Luisa de Marillac: Camino de la autonomía

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Benito Martínez · Año publicación original: 1995 · Fuente: CEME.
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Al extenderse las Caridades por las parroquias de París, aumentó el número de Hijas de la Caridad. No había Caridad que no pidiera a las jóvenes de la señorita Le Gras. Car­gadas con los pucheros de la comida y con los medicamentos, visitaban, casa por casa, generalmente buhardillas, a todos los pobres enfermos que les indicaban las señoras. Allí, frecuentemente, tenían que limpiar la vivienda y a los enfermos. Terminaban agotadas y, si el número de pobres era grande, exhaustas. No era raro que la gente de los barrios se burlara de ellas ni tampoco que impresionaran a muchas personas que se interrogaban la razón de aquel sacrificio voluntario. A una joven, los superiores le pidieron que fuera al destino a pie muchos kilómetros para dar ejemplo de pobreza. Sor Genoveva tuvo mejor suerte y fue a Liancourt —unos 60 kms. de París— en carruaje público, pues, decía el se­ñor Vicente, «si va a pie, delicada como está, podría temerse que le sobreviniera alguna enfermedad». Luisa pronto llegó a quererlas como a hijas suyas; cuando aparecía algún peligro extraordinario, como la peste o la guerra, las mandaba volver a casa o no acudir al trabajo.

Luisa era mujer y recordaba el miedo a la soledad que experimentó siendo joven, y le horrorizaba que sus hijas pudieran sufrirla; por ello, una de sus mayores preocupaciones fue que las jóvenes no estuvieran solas. Al menos, de dos en dos, era más fácil superar el desaliento que engendraba el trabajo duro.

Vocaciones

Como si Dios, atento a las necesidades de los pobres, las trajera de la mano, las jóve­nes se presentaban a Luisa lenta pero continuamente. En marzo de 1634, eran ya un gru­pito del que se pudo escoger a cuatro para el Gran Hospital. El 31 de julio, habían au­mentado a doce de las que conocemos el nombre de ocho: María Joly, Nicolasa, Bárbara Angiboust, Juana, Margarita, Jaqueline, Magdalena y Micaela.

A medida que se iba conociendo la cofradía de viudas y solteras, muchas personas se interesaron por avivar a chicas con vocación. Unas veces, eran eclesiásticos los que en­viaban jóvenes a casa de la señorita Le Gras. Eran amigos de San Vicente o de los padres paúles y en sus Parroquias rurales, conocían a jóvenes inquietas por consagrarse a Dios, pero que se sentían imposibilitadas por falta de dote. Igualmente, estos eclesiásticos sen­tían como propia la angustia de los pobres de sus pueblos, aliviada, donde las había, por las Caridades. Otras veces, las traían las señoras de las Caridades, por el deseo de ayudar a chicas pobres, algunas de los pueblos de su territorio, a encontrar una consagración, im­posible hasta entonces, para las jóvenes sin bienes. También, por un verdadero amor a los pobres a los que tan bien servían las jóvenes de la Señorita. Sin olvidar que para las se­ñoras de la Caridad la nueva cofradía era una obra de Dios.

También, los padres paúles traían jóvenes de los lugares en los que misionaban por las mismas razones de todos: el interés en ayudar a chicas sin dote, el amor a los pobres y la ilusión por las Caridades. Esta ilusión la consideraban los misioneros como una obliga­ción. El misionero paúl sentía la necesidad de evangelizar al hombre entero y no lo con­sideraba realizado si no dejaba solucionado el problema de los pobres; por ello, en cada misión, dejaban constituida la cofradía de la Caridad para que se hiciera cargo de los en­fermos pobres del lugar. Las Hijas de la Caridad eran una parte de las Caridades.

Con todo, da la impresión de que la mayoría de las jóvenes eran atraídas por las mis­mas Hermanas, bien directamente animándolas a entrar en la cofradía, o bien indirecta­mente con su ejemplo. Las Hermanas eran mujeres que amaban de verdad a los pobres y se manifestaban enamoradas de su nueva situación; se sentían felices y arrastraban a otras compañeras, amigas y parientes

No se puede negar que también influyeron motivos bastardos en algunas jóvenes o en las personas que las enviaban, como podía ser la curiosidad y el atractivo que suponía ir a París, la gran urbe y un lugar donde fácilmente podían colocarse de sirvientas en casas señoriales. Ellas sabían que las campesinas eran preferidas a las mujeres de la ciudad, ge­neralmente maleadas en la malicia y en el lenguaje.

Otro aliciente adulterado, común a todas las épocas, era la atracción que presenta to­da obra nueva: una cofradía que se asemejaba a las congregaciones religiosas, pero con fines más actuales, con un carisma más sencillo y con una organización más moderna y original. Era, además, más cómodo, sin necesitar tantos trámites como las religiosas, no tener noviciado ni votos públicos ni clausura, lo que daba un aspecto de facilidad para en­trar, vivir y aun abandonar sin complicaciones jurídicas: aunque no era el sentimiento ni el pensamiento de Luisa, las jóvenes se sentían libres, sin un compromiso para toda la vi­da que tanto puede asustar.

Había otras dos motivaciones no tan ilegítimas que había que purificar. La primera era la dichosa dote inalcanzable para las pobres. Los conventos estaban reservados general­mente a mujeres nobles y adineradas, las pobres tenían que conformarse con el oficio de legas, pero para los servicios materiales bastaban unas pocas chicas. Mientras que las Hi­jas de la Caridad, sin dote, se hacían asequibles a gran número de jóvenes pobres que ex­perimentaban la llamada de Dios. De hecho, la casi totalidad de las primeras Hijas de la Caridad procedían de familias humildes.

La segunda era la indefinición de los primeros años. A algunas jóvenes, les parecía sencillamente una cofradía de gente buena dispuesta a hacer el bien a los pobres, y sin más se apuntaban. Y así, bastantes jóvenes, cuando se cansaron, abandonaron la Compañía. Sor Maturina Guérin lo recoge en su memoria: «Yo le oí decir [a Santa Luisa] que al prin­cipio, cuando comenzaron las jóvenes, éstas venían en gran cantidad, pero perseveraban muy pocas, y que ella sufría mucho al ver tanta diversidad de caras; de suerte que no vien­do otra cosa, este sufrimiento era casi continuo» (D 946).

Clarificar y limpiar estos intereses fue el trabajo diario de Luisa de Marillac. Durante los dos primeros años, ni Luisa ni el superior Vicente tenían ideas lúcidas sobre lo que pretendían con la agrupación. Sin ninguna duda, querían algo más que una simple cofradía de personas piadosas, pero aún no veían con claridad en qué consistía este algo más. Antes de 1636, era muy poco lo que exigían a las chicas para unirse a la cofradía: que quisieran, que fueran sanas y fuertes para poder servir a los pobres enfermos y que no tuvieran una sico­logía complicada; es decir, que tuvieran «buen espíritu y buena voluntad». Lo demás, ya lo irían adquiriendo o corrigiendo. Únicamente, se las expulsaba si no se corregían.

Formación

Formar a estas jóvenes fue tarea penosa y al mismo tiempo confortante para Luisa. Ve­nían de pueblos campesinos, sin cultura y muchas sin saber leer ni escribir. Las mucha­chas del campo no solían tener trato con personas de educación ciudadana, ni sabían re­lacionarse con personas cultas; aparecían como unas buenas mujeres, adornadas y afea­das con las virtudes, pasiones e inclinaciones que traían de la calle. No siempre eran co­mo Luisa quería. El superior Vicente le anunció que de algunas sólo «podía esperar pe­nas y disgustos» (I, c.296). A algunas, hubo que despedirlas por su comportamiento; no comprendieron ese algo más que exigían los fundadores: una permitía que los jóvenes re­cadistas pasasen la puerta y entrasen en casa; se la corrigió y ella optó por marcharse. Otra dio un bofetón a su compañera; al volver a hacerlo, se la despidió. En la Caridad de San Germán-en-Laye, una joven engañó de tal manera a las señoras —los poderes— que no se la pudo destinar por entonces, pero lo más escandaloso y amargo para Luisa era que había embaucado a dos ancianos que le proporcionaban bebidas y patés. Había algún ca­rácter dominador y soberbio, como la señora Pelletier, Hermana de buena posición eco­nómica y social, culta y de valer, pero liosa y engreída que hacía exclamar a Luisa: «Soy tan mala que hubiese querido que no hubiera existido esa frase de su pronto regreso» (c.11). Había ocasiones en que Luisa se exasperaba a pesar de los ánimos que le daba su direc­tor: «No se extrañe de ver la rebeldía de esa pobre criatura. Otras muchas cosas veremos… ¡Cómo me ha engañado esa pobre criatura!» (I, c.349).

No debe extrañar, por lo tanto, que al fundarse la Caridad del Gran Hospital, las da­mas rechazaran a las jóvenes de la señorita Le Gras, campesinas todas, y juzgaran más apropiadas a jóvenes de la ciudad para que las representaran en sus ausencias. También Vicente de Paúl creía así (I, c. 168). Pronto se dieron cuenta de su error y no había pasa­do un mes cuando pidieron a las Hermanas (I, c.171). ¿A qué se debió este cambio?

Al ocuparse de los pobres, junto a estas muchachas descubrieron dos cualidades difí­ciles de superar: que, sin duda, eran campesinas pero de pueblos cercanos a París, y un buen número de ellas habían visitado la ciudad cuando iban a pie a las fiestas o a las fe­rias para vender los productos del campo. Aunque de una manera pobre, sabían dirigirse a las señoras y hasta tenían un pequeño barniz de educación ciudadana con la ventaja de ser humildes y sencillas, sumisas y manejables, como las preferían las damas de la Cari­dad (I, c.273).

El segundo aspecto insustituible en una sirvienta era la vocación sobrenatural y la pre­paración que durante varias semanas les daba en su casa la señorita Le Gras. Luisa las for­maba para adquirir las sólidas virtudes cristianas, como la caridad, la responsabilidad, la tolerancia o, como decía Vicente de Paúl, las «virtudes de las buenas campesinas»: espí­ritu sencillo, humildad sin ambición, sobriedad en las comidas, obediencia y la estimada pureza que manifestaban con la modestia en las miradas, en el trato y en el vestir».

Obviamente, el esfuerzo de Luisa de Marillac en la formación de estas aldeanas fue enorme. Tuvo que superar enormes repugnancias que chocaban con su delicadeza, su cul­tura y su educación. Nadie mejor que una de ellas, Sor Maturina Guérin, para mostrarnos el esfuerzo: «Con la gracia de Dios y bajo la dirección de nuestro muy honorable Padre [Vicente], hizo con mucha dificultad una agrupación ordenada, mucho más difícil de le­vantar por la rusticidad de la mayor parte de los sujetos… La rusticidad de las buenas jó­venes de pueblo era contraria a su espíritu; no obstante su repugnancia, nunca las rehusó, sino que para ella se reservaba a las más rústicas» (D 946).

Tanta debía ser la ordinariez de estas mujeres que un día brotó de sus labios una do­lorida queja a su director. Vicente, campesino también él, procuró animarla: «En cuanto a lo que me dice de ellas, no dudo de que son tal como me las describe, pero es de espe­rar que se vayan haciendo y que la oración les hará ver sus defectos y las animará a co­rregirse de ellos» (I, c.182).

El plan de formación, como en todo lo esencial, lo trazó San Vicente, no porque fue­ra exclusivamente suyo sino porque era el hombre, el sacerdote y el director, y Santa Lui­sa lo veneraba, pero el proyecto se hizo entre los dos en conversaciones o por carta. Sin embargo, como siempre, era Luisa quien lo llevaba a la práctica. Eran unas líneas que abar­caban lo necesario para el servicio material y espiritual a los pobres, y para vivir felices en comunidad.

Ante todo, se dirige a la persona; hacer unas mujeres responsables y dueñas de sus ac­ciones según el modelo cristiano. La mortificación, o sea, el dominio de la voluntad, fue el medio imprescindible para lograr el control de todo el interior y exterior: «Será conve­niente —le escribía Vicente— que les diga en qué consisten las virtudes sólidas, espe­cialmente la de la mortificación interior y exterior de nuestro juicio, de nuestra voluntad, de los recuerdos, de la vista, del oído, del habla y de los demás sentidos; de los afectos que tenemos a las cosas malas, a las inútiles y también a las buenas, por amor a nuestro Señor, que las utilizó de ese modo, y habrá que robustecerlas en ello, especialmente en la virtud de la obediencia y en la de la indiferencia; pero como el hablar mucho le perjudi­ca, hágalo solamente de vez en cuando. Será conveniente que les diga que tendrán que ayudarse en adquirir esa virtud de la mortificación, y ser ejercitadas; yo también se lo di­ré, para que estén dispuestas a ello» (I, c.182).

Si pretendían servir a los pobres, no podían ser presumidas ni debían tener «afición a aparecer bien vestidas». Había que acostumbrarlas a prescindir de ese «poco de vino» que, antes de comenzar la faena, tomaban las campesinas como desayuno (I, c.207,264). Co­mo la enseñanza de las niñas pobres entraba en los primeros objetivos de la fundación, convenía que aprendiesen a «manejar la aguja» y a leer. Había que enseñarlas a llevar una escuela y si era preciso, irían a aprenderlo de las ursulinas.

Unión y alegría en la comunidad

Todo este sencillo e ilimitado programa cayó sobre su sicología preocupada. A Luisa, no le importaba la fatiga, la intranquilizaba la responsabilidad de formar a otras personas. Luisa, a pesar de ello, estaba capacitada para desempeñar el compromiso: ella misma ha­bía logrado la santidad, las dominicas de Poissy le enseñaron sin grietas las humanidades y en la pensión de aquella desconocida señorita aprendió a desenvolverse en las faenas de una casa. Pero había algo que nunca le habían enseñado: a formar una comunidad. Y era lo que primordialmente tenía que realizar.

Una comunidad unida y una convivencia alegre fue el ansia que durante muchos años más insistentemente manifestó Luisa en sus cartas a las Hijas de la Caridad. Luisa sabía que cada Caridad de señoras era autónoma, y también que en el reglamento general ca­bían las diferencias peculiares de cada lugar donde atendían a los pobres, pero su Caridad recién estrenada era diferente. Sus jóvenes se extendían por todas las otras Caridades y trabajaban a las órdenes de las señoras. Se podría afirmar que las señoras eran sus supe­rioras durante el trabajo. Cuando estaban en casa, sin embargo, las jóvenes dependían ex­clusivamente de la señorita Le Gras y del señor Vicente. Y éste era el aspecto atormenta­dor: Luisa procuraba inculcarles en la vida interna de casa un carácter peculiar que las unía en un grupo bien definido, con cierta forma de comunidad organizada y con un aire de fa­milia espiritual.

En los comienzos, las jóvenes se reunían en el piso de la señorita Le Gras para escu­char sus enseñanzas en estilo coloquial y las del superior Vicente en forma de conferen­cias. Éste, como verdadero superior, estaba atento a que se realizara el modelo de agru­pación que él y su colaboradora iban madurando lentamente. Vicente se lo advertía a to­das juntas, semanalmente al menos en la intención. Éste era su papel. A cada Hermana in­dividual y a cada comunidad en particular, Luisa les hablaba o escribía para que asumie­ran las virtudes claves del cristianismo y las ideas vicencianas de lo que será la Compa­ñía de las Hijas de la Caridad. Vicente repetía con toda paciencia pensamientos de espi­ritualidad sobre el servicio a los pobres y sobre la naturaleza jurídica de la cofradía en la Iglesia. Lo hacía de una manera sencilla: son las sirvientas de sus amos y señores los po­bres, y éstos son los miembros dolientes de Jesucristo; servir a los pobres es servir a Dios que está en ellos, y si un pobre tiene necesidad urgente, hay que dejarlo todo, hasta la Eu­caristía y la oración, para socorrerlo, pues es dejar a Dios para encontrar a Dios.

Desde los primeros meses, Luisa logró inculcar a las jóvenes un embrión de vida comunitaria: las dos o tres que trabajaban en una parroquia llevaban vida en común y po­nían en común el fruto de su trabajo; hacían los mismos rezos y llevaban el mismo hora­rio; asistían a la Eucaristía y una de ellas, generalmente la mayor, hacía de superiora. Lui­sa les había dado un reglamento que obligaba a todas y un horario para todos los grupos. Vicente de Paúl se lo explicó en una conferencia.

Algunas veces, Luisa se angustiaba por una labor tan delicada y pensaba que no era buena formadora ni la directora adecuada. Su refugio era el director Vicente que la ani­maba y la consolaba. Aunque tenía como consejeras a las señoras Goussault y Polaillon, el peso y la realización de la formación los llevaba ella sola: reunía a las jóvenes y les hablaba, las corregía y las guiaba. Día a día, las iba haciendo Hijas de la Caridad. Con razón, el superior Vicente, cuando escribía a Luisa, las llamaba con simpatía sus hijas. Vicente de Paúl se había acostumbrado a depositar en ella su confianza y a dialogar y a discutir con ella los puntos de la cofradía. No imponía nada si no había sido aprobado por Luisa, y si estaba ausente, esperaba su regreso. Pero Vicente asumía ser el superior. Era Luisa quien admitía y despedía a las jóvenes, pero siempre con la aprobación del su­perior. Cuando su director le escribía acerca de las jóvenes, aunque con delicadeza, él daba las órdenes.

También, Luisa se había acostumbrado no sólo a conversar sobre las ideas del direc­tor sino también a sugerirle las suyas propias. En 1636, la presencia de Luisa se sentía tan necesaria que, restablecida de una grave enfermedad, recibió del superior un elogio feliz:

«Sé que está contenta porque le entristecía dejar a las Hermanas en esta situación. Veo que por ellas nuestro Señor la conserva» (I, c.263). Vicente de ninguna manera anuló el papel de Luisa, ni siquiera lo rebajó. El mismo horario, que explicó en la primera confe­rencia que se conserva escrita, no era más que el horario que había redactado la Señorita, con escasísimas modificaciones.

La cofradía se convierte en Compañía

Desde el año 1636, Luisa se encontró metida de lleno en la consolidación de esta Caridad tan peculiar. Ya no salía tanto por los pueblos a visitar otras Caridades. Algunas de las sali­das, aconsejadas por su director, las necesitaba para cambiar de aire y para descansar. Com­probaba que su vida pertenecía a esta Caridad y le entregó sus energías en un empeño de afian­zar su transformación en Compañía. Desde 1636, se realizaron en la cofradía ciertos cambios que uno a uno parecían insignificantes, pero que todos juntos nos convencen de que en la men­te de los fundadores las jóvenes de la Caridad formaban ya una pequeña Compañía.

En mayo, hablaban ya de una vocación y se preocuparon de convencer a las jóvenes de que habían entrado en la cofradía por una vocación divina. No hay que olvidar que la vida religiosa en aquella época se consideraba por lo general una ocupación como otra cualquiera y que ordinariamente la decidían los padres. A menudo, eran las circunstancias económicas y sociales o el orden de nacimiento lo que imponía el estado de vida a esco­ger: casada o religiosa, ya que la soltería era mal vista y peligrosa para una mujer. Y no es que se juzgue la rectitud de una vocación con criterios actuales ni que se niegue que esos condicionamientos no sean parte integrante de una verdadera vocación divina. En­tonces como hoy, las mediaciones materiales pueden entrar como constitutivas de la vo­cación. Pero es que esa ocupación en un convento era para siempre, mientras que aplica­da a las jóvenes de una cofradía secular fácilmente se consideraba como una ocupación temporal en una obra de caridad, o como una ocupación de por vida que diera sustento económico y situación social. Tanto Luisa como Vicente se esforzaron en inculcarles que para ser Hija de la Caridad necesitaban una vocación divina.

Entre las varias mentalidades sobre la vocación que se han manifestado a través de la historia, los fundadores tuvieron presente dos: En los primeros años, preferían acogerse a San Francisco de Sales y considerar la vocación como una atracción hacia el sacerdocio, la vida religiosa o las Hijas de la Caridad. Posteriormente, cuando ya existía la Caridad y era una Compañía, expusieron a las Hermanas la vocación a la manera de Bérulle, como el designio eterno de Dios sobre una persona para que siga un camino. La persona nace con la impronta de la vocación eterna que realiza en la historia.

Para afianzar el cambio de cofradía a Compañía, se mudaron de alojamiento y de lu­gar. Se trasladaron de la ciudad de París a La Chapelle, un pueblo cercano a San Lázaro donde vivía el señor Vicente. Gobillon dice que el cambio fue en mayo de 1636 y que fue­ron tres los motivos por los que se hizo: estar más cerca del priorato de San Lázaro, ha­bituar a la comunidad naciente a un espíritu de sirvientas de los pobres y formar a las jó­venes en la vida pobre, humilde, sencilla y laboriosa de las campesinas. No se olvide que la mayor parte de las sirvientas de las casas de categoría venían del campo.

SV. I, c.237. Compañía en el sentido que hoy se da a las Sociedades de Vida Apostólica. Hasta esta fe­cha, se consideraba una cofradía o asociación de la Iglesia tal como lo expresa el Título V de la P parte del Có­digo de Derecho Canónico. Ver I, c.330, 339, 356.

Hoy La Chapelle está absorbida por París. De aquel pueblo, sólo queda el nombre de una calle, un Bou- levar y una plaza. Una placa colocada en una casa de la plaza recuerda el domicilio de las Hijas de la Caridad.

No se puede aceptar que domiciliarse en La Chapelle fuera por estar más cerca del su­perior Vicente, ya que en otro momento el mismo Vicente las quiso alejar a un extremo de la Villette, pueblo más alejado aún de San Lázaro, y prefería que el alojamiento de las Hermanas no estuviera cerca de los padres paúles por una razón tan conocida y respetada como la que aducía: «Estamos en medio de gentes que lo observan todo y juzgan de to­do. Apenas nos viesen entrar tres veces en su casa, se pondrían a hablar y a sacar conse­cuencias que no podríamos decir hasta dónde llegarían» (I, c.223).

Hubo un momento en que la guerra contra los españoles amenazó con desbaratar la evolución de las Hijas de la Caridad en La Chapelle. Hacía un año que Francia había de­clarado la guerra a España. Las tropas españolas e imperiales invadieron Francia desde los Países Bajos. El general en jefe era el cardenal-infante Fernando de Austria; a sus ór­denes, estaban Tomás de Saboya y Bernardo de Sajonia-Weimar. El frente de Francia se derrumbó en pocas semanas; el 4 de agosto los españoles y croatas pasaron el río Somme y cercaron Combie que se rindió el 15 de agosto y rápidamente tomaron Cappelle, Cate­let, Corbie, Roye y Montdidier. La vanguardia de las tropas imperiales fueron vistas en la región de Compiégne, a 70 kilómetros de La Chapelle. Las tropas francesas se refugiaron en Clermont, a menos de 60 kilómetros de la casa de Luisa. Los habitantes de la campi­ña se refugiaron en París y el pánico se apoderó de la ciudad desguarnecida. Con un es­fuerzo heroico, los franceses intentaron defenderse y rechazar al enemigo. Lo cuenta San Vicente: «París está esperando el asedio de los españoles que han entrado en Picardía y la están devastando con un poderoso ejército, cuya vanguardia se extiende hasta 10 o 12 le­guas de aquí, de forma que el pueblo llano huye a París; y París anda tan asustado que muchos huyen a otras ciudades. El rey, sin embargo, intenta levantar un ejército para opo­nerse…; y el lugar donde se levantan y se arman es aquí [San Lázaro], de forma que el es­tablo, la leñera, las salas y el claustro están llenos de armas, y los patios de gente de gue­rra» (I, c.240).

Los ejércitos franceses se rehicieron, recuperaron Corbie el 14 de noviembre y la guerra se alejó hasta las fronteras del Estado. En La Chapelle, se volvió a vivir la cal­ma y en casa de las Hermanas, según pasaban los meses, la cofradía llegó a la mayoría de edad.

Luisa examinaba detenidamente si era divina la vocación que decían traer las jóvenes; y éstas comprendieron lo que quería decir vocación. Así Sor María Dionisia cuando se ne­gó, a pesar del mandato de Vicente, a servir a la futura duquesa de Aiguillon y explicó que ella «había dejado padre y madre para servir a los pobres por amor de Dios». Tam­bién, porque su vocación era servir a los pobres, Sor Bárbara Angiboust igualmente se ne­gó a servir a la misma señora, y completó el sentido de vocación diciendo que estaba asus­tada por tener que vivir en un palacio, ella a quien «nuestro Señor había entregado a los pobres». Estas respuestas emocionaron a Vicente y las aprobó: «¿Qué le parece, señori­ta? ¿No le entusiasma ver la fuerza del espíritu de Dios en esas dos jóvenes y el despre­cio que les inspira el mundo y sus grandezas?» Convencido de la verdad de la empresa, depositó la Compañía en manos de Luisa: «No puede imaginar el ánimo que esto me ha dado y el deseo de que vuelva usted pronto y con buena salud para trabajar aquí en con­ciencia» (I, c.232, 218).

La preparación que les daba Luisa ya no duraba unas semanas solamente, se alargaba unos cuantos meses en una especie de noviciado y ella era la directora. Al mismo tiempo, las jóvenes se convencían de que al entrar en la Compañía no sólo asumían un servicio sino también el compromiso de vivir un nuevo género de vida. Con este sentimiento, o es extraño que cierta Sor Bárbara pidiese permiso al superior Vicente para entrar en las Bernardas de Argentueil; paso que no aprobó el fundador. Abandonar la Compañía no se consideraba ya como una cosa natural sino como algo que podía extrañar y alborotar.

Por el tiempo en que vivían en La Chapelle, el pueblo sencillo confundió el nombre de Caridad de jóvenes con el de Hijas de la Caridad que será el vulgar con que las llama­rá la gente de la calle.

Lo más penoso para Luisa de Marillac era que no podía apoyarse en otras Congrega­ciones religiosas para organizar a las Hijas de la Caridad ni siquiera acudir y leer libros para sacar ideas de cómo dirigir la Compañía, por la sencilla razón de que la Compañía de las Hijas de la Caridad era única hasta entonces, no existía otra igual ni se había es­crito algo sobre ella. Apoyados en Dios, todo tenían que solucionarlo ella y Vicente de Paúl.

 

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