En el año 1632 el Marais era el distrito aristócrata de Paris. En él habían levantado sus palacios los grandes señores, los financieros y los cortesanos. Una de las calles céntricas del distrito era la calle del Roi de Sicile, y en esta calle tenía su palacio Genoveva Fayet, más conocida como señora Gousssault, el apellido de su difunto marido. La señora Goussault era riquísima. Tanto por parte de sus padres como de su marido había recibido una fortuna. Lo cual suponía que en su casa abundaban los domésticos, lacayos y sirvientas. Una de estas sirvientas se llamaba María Joly. Ser criada entonces significaba tener un trabajo seguro, un salario fijo y un porvenir halagüeño. Ser criada de una gran señora suponía vestir elegantemente y comer bien. Como todas las criadas de entonces, la había traído la señora Goussault de uno de sus pueblos campesinos. María era trabajadora y enérgica y tenía un corazón tierno y compasivo.
Esto último agradaba a su señora, porque Genoveva Fayet estaba entregada a los pobres a la manera de entonces: visitaba el Gran Hospital (hospital municipal), hacía limosnas y daba muchos y buenos donativos al sacerdote Vicente de Paúl para que remediara las necesidades de los humildes. Últimamente se había hecho muy amiga de otra viuda entregada como ella o más aún a los pobres, Luisa de Marillac o, como la llamaban comúnmente, la señorita Le Gras.
Algunas veces María había abierto la puerta del palacio a una aldeana que venía a recibir dinero, comida o medicinas de parte de Luisa de Marillac o del padre Vicente. Otras veces se había encontrado con ella por las calles. Sabía que se llamaba Margarita Naseau y le había escuchado cómo llevaba la marmita de comida a los enfermos pobres y cómo les arreglaba la casa y a ellos. Mientras caminaban juntas María se emocionaba. ¡Éso sí que era ser sirvienta de los pobres y dar gloria a Dios y no lo que hacía ella: servir a una señora!
Un día de la primavera de 1632 María se presentó delante de su señora y sin ningún preámbulo le dijo: Señora, la dejo; voy a unirme al grupo de la señorita Le Gras y de Margarita Naseau.
El corazón de Genoveva latió fuerte. Era un golpe duro. Estaba encariñada con su sirvienta y en abril pensaba hacer un viaje con ella por las tierras de sus antepasados, Anjou. Sin embargo se alegró: ¡Le daba a Dios en los pobres nada menos que a su sirvienta preferida!
María cogió sus cosas, las metió en un bolso y se fue a la calle Versailles (hoy calle Monge) donde ahora vivía Luisa. Al verla Luisa de Marillac comprendió que venía a quedarse y la dejó pasar. Dentro había otras dos jóvenes a las que Luisa preparaba durante unos días para ponerlas a servir a los indigentes. María le dijo lo que había decidido. No necesitaba mucha preparación, pues llevaba muchos meses de criada. Luisa la aceptó después de hablar con la señora Goussault y ver que estaba de acuerdo.
Durante más de un año también ella, como Margarita Naseau, llevó la marmita de comida a las destartaladas habitaciones de los enfermos desvalidos. Se sentía feliz; había encontrado su vocación.
Entre tanto Luisa reunía a todas estas jóvenes los fines de semana para formarlas en piedad, resolver sus dificultades, animarlas y pasar unos días distraídos y alegres. Algunas veces le venía la tentación de hacer con ellas una congregación religiosa. Es que Luisa siendo joven hizo voto de ser religiosa y pensó hacerse capuchina, pero sus parientes la obligaron a casarse; y ella, aunque sin culpa (en el siglo XVII eran los padres o familiares quienes casaban a sus hijos) siempre creyó que había traicionado a Dios. Ahora podía reparar el agravio. Comunicó sus intenciones a Vicente de Paúl y éste se estremeció como si escuchara un estruendo. Pero ¿no sabía la señorita Le Gras que si fueran religiosas con votos públicos, tendrían que vivir en un convento de clausura, y si había clausura ya no podrían servir a los demás? Dios quería que le sirvieran a Él y al prójimo. De ninguna manera daría él permiso para fundar un convento de monjas en clausura. Sin embargo el padre Vicente pensó y reflexionó y habló muchas veces con Luisa de Marillac. Dialogaron y discutieron hasta que, de acuerdo los dos santos, decidieron fundar con aquellas jóvenes una Cofradía de Caridad sin votos públicos, es decir, sin clausura, o sea, que no les impedía salir a servir a los pobres. Él sería el director y ella la superiora. Era ya comienzo de otoño de 1633. Hacía unos seis meses que había muerto Margarita Naseau.
¿Con quiénes empezar? Se fijaron en María Joly y Vicente de Paúl la llamó y le propuso lo que pensaban hacer. La pobre aldeana tembló.
¡Ella, una simple criada que no sabía escribir iba a ser la piedra angular de una nueva institución! Aturdida como estaba sólo se le ocurrió decir: «Pero si yo no tengo juicio ni humildad ni fuerza para servir para eso. Con todo haré lo que la señorita Le Gras me indique». Por lo bajo Vicente murmuró: «Qué buena muchacha me parece que es!». Y a Luisa le comentó: «Sí, señorita, creo que nuestro Señor se la ha dado para servir- se de ella por medio de usted».
Buscaron a otras dos o tres jóvenes y el 29 de noviembre de 1633, en un piso de la calle Versalles donde vivía Luisa de Marillac, las reunió Vicente de Paúl, les dio una charla y así, con toda sencillez, comenzó la Compañía de las Hijas de la Caridad.
A María la destinaron a trabajar con las señoras de la Cofradía de la Caridad en la parroquia de San Salvador, la primera que se fundó en Paris y donde se inició Margarita Naseau. María tenía que ocupar un puesto que había desempeñado con acierto nada menos que Margarita Naseau. Y no desentonó. Ciertamente no eran muy distintas las dos. La hermana María o Sor María, como se llamaban entre ellas desde el 29 de noviembre, se mostró como una mujer dispuesta y decidida. Tenía remango y responsabilidad. Pronto ganó a todas las señoras. Los necesitados, aunque hubiera muchos, siempre quedaban contentos. Daba abasto a todo. Santa Luisa estaba encantada con ella.
La Caridad (recuerdo que así se llamaban las Cofradías de Caridad que en 1617 San Vicente de Paúl había fundado en Chátillon-les-Dombes) que se fundó para atender a los enfermos del Gran Hospital (hospital municipal) era la más importante de Paris. A ella pertenecían únicamente princesas, mujeres nobles o señoras de la alta burguesía. La atendía directamente San Vicente y Luisa estaba encargada de dirigir en persona a las jóvenes de su grupo que trabajaban allí y a las que el pueblo comenzó a llamar Hijas de la Caridad. Sin embargo, a Luisa de Marillac solía enviarla Vicente de Paúl, como si fuera su delegada, a inspeccionar y animar las Caridades de los pueblos. En su ausencia ella y Vicente de Paúl encargaban a María que ocupara el puesto de Santa Luisa no sólo en el Gran Hospital sino también en la formación de las jóvenes que estaban en el piso de la calle Versailles. Se sabe, con todo, que María era más inclinada a la acción que a la oración. También ella necesitaba ser dirigida.
María se había convertido en una especie de lugarteniente o de asistenta de la superiora Luisa de Marillac. Así, hasta finales de 1636 o principios de 1637, en que fue destinada a la parroquia de San Pablo en el lujoso barrio del Marais y cerca del palacio de su antigua señora, Genoveva Fayet. Una vez más cautivó a las señoras por su dinamismo y responsabilidad. Las damas se fiaban de ella y los pobres la necesitaban. A finales de 1637, después de un año en San Pablo, la llamó la señorita Le Gras para cambiarla de lugar. María lo sintió, pero se presenta sumisa y acepta el nuevo cambio. Por orden de Vicente de Paúl, Luisa la colocó en la parroquia de San Germán de Auxerrois, nada menos que la parroquia de la corte, donde los reyes asistían a las funciones litúrgicas. De nuevo el éxito, hablando humanamente, de ser aplaudida por las Damas y querida por los menesterosos. Claramente las damas le dijeron a su director Vicente de Paúl que no soñara con quitarles algún día a la Hermana María.
Sin embargo, a los dos años, la señorita Le Gras pensó quitarles a la enérgica María. ¿Qué había sucedido? Hasta 1639 las Hijas de la Caridad estaban en función de las señoras de las Caridades. Cuando se fundaba una Cofradía de la Caridad se ponían una o dos Hermanas para hacer los trabajos burdos que desdecían de las señoras. Por ello mismo sólo había Hijas de la Caridad donde había Caridades. Pero en 1639 los administradores del Gran Hospital de Angers le pidieron a la señora Goussault que intercediera ante Vicente de Paúl para que las Hijas de la Caridad se hicieran cargo del hospital. Tanto Vicente de Paúl como Luisa de Marillac acogieron gustosos la proposición. Desde ese año las Hijas de la Caridad no sólo se dedicarían a la visita domiciliaria y a enseñar a niñas pobres; serían también hospitalarias. Era toda una tentación y un desafío. Para asegurar un buen resultado, Vicente pensó enviar a la señora Goussault, pero murió en setiembre. La atrayente fundación no podía fracasar; sería un desastre de las Hijas de la Caridad ante la sociedad. Así, pues, Vicente de Paúl se decidió a enviar a la misma señorita Le Gras. En el mes de diciembre, después de un fatigoso y largo viaje por el río Loira, llegaron Luisa de Marillac y las Hermanas a Angers. Ya en el Gran Hospital, Luisa visitó todas las dependencias, habló con los empleados, analizó los contratiempos y dificultades y concluyó que, para un buen funcionamiento, al frente de aquella numerosa comunidad debía estar María Joly. Decidida como era Luisa, inmediatamente se la pidió al superior Vicente de Paúl. El superior únicamente le contestó una frase lacónica: «Creo que no hay que pensar en María».
Las señoras de San Germán se habían opuesto rotundamente a desprenderse de María. De haberlo sabido la antigua criada se hubiera llenado de orgullo, pero San Vicente nunca se lo dijo. María continuó en la parroquia de los reyes entregada a los indigentes.
María tenía una hermana tartamuda, Gilita, que deseaba ser como ella, Hija de la Caridad. Lo había pedido pero el padre Vicente pensó que sería un desprestigio para la reciente Compañía porque los pobres se reirían de ella. María había abogado insistentemente ante Vicente de Paúl para que la admitiera. Un día y otro no cejaba de insistir ante su director. Por fin un día de enero de 1640, María se presentó, una vez más, en casa de su superior y apretando los labios le encasquetó algo parecido a esto: «Padre, ¿por qué mi hermana no puede ser Hija de la Caridad?». Y se entabló un diálogo que bien pudiera ser éste:
Sor María, porque es tartamuda.
—¿Y no dice usted que las muy habladoras no pueden ser Hijas de la Caridad? Pues mi hermana no podrá hablar mucho.
Pero al hablar, los pobres se burlarán de ella.
—También se burlan de nosotras, cuando nos ven por las calle llevando el puchero de comida a los pobres, y usted nos alaba porque lo sufrimos en silencio —le atajó rápida María.
Pero ese defecto es una señal de que Dios no la llama…
¡Ah! —le cortó la joven—. Es decir, que Dios, como lo hombres, menosprecia a los débiles.
—Está bien, está bien. —concluyó el santo— Te prometo que lo volveremos a examinar».
Sor María salió contenta. Estaba convencida de que aquella frase significaba un sí. Sabía que su superior, a pesar de su presencia seria y hasta dura, en el fondo tenía un corazón tierno para los débiles. Así fue; su hermana Gilita entró Hija de la Caridad, y lo fue hasta la muerte.
Al año siguiente María tuvo otro diálogo, esta vez con la señorita Le Gras. Ésta y el padre Vicente habían pensado enviarla a una fundación muy complicada y delicada, a cientos de kilómetros de Paris, a Sedan. Sedan era, desde hacía un siglo, centro y refugio de protestantes perseguidos en las ciudades católicas. Su universidad era baluarte de la teología luterana. Pertenecía a los poderosos e independientes duques de Bouillon-Turena, convertidos al catolicismo desde hacía poco. Se fundó una Caridad y pidieron Hijas de la Caridad. Las que fueran allá serían espejo y modelo, no solo de la Compañía, sino de todos los católicos. San Vicente urgió a Luisa para que las enviara pronto y fueran bien escogidas. Las cualidades que se exigían eran demasiadas para sus hijas. Tardó meses en elegir una. Finalmente no tuvo más remedio que llamar a Sor María Joly. Cuando se lo comunicó al padre Vicente, este se estremeció. Tendría que enfrentarse a todas las grandes señoras de la parroquia real. Éstas se opusieron rotundamente, el párroco también. La paciencia de Vicente de Paúl logró que accedieran. Pero le pusieron una condición: que la sustituta fuera otra como María. Y que sepa hacer medicinas, añadió el párroco. Porque la antigua criada, analfabeta además, se había convertido en una excelente farmacéutica. El señor Vicente aceptó. «Al menos podemos enviarla a Sedan», pensó el santo hombre.
Luisa la llamó y la encontró cansada y muy delgada. Alarmada se preocupó por su salud. No era nada, tan solo que en los últimos ocho días se le presentaron tantos pobres que no tuvo tiempo ni para descansar un rato. La señorita Le Oras le explicó lo que pretendían de ella. María, sumisa, aceptó sin replicar. Tan sólo le expuso que tenía miedo. Luisa exclamó: ¿Miedo? ¿De qué?
«De ir tan lejos yo sola. Son muchos días de viaje y en el camino me puede suceder cualquier cosa. Es tan lejos, es el extranjero, que voy a estar como desterrada sin tener noticias de mis Hermanas de Paris ni de usted, pues yo no sé escribir Cuando esté allí puedo caer enferma, o me pueden tomar por una mujer de vida ligera y darme algún susto y no tendré a nadie a mi lado».
Mientras hablaba el corazón de Luisa, todo afectividad, se estremecía. La miraba como a una hija suya, a la que hubiera dado a luz, y su ser se compadeció. Era la hija con la que había comenzado la Compañía y sintió pena. Luisa era emotiva y tierna y delante de ella tenía a una hija que tenía miedo. Su corazón acabó por romperse cuando María, temblorosa, sacó un pañuelo, deshizo un nudo y le entregó 30 libras que había ganado, lavando ropa en el río, para que el gasto del viaje no resultara tan caro a la Compañía. En los ocho días siguientes aún ganó otras 30 libras, también lavando. Ahora comprendía la señorita Le Gras por qué estaba tan delgada y tan cansada su buena hija.
Se levantó, la abrazó con fuerza y tiernamente le dijo con energía: «No te preocupes, no irás sola, otra te acompañará». Cuando María se marchó más alegre, Luisa, sin perder un minuto, escribió a Vicente de
Paúl. Con todo el respeto y sumisión le planteó que debía ir otra Hermana con María. Le expuso las mismas razones que a ella le había dicho María y añadió otras más:
«Además, como no somos insensibles, y no es ya poco que estas buenas muchachas lo hayan dejado todo, puede asaltarle la tristeza y, sin tener con quien desahogarse, es de temer que llegue el desaliento; y aún temo que esto pueda ser perjudicial para las otras que podrían decir que no nos preocupamos mucho de las Hermanas cuando las dejamos marchar completamente solas».
Luisa le daba la solución: como María es enérgica y no sabe leer, enviemos con ella a Sor Clara que es dócil y sabe leer. Las dos se llevarán bien.
El padre Vicente se alegró también él con esta solución. El 12 de febrero de 1641 Sor María y Sor Clara emprendieron el camino de varios días en diligencia hasta Sedán, cerca de la frontera con Bélgica. En sus alrededores se desarrollaba la guerra de los Treinta Años. La diligencia se paró en la Plaza Mayor de la ciudad. Las dos jóvenes descendieron de la diligencia y contemplaron la ciudad. No era tan grande como Paris y era distinta. La gente miraba con curiosidad a aquellas dos mujeres vestidas de una manera tan extraña, al estilo de las aldeanas de Paris. Preguntaron y se dirigieron al Palacio del gobernador de la ciudad. Por el camino tropezaron con cantidad de pobres y de gente, hombres, mujeres, niños, que se habían refugiado en la ciudad, huyendo de la guerra. Habían abandonado todo y allí se encontraron sin nada, con hambre, frío y terror.
Se presentaron al gobernador de la ciudad y éste las presentó a las señoras de la Caridad. Les dieron alojamiento y ese mismo día visitaron a los enfermos pobres que les asignaron las señoras.
Cuando llevaban unas semanas en Sedan escribieron a la Señorita contándole sus «hazañas». En Paris se emocionaron. La carta se leyó en público y todas las Hermanas querían ir a Sedan donde, decían, de verdad había pobres. En especial Sor Enriqueta Gesseaume suplicaba que la enviaran a ella.
Sor María y Sor Clara trabajaban bien, pero Sor Clara se veía impotente para seguir el ritmo de trabajo que llevaba Sor María. La encontraba, además, muy enérgica, exigente y casi dura. Ella, por el contrario, era apocada y se sentía acomplejada a su lado. Al de unos meses escribió a la Señorita Le Gras que la dejara volver a Paris. Santa Luisa comprendió y la mandó volver. Había que darle urgentemente una compañera a Sor María. Luisa era lista y Vicente de Paúl, astuto: Bien, ¿no fue Sor María la que tanto les atosigó para que se admitiera a su hermana Sor Gilita? Pues bien, que vaya Sor Gilita a convivir con su hermana. Y fue, y se entendieron maravillosamente.
Toda la ciudad estaba admirada del trabajo de las dos hermanas. Eran unos ángeles de Dios. Para los católicos era un orgullo ante los protestantes. Las señoras bendecían a Dios, los capuchinos se encargaron de confesarlas y dirigirlas, el gobernador las alababa y su esposa se convirtió en una de sus mejores amigas. Hasta la señora duquesa de Bouillon las tomó cariño y solía visitarlas para conversar con ellas.
Así pasaron diez años. A primeros de 1651 la gente de Sedan estaba alborotada. Se rumoreaba que de noche había entrado en el palacio del gobernador una carroza bien escoltada por soldados, lo que indicaba que dentro venían personas de indudable categoría social y política. Pero era extraño que llegaran y no se las recibiera con honores. Luego se supo que eran las sobrinas del Primer Ministro, Cardenal Mazarino.
La gente venida de Paris contaba que en la capital se habían levantado los burgueses y el Parlamento contra el absolutismo de los reyes y de su Primer Ministro Mazarino. Condé al frente de las tropas reales venció a los frondistas, pero orgulloso se hizo insoportable. Una vez apaciguado el Parlamento, la reina había mandado encarcelar a tres Príncipes de Sangre: Condé, Conti y Longueville. Los nobles y el Parlamento se levantaron de nuevo contra el ministro Mazarino que se vio obligado a soltarlos. A su vez Condé y el Parlamento vigilaban a los reyes para que no huyeran de Paris. La Corte se sentía prisionera. Había comenzado la segunda Fronda, la de los Príncipes. Por miedo a un atentado y para garantizar la seguridad de sus sobrinas, Mazarino las había enviado a Sedan. De allí era fácil pasar al extranjero si las cosas se ponían feas. Unas semanas más tarde también Mazarino pasó por Sedan. El mismo se había autodesterrado para lograr la paz en Paris. Esto era lo que parecía, pero en su interior llevaba la intención de llegar a Brühl, en Renania, reclutar un ejército y volver contra Paris.
Una mañana de la primavera de 1652, las señoras de la ciudad las llamaron a las dos hermanas. Era necesario marchar deprisa a Charleville, 20 kilómetros al este de Sedan. Al salir de la ciudad lo que se veía era de espanto. En la lejanía todo era humaradas; los pueblos ardían, columnas y columnas de carromatos entraban en Sedan con los pobres enseres que habían logrado coger los campesinos, ancianos sucios, niños temblando y llorando, mujeres y religiosas violadas, hombres heridos; toda una muchedumbre, como animales huyendo de un incendio, se refugiaban en la ciudad. Las calles de Sedan se llenaban de gente que huía de los soldados. Se oía el estampido seco y breve de los mosquetones y el retumbar de los cañones. La caballería enemiga se acercaba a galope, y soldados y más soldados se extendían como un cerco alrededor de Sedan. Calles y plazas estaban abarrotadas de campesinos, de gritos, de llantos, de lamentos y quejidos. ¿Qué pasaba?
Aprovechando la debilidad de Francia en guerra civil Parlamento, reyes, príncipes y pueblo (la Fronda), Austria y España atacaron el este francés. Los ejércitos españoles, austriacos, alemanes y moravos rompieron las líneas francesas y sitiaron las ciudades de la frontera, entre ellas Sedan.
María y su hermana Gilita quedaron espantadas y oprimidas. Ante tanto pobre abandonado no quisieron huir ni salvarse y volvieron a la ciudad. Había que acoger y cuidar de aquellos pobres campesinos. Pero ¿qué podrían hacer Sor María y Sor Gilita, dos pobres Hijas de la Caridad? Lo que fuera, pero allí se quedaron. Lo que hicieron fue enorme. Llamaron a las casas de los ricos, del gobernador, de los generales. Organizaron a los pobres, las comidas, los alojamientos, a las mujeres, a los niños, a las religiosas. Las dos hermanas estaban agotadas, pero no se derrumbaban. Pidieron dinero y su labor no se olvidó con el tiempo. El mismo San Vicente de Paúl se lo recordaba a las Hijas de la Caridad cuatro años después.
Les llegaron donativos. Sor María sabía organizar las cosas y era inteligente. Sabía que el dinero se lo enviaba Dios para que ella lo administrara; sabía que ese dinero era de los pobres, que ella era sólo su administradora y que tendría que dar cuenta a Dios de su administración. Un día en la oración reflexionó sobre ello: cómo se había gastado mucho dinero, ciertamente en caridad con los pobres, pero ¿no habría un método mejor de dar de comer a los pobres sin gastar el dinero? Como si el Espíritu Santo le hablara, le vino a la mente una palabra: granja. Éso es, con los últimos donativos haría una granja para los pobres. Dicho y hecho, compró tres vacas, unas gallinas y dos cerdos. Se lo contaba en una carta a Santa Luisa:
«Cuando vi que todos los pobres pueblos estaban arruinados compré todo eso que nos agrada mucho, porque nos da mucha tranquilidad. Habiéndome venido este dinero por la gracia de Dios, lo he invertido en eso para sustentar a los pobres. ¡Dios me haga la gracia de jamás tener dinero si lo voy a usar mal!».
Gracias a Dios, el cerco no duró muchos meses; en verano Sedán volvió a la vida rutinaria de siempre. Así pasaron los años, muchos años, casi trece. Enfermando, curándose; fatigada, descansada; visitando a las grandes damas, pidiéndoles dinero; pero siempre entregada a los pobres. En octubre la señorita Le Gras la mandó volver. El golpe fue terrible, como si el techo de la casa hubiera caído sobre ella; no lo podía creer, aunque sabía que la Compañía se desenvolvía de esa manera y que un día tendría que dejar Sedan. Pero estaba muy apegada al lugar: se relacionaba amigablemente con las señoras de categoría. La duquesa de Bouillon la apreciaba y solían tener conversaciones frecuentes. Los pobres la estimaban y ella había organizado los recursos para aliviar sus necesidades; los consideraba sus pobres y ella se creía imprescindible. Creía que si ella faltaba, todo se hundiría. Sedan era ya su ciudad.
María Joly se agarró a un clavo ardiendo. Conocía bien las estructuras de la Compañía y sabía que el superior era el sacerdote Vicente de Paúl, no la señorita Le Gras. Se jactaba de que no volvería si no se lo mandaba el padre Vicente, y por escrito. Y el señor Vicente se lo mandó y por escrito. Ante esta nueva orden, acudió a las señoras de la Caridad, al gobernador, a la duquesa, a todas las personas influyentes para que la dejaran en Sedán.
Ni San Vicente ni Santa Luisa cedieron; al cabo de un mes, en noviembre de 1654, María estaba en Paris, pero su corazón permanecía en Sedan. Estaba lánguida, sin ilusión, sin poder hacer nada; y lo peor era que la duquesa de Bouillon, que estaba en Paris, la decía que se saliera de Hija de la Caridad y volviera a Sedan para continuar la obra con los pobres. En esta situación cayó enferma de gravedad, más que por el mal, por la poca resistencia que ponía. Con los cuidados de la señorita Le Gras se rehizo y se animó a dar recuerdos a Sor Bárbara Angiboust, cuando la escribía Santa Luisa. No obstante le parecía imposible sobreponerse al recuerdo de Sedan. En Paris no conocía a nadie, se sentía sola.
Al de unos días, una tarde, después de comer, subió al dormitorio, sacó las cosas de su baúl, las metió en un saco, mientras pensaba que se iba, que volvía a Sedán. Sus pobres estaban solos. Su hermana Gilita no tenía aún compañera. Estaba sola. Salió sin que nadie la viera y fue a preparar su viaje a Sedan para el día siguiente. Por la noche la Señorita comprendió toda la realidad, y al amanecer escribió una nota a San Vicente para que enviara a alguien a la diligencia de Sedan y la convenciera de volver a casa. Y si no lo lograba, que escribiera a Sedan, al superior de los padres paúles, para que no se adueñara de la casa de las Hijas de la Caridad.
Aquella noche María no pudo dormir. Continuamente pensaba en el disgusto que habría dado a la Señorita, que tanto la quería. Ni se había despedido de ella. Recordó el cariño con que la recibió en el grupo de Margarita Naseau, la confianza que puso en ella cuando la eligió para comenzar la Compañía, cómo depositó en ella todo su afecto cuando la dejaba de sustituta y formadora de sus compañeras, el abrazo tan efusivo que le dio cuando se marchó a Sedan, ¡qué cartas de afecto y preocupación le escribía! Y Dios qué bueno era con ella. Él la había llamado, le había dado una vocación tan extraordinaria semejante a la de su Hijo en la tierra, les decía el bueno del padre Vicente, que siempre había dejado todo por atenderla ¡Abandonar su vocación! Estaba loca.
A la mañana siguiente, apenada y silenciosa, volvió a la Casa. Al verla volver, a Luisa se le ensanchó el corazón. Comprendió toda la angustia de aquella mujer. No se mostró enfadada. Tan sólo habló dulcemente con ella y le dijo que hiciera los Ejercicios espirituales. Así acabó aquella travesura de María Joly.
Pero Sor María no se hacía a Paris; su pensamiento y su corazón continuaban en Sedán. A los pocos meses también volvió su hermana Gilita y se animó un poco. Parecía que comenzaba a desarrollar su energía anterior y a ser la misma de siempre. Sin embargo duró poco tiempo. La familia Bouillon pasaba temporadas en Paris y hablaba con ella de los pobres abandonados en sus tierras por la señorita Le Gras. La señora Bouillon solía pasar los veranos en sus tierras de Morainvilliers. Le contaba a María la situación de sus campesinos olvidados de todos. ¡Cuánto bien podría hacer ella! De una manera insistente y clara la señora de Bouillon, la joven, la atosigaba para que dejara la Compañía y se fuera con ella a Morainvilliers que tan sólo estaba a menos de cuarenta kilómetros al oeste de Paris. Allí tenía ella su castillo-palacio.
El interior de Sor María era un torbellino, un campo de batalla, de dudas, de luchas, de inquietudes, de sinsabores. Por un lado era amiga de la señora de Bouillon y se sentía a gusto a su lado, pero Luisa de Marillac era su madre y a su lado se sentía querida y segura; ella ya estaba sirviendo a los pobres, aunque no estaban tan abandonados como los de Morainvilliers; además ella seguiría siendo hija de la caridad: vestiría igual, haría los mismos rezos y cuidaría de los pobres como ellas, pero no les serviría como Dios quería, sino como a ella le gustaba. No sería Hija de la Caridad, porque dejaba su vocación.
Dudas y más dudas, visita tras visita de la señora Bouillon, llevaban camino de trastornarla. Así durante dos años. Hacía la oración a desgana, sin interés, atendía a los pobres sin ilusión; se hundía. En la primavera de 1656, tomó la decisión de salirse. Aquella mujer enérgica de otras veces, se presentó a Luisa temblando, sin poder hablar casi. Con una voz débil y premiosa le dijo que se iba definitivamente, que abandonaba la Compañía. Y se echó a llorar. Fue inútil que Santa Luisa intentara detenerla, que le hablara de Dios, de su vocación, de los pobres, de sus compañeras, de su hermana Gilita, de haber sido la primera Hija de la Caridad, de… Todo fue inútil. Y llorando, con sus cosas en un bolso, se alejó de la Casa y de la señorita, que la había recibido a su lado, hacía 26 años.
Salió a la calle y en la Puerta de Saint-Denis bordeó la muralla y los fosos de la ciudad y se metió por la calle de Montorgueil. No se fijaba en nada. Andaba mecánicamente un camino que sabía de memoria; a veces le parecía andar por un planeta distinto. Llegó a la Iglesia de San Eustaquio y giró a la derecha. Allí estaba el palacio de la señora de Bouillon. Era nuevo. Hacía unos 15 años que se había construido. Lo compraron los duques de Bouillon y se lo regalaron a su hija. La misma señora de Bouillon salió a recibirla. Su alegría era enorme, aunque no tanta como la tristeza que envolvió el corazón de Luisa de Marillac, y María lo sabía. Toda la tarde la pasaron charlando la señora y la criada. Al de unas semanas, antes que apretaran los calores tórridos de Paris, salieron para el campo. El palacio de Morainvilliers era precioso. Allí se alojó con la señora, no como criada, ni como sirvienta de los pobres, sino como dama de compañía.
María era viva, aguda y buena conversadora; era el encanto de su señora. En el campo, donde todo es aburrimiento para una gran señora lejos de Paris, la señora de Bouillon había encontrado su entretenimiento. En aquella época las reuniones de salones y la conversación era el pasatiempo alegre de las señoras nobles o burguesas. A María no le faltaba nada, pero la señora no la enviaba a los pobres. Solo salía del palacio de paseo con la señora y a los pobres solo saludarlos.
Poco a poco fue comprendiendo: la señora la quería solo para ser su dama de compañía y entretenerla. Al tiempo que descubría la verdad, se iba derrumbando. Se sentía desgraciada. Recordó la bondad del padre Vicente y la dulzura de la señorita Le Gras, y apareció la María de siempre. Decidida volvió a Paris, a pedir perdón y a rogar que la admitieran de nuevo. No era fácil readmitirla, pero María había demostrado energía y tesón en situaciones difíciles, y ahora estaba en juego su existencia misma. No cesó pidiendo perdón meses y meses. La señorita Le Gras había hablado con ella cariñosamente. Por fin un día le dijo que lo iban a tratar en Consejo.
Mientras María esperaba angustiada y con temor, en la Casa de San Lázaro, donde vivía Vicente de Paúl, se reunieron el mismo Vicente, el P. Portail, Director General de las Hijas de la Caridad, Luisa de Marillac y cuatro o cinco Hermanas. Los argumentos para no admitirla eran fuertes: es una mujer de temperamento fuerte muy apegada a su voluntad. Se ha salido por propia decisión, sin que nadie la obligara. En una institución no se debe dejar impune semejante actuación, sería un escándalo para las demás Hermanas. Daría la sensación de que se puede entrar y salir cuando se quiera.
Las razones para admitirla también eran fuertes: hay que saber perdonar y el perdón puede enderezar lo malo que ha hecho; ciertamente aparece arrepentida y pide piedad; el tercer motivo es que es de las primeras Hijas de la Caridad, lleva muchos años en la Compañía y ha trabajado siempre muy bien con los pobres, especialmente en Sedan donde sufrió mucho durante el asedio de la ciudad. Y finalmente ¿qué dirían las Hermanas si ven que actuamos tan duramente con una de las más antiguas? ¿No temerán las más jóvenes que si sucumben a una tentación se las eche a la calle?.
Llegó el momento de decidir y todos, por unanimidad, decidieron admitirla. El gozo de María fue una explosión. De nuevo se sentía feliz; de nuevo entre sus Hermanas; de nuevo con los pobres a los que tanto quería. Cuando murió su compañera Sor Bárbara Angiboust, dos años después, dijo de ella que «evitaba el trato con los hombres y que era muy alegre con las Hermanas».
Seguramente lo que ella ansiaba tener: no fiarse de los hombres sino de Dios únicamente y recobrar la alegría que siempre había tenido.
De aquí en adelante perdemos el rastro de Sor María Joly. Únicamente sabemos que en 1672 era la Hermana Sirviente (superiora) de la comunidad que servía a los pobres de la parroquia de Santiago de Haut-Pas en Paris. Aquí mismo murió tres años después el 13 de abril de 1675.
Por: Benito Martínez, C.M.
Tomado de: Las cuatro cumplieron con su misión
Publicado por Ediciones Fe y Vida, Teruel, 1994