CM[1] (II)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros PaúlesLeave a Comment

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  1. Háblenos un poco del episcopado y de la actuación pastoral de Mons. Vicente.

 Mons. Vicente fue un obispo forjado por el  Concilio Vaticano II: un auténtico pastor, de indescriptible envergadura espiritual e incansable celo apostólico, repleto de amor a la Iglesia, siempre al servicio de su pueblo. Del inicio al fin de su ministerio episcopal, anclado en el triple munus de enseñar, santificar y gobernar, personificó la descripción hecha por el Concilio, al recomendar que “el obispo tenga siempre delante de los ojos el ejemplo del Buen Pastor que vino no para ser servido, sino para servir y dar la vida por sus ovejas” (Lumen gentium, n. 27). En sus meditaciones sobre el Año Sacerdotal (2009-2010), encontramos esta convicción: “Nuestro ministerio, nosotros lo ejercemos, no como quien domina el rebaño o le impone sus voluntades, sino como quien muestra estar a su servicio, apacentando con amor y dedicación”. Veamos como todo eso se procesó en los casi 35 años de episcopado de Mons. Zico.   

En diciembre de 1980, su nombramiento para arzobispo coadjutor de Belém lo sorprendió en Roma, en la Curia de la Congregación, donde continuaba su misión en el Consejo General. Recibió la ordenación episcopal de las manos del Papa Juan Pablo II, en la Basílica de San Pedro, juntamente con otros 10 nuevos obispos. Era el día 6 de enero de 1981. Al lado del Santo Padre, se encontraba su hermano, Mons. Belchior Neto, hace ya muchos años obispo de Luz. El lema episcopal escogido por Mons. Vicente Zico (Cum Maria, matre Iesu) expresaba su amor a la Madre del Señor y su disposición de abrazar la piedad mariana del pueblo paraense. De hecho, en Belém, hace más de dos siglos que se realiza el Cirio de Nazaret, una de las mayores fiestas marianas del mundo, reuniendo anualmente alrededor de 2 millones de personas, en el segundo domingo de octubre. Cada año, haciendo a pie todo el recorrido de la procesión, Mons. Vicente se unía a las esperanzas de su pueblo, colocándolo “en los brazos maternales de aquella que carga todos los dolores del mundo, aquella que es infinitamente bella, porque es infinitamente buena”, como decía Charles Péguy, místico y poeta francés, cuya trayectoria de conversión nuestro cohermano obispo tanto apreciaba.

La arquidiócesis con la cual firmaría su alianza, situada en el corazón de la Amazonia, era aún desconocida para Mons. Vicente, pero desde ya profundamente amada por su pastor. Y hacia allí se dirigió, rebosante de ardor misionero, ansioso por servir. Belém, “casa del pan”, seria desde entonces su casa. Y lo sería para toda la vida, hasta el fin de sus días. La Amazonia brasileña es una región rica en su biodiversidad: ríos caudalosos, selvas vírgenes y fauna diversificada componen el majestuoso escenario que enmarca la histórica ciudad de Belém, capital del estado de Pará. Se trata también de una región de inmensos contrastes sociales, extremadamente carente de recursos y ampliamente explotada en sus riquezas naturales. Allí, Mons. Zico encontró una realidad al mismo tiempo deslumbrante y desafiadora, un verdadero mosaico de culturas, cercado de muchos rostros de pobreza. Una llamada contundente a la caridad pastoral y a la misión evangelizadora que habrían de marcar su actuación de obispo vicenciano, cuya predilección por los pobres se manifestaría en sus preocupaciones e iniciativas. En la escuela de su fundador, parecía tener muy claro que la caridad que pulsaba en su corazón no era sólo un tesoro a conservar, sino una vida a consumir, un germen a desarrollar, un fuego abrasador cuya llama es el celo por el bien y la salvación de sus hermanos (cf. SV XI, 590). Y así fue en su vida: “Cuando la caridad habita en una alma, se hace cargo de sus potencias, jamás descansa. Es un  fuego que arde sin cesar” (SV XI, 132).

Solamente nueve años después de su llegada, en 1990, Mons. Vicente se convirtió en arzobispo titular de Belém. Desde el inicio, sin embargo, en pacífica cooperación con su predecesor, inició su fecundo ministerio, visitando las parroquias, dinamizando la pastoral y revitalizando la formación en el seminario. Su temperamento prudente, afable y conciliador fue ganando la simpatía y la confianza del clero y de todo el pueblo de Dios. Sabía aproximarse de los pobres y de las personas más sencillas con indescriptible levedad, recorriendo a pie los barrios de la periferia de la ciudad, visitando hospitales, prisiones, asilos, etc. Quedó conocido como “Dom Zico”, el obispo sonriente y atento, que a todos extendía la mano, acogía, escuchaba, orientaba y bendecía. Son innumerables los testimonios de personas beneficiadas por la presencia cautivante, por la palabra cálida y por la ayuda eficaz de Mons. Vicente. No es por nada que el pueblo paraense lo venera. Él mismo solía emocionarse al narrar algunas historias de los encuentros con su gente, como aquella de la iniciativa espontánea de un hombre de la periferia de Belém, que, después de la visita que el arzobispo hiciera a su comunidad, escribió con carbón en la pared de su casa construida sobre las aguas del rio: “Calle Dom Zico”. Mons. Vicente decía haber sido éste “el mayor homenaje que podía recibir como hijo de San Vicente”. El mismo Péguy decía que los hijos “están siempre en la memoria, en el corazón y en la mirada de los padres, como su más precioso tesoro”. Así estaban los pobres en la vida de Mons. Vicente: grabados en su memoria, impresos en su corazón, guardados en su mirada, como joyas de altísimo valor.

Con el nombramiento de Mons. Zico, la arquidiócesis de Belém ganó notable impulso, alineándose con el espíritu de comunión y participación diseminado por el Vaticano II. Sabía valorar y estimular las personas que tenía cerca, tejiendo una gran red de colaboradores entre obispos, padres, religiosos y laicos. La cantidad y la calidad de sus realizaciones demuestran la fecundidad de su pastoreo. Lo cotidiano de Mons. Vicente era hecho de encuentros, tanto en las comunidades regularmente visitadas como en los atendimientos diarios en la Curia y en su residencia. En su esfuerzo de revitalización de las estructuras arquidiocesanas, trabajó en la elaboración y ejecución de dos sucesivos Planos de Pastoral, dinamizó la catequesis en todos los niveles, invirtió en la formación inicial y permanente del clero, promovió la capacitación de los laicos, perfeccionó el diaconado permanente, incrementó la animación misionera (particularmente, a través de las Santas Misiones Populares), amplió los espacios de actuación de la Vida Consagrada, dedicó atención a los matrimonios y a las familias, incentivó el protagonismo de los jóvenes, fundó una emisora de radio y un canal de TV, garantizó la conservación del patrimonio de la arquidiócesis y la hizo autosustentable, implementó la pastoral en las universidades, consolidó el Cirio de Nazaret como una ocasión privilegiada de evangelización a partir de pequeños grupos. Mons. Vicente no era hombre de vanguardia en lo que atañe a lo social, pero poseía extraordinaria sensibilidad humana, que lo llevaba a intervenir con discernimiento y vigor en las situaciones que requerían su palabra y su presencia, sobre todo cuando se trataba de promover a los más necesitados y a las víctimas de la injusticia. Como ejemplo, podemos rescatar su profético “pronunciamiento sobre la situación social y económica del Pará”, de 1997, que tanto impacto provocó entre los poderes públicos. En efecto, todas las iniciativas de Mons. Zico surgían de la fuente de su corazón paternal y de su identificación con el pueblo paraense que lo acogió con docilidad y que mantiene viva y palpitante su memoria. Es cierto que a Mons. Vicente no le faltaron incomprensiones y adversidades. Pero todo sabía enfrentarlo con su proverbial serenidad, sin nunca ofender o despreciar a quien lo difamase, y madurando en la oración su disposición a siempre perdonar. Tenía la certeza de que el pastoreo, como “camino de amor”, era también “un camino de ascesis, de purificación, de renuncias”.

La actuación de Mons. Vicente no se restringió al territorio de su amada Iglesia Particular. Como responsable por la dimensión misionera en la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (CNBB), trabajó con ahínco para despertar y confirmar la consciencia misionera entre las numerosas diócesis del país, además de haber viajado por siete países africanos en visita a misioneros brasileños. Integró la comisión misionera del Consejo Episcopal Latino Americano (CELAM) y fue escogido para la Pontificia Comisión para América Latina (CAL). En todas esas instancias, pudo sedimentar y compartir su convicción de que “la autenticidad de la Iglesia está en su índole misionera”. En 1994, participó como delegado de la IV Conferencia del Episcopado Latino Americano, en Santo Domingo. Todas estas atribuciones exigían de Mons. Vicente frecuentes viajes internacionales. Su corazón, sin embargo, permanecía en Belém y nada desviaba su mirada de la Iglesia confiada a sus cuidados de pastor. Cuando era cuestionado al respecto de estos viajes, decía que “lo mejor era poder volver a Belém”.

Al tener su solicitud de renuncia aceptada por el Papa, contando ya 77 años de edad, Mons. Zico deseó retornar al seno de la Congregación. Solicitó al Visitador de su Provincia de origen que lo colocase en una de nuestras Casas. Todos estábamos muy contentos con la noticia auspiciosa de su venida entre nosotros. Su sucesor, sin embargo, quiso tenerlo cerca, insistiendo en que permaneciese en Belém y pidiendo al pueblo que se manifestase. Mons. Vicente decidió quedarse. Sus años de obispo emérito fueron de impresionante fecundidad, haciéndonos recordar el salmo: “Incluso en el tempo de la vejez darán frutos, llenos de savia y de hojas verdes” (92,15). Intensificó su vida de oración, prolongando los momentos de recogimiento contemplativo y profundizando su amistad con el Señor; se actualizó teológicamente, seleccionando lecturas de autores renombrados, retomando los documentos conciliares y pontificios, haciendo anotaciones para inspirar sus conferencias; se dedicó a la orientación espiritual y a la predicación de retiros, especialmente para el clero de muchas diócesis y para diversas congregaciones; mantuvo la presentación de programas de radio y TV; atendió a innumerables invitaciones para conferir el sacramento del Orden dentro y fuera de la arquidiócesis; continuó muy solicitado para celebrar Confirmaciones y fiestas de patronos en parroquias y comunidades. Con autoridad, podrá decir, en el contexto del Año Paulino (2008-2009): “Hay tanto por hacer, son tantas las llamadas de Dios a nuestra consciencia sacerdotal, que permanecer acomodado en nuestro yo, ‘muy ocupado en no hacer nada’ (2Ts 3,11), sería un error vergonzoso, un escándalo”. Las múltiples solicitudes recibidas harán su rutina de arzobispo emérito laboriosa y fructífera. Y nada más fácil de entender. ¿Quién no querría tener cerca la persona de Mons. Zico? ¿Quién no se sentía cautivado por su bondad, sabiduría y santidad? ¿Quién no apreciaba su capacidad de hablar ex abundantia co, adaptándose a la condición de sus oyentes, sin carecer de  profundidad y belleza? Un sacerdote, una vez, afirmó: “Mons. Vicente, callado, ya nos habla. Hablando, nos encanta”.

Por fin, un bello retrato de este obispo rico en humanidad puede ser descubierto en un pasaje del Decreto conciliar Christus Dominus, sobre el munus pastoral de los obispos en la Iglesia: “Como encargados de llevar a la perfección, los obispos procuren hacer progresar en la santidad sus clérigos, religiosos y laicos, según las diferentes vocaciones, recordando la obligación que tienen de dar ejemplo de santidad por medio de la caridad, humildad y simplicidad de vida” (n. 15). ¡Imposible encontrar un retrato más nítido del pastor bonus que fue Mons. Vicente Joaquim Zico!   

Vinícius Augusto Teixeira, C.M.

 

[1] Publicado en: Vincentiana, Roma, año 59, n. 4, pp. 423-433, octubre-diciembre 2015.

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