Manual del Visitador del Pobre (VII)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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¿De qué hemos de hablar con el pobre?

Esta pregunta sirve de respuesta cuando alguno nos hace presente el poco tiempo que estamos en casa del pobre, donde no pueden pasar las visitas de cumplimiento. ¿Con quién cumplimos? Dios ve su inutilidad, el pobre la siente, nuestros superiores la comprenderán por los resultados, el mundo no nos mira, nosotros mismos… ¿Qué idea tenemos de nuestra santa misión si creemos llenarla con algunos minutos de asistencia material? ¿Cómo nuestra conciencia no nos acusa de abusar de la confianza de los que confían a nuestro celo un cargo que tan mal desempeñamos y de estar en un puesto que otro ocuparía más dignamente?

La visita del pobre puede dividirse en cuatro clases. La que se ha llamado de corredor, reducida a ver al pobre y darle el socorro material, sin sentarse, tal vez sin entrar en su casa, sin acabar de subir su penosa escalera.

La de cumplimiento, en que el visitador se sienta, está muy amable, habla algunos minutos de cosas muy indife­rentes, y se va.

La de amigo, que se prolonga y en que se habla de las nece­sidades del pobre, de sus faltas, de los medios de mejorar sus conductas y su posición, y se dan consejos y consuelos.

La de padre, que es todo lo larga que el caso requiere y frecuente según la necesidad; en que se ríe y se llora, se reprende ásperamente y se consuela con amor; en que se habla mucho; en que se guarda silencio ante dolores sin remedio sobre la tierra; en que se reciben íntimas confiden­cias; en que se manda y se prohíbe, y se amenaza y se ruega; en que hay lágrimas de arrepentimiento, de amargura, de compasión y de gratitud; en que se reciben desengaños y estímulos, quejas y bendiciones.

Ya se comprende la inutilidad de las dos primeras visi­tas, que podemos hacer durante muchos años, toda la vida, sin inspirar confianza al pobre que las recibe, sin conocerle más que de vista, ni hacerle otro bien que el socorro mate­rial que le llevamos, que así aislado acaso no lo sea y tal vez le perjudique estimulando su pereza, o dando pábulo a su intemperancia.

Nuestra visita debe ser de padre y, si a tanto no podemos llegar, de amigo. ¿De qué hemos de hablar con el pobre? iAh! iSi somos buenos, no faltará asunto de conversación! iEl pobre tiene tantas cosas de que hablarnos! iLe sirve de tanto consuelo el que le escuchemos! iNos da tanto derecho a que nos escuche, el haberle escuchado!

El pobre tiene una larga y triste historia, que cuenta pro­lijamente: oigámosla para dar gracias a Dios, que no nos ha enviado tan duras pruebas; para aprender a sufrir; para que nos sirvan de ejemplo la resignación, el valor, mil virtudes, secreto entre Dios y el pobre que la caridad sorprende; para conocer al que visitamos; porque quien refiere su vida se pinta en ella y es casi imposible que al pintarse el pobre no se retrate.

Hay en el pobre errores que combatir, faltas que deben corregirse, propósitos de enmienda que animar, dudas que resolver, ignorancias que ilustrar, proyectos que dirigir. temores que desvanecer y la esperanza, que debemos custodiar en su corazón tan piadosamente como la caridad en el nuestro.

Somos bien poco cristianos y bien ridículos al decir con aire de superioridad desdeñosa: ¿De qué hemos de hablar con el pobre?» A Jesucristo, que confundía a los doctores en el templo, ¿le faltaba de qué hablar con el pobre pueblo ignorante y extraviado? Nosotros, miserables criaturas, ¿ten­dremos que descender tanto como el divino Maestro, para enseñar algo a los que visitamos? A los ojos de la eterna sabi­duría ¿las lecciones que damos valen tanto como las que podamos recibir? A las personas de elevada inteligencia, de vasta instrucción, si tienen caridad, no les falta nunca de qué hablar con los pobres, que al cabo de una larga visita les dicen: «iTan pronto se marchan ustedes!» Porque el pobre no es lo que cuentan los que no le conocen ni le consuelan. Hay pobres pervertidos, y sobre todo de escasa capacidad, que aprecian principalmente el socorro material que se les lleva; pero muchos aprecian tanto la visita, y no pocos, más que el socorro.

¿Por ventura el pobre no tiene alma para recibir con gra­titud la limosna de cariño que llevamos a su corazón?

Una señora, cuyo nombre pronuncian con respeto todas las personas que conocen sus virtudes y su talento, decía presidiendo una Conferencia de San Vicente de Paúl: «Nuestro celo falta muchas veces: los medios materiales no faltan nunca: iyo hubiera querido verlos agotados algunas veces para visitar sin bonos!» Y como algunas de sus herma­nas replicase: «Entonces los pobres nos recibirían mal», con­testó: «Eso sería prueba de que no sabíamos cumplir con nuestra obligación: si los pobres nos recibían mal sin bonos, es que no los visitamos bien». En corroboración citó una Conferencia de señoras en Cataluña, que estuvo visitando sin bonos por espacio de un mes, y cuyos pobres recibían a las hermanas con las mismas pruebas de afecto, con el pro­pio cariño que cuando les llevaban socorros materiales. Esto prueba que, si es cierto que hay pobres que no ven más que los bonos, se hallan muchos que ven el corazón, que le com­prenden, simpatizan con él y agradecen la visita más que la limosna; esto prueba que en el corazón del pobre, como en el árbol del desierto, hay un fruto de ruda corteza que encie­rra un licor dulcísimo refrigerante, no sospechado por el egoísmo y que la caridad revela.

No puede faltar asunto de conversación con el pobre, que recibe como un gran consuelo nuestra visita, que nos consulta sobre todo lo que debe hacer y nos refiere todo lo que ha hecho: tiempo y voluntad es lo que falta general­mente. El pobre puede ser prolijo en sus relatos; a veces nos cansa y nos impacienta con sus rodeos, con sus episodios, empleando media hora en decir lo que podría muy bien referirse en cinco minutos.

Pero si interrumpimos su relato, si damos muestras de impaciencia, si no le dejamos decir todo lo que él quiere, es seguro que callará alguna vez cosas que nos importe saber. Además, si no le escuchamos, no nos escuchará, y luego, iparece tan duro privarle del consuelo que halla, en referirnos extensamente sus cuitas! iTiene tan pocos que le oigan! ¡La desgracia deja un vacío tan grande en derredor del desgraciado!

Nuestras primeras conversaciones con el pobre no sue­len ser muy animadas, porque tienen poca confianza y por­que no estamos familiarizados con su lenguaje ni él con el nuestro. Pero la caridad hace prodigios. iQué pronto el que la tiene inspira confianza al que visita! iQué pronto se com­prenden y qué especie de efusión se verifica en el lenguaje de entrambos!

Es digno de notarse cómo las personas ilustradas se aco­modan al lenguaje de los pobres, adoptando uno que, sin ser bajo, esté a su alcance, y cómo los pobres pulen el suyo y poco a poco le van elevando. Una vez llegados a este punto, y se llega pronto, falta siempre tiempo, no asunto de conver­sación.

La falta de tiempo es un motivo que alegamos para dete­nernos poco en la visita. Esta excusa podrá ser legítima en muchos casos: si deberes más imperiosos nos llaman a otra parte, no es justo que estemos en casa del pobre; pero enton­ces, o limitemos nuestros cuidados a una sola familia, o con­fiemos nuestra limosna al que pueda llevarla acompañada de consejos y consuelos que no tenemos tiempo para dar, por­que con nuestra visita mal hecha privamos tal vez al pobre de otro visitador que le sería más útil.

Sin negar que haya personas de tal modo ocupadas, que no pueden dedicarse a visitar a los pobres, notaremos que el tiempo tiene cierta elasticidad para los que saben emplearle. Los buenos lo hallan siempre para hacer bien y a los que no saben de qué hablar a los pobres, no es que les falten pala­bras, es que les falta caridad.

Concepción Arenal

Bilbao 2009

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