LA BIBLIA EN EL SIGLO XVII
Leyendo los primeros versículos de la Epístola a los Hebreos y el capítulo octavo de la Carta a los Romanos, podemos sacar la conclusión de que Dios habla a los hombres por las Sagradas Escrituras, en la creación, a través de los sucesos de la vida y en el interior de cada hombre. Demasiado para una charla sobre santa Luisa de Marillac y la Palabra de Dios. Pero, ya que me he comprometido a ello, lo voy a intentar, sin saber hasta dónde llegaré. Empezaré por la Palabra escrita e iré intercalando a lo largo de la charla los diversos modos de hablarnos que tiene Dios.
Para situarnos, me parece oportuno recordar brevemente la situación en la que se encontraba la lectura de la Biblia por los años en los que vivió Luisa. Han pasado casi cuatro siglos y hoy estamos familiarizados con la Palabra escrita, especialmente después de que el Concilio Vaticano II haya declarado que los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura. Por eso, la Iglesia procura que se redacten traducciones aptas y fieles en varias lenguas, sobre todo de los textos primitivos de los sagrados libros (DV, 22). Pero en el siglo XVII se pensaba de manera distinta. En oposición a los protestantes que defendían la interpretación personal de la Sagrada Escritura, aún por los seglares en los que también actuaba el Espíritu Santo, y a los que se les podía entregar la Biblia íntegra, traducida a cualquier idioma, la Jerarquía de la Iglesia católica reservaba la lectura de la Biblia íntegra en lengua romance al número restringido de los eclesiásticos. A los seglares les estaba prácticamente prohibido leerla sin autorización del Superior correspondiente. Por lo general sólo se les autorizaba una versión selectiva, con notas aclaratorias hechas por exégetas o eclesiásticos aprobados por la Iglesia: el Nuevo Testamento, Proverbios, Eclesiástico, Cantar de los Cantares, Sabiduría y Salmos; es decir, los libros bíblicos más apropiados para alimentar la vida moral y espiritual’.
Pues la vida cristiana era considerada devocional y ascética, y esos libros se usaban como un depósito de sentencias espirituales y consejos morales. La Escritura íntegra se usaba sobre todo para demostrar a protestantes y herejes que la Iglesia católica era la verdadera y, para obtener un resultado convincente, se prefería la Biblia en latín.
SANTA LUISA LEÍA LAS ESCRITURAS
Me imagino que la infancia y adolescencia de Luisa de Marillac sería como la de todas las chicas de aquellos años: conocían ciertos pasajes de las Escrituras, en especial de los evangelios, bien a través de los retablos de las iglesias bien por los textos de la Misa que, aunque se leían en latín, empezaban a traducirse al francés en los devocionarios para el pueblo; ciertamente con alguna precaución por miedo a propagar la doctrina protestante del sacerdocio universal de los fieles y la más peligrosa de la acción directa del Espíritu Santo en cada lector de la Biblia que los capacitaba para interpretarla personalmente. Probablemente la joven Luisa tendría algún devocionario en francés y conocería trozos del evangelio y de los salmos. No era un conocimiento exegético, sino piadoso, apropiado a su edad y a su cultura, tanto en el convento de Poissy como en el pensionado de París.
Poquísimo, por no decir nada, sabemos de la influencia bíblica que recibió en el pensionado de Poissy. Tan sólo podemos indicar que las dominicas de ese convento-colegio, estaban bien instruidas en la Sagrada Escritura, como se ve por los comentarios bíblicos que hicieron y la traducción de algunos libros del Antiguo Testamento. La misma tía segunda de santa Luisa, la dominica Luisa de Marillac, escribió un Comentario al Cantar de los Cantares y tradujo al francés los Salmos Penitenciales2. Pero aventurarse a añadir algo más concreto, puede ser eso, una aventura. No hay constancia de otra cosa y todo lo que añadamos son conjeturas. Y esto hasta que ya está casada y tiene 31 años, cuando, estando enfermo su marido, se les permitió a los dos esposos leer en su integridad la Biblia en francés.
La autorización consta por una atestación del director espiritual de Luisa, Juan Pedro Camus, obispo de Belley, famoso escritor y sobrino de la segunda mujer de Luis de Marillac que había acogido a Luisa como hija: «Considero que los Superiores podrán permitir —no sólo sin peligro, sino con utilidad— al señor Le Gras y a su señora esposa [con título social de Señorita] la lectura de la santa Biblia en francés, según la traducción de los Doctores de Lovaina. En fe de lo cual escribo y firmo el presente certificado, en París, a 8 de Marzo de 1623. Jean Pierre, obispo de Belley».
Al pedir esa autorización, el matrimonio Le Gras se adelantó al Concilio Vaticano II, que recomienda «insistentemente a todos los cristianos especialmente a los religiosos, la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo, `pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo».
Este dato nos indica que ya desde su juventud, y a pesar de ser mujer, la Señorita Le Gras quería familiarizarse con la Palabra escrita, y parece que era el tema frecuente de su oración privada, pues cinco años después, a finales de 1627 o principios del 1628, al hacer su Proyecto personal o Reglamento de vida, aclara: «Una vez levantada, haré inmediatamente oración por una hora o tres cuartos; tomaré el tema de los Santos Evangelios y Epístolas una hora entera, y con las Epístolas y Evangelios, la vida del Santo del día para que el ejemplo del mérito del Santo me sirva de instrucción».
Costumbre atrevida en aquel siglo en el que se había condenado como doctrina protestante afirmar que el tema de la oración tenía que ser exclusivamente de la Escritura. Acaso por eso, ella, que estaba bien formada, añadió también como tema, la vida del Santo del día.
Se puede concluir sin exagerar que Luisa de Marillac no sólo estaba familiarizada con la Palabra divina, sino que la había convertido de corazón en «el pan de la oración diaria», anotándolo como una cosa ordinaria al escribir aquella meditación del último domingo de enero de 1622: «En mi oración… como el Evangelio era el del Sembrador, no reconociendo ninguna buena tierra en mí, deseé sembrar en el Corazón de Jesús todos los frutos de mi alma y las acciones de mi corazón…».
Si esta era su mentalidad y su costumbre, no es extraño que en 1634, al componer el horario de cada día para las primeras jóvenes que se le unieron como Hijas de la Caridad, les expusiese: «De vuelta a casa, se ponen a trabajar, leen para aprender y después de hacerles recordar los principales puntos de la doctrina, en forma de catecismo, se lee algún pasaje del Santo Evangelio para excitarse a la práctica de las virtudes y al servicio del prójimo, a imitación del Hijo de Dios».
Quería que también sus hijas pusieran la Palabra evangélica como fundamento de su vida espiritual y del servicio a los pobres. Por esto mismo, se hizo costumbre en la Compañía poner en los Ejercicios Espirituales de las Hermanas una meditación sobre «la vida y la muerte de Nuestro Señor». Y este detalle tiene importancia porque la espiritualidad que había vivido durante muchos años era la espiritualidad renanoflamenca que se centraba en la divinidad de Dios, relegando a Jesús hombre a una especie de penumbra, especialmente a Jesús sufriendo en la pasión.
Benito Martínez
CEME, 2010