Mártir de la Caridad: la Beata sor Rosalie

Francisco Javier Fernández ChentoRosalía RenduLeave a Comment

CREDITS
Author: Jean-Pierre Renouard, C.M. · Translator: Víctor Landeras, C.M.. · Year of first publication: 2005 · Source: Vincentiana, Marzo-Abril 2005.
Estimated Reading Time:

Sor-Rosalia-Rendu«¡Mártir de la caridad!». La expresión es de San Vicente. Hablaba un día a las Hijas de la Caridad, de Sor Marie-Joseph d’Étampes, una de las primeras, y dijo: Esa buena hermana puede ser llamada mártir de la caridad. ¿Creéis acaso que no hay más már­tires que los que derramaron su sangre por la fe? Por ejemplo, esas hermanas que ha llamado la Reina son unas mártires, pues, aunque no mueran, se exponen al peligro de muerte; lo mismo que tantas buenas hermanas que han dado su vida por el servicio de los pobres; eso es un martirio.1Sor Rosalie era de este temple. Por su vida, sus obras, su espiri­tualidad, ella resume esta visión ideal descrita por el Santo de la Caridad; podemos decir que ella realizó perfectamente lo que él enseñó también: el que da su vida por Dios es tenido como mártir; y la verdad es que vuestras vidas han quedado abreviadas por el trabajo que tenéis; y por tanto sois mártires.2 Incluso partiendo de clisés imper­fectos que tenemos de ella, un ojo experto descubre en su rostro rasgos que indican la tenacidad y la fuerza: labios apretados y ojos pene­trantes. ¿Cómo no pensar en la frase de San Lucas: se afirmó en su decisión de ir a Jerusalén?.3 Era una mujer audaz y voluntariosa. Se situaba en el hilo directo del «más» vicenciano.

¿Quién es ella?
¿Qué hizo?
¿Cuál es la actualidad de su mensaje?

He aquí unas cuestiones que nos estimulan.

I. Un alma fuera de lo común

Jeanne-Marie Rendu nace el 9 de septiembre de 1786 en el pueblo de Confort, en el Jura. Es la mayor de cuatro hijas de las que una, Jeanne-Françoise, morirá joven. Los padres, propietarios montañeses de vida sencilla, gozan de cierto bienestar y de una real estima en toda la región. Es una familia de labradores que vive en una espléndida casa que domina las primeras pendientes del Jura y el valle del Valserine. Jeanne-Marie fue bautizada el mismo día de su nacimiento en la iglesia parroquial de Lancrans. Su padrino, por procurador, fue Jacques Emery, amigo de la familia y futuro Superior General de los Sulpicianos en París. La madre era un modelo de fe y de caridad: ella educará a sus hijas, tras la muerte prematura del Sr. Rendu, en 1796. La hija se distinguirá como vivaz, creyente, buena y traviesa, revoltosa, incluso caprichosa. Ella amaba a los pobres.

La Revolución Francesa, con sus años del Terror, se dejó sentir también en el pueblecito de Confort. Un tío de Jeanne-Marie fue fusi­lado en Gex. Los sacerdotes, que rechazaron el Juramento constitu­cional, tuvieron que esconderse o emigrar para escapar de la prisión y del cadalso. ¡Muchos fueron guillotinados! La casa de la familia Rendu acogió a los que huían. Un tiempo, sería el obispo de Ginebra, Mons. Marie-Joseph Paget, quien vendría a pedir asilo. Él haría el oficio de jardinero y sería llamado bajo el nombre de Pedro. Jeanne­Marie estaba intrigada porque le parecía que aquel empleado no era tratado como los demás. Y he aquí que descubre que él celebraba misa. No se atrevió a hablar de su descubrimiento. Pero un día en que tras una discusión con sus hermanas su madre se disponía a casti­garla, ella gritó: ¡Si usted me castiga, yo diré que Pedro no es Pedro! La Sra. Rendu se sintió aludida, consciente del peligro. Si su hija habla­ría, la casa sería registrada, los padres y los sacerdotes escondidos arrestados y fusilados. Me agrada a este respecto la observación de Sor Élizabeth Charpy, que ha presentado a la Beata en diferentes ocasio­nes: con ternura marcada de firmeza, la Sra. Rendu explica la situación a su pequeña hija de siete años. Muy joven, Jeanne-Marie comparte los secretos de su familia. Aprende a discernir lo que ella debe decir o callar. Su personalidad se forja durante aquellos duros años. Su formación cris­tiana, recibida en el transcurso de aquella época difícil, será sólida. Jeanne-Marie se acordará de su primera comunión recibida una noche durante la misa celebrada en la bodega. En abril de 1793 el Obispo podría alcanzar el Piamonte, en Turín, en casa de los Lazaristas (Paúles). ¡Estaba ya en familia!

Al día siguiente del Terror, los espíritus se apaciguaron y, poco a poco, la vida recobró su curso normal. La Sra. Rendu, solícita de la educación de su hija mayor, la envía a las antiguas Hermanas Ursulinas de Gex, por las recomendaciones de Sor Suzanne, Superiora de las Hijas de la Caridad y amiga de la Sra. Rendu. Jeanne-Marie per­manece un año en aquel pensionado, luego es colocada un tiempo en un pensionado de señoritas creado por unos eclesiásticos en Carouge, cerca de Ginebra. Ella fue pulida en el plano cultural, sin llegar a ser nunca una intelectual.

Pero sólo un deseo la domina: volver al hospital donde las Hijas de la Caridad de Gex aseguran los cuidados a los enfermos. Una idea surge: hacer una estancia de seis meses en casa de las Hermanas para participar en los cuidados de los enfermos. Era una primera puesta en marcha y he aquí que un acontecimiento iba a apresurar su decisión. Jeanne-Marie se entera de que Armande Jacquinot, una joven de Lancrans, pueblo cercano a Confort, se va a ir a París para hacerse Hija de la Caridad. Habiendo consultado al Párroco-Arcipreste de Gex, la Sra. Rendu, feliz y emocionada por la vocación de su hija, consiente en su petición. Ella deja su casa y su país de Gex para siempre, sin estado anímico particular, dichosa de estar ya entregada.

Presentada por su padrino, el amigo de su abuelo, el Sr. Emery, que vive como seglar en la calle St. Jacques, ella conoce a la Madre Deleau, Superiora General de las Hijas de la Caridad; el 25 de mayo de 1802, entra en el noviciado de la Casa Madre, entonces en la calle del Vieux Colombier, en París.4 Va a cumplir dieciséis años.

La restauración de las Hermanas, en sus plenos derechos, lleva a un endurecimiento de la Regla. Se exige mucho de cada una; el Sr. Emery ayuda al arranque ante la dispersión de los Sacerdotes de la Misión. Él es la Providencia para su ahijada: ¡Yo le miraba como a un oráculo! — escribe ella —. Y de él enseñaba esta frase hecha célebre: ‘Hija mía, es preciso que un sacerdote y una Hija de la Caridad sean como un poyo que está en la esquina de una calle y sobre el que todos los que pasan pueden descansar y depositar los fardos de que están cargados’.

La fuerte tensión de espíritu de la joven novicia para responder bien a las exigencias de su nueva vida y la falta de ejercicio físico reper­cuten en su salud. Ella es de una extremada sensibilidad física5 y moral. Se parece en esto a la que fuera la fundadora de su congrega­ción, Luisa de Marillac. Consultado el médico, prescribe un cambio de aire. Su padrino, el Sr. Emery, sugiere que se le permita una actividad junto a los pobres. Van a ser ellos quienes la equilibren. Su naturaleza generosa va encontrar en ello una fuerza; será toda entregada a Dios en el servicio de los pobres. Jeanne-Marie fue enviada, pues, a la casa de las Hijas de la Caridad de la calle de los Francs Bourgeois. Allí encon­tró, como Superiora, a una mujer inteligente y comprensiva, Sor Marie­Madeleine Tardy. En cuanto a ella, recibe el nombre de Sor Rosalie.

Va a vivir y a actuar, desde entonces, en un barrio marcado por una extremada pobreza. Hay que leer las páginas del Sr. Claude Dinnat dedicadas a la descripción del famoso barrio Mouffetard. Unos obre­ros se encuentran allí privados de libertad, sometidos al impuesto y al trabajo a merced; el paro es congénito, la inseguridad, total. Era el París del hambre. Se dice comúnmente que la población es salvaje, bárbara, nómada, pueblo horrible de ver, macilento, amarillo, atezado.6 A esto se juntaban los cabarés, fuentes de embriaguez y de penden­cias, de la prostitución, del robo y del bandidaje. Un barrio de alto riesgo, diríamos hoy. Sor Rosalie va a vivir en aquellos bajos fondos, el quinto distrito del París de nuestros días.7

Empieza por enseñar, ¡a pesar de que sus conocimientos sean ele­mentales! Ella puede enseñar a los niños de los pobres a leer y a escri­bir y, por otra parte, visitar a los pobres a domicilio. Allí está su paraíso. Una prueba la aguarda, sin embargo: se le pide que ayude a un sacerdote loco, denominado poseso. Cuando él la aborda, ¡ella huye! Sano reflejo; casi al mismo tiempo, se prueba su obediencia. Sor Asistenta la llama a la Casa Madre; ella se queda allí diez días, alegre, entregada; luego, de pronto, es devuelta, por la Superiora General, al lugar de donde había venido.

Vestida con capa negra — no estando todavía restablecido el hábito —, en 1807, a los veintiún años, la joven Rosalie, rodeada de las Hermanas de su comunidad, con emoción y una profunda alegría, se compromete, por vez primera, mediante los votos, al servicio de Dios y de los pobres. Los testigos hablarían, entonces, de lo que ema­naba de ella: fervor, coraje, ardor, dedicación, algo que correspondía ciertamente a su naturaleza inicial transformada por la gracia. Sor Rosalie trabajará en el barrio Mouffetard hasta su muerte, en 1856, durante cincuenta y cuatro años.

II. El tiempo de las obras

Ella pasa de largo los caprichos del Emperador concernientes al acompañamiento de las Hijas de la Caridad por el «Superior General» de los Sacerdotes de la Misión, el P. Hanon. En cuanto a ella, vela, sobre todo, porque los pobres sean servidos: son nuestros amos y maes­tros. El resto es remolino de la historia que además ¡corre hacia su ruina! De la epopeya napoleónica, ella conoce, sobre todo, los reveses.

Tras un breve ínterin de Sor Tardy, ella viene a ser Superiora cuando la comunidad se desplaza, dentro del barrio, a la calle de la Épée-de Bois, en 1817. Los locales son más amplios.

Ella encuentra su verdadera vocación: ¡Hermana de la calle! Ella destaca en esto y viene a ser ejemplar.

Se rodea de colaboradores entregados y eficaces. Reúne, sobre to­do, dinero, mucho dinero, para ser utilizado en servicio de los pobres.

Instala una verdadera oficina de beneficencia que proporciona ali­mento, ropa y dinero. Sus primeras colaboradoras son las Damas de la Caridad.

Los enfermos vienen a ser prioritarios: por ejemplo en 1848, en una relación enviada al P. Étienne, Ecónomo de los Lazaristas, ella anotará cuatrocientas setenta y cinco visitas a enfermos. Deber sagrado para ella y sus compañeras inmediatas.

Socorre, sin cansarse, todas las miserias de la época, que son numerosas. La miseria viene a ser un lugar común en el París de Louis­Philippe. La historia de Francia recuerda las revueltas de 1830 y de 1848… Ella es, por encima de todos los conflictos, un elemento de paci­ficación. La terrible epidemia de cólera de 1832, que azotó aquellos barrios hizo de ella una de las figuras más representativas de la cari­dad cristiana. Su célebre locutorio le permite desempeñar un verdadero ministerio de la caridad. Los visitantes son cada día más numerosos: el sacerdote en busca de un consejo se codea allí con el vagabundo que solicita una ayuda; el obispo se encuentra allí con el trapero; la ma­riscala de Francia se cruza allí con la «vendedora de los frutos de la cosecha».8) Charles X, la Reina Amélie, el General Cavaignac, Napo­león III, la Emperatriz Eugénie frecuentan su puesto de servicio. Muchos personajes importantes apoyan su acción, entre ellos, Lamennais, con quien ella tenía frecuentes conversaciones. Más tarde no llegaría a dialogar más con él: ¡misterio de las almas que se cruzan!

Algunos le reprocharían tales influencias. ¡Qué importaba! Dado que los pobres fueran los beneficiarios. En esto, ella copió a la letra la vida y las obras de San Vicente y de Santa Luisa.

Para ir en ayuda de todos aquellos que sufrían y de las diferentes formas de pobreza, la Hermana abre un dispensario, una farmacia, una escuela (doscientos estudiantes y dos Hermanas maestras), un orfanato, una casa-cuna, un obrador para muchachas y mujeres pobres, un hogar para jóvenes obreras, una residencia para ancianos sin recursos. Pronto, toda una red de obras caritativas viene a opo­nerse con éxito a una miseria reinante sin cesar.

Ella llega hasta prestar ayuda a varias congregaciones: la Sociedad de St François Régis, los Pobres Sacerdotes, las Hijas de Notre-Dame de Lorette, las Dames Augustines du Saint Cœur de Marie; a jóvenes en busca de vocación o de sentido y a muchos clérigos que venían a escu­char sus consejos, especialmente a varios sacerdotes enfermos, en entredicho o desesperados…

En la revolución de julio de 1830, hacia sus 44 años, ¡su irradia­ción es inmensa! Ella quiere hacer aún más. El rey Charles X se empe­cina y lanza sus famosas ordenanzas impopulares que desencadenan los tres días de revuelta. Se sigue una ola antirreligiosa y ciertas con­gregaciones están, nominalmente, en el punto de mira: los Lazaristas, los Misioneros de Francia, las Misiones Extranjeras y los Espiritanos. Podemos decir que la fama de las Hijas de la Caridad y su impacto en la sociedad las salvó a todas. La casa de Sor Rosalie no padeció aque­lla llama destructora, sino que recibió heridos y moribundos, ¡una ver­dadera «ambulancia!». Se nos dice de la Beata: Sor Rosalie no dejaba las barricadas. ¡Ella era la corneta blanca en medio de los combates! Ella escondía a los rebeldes; ella curaba a los heridos de ambos bandos. Pero los años siguientes a «las tres gloriosas» 9 fueron malos: aparece el cólera y causa 18.000 muertos, de ellos 12.733, por el mes de abril de 1832. ¡Hasta Casimir Perier, Presidente del Consejo, muere de aque­lla epidemia! Especialmente en 1832 y en 1846, la dedicación y los ries­gos tomados por nuestra Beata y sus Hermanas asombraron la imaginación. Se la vio a ella misma recogiendo los cuerpos abandona­dos en las calles. De ahí que su notoriedad traspasara pronto su barrio y llegara al conjunto de la capital y hasta las ciudades de provincia.

Bajo la Monarquía de julio, las cosas empeoraron. Hubo una agra­vación de la condición obrera; surgieron nuevas ideas, embriones del catolicismo social…

Fue en aquel barrio Mouffetard donde tendría lugar el encuentro con un equipo de jóvenes, entre ellos Emmanuel Bailly y Frédéric Ozanam, dos de los fundadores de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Ellos deseaban dedicar su ayuda a los pobres, a los obreros, a los enfermos. Ella sería para ellos una pedagoga tanto más eficaz cuanto que ella misma, hija del San Vicente, estaba impregnada del espíritu del Fundador. Ella les designa las familias que visitar, les pro­porciona, al menos en el comienzo, algún dinero y buen pan, les pro­diga, sin exhortación ni predicación, consejos prácticos y concretos. La influencia de la Hermana fue determinante en el desarrollo de la vocación espiritual, caritativa y social de la pequeña Sociedad naciente de San Vicente de Paúl. No es oportuno entregarse aquí a largas expo­siciones, pero podemos decir con el Presidente nacional francés de la Sociedad, Jean Cherville, que ella es verdaderamente la cofundadora: fue Sor Rosalie y nadie más quien dio al intelectual, al pensador, al hombre de oración, Frédéric, la dimensión práctica que le faltaba… En este sentido, sí, la Beata Rosalie Rendu tiene derecho al título de cofun­dadora de la Sociedad de San Vicente de Paúl.9

Por el momento, ella funda la casa-cuna de St Marcel, siguiendo la idea lanzada por un tal Marbeau, para ocuparse de los recién naci­dos de las mujeres del barrio obligadas a trabajar. Hoy, es la evidencia, entonces, era ¡la novedad! Y ella sigue presente en todos los barrios.

Por ejemplo, la Superiora del Buen Salvador de Caen le enviaba numerosas personas que socorrer. Ella, a su vez, le enviaba enfermos a Caen: ciento quince cartas le fueron enviadas a esta mujer. Se tra­taba de sacerdotes, de religiosas enajenadas o de gente en paro. Ella conocía cada expediente, cada caso e indicaba tratamientos y cuota de pensión. La exactitud y la organización eran reinas y dueñas en su casa. Ella no se dejaba desbordar por la tarea aplastante. Ella sabía rodearse de colaboradores entregados y eficaces, cada vez más nume­rosos. Los donativos afluían porque los ricos eran incapaces de resis­tir a aquella mujer persuasiva.

Ya próxima a la cincuentena, su salud se altera y son unas gripes repetidas y unas fiebres las que contrarían su trabajo. A veces, en la cama a causa de la enfermedad, ella se obstina. Semejante mujer era de bronce…

Luego estalla 1848, y la proclamación de la República barre la Monarquía de julio. París es un volcán, subraya Sor Rosalie. El entu­siasmo es inicial y se cree en una revolución de seda, tan grande parece el consenso entre el Estado y la Iglesia, pero hay que perder pronto las ilusiones. El 15 de mayo todo oscila y es el final de una República de fraternidad. El 22 de junio se suprimen los talleres nacio­nales, considerados como una escuela de holgazanería y de sedición. La represión de las barricadas, por la fuerza del orden público, es terri­ble, particularmente la famosa barricada de San Antonio.

El balance es grave: un millar de muertos del lado de los vence­dores, varios millares entre los insurrectos y once mil deportados o encarcelados. La cima del horror es la muerte de Mons. Affre, ¡alcan­zado por una bala sobre la barricada de San Antonio, el 25 de mayo! Sor Rosalie se hace toda a todos, una vez más. Ella responde a los detractores de su acción: Yo sirvo a Dios.

El episodio más signifi­cativo está representado por un grabado rayano a la estampa de Épinal: ella detiene a unos revoltosos que quieren matar en su casa a un oficial de la Guardia Civil: ¡Aquí no se mata! De rodillas, obtiene la gracia de aquel hombre. Y su casa viene a ser un lugar de socorro para insurrectos y heridos; evi­dentemente, ella está siem­pre del lado de los débiles: ¡a lo San Vicente!

Ella resiste hasta al General Cavaignac, quien lle­garía a ser, tras las revueltas, Presidente del Consejo. Y asiste, impotente pero firme, para reprobar el procedimiento, a las deportaciones de los insurrectos (cerca de cuatro mil) hacia Argelia o las Marquesas, bendecidas ¡ay! por el clero. Reina el orden, pero persiste la injusticia: silencio al pobre, constata Lamennais. Y el año 1848 termina con la elección, el 10 de diciembre, del Presidente de la República; tiene el nombre de Luis Napoleón Bonaparte. La IIª República sólo tendrá dos años de vida.

Igual a sí misma, Sor Rosalie sigue en su puesto y lucha, una vez más, contra el cólera. Él causa estragos.10 Después de tales aconteci­mientos, había que ocuparse de los huérfanos y encargarse del Orfanato de la calle Pascal, abierto por la Sra. Jules Mallet y trasla­dado a Ménilmontant: lo habitaban setenta y nueve niños. Ella ayuda asimismo a la creación de Patronatos (tanto para chicos como para chicas) con el concurso de la Sociedad de San Vicente de Paúl y de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Para las muchachas que no podían continuar sus estudios, crea obradores. Además de las casas-cuna, de las que ya hemos hablado, estableció asilos, casas de retiro prematuro. El Sr. Dinnat parece recapitularlo todo en este resumen sorprendente: no había nada existente en el campo de la caridad, de la catequesis popular, de lo que esta humilde Hija de la Caridad no fuera iniciadora o una colaboradora ardiente solicitada.11

He aquí lo que hizo con su comunidad de ocho o doce Hermanas y el concurso transitorio de cuarenta y dos Hermanas en formación cuyos nombres se conocen, dado que se le confiaban muchas postu­lantes. Pasan los años. Napoleón III decide, por sí mismo, concederle la Legión de Honor; ella está dispuesta a rechazar tal galardón perso­nal, pero el P. Étienne, Superior General de los Sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad, la obliga a aceptarlo.

Estamos en 1854. Su salud se altera. Ella debe frenar sus activi­dades. Está prácticamente ciega por una catarata que, hoy, parecería benigna. Se intentaron dos operaciones, en vano. El 4 de febrero de 1856 cogió un gran resfriado: el médico diagnosticó una pleuresía… siguieron unas horas de sufrimiento y el 6 recibió la unción de los enfermos. Al día siguiente, 7 de febrero, pasó «del sueño al descanso eterno».12

La consternación fue general. Todo el barrio visitó la capilla ardiente y la Prensa ofreció grandes titulares. El 9 de febrero se cele­braron los funerales. Una multitud inmensa se apretaba, emocionada, recogida, como hipnotizada siguiendo la cruz llevada por las calles de París, ¡qué símbolo!, hasta el cementerio de Montparnasse. Un único Lazarista siguió el cortejo. Tenemos mucho que meditar sobre este ostracismo oficial… Su cuerpo fue depositado en el recinto de las Hermanas y, unos meses más tarde, ante las búsquedas infructuosas del público, se cavó una tumba cerca de la entrada principal; ella es visitada siempre y adornada con flores. ¡Como Dios, el pueblo sabe por instinto! En una losa muy sencilla, sobre la que campea una gran Cruz, están grabadas estas palabras: A Sor Rosalie, sus amigos agrade­cidos, los ricos y los pobres.

Siempre fuera del tiempo, la Iglesia toma el suyo. El proceso ordi­nario, del 20 de enero al 10 de febrero de 1953. El de Roma se abre el 24 de noviembre de 1953 y, el 9 de noviembre de 2003, Juan Pablo II proclama Beata a Sor Rosalie.13)

III. Un mensaje de actualidad

¿De qué mensaje es ella portadora, hoy, para nosotros? Lo resumo en unas lecciones que cada uno puede prolongar en su meditación.

  1. Primero, la oportunidad de una vida entregada. Uno sólo logra su vida en la medida en que se abre a los demás. Existir para los más pobres es la cima de la vida cristiana y de la vida vicenciana. Ella se une a la enseñanza de su Maestro, San Vicente de Paúl: Hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo, que consiste en el ejercicio de obras de caridad, en el servicio a los pobres emprendido con alegría, con entusiasmo, con constancia y amor.14 Ella quiere llevar el peso de los pobres, llamarles por su nombre, amarles por sí mismos y por Jesucristo. Ella sabe, sin teorizar, que en ellos se oculta Cristo siempre sufriente y digno de amor y de respeto. Ella nos remite a esa visión que es portadora de nuestra verdadera bienaventuranza, como el Abate Pierre que no hace sino repetir su mensaje, sacándo­nos de nuestras pantuflas y lanzándonos esta orden evangélica: Renunciemos tal vez a una parcela de bienestar para hacer un sitio a quienes no la tienen. Esto no nos hará perder la nuestra sino que la hará más digna.15 Ella está enteramente entregada al servicio de los pobres hasta el exceso y, en esto, ella es el icono de Jesucristo, viviendo el amor hasta el extremo.
  2. Esta mujer — y es interesante insistir, hoy, en este sustantivo mujernos enseña también a responsabilizar a los demás. Con su com­promiso junto a los pobres del barrio Mouffetard es todo un conjunto el que se instaura. Pobres, ricos, intelectuales, gente de la base, hom­bres, mujeres, todo el mundo es requerido. Ella nos enseña, de este modo, a trabajar en red. Sabemos, hoy, que las acciones de más éxito son las colectivas. Las asociaciones están ahí para probarlo. Permi­tiendo a unos jóvenes reunirse para dar sentido a su fe, mediante el nacimiento de la Sociedad de San Vicente de Paúl, Sor Rosalie viene a ser testigo y guía para nuestro tiempo. Y que reine por encima de todo el respeto. La dignidad precede a la asistencia. A las Hermanas de su comunidad, a los jóvenes estudiantes de la Sorbonne que vienen en su ayuda, ella les explica sin descanso: Acordaos de que el pobre es aún más sensible al buen trato que a las limosnas. Uno de los grandes medios de acción sobre él, es la consideración que se le muestra. Incluso cuando tengáis algún reproche que hacerle, evitad, con sumo cuidado, toda pala­bra injuriosa o de desprecio.
  3. Ella trasmite un testimonio profético. Fue un contexto de muer­tes, de violencias, de miseria, aquel donde vivió Sor Rosalie, pero ella compartió constantemente las alegrías y los sufrimientos de su tiempo. Ella vivió lo que dice Juan Pablo II, en su documento sobre vida consagrada: «En nuestro mundo, en el que parece haberse per­dido el rastro de Dios, es urgente un audaz testimonio profético por parte de las personas consagradas. […] Una especial fuerza persuasiva de la profecía deriva de la coherencia entre el anuncio y la vida«.16
  4. Sor Rosalie nos convoca a la inventiva. Es, tal vez, en este punto donde ella se asemeja más a San Vicente y a Santa Luisa. Estos dos santos, fieles al acontecimiento y a las necesidades de los pobres, apor­taron siempre respuestas apropiadas a los requerimientos de su tiempo; lo mismo se puede decir de la Hermana del barrio Mouffetard. Ella inventa, concibe, crea, realiza; tan pronto ve una necesidad, le da una respuesta apropiada, aceptando el riesgo de molestar a los oficia­les, a los superiores, e incluso contrariarles. Ella sólo conoce las nece­sidades de los pobres y ella sabe que la caridad está por encima de toda regla. En esto, ella es profundamente vicenciana. ¿Quién podría olvi­dar a San Vicente pagando, con un exilio de seis meses, las verdades cantadas al Cardenal Primer Ministro o su destitución del Consejo de Conciencia o también sus dificultades con los párrocos de París? La verdadera caridad es siempre molesta y desestabilizadora. ¡Los pobres impiden dormir a la gente honrada!
  5. ¿Quién podría olvidar que Sor Rosalie fue un alma de oración y que nos hace volver de rodillas a la contemplación de Cristo? Como ver­dadera Hija de la Caridad, ella se abisma, a diario, en la oración y se encuentra de buen grado en la capilla sea para los ejercicios comuni­tarios, sea para la Eucaristía cotidiana. Ella conoce el dejar a Dios por Dios de San Vicente, pero, presentada una urgencia, ella se apresura a decir: ¡Comencemos nuestra oración! Muchas Hermanas hablan de su terquedad en la oración y, sobre todo, de su enseñanza. Aquella Hermana, que era asimismo Hermana Sirviente y que no tenía una gran instrucción, sabía dar la lección y excitar a la virtud. Ella ponía, en pri­mera fila, la humildad, la caridad y la sencillez. Ella gustaba de decir que había que ser cristiana antes que Hija de la Caridad. En esto y en cuanto a la vida fraterna, ella fue una excelente formadora. Ella nos invita a una renovación de la vida comunitaria. Se trata ciertamente de servir, pero de servir juntos, como célula de Iglesia, para el beneplácito de Dios, contemplado en sus amigos preferidos, ¡los pobres!

* * * * * *

La caridad fue su combate. Por ella, sufrió mucho y fue mártir. Ella nos remite a lo mejor de nuestra vocación: laicos, sacerdotes, con­sagrados, estamos llamados a imitarla. Todo mártir es profeta y todo profeta tira hacia lo alto. Sor Rosalie nos invita a la superación en el seguimiento de Cristo Servidor ¡elevado a la gloria!

Permítaseme concluir con palabras de Sor Élizabeth Charpy, quien ha escrito, sobre ella, estas líneas capaces de impregnar:

La inmensa caridad de Sor Rosalie, reconocida por todos, encontró su fuente, al mismo tiempo, en su fe en Cristo encar­nado y en la riqueza de su humanidad. Su encuentro con todas las clases de la sociedad permitió a muchos descubrir la reali­dad de la miseria y de la insuficiencia de la ‘caridad tradicio­nal’. Sor Rosalie concurrió de este modo a la aparición del catolicismo social que denunciaría la condición obrera como una nueva esclavitud y la reducción del obrero al estado de máquina… Toda acción social arraiga en la mística evangélica.

He aquí la agudeza de su mensaje para hoy: toda nuestra acción vicenciana sólo puede ser evangélica.

* * * * * *

Breve nota bibliográfica

  • ARMAND DE MELUN, Vie de la sœur Rosalie, Fille de la Charité, París, J. de Gigord, 1857.
  • HENRI DESMET, C.M., Sœur Rosalie, une fille de la Charité. Cinquante ans d’apostolat au quartier Mouffetard, París, Pierre Krémer, 1950.
  • GÉRARD CHOLVY – FRÉDÉRIC OZANAM, L’engagement d’un intellectuel catholique au XIXe siècle, París, Éditions Fayard, 2003.
  • CLAUDE DINNAT, Sœur Rosalie Rendu ou l’Amour à l’œuvre dans le Paris du XIXe siècle, París, L’Harmattan, 2001. Gracias sean dadas al Sr. Dinnat de quien somos ampliamente deudores. Al final de su obra, encontrarán una selección de libros más extensa.
  1. SV X, 510 / ES IX, 1056.
  2. SV IX, 460 / IX, 419-420.
  3. Lc. 9,51.
  4. La calle del Vieux Colombier, hoy parque de bomberos de la villa de París, cerca de la Iglesia de St Sulpice. La capilla acababa de ser abierta y tras­ladado a ella el cuerpo de Santa Luisa, el 4 de mayo de aquel año.
  5. Padece palpitaciones, una fiebre terciana, pero no se desentiende nunca del compromiso junto a los pobres. Esto la salva.
  6. LOUIS CHEVALIER, Classes laborieuses et classes dangereuses, París, 1958.
  7. El territorio reservado a la Beata era, en aquel entonces, el 46, barrio de París, el segundo del 12º distrito (Arrabal St Medard o St Marcel o St Marceau). El nombre del barrio de Mouffetard proviene de la calzada romana que iba hacia Italia por Fontainebleau y Lyon.
  8. En francés: la marchande des quatre saisons. (NdR
  9. Les Cahiers Ozanam, nº 162 (4/2003), p. 6.
  10. En la Casa Madre de las Hermanas, ven seguirse hasta tres féretros; mueren cincuenta y dos Hijas de la Caridad, mientras que las Hermanas de la calle de la Épée-du-Bois resisten, salvo una, ¡la única que no estuvo en con­tacto con los enfermos!
  11. Claude Dinnat: Swur Rosalie Rendu ou l’Amour à l’wuvre dans le Paris du XIXe siécle, p. 189.
  12. En francés: du sommeil au repos. (NdR).
  13. Noticias de este evento pueden encontrarse en la edición de Nuntia de noviembre de 2003, con motivo de este hecho. (NdR
  14. SV IX, 593 / ES IX, 534.
  15. Nouvel Appel des cinquante ans de l’Appel de l’hiver 44.
  16. JUAN PABLO II, Vita Consecrata, nº 85.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *