Mons. Óscar A. Romero, un defensor profético de los derechos humanos

Francisco Javier Fernández ChentoTestigos cristianos1 Comment

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Autor: Xavier Alegre, S.J. · Año publicación original: 2010 · Fuente: Cristianisme i Justícia.

Este texto recoge el contenido de la conferencia que Xavier Alegre pronunció en Barcelona, el 13 de diciembre de 2010 con motivo del 30 aniversario de la muerte de Monseñor Romero. La conferencia estuvo organizada por Cristianisme i Justícia y Justícia i Pau. Xavier Alegre, S.J. es profesor de Nuevo Testamento en la Facultat de Teologia de Catalunya y en la UCA de San Salvador. Miembro de Cristianisme i Justícia.


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Introducción

Monseñor Óscar A. Romero

Monseñor Óscar A. Romero

Recordar a Mons. Romero es querer recordar a las numerosas personas que, en El Salvador y en todo el mundo, sellaron con su sangre su compromi­so generoso en favor de las personas empobrecidas y oprimidas y en la defensa de los derechos humanos. Es «poner a producir», como diría Jon Sobrino, «la memoria de los mártires», el legado que estas perso­nas extraordinarias nos dejaron. Mons. Romero fue un profeta de la justicia y un defensor de los Derechos Humanos, que libró su vida por amor a su pueblo, El Salvador, y por fidelidad al proyecto de Jesús, el Reinado de Dios. Dos amores, el del pueblo y el de Jesús, que para él estaban íntimamente entrelazados.

De Mons. Romero impacta tanto la talla extraordinaria del personaje en medio de la situación durísima que vivió El Salvador, sobre todo en los tres últimos años de su vida, como impresiona también la generosidad con la que estuvo dispuesto a entregar su vida, antes que callar ante la violación de los derechos humanos que estaba sufriendo su pueblo.

De ahí el impresionante amor que la gente de su pueblo –y mucha gente en el mundo–, le sigue teniendo, a pesar de los años transcurri­dos desde su muerte. En la conmemoración de su aniversario que tuvo lugar en El Salvador en el mes de marzo, participaron desde la gente más sencilla hasta el presidente del país. Éste inauguró en el aero­puerto un mural dedicado a Romero y participó en la marcha desde la Plaza Salvador del Mundo hasta la catedral, donde se celebró una eucaristía y una vigilia festiva durante la noche. Mons. Romero sigue bien vivo en la conciencia de su pueblo y es una fuente de esperanza en unos tiempos que siguen siendo difíciles.

Sin embargo, más que dar grandes explicaciones sobre su figura, lo que me propongo en estas líneas es dejar resonar su voz, porque fue una voz lúcida e impactante, que en su manera de vivir y de hablar sigue siendo profundamente actual.

1. Defensor de los Derechos Humanos

Mons. Romero fue un precursor en la lucha y defensa de los Derechos Humanos, en América Latina. Durante mucho tiempo, a la Oficina del Arzobispado de San Salvador acudía muchísima gente para denunciar a Mons. Romero las diferentes violaciones de los derechos humanos que habían sufrido. Mons. Romero los escuchaba y creó la Oficina de Socorro Jurídico, más tarde la Oficina de Tutela Legal, para que inves­tigase la certeza de los hechos y así poder defender a la gente más pobre.

A pesar de estar muy en consonancia con el mensaje del Evangelio de Jesús (a fin de cuentas, a Jesús lo mataron también porque defendía la vida, los de­rechos de las personas empobrecidas y marginadas de su pueblo y porque de­nunciaba la injusticia de los opresores), aún resulta extraño que un obispo des­taque precisamente por su defensa de los derechos humanos.1 Mons. Romero se destacó de manera extraordinaria en este aspecto.

1.1. Ante una situación de injusticia

Es verdad que a Mons. Romero le tocó vivir la situación de El Salvador, que era especialmente crítica por las continuas y terribles violaciones de los derechos humanos que la mayoría empobrecida de aquel país estaba sufriendo. La in­justicia, que había llevado a que las lla­madas «catorce familias» poseyeran la mayor parte de las tierras y de la rique­za del país, condenando al empobrecimiento y al hambre a las mayorías po­pulares del país, se había agravado en los años en los cuales a Mons. Romero le tocó ser, primero, obispo auxiliar y después, arzobispo de San Salvador.

No era una situación especialmente nueva. De hecho, ya en el año 1932, tu­vo lugar una represión terrible por par­te del ejército de El Salvador, que en un mes mató 32.000 campesinos, muchos de ellos indígenas, que se habían suble­vado contra la situación, económica­mente injusta, de empobrecimiento, de explotación y de marginación que esta­ban sufriendo.

En la década de los 70, la inquietud volvía a ser muy importante y los gran­des terratenientes, con la ayuda de los di­ferentes gobiernos, del ejército y de los paramilitares, estaban llevando a cabo una escalada de la violencia represiva para intentar controlar y vencer definiti­vamente las protestas. Los escuadrones de la muerte hacían auténticas atrocida­des para asustar a la gente empobrecida y marginada, minando así su resistencia.

En un principio, en las décadas de 1960 y 1970, las mayorías empobreci­das del «Pulgarcito» de América Latina habían podido contar con la simpatía y un cierto soporte por parte del arzobis­po de San Salvador, Mons. Luis Chá­vez, que tenía una gran sensibilidad so­cial, hecho que nunca había gustado a la oligarquía salvadoreña. Por esta razón las minorías dominantes habían saluda­do con alegría que Mons. Chávez, al ju­bilarse, fuese sustituido por Mons. Romero, y no por Mons. Rivera, obispo auxiliar, de talante más crítico, ya que Mons. Romero era un hombre bueno, humano, piadoso y sencillo, pero más bien de talante conservador, que no sim­patizaba para nada con la denominada «teología de la liberación». Los oligar­cas de El Salvador confiaban que, con su talante espiritualista, contribuiría a la alienación del pueblo oprimido y con­trolaría los espíritus críticos y compro­metidos socialmente de su archidióce­sis, tanto sacerdotes como laicos. Y en sus inicios así fue.

1.2. La «conversión»

Pero la muerte del jesuita Rutilio Gran­de, amigo personal del arzobispo, el 12 de marzo de 1977, el primer sacerdote que fue asesinado en El Salvador, lo sa­cudió espiritualmente, cuando acababa de empezar su servicio como arzobispo de San Salvador. Y le abrió los ojos del corazón y de la fe para poder ver la rea­lidad empobrecida y violentada de su pueblo con los ojos de Dios. Es un Dios que, como nos enseña la Biblia, escucha el clamor del pueblo y lo quiere liberar a través de sus profetas (cf. Ex 3), para construir un pueblo que, por su manera de vivir, muestre a todos los pueblos de la tierra que «otro mundo es posible», un mundo en el cual no hay pobres porque todo el mundo comparte (Dt 15,4). El asesinato de Rutilio, del campesino Don Manuel y del niño Nelson provocó lo que se ha llamado la «conversión» de Mons. Romero (en la misma línea en la que se habla y se entiende la conversión de Pablo). Y provocó que comenzara a poner signos proféticos de lo que sería, desde aquel momento, su servicio como arzobispo. Me refiero a la «misa única»: se suprimieron las otras misas en la ar­chidiócesis el domingo en que se celebró el funeral de Rutilio, Manuel y Nel­son, para que todo el mundo pudiera participar, aunque fuese por radio, en la misa que él mismo celebró. Esta de­cisión provocó grandes críticas por par­te de los cristianos más conservadores y del nuncio del Vaticano, quien alega­ba que celebrar sólo una misa en do­mingo iba en contra del derecho canó­nico.

1.3. Oposición creciente de la oligarquía

Este cambio de actitud le comportó la oposición creciente de la oligarquía del país, que veía amenazados sus privile­gios por las acciones y las palabras pun­zantes del arzobispo. Pero él, lo que pre­tendía era defender, sobre todo, la vida, máximo valor humano y divino. Lo for­muló claramente en el sermón que hizo el 16-3-1980:2

«Éste es el pensamiento fundamen­tal de mi predicación: nada me im­porta tanto como la vida humana. Es algo tan serio y tan profundo, más que la violación de cualquier otro derecho humano, porque es vida de los hijos de Dios y porque esa san­gre no hace sino negar el amor, des­pertar nuevos odios, hacer imposible la reconciliación y la paz. Lo que más se necesita hoy aquí es un alto a la represión.»

En cualquier caso, es evidente que Mons. Romero, inspirándose en el Evangelio y en los documentos de Medellín y Puebla, hizo una opción muy clara por los pobres. Se encarnó en medio de ellos. Les predicó un Dios que no sólo los quería, sino que era también liberador. E hizo formulaciones tan ilu­minadoras como la de que «la gloria de Dios es que el pobre viva».

Se le acusó entonces de traicionar su servicio episcopal, metiéndose en polí­tica. Pero él defendió su manera de ac­tuar, mostrando que su defensa de los pobres y su denuncia de las violaciones de los derechos humanos y de la injus­ticia de los ricos y poderosos, estaba en sintonía con el evangelio, el Vaticano II y los documentos de Medellín y Puebla. A modo de ejemplo cito un fragmento de uno de sus sermones (5-3-1978):

«La Iglesia no pretende poder polí­tico ni basa su acción pastoral sobre el poder político ni entra en juego de los diferentes partidos políticos ni se identifica con ningún partido políti­co. Pero la Iglesia tiene que decir su palabra autorizada aun en problemas que guardan conexión con el orden público ‘cuando lo exigen los dere­chos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas’. Todo esto es del Concilio. La Iglesia, pues, defiende los derechos huma­nos de todos los ciudadanos, debe sostener con preferencia a los más pobres, débiles y marginados; pro­mover el desarrollo de la persona hu­mana, ser la conciencia crítica de la sociedad. La Iglesia tiene que ser la conciencia crítica de la sociedad, formar también la conciencia cris­tiana de los creyentes y trabajar por la causa de la justicia y de la paz.»

Y en otra homilía, que hizo precisa­mente el 23-3-1980, la vigilia de su ase­sinato, dijo:

«Ya sé que hay muchos que se es­candalizan de esta palabra y quieren acusarla de que ha dejado la predi­cación del Evangelio para meterse en política; pero no acepto yo esta acusación, sino que hago un esfuer­zo para que todo lo que nos ha que­rido impulsar el Concilio Vaticano II, la reunión de Medellín y de Puebla, no sólo lo tengamos en las páginas y los estudiemos teórica­mente, sino que lo vivamos y lo tra­duzcamos en esta conflictiva reali­dad de predicar como se debe el Evangelio para nuestro pueblo. Por eso, le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tan­to crimen, la ignominia de tanta vio­lencia, que me dé la palabra oportu­na para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento y, aunque siga siendo una voz que cla­ma en el desierto, sé que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cum­plir con su misión.»

Y le acusan, también, de estar fo­mentando la violencia en el país. Él se defiende de la acusación injusta en sus homilías, retransmitidas por radio. En ellas, hacía de portavoz de aquellos que no tenían voz en el país, denunciando las violaciones de los derechos huma­nos que habían sucedido la semana an­terior, y procurando iluminar, desde el Evangelio y las lecturas leídas durante la eucaristía, lo que estaba sucediendo en el país. En este punto conviene tener presente que, para poder hacer las de­nuncias con fundamento, aparte de reci­bir y de escuchar a las personas que ha­bían sufrido alguna violación de los derechos humanos, confrontaba con el equipo que lo asesoraba en los temas de las violaciones de los derechos huma­nos, la veracidad de los hechos y la ma­nera de hacer las denuncias. En cuanto a la acusación de que fomentaba la vio­lencia, dijo, entre otras cosas:

«La violencia no la está sembrando la Iglesia, la violencia la están sem­brando las situaciones injustas, la si­tuación de instituciones y leyes in­justas que solamente favorecen a un sector y no tienen en cuenta el bien común de la mayoría. Y aquí la Iglesia no se podrá callar porque es un derecho evangélico que la asiste y un deber hacia el Padre de todos los hombres, que la obliga a recla­mar a los hombres la fraternidad.» (Homilía del 1-4-1978).

Y más de un año después, decía en una homilía el 12-8-1979:

«Cuando Cristo nos dice en la se­gunda lectura de hoy: «Amad como Cristo se entregó por vosotros». Así se ama. La única violencia que ad­mite el Evangelio es la que uno se hace a sí mismo. Cuando Cristo se deja matar, esa es la violencia, dejar­se matar. La violencia en uno es más eficaz que la violencia en otros. Es muy fácil matar, sobre todo cuando se tienen armas, pero ¡qué difícil es dejarse matar por amor al pueblo!»

Y en la homilía del 15-7-1977 había dicho:

«¡Qué hermosa será la hora en que todos los salvadoreños en vez de desconfiar unos de otros, en vez dever en la Iglesia una emisaria de la subversión, vean en ella la mensaje­ra de Dios, la ciudad de Dios que ba­ja para darle santidad a los hombres, para liberarlos de resentimientos, de odios, para quitar de sus manos ar­mas homicidas! No tendríamos que lamentar historias tan tristes como el saldo que nos deja esta semana: un canciller asesinado, un sacerdote acribillado a balazos en su propia ca­sa, un niño que no tiene culpa tam­bién con los sesos echados afuera por la bala homicida. El odio, la cam­paña difamatoria, como si la Iglesia tuviera la culpa de todo ese desor­den. ¿No son más culpables los que escriben esas páginas tendenciosas? ¿No están poniendo armas en las ma­nos aquellos que por la colonia Es­calón regaron la hojita de estos días: «Haz patria, mata un cura»? Esto es provocar. ¡A esto no se le llama sub­versión! Se parece a los tiempos de Hitler –decía nuestra radio ayer– en que se decía: «Haz patria, mata un judío». Hoy es el sacerdote el estor­bo, es la causa de todos los males.»

1.4. Una denuncia basada en el amor, la paz y la justicia

Creo, por otro lado, que es un rasgo es­pecífico muy cristiano de la actuación de Mons. Romero, que su defensa de los pobres y oprimidos, sus denuncias de las violaciones de los derechos huma­nos, nunca surgieron del odio, ni lo qui­sieron fomentar. Todo lo contrario, es­taba realmente apasionado por fomentar el amor entre todos sus diocesanos y en­tre todos los salvadoreños, puesto que, como Pablo (Rm 12,21), Romero esta­ba convencido de que se tiene que ven­cer el mal con el bien.

Pero esto no le impidió que fuese consciente de que era el egoísmo y el afán de querer tener cada vez más, la idolatría del dinero, lo que provocaba las violaciones de los derechos huma­nos y los sufrimientos innecesarios de las mayorías empobrecidas de su pue­blo. Y que había que denunciarlo y lla­mar a la conversión a los ricos que no querían compartir. En esto fue también muy fiel a Jesús, quien proclamó pro-gramáticamente que no se puede servir a Dios y al dinero a la vez (Lc 16,13; Mc 10,25). Para Romero, la idolatría del dinero es el cáncer de las buenas rela­ciones interhumanas y la causa principal del sufrimiento innecesario de las ma­yorías empobrecidas de nuestro mundo.

En cualquier caso, la paz que él siempre quiso buscar, no puede ser la paz del cementerio, o una paz que no se fundamente en la justicia. Un texto de una de sus homilías muestra bien esta unión necesaria que veía él entre el amor, la paz y la justicia:

«Hermanos, sí de verdad lo somos, ¡hermanos!, trabajemos por cons­truir un amor y una paz –pero no una paz y un amor superficiales, de sen­timientos, de apariencias–, un amor y una paz que tiene sus raíces pro­fundas en la justicia. Sin justicia no hay amor verdadero, sin justicia no hay la verdadera paz. He aquí, pues, que si queremos seguir la vertiente del bien que nos hace solidarios con Cristo, tratemos de matar en el cora­zón los malos instintos que llevan a estas violencias y a estos crímenes y tratemos de sembrar en nuestro propio corazón, y en el corazón de todos aquellos con quienes compar­timos la vida, el amor, la paz, pero una paz y un amor con la base de la justicia.» (Misa exequial por Raúl Molina Cañas, el 14-11-1977)

«Sería una locura pretender que esta catedral llena salga de aquí en una manifestación de odio y de vio­lencia. Al contrario, yo creo que el atractivo de la predicación de hoy es porque se predica el verdadero amor, el perdón, la justicia, la paz. Pero no una paz ganada con represión, una paz que no es de cementerios, una paz que se construye sólida sobre las bases de la justicia y del amor. Por eso decimos que la paz que aquí pre­dicamos es la paz de Cristo, de la que Él dijo que siembra división. La paz verdadera también siembra división porque no todos comprenden la pro­fundidad de justicia donde están las raíces de la paz y sólo quisieran una predicación muelle, suavecita, que no ofenda y que predique una paz falsa.» (Homilía del 9-4-1978)

Pero él, en cualquier caso, quiso ser el arzobispo de todo el mundo, también de los ricos, sin marginar a nadie, pero siendo auténtico testimonio de la verdad del Evangelio:

«También quiero que quede bien claro esto, hermanos, porque alguno ha dicho que el nuevo arzobispo no quiere ser obispo de los ricos, sino de los pobres. Es mentira. Pertenece a la campaña difamatoria esa frase. Desde el principio todos me han oído: estoy con todos, abierto al diálo­go con todos, dispuesto a corregir mis errores, de cualquier sector que me vengan a platicar. Los amo a to­dos y es mi misión amarlos para sal­varlos.» (Homilía del 8-5-1977)

Por esto también pidió a las oligar­quías que no lo consideraran su enemi­go, puesto que lo único que quería con sus duras críticas es que fueran sensibles al sufrimiento de los empobrecidos de su pueblo:

«Un llamamiento a la oligarquía. Les repito lo que dije la otra vez: «no me consideren juez ni enemigo». Soy simplemente el pastor, el her­mano, el amigo de este pueblo, que sabe de sus sufrimientos, de sus hambres, de sus angustias; y, en nombre de esas voces, yo levanto mi voz para decir: «no idolatren sus riquezas, no las salven de manera que dejen morir de hambre a los de­más; compartir para ser felices».

El cardenal Lorscheider me dijo una comparación muy pintoresca: «Hay que saber quitarse los anillos para que no le quiten los dedos». Creo que es una expresión bien inteligi­ble. El que no quiere soltar los ani­llos se expone a que le corten la ma­no; y el que no quiere dar por amor y por justicia social se impone a que se lo arrebaten por la violencia.» (Homilía del 6-1-1980)

1.5. Apoyo crítico a las organizaciones populares

Los oligarcas, por desgracia, no le quisieron escuchar. Pero la historia le dio la razón. Por otro lado, tiene una postura muy serena y matizada ante la violencia que como respuesta están provocando las organizaciones populares:

«He aquí precisamente lo que la Iglesia señala en todo nuestro conti­nente: los terrorismos, los brotes de violencia, la Iglesia no los puede aprobar; pero tampoco puede repro­barlos sin un análisis profundo de dónde proceden. Mientras una vio­lencia institucionalizada, privilegia­da, trate de reprimir las aspiraciones justas de un sector, siempre estarán las semillas de la violencia entre nosotros. Por eso, mientras no se ha­ga efectivo un nuevo modo de vivir, no tendremos paz ni unidad ni co­munión entre los salvadoreños.» (Homilía del 19-2-1978).

Quisiera hacer notar también, por otro lado, que con su implicación en la defensa de los derechos humanos, sobre todo de aquellas personas que te­nían la vida más amenazada y disfruta­ban de menos derechos, Romero quería corregir un tipo de espiritualismo cris­tiano que, con razón, ha sido acusado de ser un «opio del pueblo». Para él, el Reinado de Dios no se refiere sólo al otro mundo, sino que implica un com­promiso en la transformación de este mundo, de manera que se vea que «otro mundo es posible». Lo dice bien claro en una de sus homilías:

«Porque yo no quiero ser opio, como alguien ha dicho, en el Bloque Popular Revolucionario que soy. ¡Nunca! Estoy diciendo que, preci­samente, estas referencias a la tras­cendencia son para excitar más la promoción de lo histórico, de lo so­cial, de lo económico, de lo político. Y estoy diciendo que Dios no sólo ha hecho el cielo después de la muerte para el hombre, sino que ha hecho esta tierra también para todos los hombres. ¡Esto no es predicar el opio!» (Homilía del 9-9-1979)

Esto le llevó a dar su apoyo, pero un apoyo crítico, a las organizaciones po­pulares:

«Siento, como pastor, que tengo un deber para con las organizaciones políticas populares. Aun cuando ellas desconfíen de mí, mi deber es defender su derecho de organiza­ción, apoyar todo lo justo de sus rei­vindicaciones; pero así, también, quiero mantener mi autonomía para criticar todos sus abusos de organi­zación, para delatar y denunciar to­do aquello que ya significa una ido­latría de la organización; y llamarles, en cambio, a un diálogo en el que busquemos entre todos. Las fuerzas organizadas son poderosas en una sociedad y lo pueden todo cuando son capaces de dialogar, pero tam­bién disminuyen las fuerzas cuando son fanáticas y no quieren más que su propia voz.» (Homilía del 16-12- 1979)

2. Profeta de la Justicia

Como ya habían defendido los grandes profetas de Israel, para Mons. Romero no puede haber una auténtica paz si ésta no nace de la justi­cia. Reflexionó mucho sobre la injusticia que dominaba este mundo, y, de manera especial, en su país. Y llegó a la conclusión de que la raíz más honda de la injusticia era la idolatría del dinero, causante de los principales males de El Salvador.

2.1. La idolatría del dinero

Y se atrevió a denunciar esta idolatría con palabras muy claras:

«Yo denuncio, sobre todo, la absolu­tización de la riqueza. Éste es el gran mal de El Salvador: la riqueza, la propiedad privada como un absolu­to intocable. ¡Y ay del que toque ese alambre de alta tensión! Se quema.»

Dijo también el 24-7-1977:

«La Iglesia no puede callar ante esas injusticias del orden económico, del orden político, del orden social. Si callara, la Iglesia sería cómplice del que se margina y duerme un confor­mismo enfermizo, pecaminoso, o del que se aprovecha de ese ador­mecimiento del pueblo para abusar y acaparar económicamente, políti­camente, y marginar una inmensa mayoría del pueblo. Esta es la voz de la Iglesia, hermanos. Y mientras no se la deje libertad de clamar estas verdades de su Evangelio, hay per­secución. Y se trata de cosas sustan­ciales, no de cosas de poca impor­tancia. Es cuestión de vida o muerte para el reino de Dios en esta tierra.»

En esta lucha por la justicia, Mons. Romero se sentía en sintonía profunda con todas las personas, cristianas o no, que trabajaban por un mundo más jus­to. Lo subrayó en una homilía, el 3-12- 1978:

«La Iglesia está cerca de todo hom­bre que lucha por la justicia, de todo hombre que busca reivindicaciones justas en un ambiente injusto, y que trabaja por el reino de Dios, sea o no cristiano. La Iglesia no abarca todo el reino de Dios. El reino de Dios está más allá de las fronteras de la Iglesia y, por lo tanto, la Iglesia apre­cia todo aquello que sintoniza con su lucha por implantar el reino de Dios. Una Iglesia que trata solamente de conservarse pura, incontaminada, eso no sería Iglesia de servicio de Dios a los hombres.»

2.2. Injusticia y violencia

Al desarrollar este segundo punto, «Ro­mero profeta de la justicia», hay un pun­to que enlaza con el tema de la violen­cia del cual antes hemos hablado. Para él la violencia surge de la injusticia, y por tanto, sin justicia no puede haber diálogo auténtico entre las partes en confrontación:3

«Pero ni siquiera este diálogo servi­rá para restablecer la paz deseada si no se da la firme voluntad de trans­formar las estructuras injustas de la sociedad. Sólo esa transformación será capaz de eliminar las violencias concretas, opresivas, represivas o espontáneas. De otra manera, como lo han dicho los obispos latinoame­ricanos, la violencia se instituciona­liza y por ello sus frutos no se hacen esperar. La Iglesia cree en la paz; pe­ro sabe muy bien que la paz no es ni la ausencia de violencia, ni se consi­gue con la violencia represiva. La verdadera paz sólo se logra como fruto de la justicia. Queremos creer que ningún hombre ni ningún salva­doreño de buena voluntad quiere la violencia o las luchas entre herma­nos campesinos, los operativos mili­tares. Pero el combatirla de verdad es ponerse a trabajar en la tarea ur­gente, larga y dura de compartir jus­tamente entre todos los salvadoreños la riqueza de nuestro país y de nues­tros hombres y mujeres.

Esto no es comunismo; esto es jus­ticia cristiana. Y señalar las raíces de la violencia no es sembrar violencia, sino señalar las fuentes de la violen­cia y exigir a quienes pueden cam­biar, que cambien, que se vea un pa­so positivo hacia una construcción de verdadera patria, de verdadero bien común.» (Homilía del 1-4- 1978)

2.3. La paz y la justicia: tarea primordial de la Iglesia

Es por este motivo por lo que él creyó que la paz y el amor entre todos los hombres (y pueblos, diría él también hoy), nacen de la justicia. Es una tarea primordial de la Iglesia, si quiere ser fiel a Jesús. Por esto decía:

«Invocar el nombre del Señor es una expresión clásica de la Biblia. Quie­re decir no solamente invocarlo con los labios. Quiere decir tomar con­ciencia de que somos el pueblo de Dios. Quiere decir que en la historia del hombre está comprometida la Iglesia de Dios. Quiere decir invocar el nombre del Señor sobre su pue­blo, que este pueblo tiene un com­promiso con ese Dios y que en su marcha por la historia, ese pueblo tiene que dar gloria a Dios no sólo con la expresión de sus buenos sen­timientos, sino realizando una socie­dad que de verdad sea la sociedad de los hijos de Dios, donde la paz no so­lamente sea el equilibrio del temor, donde la paz no sea el silencio de los cementerios, donde la paz sea la ale­gría dinámica de un Dios de paz que, precisamente por ser un Dios de la paz, construye, se desparrama –di­ríamos– en bondades, realiza la plu­riforme maravilla de la creación; y sus hijos tenemos que hacer lo mis­mo: una paz que se construye en la justicia, en el amor y en la bondad.» (Homilía del 31-12-1977)

Y se apoya en palabras de Juan Pa­blo II para dar aún más fuerza a su de­fensa de la paz, que se apoya en la jus­ticia, como auténtico antídoto contra la violencia que estaba destruyendo a su pueblo:

«Como ven, el Papa no cancela el pasado, lo recuerda. Pero lo recuer­da con una esperanza de que no se vuelva a repetir, que busquemos, por el camino de una concordia bien en­tendida, el superar ese clima de vio­lencia. Ese «no a la violencia» para 1978 tiene que buscarse por esos ca­minos que el Papa acaba de señalar. Y también será –dice el Papa– el ca­mino para llegar a «construir una atmósfera social en la que se enmien­den adecuadamente injusticias evi­dentes que impiden que los bienes creados lleguen de manera equitati­va a todos, bajo la égida de la jus­ticia y con la compañía de la cari­dad». Son palabras del Santo Padre reconociendo esta triste realidad salvadoreña: una atmósfera social en la que los bienes creados por Dios no llegan a hacer felices a to­dos los salvadoreños. Y es necesa­rio que, en un ambiente de justicia y de amor fraterno, sintamos que esta república tan bella, que estas tierras tan fértiles, que estos cielos tan lindos de El Salvador, sean ale­gría de todos los salvadoreños, que todos nos sintamos hermanos cobi­jados por los dones del mismo Dios para todos.

Por eso, hermanos, el «no a la vio­lencia» tiene que estar cimentado sobre los fundamentos de justicia. En Medellín, los obispos de América Latina –aprobados por este mismo Papa– dijeron que la paz en el con­tinente no será posible mientras no se construya un orden más justo, que la paz no es ausencia de guerra, la paz no es miedo de represión, la paz no es equilibrio de dos poderes que se tienen pavor. La paz es el fruto de la justicia, la paz será flor de un amor y de una justicia en el ambiente. Sí a la paz –dice el Papa–, sí a Dios, sí –diríamos nosotros– a la justicia, sí al amor, sí a la comprensión de to­dos los salvadoreños. Sólo así ten­dremos esa afirmación neta de la paz.» (Homilía del 6-1-1978)

2.4. No a una paz alienante

De todas formas, llama la atención que, para Mons. Romero, buen seguidor de Cristo (cf. Lc 12,51ss), la paz evangéli­ca no excluye un determinado tipo de violencia, como mínimo verbal, contra aquellas personas que no quieren la jus­ticia.

Y en la línea de los grandes profetas de Israel, como Isaías y Amós, denun­cia, siguiendo la enseñanza de Jesús de Nazaret, un tipo de religión alienante, que ignora la opción por los pobres y la defensa de los oprimidos. Es un tema que sale a menudo en sus homilías:

«Una religión de misa dominical pe­ro de semanas injustas no le gusta al Señor. Una religión de mucho rezo pero con hipocresías en el corazón, no es cristiana. Una Iglesia que se instalara sólo para estar bien, para te­ner mucho dinero, mucha comodi­dad, pero que olvidara el reclamo de las injusticias, no sería la verdadera Iglesia.» (Homilía del 4-12-1977)

«Aun cuando se nos llame locos, aun cuando se nos llame subversivos, comunistas y todos los calificativos que se nos dicen, sabemos que no hacemos más que predicar el testi­monio subversivo de las bienaven­turanzas, que le han dado vuelta a to­do para proclamar bienaventurados a los pobres, bienaventurados a los sedientos de justicia.» (Homilía del 11-5-1978)

«Muchos quisieran que el pobre siempre dijera que es «voluntad de Dios» vivir pobre. No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada.» (Homilía del 10-9- 1978)

«Cuando se le da pan al que tiene hambre lo llaman a uno santo, pero si se pregunta por las causas de por qué el pueblo tiene hambre, lo lla­man comunista, ateísta. Pero hay un «ateísmo» más cercano y más peli­groso para nuestra Iglesia: el ateís­mo del capitalismo cuando los bie­nes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios.» (Homilía 15-9- 1978)

2.5. Fomentar la esperanza

Por otro lado, me parece que también es un rasgo típico de los profetas que Mons. Romero compartió, que, a la vez que denuncian la injusticia, fomentan la esperanza entre sus oyentes, oprimidos y marginados, recordándoles que Dios, que los quiere, no los ha abandonado, aunque humanamente cueste verlo. Esta autoestima es importante para poder su­perar los desencantos que la situación que viven les puede provocar. Y esta es­peranza es muy importante para seguir trabajando para cambiar la dura situa­ción que están viviendo, confiando en que «otro mundo es posible». Dice por ejemplo en una de sus homilías:

«Y habrá una hora en que ya no haya secuestros y habrá felicidad y podremos salir a nuestras calles y a nuestros campos sin miedo de que nos torturen y nos secuestren. ¡Ven­drá ese tiempo! Canta nuestra can­ción: «Yo tengo fe que todo cam­biará». Ha de cambiar si de veras creemos en la Palabra que salva y en ella ponemos nuestra confianza. Y, para mí, éste es el honor más grande de la misión que el Señor me ha confiado: estar manteniendo esa esperanza y esa fe en el pueblo de Dios.» (Homilía del 2-9-1979)

«No desesperemos, no busquemos soluciones de violencia, no odiemos, no matemos. Y repito esto, así clara­mente, porque ayer supe allá por Santiago de María, que ya, según al­gunos amigos míos, yo he cambia­do, que yo ahora predico la revolu­ción, el odio, la lucha de clases, que soy comunista. A ustedes les consta cuál es el lenguaje de mi predica­ción. Un lenguaje que quiere sem­brar esperanza; que denuncia, sí, las injusticias de la tierra, los abusos del poder, pero no con odio sino con amor, llamando a la conversión.» (Homilía del 6-11-1977)

«Como pastor y como ciudadano salvadoreño, me apena profunda­mente el que se siga masacrando al sector organizado de nuestro pueblo sólo por el hecho de salir ordenada­mente a la calle para pedir justicia y libertad. Estoy seguro que tanta sangre derramada y tanto dolor causado a los familiares de tantas víctimas no serán en vano. Es sangre y dolor que regará y fecundará nuevas y ca­da vez más numerosas semillas de salvadoreños, que tomarán concien­cia de la responsabilidad que tienen de construir una sociedad más justa y humana, y que fructificará en la realización de las reformas estructu­rales audaces, urgentes y radicales que necesita nuestra patria.» (Homi­lía del 27-1-1980)

Mons. Romero, a los pobres campe­sinos, oprimidos y maltratados, llenos de miedo por todo lo que habían vivido concretamente en la ocupación de Aguilares por parte del ejército (asesi­natos, torturas, profanación del Santísi­mo en la iglesia del pueblo),4 no sólo les dio esperanza, sino que les devolvió la autoestima y los animó a seguir luchan­do por sus derechos cuando les dijo, a ellos que eran personas creyentes, una cosa muy sorprendente: «Vosotros sois la imagen del Divino Traspasado del cual nos ha hablado la primera lectura» (era una lectura que hablaba del «Siervo de Yahvé», de Isaías).

3. Testimonio martirial del proyecto de Jesús

Una opción para los pobres, como la que hizo Mons. Romero, obvia­mente comporta la persecución por parte de los poderes injustos y opresores, que dominaban en aquella época aquel pequeño país cen­troamericano.

3.1. Una Iglesia encarnada

En este contexto impacta ver cómo in­terpretó Mons. Romero esta persecu­ción:

«Me alegro, hermanos, de que nues­tra Iglesia sea perseguida, precisa­mente por su opción preferencial por los pobres y por tratar de encarnarse en el interés de los pobres… Sería triste que en una patria donde se es­tá asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas tam­bién a los sacerdotes. Son el testi­monio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo… La Igle­sia sufre el destino de los pobres: la persecución. Se gloría nuestra Igle­sia de haber mezclado su sangre de sacerdotes, de catequistas y de co­munidades con las masacres del pueblo, y haber llevado siempre la marca de la persecución… Una Igle­sia que no sufre persecución, sino que está disfrutando los privilegios y el apoyo de la tierra, esa Iglesia ¡tenga miedo! no es la verdadera Iglesia de Jesucristo.»

Como Jesús, que fue el primer de­fensor cristiano de los derechos huma­nos y profeta de la justicia (cf. Lc 13,31- 33), Mons. Romero recibió amenazas de muerte debidas al modo cómo ha­blaba de Dios y defendía a los seres hu­manos oprimidos y empobrecidos, de­nunciando la injusticia que provocaba esta situación. Pero, como Jesús, Mons. Romero no se arrugó y habló del senti­do positivo que incluso podía tener su muerte.

3.2. Hasta el final…

Con motivo de las amenazas tuvo una conversación con el padre Azcue en el último retiro antes de su muerte. Y es­cribió:

«Mi otro temor es acerca de los ries­gos de mi vida. Me cuesta aceptar una muerte violenta que en estas cir­cunstancias es muy posible, incluso el Sr. Nuncio de Costa Rica me avi­só de peligros inminentes para esta semana. El padre me dio ánimo di­ciéndome que mi disposición debe ser dar mi vida por Dios cualquiera que sea el fin de mi vida. Las cir­cunstancias desconocidas se vivirán con la gracia de Dios. Él asistió a los mártires y si es necesario lo sentiré muy cerca al entregarle mi último suspiro. Pero que más valioso que el momento de morir es entregarle to­da la vida y vivir para Él.»

Él lo comenta también en una de sus homilías:

«Espero que este llamado de la Iglesia no endurezca aún más el co­razón de los oligarcas, sino que los mueva a la conversión. Compartan lo que son y tienen. No sigan callando con la violencia a los que les estamos haciendo esta invitación ni, mucho menos, continúen matando a los que estamos tratando de lograr que haya una más justa distribución del poder y de las riquezas de nuestro país. Y hablo en primera persona porque es­ta semana me llegó un aviso de que estoy yo en la lista de los que van a ser eliminados la próxima semana; pero que quede constancia de que la voz de la justicia nadie la puede ma­tar ya.» (Homilía del 24-2-1980)

Pero el testimonio de los numerosos agentes de pastoral, asesinados por el ejército y los escuadrones de la muerte, por su opción en favor del proyecto de Jesús, por su opción por los pobres, lo anima a seguir en la línea que está lle­vando, a pesar de que esto pone en pe­ligro su vida:

«Aunque me maten, no tengo nece­sidad. Si morimos con la conciencia tranquila, con el corazón limpio de haber producido sólo obras de bon­dad, ¿qué me puede hacer la muer­te? Gracias a Dios que tenemos es­tos ejemplares de nuestros queridos agentes de pastoral, que compartie­ron los peligros de nuestra pastoral hasta el riesgo de ser matados. Y yo, cuando celebro la eucaristía con us­tedes, los siento a ellos presentes.

Cada sacerdote muerto es, para mí, un nuevo concelebrante en la euca­ristía de nuestra arquidiócesis. Y sé que está así, dándonos el estímulo de haber sabido morir sin miedo, por­que llevaban su conciencia compro­metida con esta ley del Señor: la op­ción preferencial por los pobres.» (Homilía del 2-9-1979)

Esta decisión valiente de seguir el camino de Jesús, que lo podía llevar a la muerte, no le evitó, obviamente, que en determinados momentos tuviera miedo, como lo demuestra su diario personal. En esto se pareció una vez más a su Maestro, Jesús (cf. Getsemaní: Mc 14, 32-42).

Pero no se arrugó, ni aceptó la pro­tección personal que le ofrecía el presi­dente de la república,5 sino que siguió haciendo, como Jesús, aquello que él creía que tenía que hacer por fidelidad a Jesús y por amor a su pueblo maltrata­do injustamente. Y como Jesús, confió que su muerte redundaría en beneficio de su pueblo y no sería inútil, como se puede ver gracias a algunos textos de sus homilías.

Conclusión

Para Romero, el bien del pueblo, sobre todo el de los más pobres que tenían la vida más amenazada, el Reinado de Dios en terminología evangélica, era el criterio decisivo que tenía que guiar su actuación y la de cualquier persona, en especial la cristiana. Por esto era crítico no sólo con las oligarquías políticas y económicas que dominaban el país, sino también con las organizaciones populares, cuando con sus erro­res, con sus luchas por el poder, perjudicaban al pueblo, sobre todo a los más pobres.

Era crítico también con él mismo6 y con la propia Iglesia, cuando ésta no hacía una opción por los pobres, auténtica y creíble. Por esto dijo el 8-7-1978:

«El profeta denuncia también los pecados internos de la Iglesia. ¿Y por qué no? Si obispos, Papa, sacer­dotes, nuncios, religiosas, colegios católicos, estamos formados por hombres y los hombres somos peca­dores, necesitamos que alguien nos sirva de profeta para que nos llame a conversión, para que no nos deje instalar una religión como si ya fue­ra intocable. La religión necesita profetas y gracias a Dios que los tenemos. Porque sería muy triste una Iglesia que se sintiera tan dueña de la verdad que rechazara todo lo de­más. Una Iglesia que sólo condena, una Iglesia que sólo mira pecado en los otros y no mira la viga que lleva en el suyo, no es la auténtica Iglesia de Cristo.»

Y también dijo el 28-8-1977, expli­citando qué tipo de Iglesia quería él:

«Ahora la Iglesia no se apoya en nin­gún poder, en ningún dinero. Hoy la Iglesia es pobre. Hoy la Iglesia sabe que los poderosos la rechazan, pero que la aman los que sienten en Dios su confianza… Ésta es la Iglesia que yo quiero. Una Iglesia que no cuen­te con los privilegios y las valías de las cosas de la tierra. Una Iglesia ca­da vez más desligada de las cosas te­rrenas, humanas, para poderlas juz­gar con mayor libertad desde su perspectiva del Evangelio, desde su pobreza.»

Pero cuando la Iglesia es fiel a Jesús, entonces es perseguida en un mundo en el que acostumbran a dominar los po­deres egoístas y asesinos. Por eso, para él la persecución:

«¡Es la nota histórica de la Iglesia! Siempre tiene que ser perseguida. Una doctrina que va contra las in­moralidades, que predica contra los abusos, que va siempre predicando el bien y atacando el mal, es una doc­trina puesta por Cristo para santifi­car los corazones, para renovar las sociedades. Y naturalmente, cuando en esa sociedad o en ese corazón hay pecado, hay egoísmo, hay podre­dumbre, hay envidias, hay avaricias, pues el pecado salta, como la cule­bra cuando tratan de apresarla, y per­sigue al que trata de perseguir el mal. Por eso, cuando la Iglesia es perse­guida, es señal de que está cum­pliendo su misión.» (Homilía 25-11- 1977)

En cualquier caso, selló su muerte cuando el domingo antes de que lo ase­sinaran, dijo lo siguiente:

«Yo quisiera hacer un llamamiento, de manera especial, a los hombres del ejército. Y en concreto, a las ba­ses de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles… Hermanos, son de nuestro mismo pueblo. Matan a sus mismos hermanos campesinos. Y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: «No matar». Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que re­cuperen su conciencia, y que obe­dezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia, de­fensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad hu­mana, de la persona, no puede que­darse callada ante tanta abomina­ción. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo, cu­yos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les supli­co, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión.»

«Resucitaré en el pueblo»

La oligarquía salvadoreña y el ejército, apoyado masivamente por el gobierno de EE.UU., ya no pudieron tolerar más estas palabras. Y lo asesinaron. Pero entonces sucedió que el pueblo salva­doreño lo quiso aún más y se sintió más apoyado que nunca en su lucha por li­berarse. Sucedió, lo que ya Mons. Romero había predicho en una de sus homilías:

«He sido frecuentemente amenazado de muerte. Debo decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resu­citaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños, aun por aquellos que vayan a asesinarme. Si llegaran a cumplirse las amenazas, desde ya ofrezco a Dios mi sangre por la redención y resurrección de El Salvador. El martirio es una gracia que no creo merecer, pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y la señal de que la esperanza será pronto una realidad. Mi muerte, si es aceptada por Dios, sea por la libera­ción de mi pueblo y como un testi­monio de esperanza en el futuro. Pueden decir, si llegasen a matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá, se convenzan que per­derán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pue­blo, no perecerá jamás.» (Marzo de 1980)

Y una vez más, Mons. Romero tuvo razón. Ha resucitado en el pueblo de El Salvador, que lo sigue queriendo y se apoya en su testimonio y en sus palabras para seguir luchando por un mundo me­jor, en el cual todas las personas puedan vivir humana y dignamente y en el cual los Derechos Humanos sean realmente respetados.

Y quiero acabar con unas palabras de I. Ellacuría, también él un mártir, que defendió los Derechos Humanos y la justicia, unas palabras que él pronunció con motivo del doctorado honoris causa que la UCA concedió, post mortem, a Mons. Romero y que expresan bien lo que fue y significa:

«En una sociedad configurada por los poderes de la muerte, él, que era promotor de los principios de la vi­da, no pudo ser tolerado. Como la de su gran maestro Jesús de Nazaret, su misión pública al frente del arzobis­pado sólo duró tres años. Reunidos los poderes de las tinieblas, decidie­ron acabar con quien, como en el ca­so de Jesús, fue acusado de andar so­liviantando a la gente desde Galilea hasta Judea, desde Chalatenango hasta Morazán. Y lo acallaron de un tiro mortal porque el pueblo no hu­biera permitido que lo crucificaran en público. Sólo así pudieron acallar al profeta. Pero ya para entonces la semilla había fructificado y su voz había sido recogida por miles de gar­gantas que con Monseñor habían re­cobrado su voz perdida. Los sin voz ya tenían voz, la suya y la de Monseñor. Y al quedar huérfanos, podían alcanzar su mayoría de edad y convertirse así en padre de nuevos hijos, innumerables como las arenas del mar. Y es que el asesinado era un mártir. Lo mataron porque ilumina­ba y denunciaba desde el evangelio los males del país y a quienes los perpetraban, pero murió porque el amor de Dios y el amor del pueblo le estaban pidiendo dar su vida en testimonio de lo que creía y de lo que practicaba. Por eso resucitó en el pueblo por el que había muerto, y por eso esperó también la resurrec­ción cristiana en la que confiaba sin asomo de duda.»

 

San Romero de América (Pere Casaldáliga)

El ángel del Señor anunció en la víspera…

El corazón de El Salvador marcaba
24 de marzo y de agonía.
Tú ofrecías el Pan,
el Cuerpo Vivo
–el triturado cuerpo de tu Pueblo;
Su derramada Sangre victoriosa
¡la sangre campesina de tu Pueblo en masacre
que ha de teñir en vinos de alegría la aurora conjurada!

El ángel del Señor anunció en la víspera,
y el Verbo se hizo muerte, otra vez, en tu muerte;
como se hace muerte, cada día, en la carne desnuda de tu Pueblo.

¡Y se hizo vida nueva
en nuestra vieja Iglesia!

Estamos otra vez en pie de testimonio,
¡San Romero de América, pastor y mártir nuestro!
Romero de la paz casi imposible en esta tierra en guerra.
Romero en flor morada de la esperanza incólume de todo el Continente.
Romero de la Pascua Latinoamericana.
Pobre pastor glorioso, asesinado a sueldo, a dólar, a divisa.

Como Jesús, por orden del Imperio.
¡Pobre pastor glorioso,
abandonado
por tus propios hermanos de báculo y de Mesa…!
(Las curias no podían entenderte:
ninguna sinagoga bien montada puede entender a Cristo).

Tu pobrería sí te acompañaba,
en desespero fiel,
pasto y rebaño, a un tiempo, de tu misión profética.
El Pueblo te hizo santo.
La hora de tu Pueblo te consagró en el kairós.
Los pobres te enseñaron a leer el Evangelio.

Como un hermano herido por tanta muerte hermana,
tú sabías llorar, solo, en el Huerto.
Sabías tener miedo, como un hombre en combate.
¡Pero sabías dar a tu palabra, libre, su timbre de campana!
Y supiste beber el doble cáliz del Altar y del Pueblo,
con una sola mano consagrada al servicio.
América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini
en la espuma aureola de sus mares,
en el dosel airado de los Andes alertos,
en la canción de todos sus caminos,
en el calvario nuevo de todas sus prisiones,
de todas sus trincheras,
de todos sus altares…
¡En el ara segura del corazón insomne de sus hijos!

San Romero de América, pastor y mártir nuestro:
¡nadie hará callar tu última homilía!

  1. De todos modos, en América Latina ha habido una serie de obispos que se han distinguido por su opción por los pobres y su denuncia de la injusticia. Recuerdo unos cuantos: Helder Cámara y Pere Casaldàliga, en Brasil; Leóni­das Proaño, en Ecuador; don Sergio Méndez Arceo, en Chiapas; y los obispos que han muerto asesinados, como Enrique Angelelli, en Argentina; Juan Gerardi, en Guatemala; Joaquín Ramos, en El Salvador, y Gerardo Va­lencia, en Colombia.
  2. La edición crítica (editada por Miguel Cavada) de los sermones de Mons. Romero, en los años durante los cuales fue arzobispo de San Salvador, ha sido publicada en 6 volúmenes con el título: Homilías de Monseñor Oscar A. Romero, San Salvador, UCA editores 2005- 2009.
  3. La confrontación que se desencadenó en El Salvador hacía diez años que persistía cuando Romero fue asesinado.
  4. En su sermón en Aguilares el 19-6-1977 dijo: «A mí me toca ir recogiendo atropellos, cadá­veres y todo eso que va dejando la persecución de la Iglesia. Hoy me toca venir a recoger, en esta iglesia, en este convento profanado, un sagrario destruido y sobre todo un pueblo humillado, sacrificado indignamente. Por eso, al venir, finalmente –porque quise estar con ustedes desde el principio y no se me permi­tió–, hermanos, y les traigo la palabra que Cristo me manda decirles: una palabra de soli­daridad, una palabra de ánimo y de orienta­ción y, finalmente, una palabra de conver­sión».
  5. Públicamente le dijo en sus homilías: «quiero decirle que antes de mi seguridad personal yo quisiera seguridad y tranquilidad para 108 familias y desaparecidos… El pastor no quie­re seguridad mientras no se la den a su reba­ño».
  6. El 21-8-1977 dijo: «Yo, que les estoy hablando, necesito convertirme continuamente. El peca­dor, el religioso, la religiosa, el colegio católi­co, la parroquia, el párroco, la comunidad, la Iglesia, pues, tiene que convertirse a lo que Dios quiere en este momento de la historia de El Salvador. Si uno vive en un cristianismo que es muy bueno, pero que no encaja con nuestro tiempo, que no denuncia las injusticia, que no proclama el reino de Dios con valentía, que no rechaza el pecado de los hombres, que consiente por estar bien con ciertas clases, los pecados de esas clases, no está cumpliendo su deber, está pecando, está traicionando su misión».

One Comment on “Mons. Óscar A. Romero, un defensor profético de los derechos humanos”

  1. Excelente artículo. Monseñor Romero es un profeta como los del antiguo testamento.
    En lo personal, me considero a mi mismo (disculpen mi arrogancia), conocedor de la vida de monseñor Romero, es por esto que quiero hacer una observación. Me parece que esta frase atribuida a monseñor Romero…
    “Cuando se le da pan al que tiene hambre lo llaman a uno santo, pero si se pregunta por las causas de por qué el pueblo tiene hambre, lo lla­man comunista, ateísta. Pero hay un “ateísmo” más cercano y más peli­groso para nuestra Iglesia: el ateís­mo del capitalismo cuando los bie­nes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios.” (Homilía 15-9- 1978)
    NO es de él. He leído que se le atribuye a monseñor Helder Camara, del Brasil. La fecha de la homilía no corresponde con sus homilías dominicales. 15 de septiembre de 1978, cayó día viernes. Puede ser que existe, pero tengo mis dudas. ¿me podrían ayudar a aclarar esta duda?

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