Miércoles, Semana Santa
Carta Conferencia a los Siervos Misioneros, 1 JUL. 1922, MF 9500.
¡Qué vocación y qué vida la de un misionero! No podemos nunca alabar y dar gracias a Dios lo suficiente por tal gracia. Tal parece que esto se hace más evidente a nosotros en días como éste. ¿Por qué en estos días particulares sentimos más amor por nuestra vocación?; ¿Por qué sentimos más deseos de alabar y dar gracias a Dios generosamente por habernos dado esta vocación?
¿Por qué en estos días, en una forma particular nuestra adoración a Dios se inclina más hacer actos de reparación? Es porque nuestra vocación es apostólica y por lo tanto, estamos llamados a sufrir, a hacer sacrificios, en una palabra, a hacer reparación, a ofrecernos como víctimas del amor divino, a hacer reparación por el pecado y por la pecadora negligencia y la blasfemia de nuestros días.
La reparación es el más encendido y el más bello fruto de la caridad. Sin duda, un alma que es llamada a practicar la caridad está entre las más favorecidas de las favorecidas. Debemos de rezar ardientemente por adquirir esa virtud. Al rezar puede que nos preguntemos, para despertar el temor de Dios en nuestros corazones, lo que el cielo piensa de esta extendida blasfemia (en el mundo de hoy) de la gran indiferencia hacia las verdades de la religión y las enseñanzas de nuestro Salvador.
¡Qué ansiosos debemos de estar por hacer reparación! Esto debe de hacernos sufrir con gozo las cosas adversas de nuestra vida diaria y recibir en un espíritu, no sólo de resignación, sino también de alegría, esas cosas dolorosas que la Providencia de Dios permite que sucedan. Pruebas tenemos. Algunas son físicas, algunas son mentales, algunas son espirituales, algunas son temporales. ¿Quién esta exento de pruebas? Nadie. Debe de ser nuestra alegría por amor a la Sangre Preciosa, por todo lo que ella significa, hacer reparación.
Considérate, pues, privilegiado hasta el más alto grado al estar consciente de que Dios pone en tu mente que seas una víctima del amor divino, por amor a Él. Pídele que esto sea así, aunque sea en un grado mínimo. Si entiendes esta gracia entenderás porqué almas santas rezaban: «¡Oh Señor, o sufrir o morir!»
Que ella, la Reina de los Dolores; que ella, quien vivió las más grandes expiaciones que una criatura puede sufrir; que ella, quien hizo de su vida, especialmente desde el momento de su divina maternidad hasta su muerte, un acto supremo de reparación, nos enseñe cómo amar y cómo sufrir. Que esta gracia se practique en el Cenáculo, y si hay alguna envidia, que ésta sea un santo deseo de que por amor a Dios, nos soportemos unos a otros. «Oh Sangre Preciosa de Jesús, fluyendo de todos los poros, te adoro. Haz que te ame cada vez más.»
Tomás Agustín Judge C.M., fundador del Cenáculo Misionero