Luisa de Marillac y la formación de las HH. de la Caridad (II)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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  1. EL INTENTO DE «LLEGAR A SER»

Intentar vivir la vida como proceso en crecimiento, como un «camino» en el que suceden descubrimientos interesantes, se superan dificultades, surgen encuentros significativos, ocurren adelantos y retrocesos, a veces se pierde el horizonte, sobrevie­nen crisis profundas, se experimenta el perdón y se escucha la llamada a la plenitud. Caminar, estar dispuesta, atreverse a ir más allá de lo conocido, aspirando a «llegar a ser».

Intentar vivir la vida como taller en el que se trabaja la perso­na, en el que hay que «entrar decididamente en la práctica de» todas las capacidades que la persona necesita ejercitar para ir tallando su propia personalidad de Hija de la Caridad y así «lle­gar a ser».

Intentar vivir la vida creciendo en la conciencia del misterio que nos habita, que vive en nuestro hondón como imagen o como semilla, que siente la urgencia de manifestarse, de comunicarse, de entregarse. Prestar atención a lo que somos, cuidando de que el ser crezca y encuentre formas elocuentes de expresión. Y ofre­cer nuestra libertad para que el hacer, brote del ser, sea signifi­cativo y potencie todavía más el «llegar a ser».

Luisa de Marillac vivía en estas claves. Se estaba planteando la vida como un proceso en el que la imagen de Dios que estaba impresa en su corazón, por la fuerza de su mismo anhelo de «lle­gar a ser», se fuera expresando en su vivir, acogiendo la novedad que traen cada día, cada experiencia vivida, y prestándose a la transformación que van realizando en las personas. Era una mujer en camino en su apertura a la vida, se estaba sintiendo transformada y mantenía vivo el intento por descubrir, por traba­jar su personalidad y entrar en aquello que era Proyecto de Dios para ella.

Aquellas mujeres, movidas por el amor, se sentían a gusto con Luisa. Encontraban en su personalidad un atractivo especial. La veían vivir y se sentían como envueltas y atraídas por la corriente de esa intensa vida presente en ella. Conocían cómo reaccionaba ante los acontecimientos y cómo era su relación con ellas mismas, con los pobres y con las demás personas. Vislum­braban también cómo era su relación con Dios. Ella, atenta al despuntar de la vida en aquellas mujeres, hablaba con ellas, les escribía. Siempre había que animar y apoyar el mínimo esfuer­zo. Muchas veces era preciso corregir. En su relación con el señor Vicente, lo compartían todo; ella preguntaba en sus dudas, expresaba sus descubrimientos, proponía entrevistas en momen­tos concretos, sugería temas para las «conferencias»; él respon­día, se implicaba en todos los asuntos importantes, pensaba en aquella «hermosa Compañía» y accedía a colaborar con Luisa en todo lo que ayudara a crecer a aquellas mujeres. Los rasgos a los que ella prestaba atención especialmente y cuidaba que llega­ran a expresarse son los siguientes.

2.1. MUJER «MOVIDA POR UNA FUERTE INSPIRACIÓN DEL CIELO»

La Hija de la Caridad es una mujer «movida por una fuerte inspiración del cielo». En Margarita se reveló este rasgo como esencial. Aunque también era evidente en otras. Es decir, en un momento dado de su biografía, aquellas mujeres sencillas se sen­tían tocadas por una realidad no humana. Se sentían impulsadas por una energía desconocida hasta entonces y que, podían vis­lumbrar, tenía un origen divino. Vivían la experiencia de un nuevo nacimiento que abría el horizonte del vivir hacia realida­des nuevas, hacia dimensiones desconocidas hasta entonces. Se trataba además de una experiencia radical, porque en ella estaba la raíz desde donde podía surgir en adelante la vida personal. Porque conecta a la persona con el dinamismo de la creación en donde germina la vida, en donde se renueva la energía vital, en donde maduran los dones que enriquecen a las personas, en donde brotan la libertad y el amor.

La persona que se siente sorprendida por una experiencia como ésta necesita ayuda para abandonarse a ella, para profundizarla y hacerla consistente. Sabemos que «Dios no está lejos de cada uno de nosotros»‘ pero con frecuencia, no nos resulta fácil per­cibir su presencia a causa, principalmente, del pecado y porque vivimos fuera de nosotros mismos, separados de nuestra raíz, porque tenemos nuestra atención dispersa en miles de tareas. Aquellas mujeres, (Luisa lo sabía muy bien, por su propia expe­riencia), necesitaban situarse ante el misterio de una manera ade­cuada, y ejercitar ciertas predisposiciones para que la realidad Dios pudiera aflorar en su conciencia y reclamar la adhesión de su voluntad, de su libertad. Dios no aparece fácilmente a la mira­da dispersa de la persona distraída en mil cosas, disipada en el olvido persistente de sí misma. Para «saberse» conectadas con la realidad divina había que promover un modo de vivir que les permitiera caminar hacia el centro mismo de su ser, hacia su profundidad9, que les ayudara a superar la identificación de cada una de sus personas con las funciones que ejercían, con los objetos que pudieran tener o con las acciones que realizaran. Era preciso que aquellas mujeres llegaran a tomar conciencia de sí mismas, que se decidieran a «ser», que asumieran su propia vida y construyeran con ella el sueño que Dios les iba revelando.

Responder con un SÍ a esta experiencia, suponía un trabajo personal de discernimiento y además tomar una opción funda­mental: vivir desde el Espíritu de Dios, que comunica vida en abundancia; «saberse conectadas» con las fuentes de la vida; dejar a Dios ser Dios en la vida personal; abandonar la iniciativa pro­pia en la vida y prestar atención para entrar pronta y alegremente en el Proyecto de Dios. Darse por entero a él, darle lo mejor de sí mismas, ese «ellas mismas». «¡Ah!, ¡cuántas maravillas se ven en las personas que han dado a Dios ese «ellas mismas» que no es otra cosa que la voluntad libre de la que no quieren servirse más que como posesión o propiedad de Dios». Se trataba de empren­der un camino en el que Luisa iba por delante. «Me pareció que nuestro buen Dios me pedía mi consentimiento, que yo le di por entero, para operar El mismo lo que quería ver en mi». Y siem­pre animaba a aquellas mujeres a entrar en esta experiencia: «Me imagino que, no deja usted de darse a Él con frecuencia para cum­plir su santísima voluntad’. Mantenerla viva era un dinamismo tan constitutivo de aquel naciente grupo que Luisa lo consideraba relacionado directamente con la pervivencia de la Compañía.

Era preciso, por tanto diseñar un estilo de vida que permitie­ra a esta experiencia «llegar a ser». Un estilo que apoyara la nueva manera de vivir.

  • Había que crear espacios en la vida de aquellas mujeres para poder vivir la renuncia y el desprendimiento» de sí mismas y de los bienes del mundo, no porque sean malos u obstáculo para la realización humana, sino porque fácilmente la persona se apega a ellos atribuyéndoles capaci­dad de ser realidad última, generando una dependencia que marchita la vida, permitiéndoles que se conviertan en dueños y señores de la existencia, dividiendo el corazón e impidiéndole orientarse hacia lo Absoluto, hacia Dios. Desprendimiento de sí mismas, de su propio yo, de la pro­pia voluntad, de personas, lugares, objetos, para que la persona «libre de todo, siga a Jesucristo y sirva con toda humildad y mansedumbre a su prójimo».
  • Había que salvaguardar el recogimiento, la soledad y el La llamada a la interioridad no aísla a la perso­na del mundo en que vive y de las personas con quienes convive. El recogimiento, al centrar a la persona en Dios, le induce a romper con esas formas de relación posesivas y dominadoras porque, abriendo el corazón a la auténtica relación con Dios, éste ilumina la relación con las perso­nas, con las cosas, consigo misma, y con la vida. El silen­cio es la condición para que Dios resuene en el interior, es la condición para que la luz interior brille e ilumine la vida.
  • Había que suscitar, motivar y consolidar una fe viva’ Fe esforzada y agradecida. Que consiste en acogerse como mujeres limitadas, creadas; en saber, aceptar y reconocer la propia limitación por el hecho de ser creaturas, «barro viviente»: «Estando sumida en la verdadera considera­ción de mi pequeñez, me pareció que a mi alma se le daba a entender que su Dios quería venir a mí no como a un lugar de recreo o alquilado, sino como a su propia heredad o lugar que le pertenece enteramente; y que por lo tanto, no podía yo negarle la entrada, sino que sien­do tierra viva, debía recibirle con gozo como a su sobe­rano dueño, por simple consentimiento y con el deseo de que mi corazón fuese el trono de su majestad». Consis­te también, por lo tanto en «saber» que la persona no es todo, no lo puede todo, no es la medida de todas las cosas, no es la dueña de su ser, no puede pretender rea­lizarse por sí misma. Consiste en aceptar ser desde Otro que te hace ser, vivir desde Otro que es fuente de vida. Y elegir no disponer de la propia existencia. Y descansar en una sólida y amable confianza. De ahí la insistencia de Vicente y de Luisa en buscar el Proyecto de Dios, en conocer lo que Dios quería para ellos mismos y para cada una de aquellas mujeres. Era cuestión de fe viva, de una fe que «conoce» el sentido de la vida que puede con­ducir a la plenitud. Era cuestión de confiar la propia existencia al corazón de aquél que nos ha creado y cuya imagen somos; de entregar las riendas de la propia vida a su sabio Proyecto y de descansar confiadas en el amor que envuelve a las personas, sus más hondos deseos, sus más preciosos sueños. Vivir desde Dios, desde su Proyec­to; darse totalmente a Dios, entregarse a su bondadoso corazón.
  • Había que promover, por encima de las prácticas piadosas y devocionales, una oración personal de calidad. Que, más que tiempo y lugar, (totalmente necesarios), consistía en crear, acondicionar y habitar el espacio interior en el que pudiera acontecer el encuentro con Dios, el encuentro con una misma en su intimidad, el encuentro con los pobres, con las personas, con la naturaleza, con todo; un espacio personal en el que pudiera crecer y reforzarse la amistad con Él, la comunicación mutua. Cuidar y mimar de modo especial, en un tiempo concreto, el mismo espa­cio interior, personal, en el que durante el resto del día se pudieran vivir, gozar y celebrar otros muchos encuentros y poner en activo la entrega, el don generoso de sí mismas. En esos tiempos de oración, a la luz de la mirada de Dios, aquellas mujeres podían llegar a un conocimiento más profundo de sí mismas, podían valorar y acoger sus dones naturales, sus posibilidades, sus cualidades, poniéndolas al servicio de los demás; y conocer también sus limitacio­nes, sus defectos, su pecado, buscando los medios para corregirlos. El avance en la oración personal las iba colo­cando progresivamente en radical referencia a Dios. Poco a poco iba desapareciendo de ellas el engreimiento y la presunción de «deberse a sí mismas» y crecía la convic­ción vivencial, profunda, de que todo lo habían recibido, de que su existir era pura gracia, de que estaban siendo transformadas en hechura de Dios. La oración personal nutría también su vida espiritual, y en ella se tomaban resoluciones para llevarlas a la práctica durante el día. De esta manera, aquellas mujeres se sentían el gozo de Dios.

Carmen Urrizburu

CEME 2010

 

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