(enero 1660]
Mi muy Honorable Padre:
Siento dolor, a veces con gran fuerza, por el estado en que su caridad le ha puesto, y pena por verme privada del honor de hablar con usted, temiendo que mi cobardía y amor propio y las demás amenazas para mi salvación saquen ventaja, ya que yo sigo siendo la misma. Reflexionando en el estado actual de la Compañía, me inquieta también el no poder hablarle, y si le escribo, mi muy Honorable Padre, darle el trabajo de leer; sin embargo me parece necesario, mi muy Honorable Padre, expresarle mi pensamiento que es el temor de que decaiga en varias maneras: primero, me he dado cuenta de que en varias parroquias las señoras empiezan a desconfiar de ellas1, aunque me parece poder asegurar que no sé de ninguna que haya dado verdadero motivo para ello, como no sean las que, en su celo por aliviar a los pobres, reciben limosnas de las señoras para repartírselas y lo hacen sin sujetarse a comunicarlo a las Oficiales que se dan por ofendidas.
Parece que nuestras Hermanas no son ya ni tan apreciadas ni tan queridas, que se las trata con más dureza y en algunos lugares se las vigila por desconfianza, habiéndose llegado en algunos a prohibir en plena junta que se les dé nada y así se le ha dicho hasta al carnicero que suministra la carne para los pobres. No es que recibieran cosa de monta, pero por poco que fuera, algo les ayudaba.
Esto me ha hecho pensar, mi muy Honorable Padre, en la necesidad de que las reglas obliguen siempre a la vida pobre, sencilla y humilde, por miedo a que, si se adoptara una forma de vida que requiriera más gasto y con prácticas que atrajeran a la ostentación y, en parte, a la clausura, esto obligara a buscar medios para subsistir en esta forma, como seria, por ejemplo, constituir un cuerpo o grupo interior y sin acción, que se alojaría por separado de las que entraran y salieran, mal vestidas; porque hay ya algunas que dicen que este tocado2, este nombre de Hermana, no nos dan autoridad, sino que atraen desprecio. Y sé muy bien que no sólo las Hermanas, sino otras personas que deberían considerarse obligadas a honrar los designios de Dios en cuanto al servicio espiritual y corporal de los pobres enfermos, están muy inclinadas a este modo de pensar tan peligroso para la continuación de la obra de Dios, la que con tanta firmeza, mi muy Honorable Padre, ha sostenido su caridad contra todas las oposiciones.
Siento mucho darle este disgusto; si su caridad ve que Dios quiere otra cosa que lo que se ha hecho hasta ahora, en el nombre de Nuestro Señor, sea ella quien lo ordene y lo declare: yo siempre seré la misma, sin réplica, después de haber tomado la libertad, como lo hago, de exponer las razones que se presenten a mi espíritu, no atreviéndome a decir que sean los pensamientos que Dios me inspira, a causa de mis infidelidades. Si no me he explicado bien, y quiere su caridad que me escuche el señor Alméras o algún otro que le parezca más conveniente, es posible que él me lo haga entender mejor.
Permítame, mi muy Honorable Padre, que le pregunte por sus dolencias, que me parece podrían aliviarse si se dejase cuidar como su caridad ordenaría que cuidasen a otro. Pienso que ya le he hablado en otras ocasiones del contenido de esta carta, a reserva de alguna que otra circunstancia; le pido humildemente perdón si le repito lo ya dicho; lo espero de su bondad, puesto que soy, mi muy Honorable Padre, su muy humilde, obediente y agradecida hija y servidora.
C. 721 Rc 2 It 655. Carta autógrafa