Meditaciones del Cenáculo Misionero: Los Sufrimientos Mentales De Cristo

Francisco Javier Fernández ChentoCenáculo MisioneroLeave a Comment

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Autor: Tomás Agustín Judge, C.M. .
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Martes, Semana Santa

«¿No pueden velar una hora conmigo?» (Mt 26,40). Seguiremos a Jesús en su camino y en sus sufrimientos. Cada momento que pasa Él se acerca más al sangriento Jerusalén. El Hijo del Hombre va camino a Jerusalén a ser crucificado. Llevó consigo a tres de sus discípulos, pero mientras Él rezaba en el huerto, ellos dormían. Llamó a Pedro: «¿No puedes velar una hora conmigo?». No había nadie que lo consolara. En este huerto las piedras y los árboles fueron testigos del sufrimiento más cruento que el mundo jamás haya presenciado. Jesús hundió sus dedos en el polvo de la tierra. El rostro que levantó del polvo de la tierra es un rostro desprovisto de toda clase de hermosura. El hombre había pecado. Toda esperanza se había perdido. Pero el amor ingenioso, fecundo del Espíritu Santo resolvió el problema de la redención del hombre. Como Dios, Él podía sufrir. Por lo tanto, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad vino al mundo para sufrir los dolores que iban a desagraviar la justicia divina.

Jesús había esperado por esta escena en el jardín. Había que hacer penitencias por todos los pecados para que el hombre pudiera ver a Dios cara a cara. Llevó amigos con Él y éstos durmieron. Él tenía que sufrir solo. No había nadie que lo consolara. En su vida había rezado mucho, pero nunca rezó tanto como lo que rezó esa noche. Pero el cielo estaba mudo y sordo. Volvió a rezar. Llamó a sus apóstoles: «¿No pueden velar una hora conmigo?» (Mt 26,40) Empezó a sentirse agobiado y sentía su alma pesada. Rezó por tercera vez y vino un ángel y le susurró al oído. Estaba cubierto de sangre. ¿Es alguna maravilla que hubiera sudado sangre? Dios, que odia el pecado, tenía que identificarse con el pecado. La ira de Dios, el Padre, cayó sobre nuestro pobre Salvador por nuestros pecados y nosotros no podemos velar una hora. Los demonios del infierno se burlaron de Él. Lo tentaron, lo blasfemaron. Fue la venganza de los demonios por no haber tenido éxito en el desierto.

Más tarde su cuerpo va a ser crucificado por sus enemigos, pero somos nosotros, sus amigos, los que crucificamos su alma con nuestros pecados personales y nuestra ingratitud. Si sólo hubiéramos sido fieles a la gracia, a qué altura hubiéramos llegado en la montaña. ¡Igual que la Santísima Madre! ¿Qué le susurró el ángel al oído en el huerto? ¿La promesa de tú velar una hora con Él? ¿La promesa de tú encontrarlo en el comulgatorio y consolarlo?1 Pobre mente atormentada la de Jesús. Una de nuestras prácticas es adorar los sufrimientos mentales de nuestro amado Cristo. ¡Cómo lo atormentaron y cómo sangró! Para haber expiación tiene que haber sufrimiento. Sus amigos defraudaron su confianza. Dejaron solo a Cristo. Los llamó tres veces. No es lo que los enemigos hicieran. Es lo que sus amigos harían. Esa era la hora para sus amigos, crucificarlo o con la indiferencia a sus intereses de aquellos que iban a ser sus amigos; el descuido; la desatención. No sé cuánto es responsable el Cenáculo por aquel sudor de sangre faltando a la comunión, dejando de decir o hacer actos de amor; por la falta de interés, la falta de celo, la falta de caridad en la conducta. Todo esto contribuyó al sudor de sangre aquella noche. Sería bueno mirar al huerto para ver hasta cuánto el Cenáculo es responsable, hasta cuánto somos responsables de nuestros defectos personales. Debemos de conocer las cosas que atormentaban la mente de Jesús. Cuando pensamos en la Sangre Preciosa derramada, debe de venir de nuestras almas un rápido acto de contrición por lo que hemos hecho.2

Tomás Agustín Judge C.M., fundador del Cenáculo Misionero

  1. Retiro Conferencia a los Primeros Miembros del Cenáculo, 17 AGO. 1913, MF 8324-26.
  2. Conferencia a los Siervos Misioneros, Jul  1919, MF 573-574.

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