Luisa de Marillac, una mujer audaz y creativa

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

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Autor: Celestino Fernández, C.M. · Año publicación original: 2010 · Fuente: Vida Nueva.

Publicado originalmente en la revista Vida Nueva, 01 de octubre de 2010, nº 2.723.


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Si usted pregunta por esta mujer, pueden darle las señas de identidad más contradictorias y peregrinas. Pueden trazar de ella un retrato-robot con pinceladas que van desde «una viuda triste y complicadamente mística» hasta «una adelantada y audaz luchadora por la dignidad de los aplastados». Pasando por trazos más o menos acertados de «cristiana cabal», de «madre tierna y sufriente», de «precursora y organizadora de la acción social» o, incluso, de «impulsora de un modo nuevo de seguir a Cristo».

Pero una cosa queda clara: esta mujer, Luisa de Marillac o la «señorita» Le Gras, como usted quiera, ha sido la gran desconocida. Más aún, ha soportado pacientemente una serie interminable de tópicos, clichés, estereotipos y espejos distorsionantes de su verdadera personalidad. Alguien ha dicho que esta mujer no ha tenido suerte. Su talla excepcional, válida por sí misma, ha quedado siempre en un segundo plano, a la sombra de una figura deslumbrante: la de su amigo, guía y colaborador Vicente de Paúl.

En definitiva, estamos ante una de las mujeres más completas en la historia de la Iglesia y de la humanidad y, especialmente, una de las cabezas más lúcidas y geniales en el organigrama mundial de la asistencia, promoción y liberación de los pobres.

La montaña de piedras y el diamante

Cuentan las crónicas que, en la mañana del lunes 15 de marzo de 1660, cuando a Vicente de Paúl, enfermo en el priorato de San Lázaro (París), le comunicaron la muerte de Luisa de Marillac, su semblante permaneció impasible y ni una sola lágrima brotó de sus ojos. El cronista no nos dice nada de lo que pasó en aquellos instantes por la mente y el corazón del anciano Vicente de Paúl. Y uno se atreve a aventurar una hipótesis cariñosa: tal vez, ante el señor Vicente pasase, como una película multicolor, toda la andadura de la señorita Le Gras desde que se topara con ella, casi por casualidad, en 1625. Y no le sería difícil encontrar el título apropiado de esa película. Él mismo se lo escribió a Luisa de Marillac en una carta de abril de 1630: «Un hermoso diamante vale más que una montaña de piedras».

Y es que, por fin, aquella señorita angustiada, indecisa, insegura y ansiosa había llegado a ser un verdadero diamante. Cualquiera puede pensar que Vicente de Paúl, al terminar la película, no tuvo empacho en poner su firma.

Al fin y al cabo, hasta los historiadores más puntillosos le han reconocido, sin ningún regateo, el mérito pleno de haber sabido transformar esa montaña de piedras en un diamante extraordinario. Incluso todos los biógrafos de Luisa de Marillac han acuñado una expresión definitiva: «La obra perfecta de Vicente de Paúl se llama Luisa de Marillac».

Pero este experto director de conciencias no cayó en la trampa. Desde el primer momento de su «dirección» hizo lo más difícil: dejar que fuese Dios mismo el que puliera esas piedras, golpe a golpe, hasta que se convirtieran en diamante. Y para que no quedase ninguna duda, Vicente de Paúl quiso dejarlo muy claro en una de sus últimas conferencias a las Hijas de la Caridad sobre la «perfección» de Luisa de Marillac: «Es obra de las manos de Dios».

Vicente de Paúl se dio cuenta enseguida de que aquella mujer tenía una personalidad propia y de que la gracia de Dios la iba llevando, casi de puntillas, hacia un compromiso radical de vida.

La fecunda tierra del sufrimiento

Quien se asome a la vida y a los escritos de esta mujer, encontrará una serie de expresiones machaconas y obsesivas acerca del sufrimiento, del dolor, de la cruz, de Cristo crucificado… Incluso observará que constantemente, en momentos vitales, Luisa de Marillac subraya la necesidad del sufrimiento como camino para ir hacia Dios.

Por ejemplo, escribe en una de sus meditaciones: «Dios me ha hecho la gracia de conocer que es su voluntad que yo vaya a Él por medio de la cruz. En efecto, Él quiso que desde mi cuna estuviese marcada con ella, no dejándome casi nunca, en todas las épocas de mi vida, sin ocasión de padecer».

En su correspondencia, casi siempre se despide con una serie de fórmulas que giran en torno a «la bondad y el amor de Jesús Crucificado». En su testamento manda que pongan sobre su tumba «una gran cruz de madera con un crucifijo y un letrero al pie en el que haya esta inscripción: Spes Unica«. En sus consejos para que las Hijas de la Caridad crezcan en la perfección, les recomienda tener mucha devoción a la Pasión de Jesucristo.

Cualquiera podría sacar la impresión de que Luisa de Marillac se refugió en un cierto masoquismo o que estuvo permanentemente encerrada en un pesimismo patológico. Pero nada entendería de su estatura humana y espiritual. Se quedaría con una imagen melodramática de una mujer que, en realidad, fue todo lo contrario.

Esta mujer habitó como nadie la «tierra del sufrimiento». Nacida ilegítima el 12 de agosto de 1591, en casa de los Marillac, una de las familias más conocidas y de más alta alcurnia de la Francia de los siglos XVI y XVII, no conoció el afecto de una madre ni el calor del hogar. Vivió en casa, soportada y no amada. Muy temprano fue llevada al monasterio real de las dominicas de Poissy, como si los suyos quisieran esconderla como una afrenta familiar. Allí se educó en la profunda oración y en la alta cultura, bajo los auspicios de una tía-abuela de su mismo nombre.

No se sabe si antes o después de la muerte del que se supone que fue su padre, Luisa de Marilllac es alojada en una pensión regentada por una «señora pobre, hábil y virtuosa». Ningún familiar quería cargar con esta niña molesta para la buena fama. En esa pensión empezó a experimentar el trabajo, la austeridad y la intemperie.

Llegó a la edad de las grandes decisiones y pidió ser admitida entre las Capuchinas Hijas de la Pasión, pero el provincial, padre Honorato de Champigny, no fue de la misma opinión: «Usted no puede ser religiosa porque no tiene salud y porque Dios reserva otros planes para usted». Si antes la familia se había desentendido de ella, ahora parecía que hasta la casa de Dios se le cerraba. Incluso, a la misma Luisa de Marillac le quedaba una especie de remordimiento como si hubiera traicionado la promesa hecha a Dios de entrar en religión.

Quedaba como solución el matrimonio, y los suyos se lo «negociaron». Y así, a los 22 años, el 15 de febrero de 1613, contrajo matrimonio con Antonio Le Gras, uno de los secretarios de Estado, miembro de la burguesía y no de la aristocracia. Por eso, Luisa de Marillac no podía llamarse «señora», sino «señorita», dado el rango inferior de su marido. La señorita Le Gras entendió que también de esta forma era apartada de los altos coturnos sociales.

La vida conyugal no fue tan feliz como algún biógrafo idílico ha pretendido. Una confidencia de Luisa nos informa de que su marido había vivido cuidando más de los intereses ajenos que de los propios. Casi siempre enfermo y, con mucha frecuencia, fuera. Además, su hijo Miguel ya empezaba a ser una fuente de sufrimiento y de desilusión. Durante toda la vida será una de las cruces especiales de su madre.

En esta época, de tiempo en tiempo, se sintió sacudida por tremendas crisis interiores. El escrúpulo y la angustia estaban constantemente a la vuelta de la esquina. Cuando en 1621 empezó la enfermedad de su marido –cuatro o cinco años de larga y penosa enfermedad que le hicieron irritable y difícil de tratar–, Luisa de Marillac creyó ver en ello un castigo por no haber sido fiel a su intención juvenil de hacerse capuchina. Llegó a pensar que tenía la obligación de abandonar a su esposo y a su hijo. Consiguió que su entonces director espiritual, monseñor Le Camus, obispo de Belley, le permitiera hacer voto de viudedad en el caso de que muriera su marido. Entró en un oscuro túnel sin luz humana ni divina. La fiesta de la Ascensión de 1623 marca la cima de la «terrible noche oscura» de Luisa de Marillac y su vivencia palpable del abandono de Cristo en la cruz.

Esta síntesis apretada de la «geografía sufriente» de esta mujer escapa a los simples análisis psicológicos y sociológicos. No se trata de hacer retórica sobre la bondad del dolor. Pero sí de conseguir que el sufrimiento no sea una desesperación, sino un parto. Y Luisa de Marillac llegó a comprender que el sufrimiento es una «tierra fecunda» capaz de engendrar personas fuertes y preparadas para las empresas más arriesgadas y difíciles.

En el dolor, Luisa de Marillac creció hacia dentro, sintió la mordedura de la más desnuda pobreza, conoció la entraña de la inseguridad, vivió el anonadamiento. Y, desde los márgenes de la felicidad, empezó a sentir, sin saberlo, la desesperanza y el abandono de los que acampan en el reverso de la historia.

¡Con cuánta razón puede verse plasmada Luisa de Marillac en aquellos versos de un poeta actual!:

«No se rompe el vaso al primer golpe
porque
cabe mucho dolor y mucho amor
en
un corazón fuerte y pobre»

Luz

Esta palabra, tan breve como envolvente, nos sitúa en lo que todos los estudiosos de la figura de Luisa de Marillac catalogan como la «experiencia-bisagra» para dar con el verdadero sentido de su vida y de su obra.

La misma Luisa nos lo relata con un estilo elegante y transparente: «El día de Pentecostés (4 de junio de 1623), oyendo la santa misa o haciendo oración en la iglesia, en un instante, mi espíritu quedó iluminado acerca de sus dudas. Y se me advirtió que debía permanecer con mi marido, y que llegaría un tiempo en que estaría en condiciones de hacer voto de pobreza, de castidad y de obediencia, y que estaría en una pequeña comunidad en la que algunas harían lo mismo. Entendí que sería esto en un lugar dedicado a servir al prójimo; pero no podía comprender cómo podría ser, porque debía haber movimiento de idas y venidas. Se me aseguró también que debía permanecer en paz en cuanto a mi director, y que Dios me daría otro, que me hizo ver entonces, según me parece, y yo sentí repugnancia en aceptar; sin embargo, consentí pareciéndome que no era todavía cuando debía hacerse este cambio. Mi tercera pena me fue quitada con la seguridad que sentí en mi espíritu de que era Dios quien me enseñaba todo lo que antecede, y pues Dios existía, no debía dudar de lo demás».

Nunca me ha interesado entrar en disquisiciones místicas acerca de esta «ilumilación» de la señorita Le Gras. Fuese como fuese, lo que nos importa es que aquí nace el esbozo de la «nueva» Luisa de Marillac, aquí se adivina lo que será la mujer fuerte, serena, equilibrada, audaz, cofundadora y formadora de las Hijas de la Caridad y luchadora por la liberación de los pobres. En todo caso, lo que nos interesa es dar la noticia de que aquella mujer atormentada ha cosechado los frutos de su «experiencia de Egipto» y está a punto de salir de su egocéntrico y enrevesado mundo. Nada más y nada menos.

La victoria silenciosa

La primera carta que se conserva entre los varios cientos que Vicente de Paúl escribió a Luisa de Marillac a lo largo de treinta y cinco años de amistad, dirección y colaboración, data de octubre de 1626. A poco menos de un año de la muerte de su marido, cuando Luisa de Marillac tiene 34 años y un hijo de 11 otoños.

Esa carta, breve y un tanto seca, forma parte de la pedagogía que Vicente empleó para transformar a la joven viuda señorita Le Gras que se presenta ante él insegura, frágil, ansiosa, desamparada, dependiente y con una personalidad que bascula entre el miedo a comprometerse y la euforia por lanzarse al ruedo de la actividad. Vicente de Paúl parte de dos supuestos imprescindibles: «Dios mismo desempeñará con usted el oficio de director» y «espere usted con paciencia la manifestación de la voluntad de Dios».

Algún autor ha cometido la «herejía» de imaginarse a Luisa de Marillac, en esta época de su viudez, dirigida por cualquiera de los eclesiásticos doctos, aristocráticos y con aires de elevada espiritualidad que pululaban por París. La conclusión es obvia: la señorita Le Gras no hubiera llegado nunca a ser Luisa de Marillac. Se hubiera quedado en una viuda piadosa y mediocre.

Sin embargo, supuesta siempre la acción de Dios, se encontró con un hombre, Vicente de Paúl, con los pies sobre la tierra, alérgico a la literatura espiritualista, con la clarividencia de que «la perfección no consiste en los éxtasis, sino en cumplir perfectamente la voluntad de Dios», y con el convencimiento de que lo que cuenta es el «juicio de los pobres».

Por eso, la táctica de Vicente de Paúl fue la del cincelador paciente, con indicaciones claras y sencillas. Ante una piedad excesiva, centrada en incontables y mortificantes prácticas de rezos, ayunos, ejercicios y disciplinas, él sugiere una vida cristiana vertebrada por el amor: «Dios es amor y quiere que vayamos a Él por amor». Ante una imagen de Dios llena de temor y angustia, él subraya que «Nuestro Señor es una comunión continua para con aquéllos que le están unidos en su querer y no-querer». Ante las prisas por hacer méritos para la salvación, él se muestra inflexible en «honrar siempre el no-hacer y los años ocultos del Hijo de Dios». Ante la tristeza y los días grises, él potencia la alegría y el contento por vivir «en la confianza del amor de Dios».

En la película Monsieur Vincent (El señor Vicente) –donde, ciertamente, el tratamiento que se da a la figura de Luisa de Marillac no es muy acertado–, hay un diálogo entre Vicente de Paúl y Luisa de Marillac que puede valernos como símbolo de la tarea concientizadora y transformadora de Vicente de Paúl sobre Luisa de Marillac:

  • Luisa de Marillac: Me pedís un esfuerzo supremo. Sabéis que hago cuanto puedo. Pero ¡este gentío horroroso! Temo a los pobres.
  • Vicente de Paúl: Sí, son terribles, ¿no es cierto? Todos reunidos, terribles como la justicia de Dios que proclaman implacablemente. Nos engañamos con nuestras ropas decentes y nuestros rostros atildados; pero esos harapos, ese horror, esas enfermedades, esa desnutrición tras de la que asoman miradas de lobos, son de hombres, jueces duros e injustos, pero a los que es preciso servir como a nuestros dueños, y amarlos.
  • Luisa de Marillac: Soy miedosa, señor; soy débil, irresoluta, torpe; no tengo ninguna cualidad indispensable para esto.
  • Vicente de Paúl: Sois mi primera seguidora, la primera que me ha comprendido, señorita de Marillac. Sois resuelta, valerosa, hábil. Os necesito.

En definitiva, el punto nuclear de la evolución de Luisa de Marillac está en el esfuerzo para asumir aquello que su director, Vicente de Paúl, repite constantemente y de mil maneras: la realización de la voluntad de Dios pasa, inevitable y necesariamente, por la construcción del Reino de Dios y su justicia en favor de las víctimas del sistema.

El ensanchamiento del corazón

Hace bastantes años, en un consultorio radiofónico se daba esta respuesta a la pregunta angustiada de un oyente: «Mi respuesta a los angustiados es siempre la misma: no te vuelvas neuróticamente sobre tus propios problemas, no te enrosques como un perro en su madriguera; sal a la calle, mira a tus hermanos, empieza a luchar por ellos; cuando les hayas amado lo suficiente, se habrá estirado tu corazón y estarás curado. Porque de cada cien de nuestras enfermedades, noventa son de parálisis y de pequeñez del corazón».

Es muy posible que el conductor de ese consultorio radiofónico no conociera la vida de Luisa de Marillac. Si, por casualidad, se hubiera aproximado a ella, hubiera encontrado una cierta semejanza entre su consejo y el progresivo ensanchamiento del corazón de esta mujer.

Porque la nueva y definitiva vocación de esta mujer va a consistir, sobre todo, en salir de su propia y pequeña periferia y asomarse decididamente al camino que baja de Jerusalén a Jericó, donde van quedando los expoliados, los heridos y los masacrados.

Al fin, la señorita Le Gras había llegado a la conclusión de que los pobres no son un pasatiempo piadoso o benéfico, sino una pasión dolorosa, una terrible pregunta de Dios a la que hay que responder con urgencia y audacia. No en vano ella misma había comunicado insistentemente a Vicente de Paúl que se sentía impulsada a servir en cuerpo y alma a los pobres.

Y en mayo de 1629, a los 38 años de edad, Luisa de Marillac verifica el ensanchamiento de su corazón lanzándose a «socorrer a los pobres como quien corre a apagar el fuego», como diría Vicente de Paúl.

En su modesto equipaje guardaría siempre las palabras de «envío a misión» de su tenaz director: «Vaya, pues, señorita en nombre de Nuestro Señor. Ruego a su Divina Bondad que le acompañe, que sea ella su alivio en el camino, su sombra contra el ardor del sol, su cobijo de la lluvia y el frío, lecho blando en su cansancio, fuerza en su trabajo y que, finalmente, le devuelva con perfecta salud y llena de obras buenas».

La pasión por los pobres

«Ella nos decía con frecuencia: somos criadas de los pobres; por tanto, tenemos que ser más pobres que ellos». Éste es uno de los muchos testimonios que sobre Luisa de Marillac dieron aquellas primeras Hijas de la Caridad para describir su personalidad. Y éste es un dato esencial para tener una noticia cabal de Luisa.

Porque esta mujer llegó a experimentar que el seguimiento de Cristo se da en la historia sufriente de la humanidad, no en los paisajes de la buena voluntad. Su cristología dejó de ser teórica para hacerse práctica, dando paso a la vivencia de un Cristo encarnado en los márgenes de la sociedad y hecho siervo para anunciar y realizar la Buena Nueva en favor de los pobres. La fuerza del Espíritu la llevó a sentirse enviada a «liberar a los cautivos, a dar la vista a los ciegos, a dignificar a los oprimidos y a proclamar la bondad del Señor».

Su mirada descubre el innumerable ejército de los seres sin rostro y sin figura humana, la despreciable legión de los que «no importan», la opresión de todos los condenados de la tierra, las heridas mortales de todos los caídos en el camino. Baja hasta los infiernos de la terrible marginación de la Francia del siglo XVII.

Se atreve a «dar la vuelta a la medalla» y experimenta que los pobres, aunque vulgares y groseros, son el «sacramento de Cristo». Está convencida de que los pobres, antes que destinatarios de nuestros servicios, son la presencia latente y patente en el mundo del Señor crucificado. Se deja zarandear por los pobres como único criterio de salvación o de condenación: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui emigrante y me acogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme» (Mt 25, 35-37).

Y, consecuentemente, sus obras y actuaciones no parten de la mera ética o del simple humanismo, sino de la pasión por Cristo en los pobres y por éstos en Él.

Finalmente, Luisa de Marillac tiene muy claro que los pobres exigen mucho más que una limosna, una medicina, un vestido o una ayuda más o menos permanente. Exigen la entrega absoluta de toda una vida: «No es nada dar sus bienes en comparación con darse una misma y emplear todos los momentos de su vida, exponiéndola, incluso, al peligro por amor de Dios, sirviendo a los pobres».

Con qué fuerza quiere recalcar Luisa de Marillac su acuciante «pasión por los pobres» cuando lanza a las primeras Hijas de la Caridad aquel grito de angustia: «¡Ah!, ¡qué dicha si la Compañía, sin ofensa de Dios, no tuviera que ocuparse más que de los pobres desprovistos de todo!». Y si es cierto que la máxima sinceridad de una persona acontece en los momentos finales de su existencia, ahí está la escena de Luisa de Marillac, moribunda, recomendando encarecidamente a sus «hijas» que «tengan gran cuidado del servicio a los pobres».

Una revolución organizativa entre la audacia y la creatividad

En el florilegio piadoso todavía se puede encontrar una imagen de Luisa de Marillac encantadoramente limosnera. En algún manual de historia de la beneficencia aún persiste el retrato cándidamente asistencialista de esta mujer. Pero en ambos lugares se distorsiona descaradamente su verdadera talla.

Porque una de sus características más acentuadas, sobresalientes y originales es, precisamente, la «eficacia organizativa» de la caridad. De tal forma, que muchos técnicos actuales de la acción social se quedarían asombrados al comprobar el completísimo sistema de organización caritativa que Luisa de Marillac puso en marcha hace mucho más de tres siglos y medio. Se la puede calificar, sin exageración, como auténtica revolucionaria de la acción social.

Esta mujer inquieta, vivaracha, atrevida, arriesgada no pone fronteras a su corazón. Sabe que los pobres mandan y que la apertura, la disponibilidad, la movilidad y la sensibilidad hacia todas las formas de pobreza, antiguas y nuevas, son el baremo de su fidelidad al plan de Dios. En sus oídos resuena, como compromiso insoslayable y recordatorio imperativo, aquel grito de Vicente de Paúl: «El amor es infinitamente inventivo».

Una muestra altamente significativa de esta audacia creativa es el papel de Luisa de Marillac en la primera institución fundada por Vicente de Paúl: las Cofradías de la Caridad (actualmente denominadas Asociación Internacional de Caridades de San Vicente de Paúl-AIC). Esta institución laical y mayoritariamente femenina inició su andadura el 23 de agosto de 1617, en un pueblo llamado Châtillon-les-Dombes (hoy, Châtillon-sur-Chalaronne),donde Vicente de Paúl era párroco. Rápidamente fue extendiéndose por toda Francia, formando una tupida red caritativa tan densa como compleja.

Evidentemente, no todas las Cofradías de la Caridad funcionaban como era debido, ni tenían la vitalidad necesaria. A esta tarea ingente es enviada Luisa de Marillac: a visitar, alentar, organizar, coordinar y potenciar estas Cofradías. Sería interminable la relación de Cofradías de la Caridad visitadas, organizadas y alentadas por esta mujer incansable. Valga como simple indicador el recorrido que hizo en 1630: en el mes de febrero visita las Cofradías de Asniéres y Saint Cloud, al noroeste de París; en mayo, las de Villepreux, al oeste; en octubre, las de Montmirail, a 100 kilómetros al este; en diciembre, las de Beauvais, al norte… Y constantemente haciendo kilómetros y más kilómetros a caballo, en diligencia o a pie.

En cada una de las visitas, Luisa de Marillac ve cómo funciona la Cofradía, el estado de las cuentas, el cometido de cada uno de sus miembros. Se informa acerca de la vida espiritual. Visita por sí misma a los pobres. No se contenta con dar buenas recomendaciones. Ella misma asume el trabajo más humilde y sacrificado. Y cultiva esmeradamente una de sus grandes preocupaciones: la formación.

En los reglamentos de las Cofradías se ve claramente la impronta detallista de Luisa de Marillac. Se nota el sabor de alguien que no impone ni teoría ni sistema ni método rígido. Están asentados sobre lo real, rezuman sentido común, se adaptan a las distintas circunstancias y necesidades. Pero exigen compromiso, fidelidad y preparación. Llegan a los detalles más mínimos para que los pobres sean atendidos con ternura, cordialidad y respeto. Y son una elemental catequesis para que las asociadas sean cada vez más cristianas en una verdadera y lúcida conversión a Cristo en la persona de los abandonados y excluidos sociales.

Se puede decir que es aquí donde Vicente de Paúl y Luisa de Marillac descubren su complementariedad. Vicente de Paúl ha encontrado en Luisa de Marillac una mujer intuitiva, rápida, creativa, llena de vitalidad, siempre dispuesta al trabajo de avanzadilla.

«Sólamente con los pobres salvaré a los pobres«

Esta frase que Vicente de Paúl pronuncia en la ya citada película Monsieur Vincent, sintetiza, de alguna manera, el nacimiento de su más querida y entrañable institución: la Compañía de las Hijas de la Caridad. Y también aquí Luisa de Marillac tiene un protagonismo fundamental. Tan fundamental que, actualmente, nadie discute su papel de cofundadora de las Hijas de la Caridad.

Vicente de Paúl manifiesta sin ambages la estricta verdad teológica: «Dios es el único autor de la Compañía». Sin embargo, la verdad histórica hunde sus raíces en la inquietud de Luisa de Marillac por reunir a un grupo de muchachas pobres, de «siervas», que deseaban entregar su vida por entero a los pobres. Incluso, Vicente de Paúl frena, por algún tiempo, esta idea apremiante de la señorita Le Gras, porque todavía no tiene «el corazón bastante iluminado ante Dios». Hasta que, en septiembre de 1633, Vicente de Paúl escribe a su colaboradora estas enigmáticas palabras: «Hace cuatro o cinco días que su ángel bueno ha comunicado con el mío a propósito de la caridad de sus hijas… He pensado seriamente en esa buena obra».

Y el 29 de noviembre de ese mismo año se reúnen en casa de Luisa de Marillac cuatro jóvenes. Se llamaban: María, Juana, Nicolasa y Micaela.

La vivienda de la señorita Le Gras se convierte, según la expresión de uno de sus biógrafos, en «el cenáculo en el que unas buenas jóvenes de generoso corazón se reunieron para orar y preparar su almas para recibir el Espíritu de Dios y la misión desconocida que les reservaba».

La fundación de las Hijas de la Caridad constituye la etapa definitiva en la trayectoria humana y espiritual de esta mujer de 42 años. A partir de ahora, va a dedicarse, sin descanso, a la misma tarea que su director Vicente de Paúl llevó a cabo con ella: moldear, animar, formar a estas jóvenes. Va a ser la más fiel transmisora del espíritu vícenciano a sus «hijas». Nunca se apartará lo más mínimo del talante de Vicente de Paúl. Sus intimismos espirituales o sus querencias místicas las va a encerrar con siete llaves en lo más hondo de su ser. A las Hijas de la Caridad las va a lanzar por la senda realista y comprometida que un día le señalase a ella aquel sacerdote de apariencia tosca y pueblerina. Y va a surgir el mejor retrato de Luisa de Marillac, la noticia gozosa de una mujer en la plenitud de su madurez, de su clarividencia, de su fortaleza y de su audacia creativa.

Cuando se contempla la evolución servicial, cuantitativa y cualitativa, de la Compañía de las Hijas de la Caridad, no hay que olvidarse de que Luisa de Marillac está empujando, dirigiendo y organizando este avance. Es más, el propio Vicente de Paúl no oculta que sin Luisa de Marillac apenas se habría podido dar un paso firme y duradero. Ella hace posible que si, en un primer momento, la atención fue dirigida a los pobres en sus propios domicilios y a la enseñanza de las niñas pobres en las aldeas, muy pronto los brazos de las Hijas de la Caridad se van a ir abriendo según los acontecimientos y necesidades de una sociedad montada en la maldita trilogía de la peste, el hambre y la guerra. No deja de acompañar a las Hermanas con sus visitas y, sobre todo, con sus cartas. Ningún detalle, por nimio que parezca, escapa a la solicitud de esta mujer. Insiste, hasta la saciedad, en una serie de actitudes fundamentales para el correcto servicio: «Mansedumbre, respeto, devoción, cordialidad, dulzura, compasión, santo afecto, comprensión, humildad…».

La pedagogía de la ternura

«Nunca comprenderemos su grandeza mientras subsista esa imagen de alma cobarde, mezquina, sombría y triste… Luisa de Marillac tenía un natural expansivo, y se daba a la gente. Era una criatura amorosa que amaba con todoel ardor de su corazón cálido».

Estas afirmaciones de Joseph I. Dirvin, uno de los más recientes y serios biógrafos de Luisa de Marillac, nos introducen en la faceta más destacada y menos comentada de esta mujer: su ternura. Por desgracia, muchas veces y durante algún tiempo, ha triunfado más la imagen, falsa a todas luces, de una mujer dura, extraña y reconcentrada. Pero la realidad es muy otra.

Porque esta mujer irradiaba ternura en todos sus gestos y actitudes vitales. Era esencialmente dulce y amable. Incluso las manifestaciones de su ternura fueron consideradas como una grave dificultad en su proceso de canonización. Ciertamente, eran otros tiempos.

Alguien ha dicho que toda la vida de Luisa de Marillac es una «vocación de ternura». Y que en la ternura está el secreto de su tenacidad, de su fuerza, de su capacidad organizativa y de su trayectoria existencial. Lógicamente, la talla humana y espiritual de Luisa de Marillac aparecería rebajada si no se subrayase debidamente este rasgo esencial. Porque, en definitiva, esta mujer se nos presenta como el cauce límpido de la ternura de Dios hacia los pobres.

Sin ir más lejos, la ternura hacia su marido se revela en la carta que escribe al padre Hilarión Rebours, describiendo la muerte de Antonio Le Gras. Todavía diez años más tarde, en el testamento que redactó en 1645, vuelve a surgir el recuerdo emocionado y tierno de su esposo.

Con su hijo Miguel Antonio, su ternura de madre sobrepasa todos los límites. El mismo Vicente de Paúl le hace ver su excesiva ternura maternal con un humor tan fino como entrañable: «Ciertamente, Nuestro Señor ha hecho bien al no tomarla a usted como madre suya».

Su amistad con Vicente de Paúl desprende una ternura y una delicadeza apoyadas en la autenticidad, en la aceptación profunda de la identidad del otro, en el reconocimiento y respeto de su complementariedad. La correspondencia con su «director» está salpicada constantemente de términos expresivos de una confianza fraternal y de una sensibilidad cariñosa.

Pero hay un capítulo de su vida especialmente vertebrado por la ternura. Me refiero a sus relaciones con las Hijas de la Caridad, «sus hijas», a su dimensión comunitaria. Es curioso cómo las Hermanas no ven en ella a la superiora o a la que ordena y manda, sino a la amiga que acompaña, que educa, que consuela, que crea lazos de fraternidad.

En las famosas conferencias del 3 y del 24 de julio de 1660 –más de tres meses y medio después de la muerte de Luisa de Marillac–, Vicente de Paúl habla a las Hermanas sobre «las virtudes de la difunta Luisa de Marillac». Y las Hermanas van completando las palabras de Vicente de Paúl con sus aportaciones espontáneas: «Tenía mucha paciencia con las Hermanas enfermas, iba a visitarlas con frecuencia»; «cuando me veía preocupada, se adelantaba a hablarme de ello con gran dulzura»; «siempre sabía excusar a las que se molestaban»; «tenía mucho amor y caridad con todas las Hermanas»; «tenía una gran dulzura y mansedumbre, y era fácil de trato con los demás»; «cuando se acercaba uno a ella, ponía un rostro tan alegre, que nunca daba la sensación de que se la molestase… A veces, un gran número de Hermanas le hablaba al mismo tiempo de diferentes asuntos; les respondía a todas con tranquilidad de espíritu, sin pedirles que la dejasen en paz»; «si no les podía hablar, les mostraba un rostro lleno de afecto y cariño; siempre mostraba en sus enfermedades un rostro alegre y contento»; «demostraba un gran respeto a todas las Hermanas, hablándoles siempre por medio de ruegos».

Y, desde luego, a la luz de esta pedagogía de la ternura hay que leer las entrañables recomendaciones finales del «testamento espiritual» de Luisa de Marillac a las Hijas de la Caridad: «Sobre todo, tengan gran cuidado de vivir juntas en una gran unión y cordialidad, amándose las unas a las otras, para imitar la unión y la vida de Nuestro Señor».

Elogio de la mujer fuerte

No sé si será acertado o no, pero esta mujer siempre me ha recordado la serena conjugación de dos símbolos de la llanura castellana: el chopo y la encina.

Constantemente me ha llamado la atención su búsqueda vertical y directa de las alturas, su trayectoria esforzada hacia la luz, su elevación incansable por encima de las mezquindades humanas. Igual que un chopo luchador contra las ventiscas, el granizo y el bochorno del estío, con una madera noble, capaz de salir ilesa de sus propios nudos retorcidos.

Pero, a la vez, me ha subyugado su empeño por crecer hacia dentro, por ahondar las raíces de su ser. Lo mismo que su insobornable fidelidad por los desvalidos, sus desvelos por acoger en su fuerte humanidad los problemas y sufrimientos de sus hermanos más deshumanizados, su capacidad para dar sombra alentadora a los caminantes agotados y derrotados, su encarnación convencida en el suelo duro y difícil de esta tierra. Con el mismo tesón y la misma entereza que la encina.

Y, como el chopo y la encina, Luisa de Marillac sintió la amenaza del rayo contra su plenitud y su cimiento. Su vida fue una convivencia con el dolor propio y ajeno. Sin embargo, el rayo nunca pudo calcinar su fortaleza ni arrasar su inquietud. Sencillamente, maduró su campo granado de Cristo y de los pobres. Porque la búsqueda de las alturas y el enraizamiento en el suelo cristalizaron en una mujer fuerte, que ganó la vida perdiéndola por los demás.

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