LAS SEÑORAS DE LAS CARIDADES
Primero, organizó y responsabilizó, a través de las Cofradías de la Caridad, —hoy llamadas «AIC»— a miles de mujeres de las clases altas. Conviene detenernos un poco en esta idea, ya que Luisa de Marillac fue señora y presidenta de la Caridad de San Nicolás de Chardonnet y, de hecho, hasta Dama de la Caridad del Hótel-Dieu, según le escribe san Vicente: «En cuanto a los papeles de la señorita Viole, habrá que hacer mañana temprano los poderes que dice, a nombre de usted, para que usted los firme como una de las oficiales de la Caridad de los Niños expósitos. Al fin y al cabo, también lo es usted, y de las más importantes».
Para las mujeres piadosas o devotas en tiempo de santa Luisa, como eran las señoras de las Caridades, con una posición económica acomodada, la beneficencia era un aliciente para la imitación de Cristo, ya que todo cristiano sabía que entre los indigentes era donde mejor podía encontrar a Jesucristo; ayudar al pobre era ayudar a Jesús de Nazaret. A su vez, los pobres rezaban por la salvación y la santidad de sus donantes. Así se lo expresa san Vicente a la señorita Le Gras, cuando ésta decide dedicarse a servir a los pobres.
Pero es que, además, quedaba satisfecha la sicología de unas señoras que en el matrimonio se sentían únicamente como objeto de placer y de reproducción por parte del marido o como una pieza negociable para la fortuna de la familia. La beneficencia les daba la sensación de entablar nuevas relaciones de amor y agradecimiento con las personas a las que ayudaban. Si leemos detenidamente el Reglamento de vida que Luisa de Marillac se propuso al poco de quedar viuda, vemos que entre líneas se refleja este mismo sentimiento.
Finalmente, las señoras de la élite social gracias a la beneficencia entraban en un mundo que les ofrecía un papel y una labor mucho más universal que el reducido ambiente de las obligaciones familiares. Era como una liberación, ya que a ello no podía oponerse ni aún el marido. Como muchos eclesiásticos, también san Vicente sabía que «las limosnas» eran los únicos gastos, que podían hacer las mujeres de bien sin permiso de sus maridos y aún contra su parecer. Y digo «de bien», porque dar limosnas era propiedad sólo de las señoras de alta alcurnia, entre ellas la señorita Le Gras.
Ciertamente hasta encontrarse con san Vicente la señorita Le Gras no se había preocupado en demasía de los pobres, si descontamos algunas limosnas propias de la gente piadosa. Su preocupación era unirse con Dios y santificarse ella, su esposo y su hijo. Sin embargo, llegó un tiempo en que la vida de Luisa de Marillac y su persona se identificaron con los pobres. Se lo contagió san Vicente. Su entrega a Dios siguió firme, pero desde mayo de 1629 hasta morir, será una entrega a Dios para servirle en los pobres por medio de la Compañía que fundó y a la que perteneció.
El sacerdote Vicente de Paúl comprometió a cientos de mujeres nobles y burguesas en una labor benéfica en favor de los marginados y las hizo pasar desde la sombra a la primera fila de la sociedad religiosa, prefiriéndolas a los hombres, como se lo escribía al P. Blatiron: «Y yo puedo dar este testimonio en favor de las mujeres, que no hay nada que decir en contra de su administración, ya que son muy cuidadosas y fieles», ya que éstos «desean hacerse cargo de todo y las mujeres no lo pueden soportar». Y concluye con una resolución drástica: «Fue necesario quitar a los hombres».
Se suele afirmar que Vicente de Paúl trabajaba muy a gusto con las mujeres convencido de su eficacia: «Parece que el cuidado de los niños expósitos —les decía— es cosa de hombres y no de mujeres. Respondo que Dios se sirve de los que quiere». Y en otra ocasión: «En cuanto a que no es una obra para mujeres, sepan señoras, que Dios se ha servido de vuestro sexo para realizar las cosas más grandes que se han hecho jamás en el mundo. ¿Qué hombres han hecho alguna vez lo que hicieron tantas mujeres en Israel y en la historia?».
Se ha dicho igualmente que san Vicente de Paúl tenía una sicología y unas cualidades especiales para tratar a las mujeres. Es cierto. Lo afirma santa Luisa. Pero también hay que afirmar que era un hombre inteligente que supo captar la situación de inferioridad social de la mujer. Él había presenciado la encarnizada lucha de Bérulle contra Duval y Gallemant por controlar y dirigir a las carmelitas que habían llegado de España. Vicente de Paúl era el único hombre de la asociación, constituía la cabeza y no quería a otros hombres que pudieran desbaratar sus ideas. A pesar de ser un hombre plebeyo y ellas, mujeres de la nobleza que podían discutirle sus ideas, sabía que eran mujeres y él, un hombre y sacerdote además.
Aunque la sintonía entre los dos fundadores fue constante y la admiración que la Señorita sentía por su director y padre, así como la que sentía él por su dirigida y colaboradora, son proverbiales, debemos prestar atención, a la diferencia de formación y de sensibilidad entre los dos fundadores ante la posición de la mujer en la sociedad, para no atribuir a uno lo que es exclusivo del otro.
LAS HIJAS DE LA CARIDAD
Sin embargo, la importancia grande y la confianza firme que depositan en las mujeres de la capa social baja se lo debemos atribuir por igual a los dos fundadores. Desde las afueras del margen civil, introdujeron en las actividades y en la vida social y religiosa a las Hijas de la Caridad, que pertenecían en su totalidad, con raras excepciones, a las clases bajas de la sociedad, más concretamente, al campesinado. De este modo hicieron protagonista en la sociedad a la mujer plebeya que fue igualándose, según pasaban los años, a las personas de categoría, dedicándose como ellas a obras de caridad que en aquel siglo era exclusivo de los hombres o de las mujeres pudientes. Con un convencimiento firme les aclara a las Hermanas en una conferencia: «Podréis decirme: Ellos son hombres; ¿pero y nosotras, pobres mujeres? Sabed, hijas mías, que muchas personas, incluso de vuestro mismo sexo, atraviesan los mares para ir a servir a Dios sirviendo al prójimo».
Inclusión social impresionante en cuanto que la Compañía de las Hijas de la Caridad hipotecó muchas ideas y actividades audaces de Vicente de Paúl y de la señorita Le Gras que no se atrevieron a llevarlas a la práctica de inmediato por miedo a que la Compañía fuera suprimida, como era la idea de santa Luisa de hacer una sola Congregación o Compañía con dos ramas, una masculina, los Padres Paules, y otra femenina, las Hijas de la Caridad. Por los datos que yo conozco, me atrevo a afirmar que era una relación más institucional que la que existía entre una Orden Primera de frailes y una Orden Segunda de monjas, que ella ya había podido contemplar en las dominicas con las que estudió, en las capuchinas con las que convivió y en las carmelitas descalzas a las que frecuentó, cuando abandonó el palacio de los Attichy.
Según pasaban los meses los fundadores descubrieron el potencial que encerraba aquella Cofradía de mujeres sirvientas en bien de los pobres, pero descubrieron igualmente la carga explosiva que contenía contra el sistema social de órdenes y clases.
Hoy nos parece grotesco el miedo que infundía la Compañía. Pero tanto san Vicente como santa Luisa conocían la oposición de la Corte, del Parlamento y de las clases altas de la sociedad a las Hijas de la Caridad. Y tenían sus razones, tres en especial. La primera era que las Hijas de la Caridad no renunciaban a sus bienes y conservaban todos los derechos a la herencia, pero es que, además, podían abandonar la Compañía en cualquier momento sin tener que pedir dispensa o autorización ni a los obispos ni a la Santa Sede. Volver a la familia implicaba una serie de litigios continuos y juicios costosos sobre las herencias y los bienes familiares. La segunda razón hoy nos escandaliza, pero así era la costumbre de aquel siglo: Esta nueva institución atrayente por su modernidad en el fin y en sus estructuras internas podía encandilar a muchas jóvenes de la nobleza y de la burguesía dueñas de la mayoría de las prebendas abaciales que suponían ingresos considerables para las familias y que se podían perder si sus hijas entraban en esa Compañía y no en los monasterios. Si esta segunda razón nos escandaliza, la tercera nos repugna, pero era la realidad de aquella época: Las Hijas de la Caridad eran mujeres de baja categoría que no estaban muy instruidas en cultura y pasaban, sin embargo, a ser las directoras de grandes establecimientos de beneficencia, rompiendo la escala social intocable en la sociedad civil e incluso en los monasterios y en las casas religiosas. No es de extrañar que la nueva Compañía preocupara al Procurador General del Parlamento de París ni tampoco que el lugarteniente de Beauvais intentase prohibir las reuniones de las 300 Señoras de las Caridades que había fundado en la ciudad «cierto sacerdote llamado Vicente».
Aunque fuera más por motivos de castidad, tampoco a la jerarquía eclesiástica le convencía esta clase de seculares. Los escándalos y los peligros en los viajes, en las casas de los enfermos y en la misma calle no eran ilusorios. Pero es que además, ¿quién se hacía cargo de esta especie de religiosas si se salían? Estos fueron algunos de los motivos por los que fueron suprimidas las hijas de María Ward. Y esto último es lo que daba miedo a las autoridades civiles: que si abandonaban y no tenían bienes ni trabajo, aumentara el número de pobres o se dedicaran a la prostitución para sobrevivir.
No era un problema baladí. Para encontrar trabajo, una joven fuera de la familia podía ser seducida, y si tiene un hijo, nadie la contrata, y entonces o lo abandona o se dedica a la prostitución. Las prostituidas que en la Edad Medía habían sido no sólo permitidas y reguladas por decretos, sino necesarias para conservar la castidad de las mujeres decentes, fueron colocadas, en este siglo, en lo más bajo de la marginación, no solo por influjo de la moral cristiana que en los documentos aparece como motivación primera, sino porque «acusadas de expandir el libertinaje y la enfermedad, fomentar alborotos y otras formas de disturbios civiles, conducir por el mal camino a los jóvenes, facilitar el adulterio y arruinar las fortunas familiares, se convirtieron en uno de los grupos ‘criminales’ de la población —junto con los vagabundos y las brujas— que las autoridades seculares y religiosas habían destinado a ser eliminados».
Santa Luisa conocía muy bien su situación, pues, aunque no se dedicó expresamente a tratar con ellas, constantemente se preocupó de salvar a las jóvenes que llegaban a Paris para que no cayeran en la prostitución. No se olvide que a la joven que por un tiempo fue su nuera se la encerró en las magdalenas.
Benito Martínez
CEME 2020