Luisa de Marillac (14) (Daydi)

Mitxel OlabuénagaLuisa de MarillacLeave a Comment

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Sus grandes virtudes

RAZÓN DE LA CONFERENCIA NECROLÓGICA DE LA B. LUISA DE MARILLAC, LA GLORIA DE DIOS Y LA IMITACIÓN DE SUS VIRTUDES. SU UNIÓN CONSTANTE CON DIOS. — SU AMOR A LOS POBRES, A LAS HERMANAS, ESPECIALMENTE A LAS ENFERMAS. — HUMILDAD. — PRUDENCIA. — RECOMENDACIÓN DE SAN VICENTE DE PAÚL. — POBREZA. — ESPÍRITU INTERIOR. — SAN VICENTE INCULCA LA NECESIDAD DE LA VIDA INTERIOR. — EJEMPLO DE LAS HER­MANAS DE POLONIA. — RESPETO DE LA B. MADRE HACIA LAS HERMANAS. — DULZURA, TOLERANCIA Y PACIENCIA. — SUMISIÓN Y CONFIANZA EN LA DIVINA PROVIDENCIA.

Aun cuando en el curso de esta historia hemos tenido oca­sión de hacer resaltar las grandes y hermosas virtudes de la B. Luisa de Marillac, no creernos por demás presentarlas reunidas en un solo capítulo que las abarque todas.

Para conseguir este objeto, nada nos ha parecido más a propósito que transcribir aquí la conferencia necrológica de la bienaventurada Madre, presidida por san Vicente de Paúl, en la que sus propias Hijas, testigos de su piadosa vida, nos las presentan en toda su luz, con aquel carácter de sinceridad y candorosa sencillez que les es tan peculiar. Recojamos con amor y respeto todo cuanto se dijo en aquella conferencia los días 3 y 24 de julio de 1660.

He aquí esta tierna y hermosa página, tomada de las notas de las primeras Hijas de la Caridad que a ella asistieron.

Habiendo llegado, dicen, nuestro muy honorable Padre al lugar de la conferencia, después de haber invocado, como solía, la asistencia del Espíritu Santo, nos habló así:

«Mis amadas Hermanas: doy gracias a Dios de haberme conservado aún hasta este instante en que tengo el consuelo de veros reunidas todas juntas. Podéis muy bien creer que he deseado en extremo haberlo podido verificar durante la grave enfermedad de la buena señora Legrás; pero yo sufría también una penosa enfermedad, que me ha debilitado bastante. Tal ha sido la voluntad de Dios y creo que si lo ha permitido, ha sido para la mayor perfección de la persona de quien vamos a ha­blar… Vamos, pues, a tratar de la señora Legrás, de sus vir­tudes, de aquéllas, sobre todo, que más os proponéis imitar; porque debéis seguir sus ejemplos, si deseáis ser buenas Hijas de la Caridad.

Esta conferencia se dividirá en tres puntos, como es cos­tumbre. Será el primero los motivos y razones que tienen las Hijas de la Caridad para proponerse imitar las virtudes de aquellas Hermanas que han ido ya a Dios y muy particular­mente las de su muy amada. Madre, la señora Legrás. El se­gundo, las virtudes que han notado en ella. El tercero, cuáles son las que más vivamente les han impresionado y que se pro­ponen imitar con la gracia de Dios.»

La primera Hermana a quien el señor Vicente dirigió la pregunta, no pudo hablar; el dolor y las lágrimas sofocaron su voz. No pudo, en aquel momento, recordar a su buena Madre, sin pensar que la había perdido. Recobróse y volvió en sí poco después, como diremos más abajo. Fué preciso preguntar a otra, y ésta respondió: La primera razón que me ha parecido deber más empeñarnos en considerar las virtudes de nuestra muy honorable Madre, es para dar por ellas gracias a Dios; la segunda es para animarnos a imitarlas, y si así no lo hacemos, será esto para nosotras gran motivo de confusión delante de Dios, porque nos la había dado como modelo que debíamos seguir.

En cuanto a las virtudes que he visto resplandecer más en ella, digo, en primer lugar, que su espíritu estaba siempre ele­vado a Dios, mayormente en sus penas y en sus enfermeda­des; en todas las cosas no miraba ni se proponía más que su santa voluntad. Nunca se quejaba de sus males; al contrario, su espíritu parecía hallarse en ellos tranquilo y contento.

En segundo lugar, tenía gran afición a los pobres, hallando particular satisfacción en servirles. Yo la he visto acoger a los que salían de las cárceles, les lavaba los pies, los aseaba y ves­tía con los vestidos de su señor hijo.

En tercer lugar; poseía en grado sumo la caridad para con las Hermanas enfermas ; iba con frecuencia a visitarlas en la enfermería, teniendo mucho gusto en prestarles algún pequeño servicio; pero, sobre todo, ponía gran cuidado en asistirlas en la muerte, y, si ésta acaecía de noche, se levantaba de la cama, a menos de hallarse muy enferma. Cuando sus enfermedades no le permitían ir en persona, enviaba a la Hermana Asistenta a verlas de su parte, para saludarlas y llevarles algunas pala­bras de consuelo. A las que enfermaban de peligro en las dis­tintas parroquias de París, iba también a verlas. Su ternura para sus queridas Hermanas era tal, que era necesario tomar algunas precauciones para anunciarle que Dios había dispuesto de alguna de ellas; pues se impresionaba tanto que, en muchas ocasiones no le era posible contener las lágrimas. Con un cora­zón como el suyo no hay que sorprenderse de que tuviera para su señor hijo y para toda su familia los sentimientos que pres­criben a la vez la naturaleza y la religión.

En fin, llevaba la humildad tan lejos como es posible llevar­la; era la primera en acusarse y pedir perdón a todas las Her­manas. Yo la he visto postrarse en tierra, donde hubiera que­rido que todas la pisasen, lavaba la vajilla y hubiera hecho los oficios más bajos y penosos de la casa, si sus fuerzas se lo hubieran permitido. Alguna vez servía en el refectorio y allí pedía perdón de sus faltas y hacía actos de penitencia, como extender los brazos en cruz y postrarse en tierra.

Habiendo terminado de hablar, el señor Vicente pidió a otra Hermana dijera lo que había notado de particular, a lo que contestó, diciendo: Padre mío, tenía la señora consumada prudencia en todas las cosas. Parecía conocer todos nuestros defectos, pues nos los decía antes que le hubiésemos hablado; pero usaba de gran prudencia en sus avisos. Nos recomendaba mucho que no buscásemos en nuestras acciones nuestro propio interés, sino sólo la gloria de Dios. Era también muy interior.

A estas palabras, nuestro honorable Padre añadió las si­guientes reflexiones: «Hermanas mías, se nos acaba de indi­car una virtud de vuestra digna Madre muy esencial. Cierta­mente, yo creo no haber tratado nunca con persona alguna de mayor prudencia que ella. La poseía en el más alto grado, y deseo con todo mi corazón que la Compañía tenga esta virtud que le es tan necesaria. Consiste en ver cómo debemos por­tarnos en todas las cosas y principalmente en examinar bien los medios, el tiempo y el lugar en que debemos hacer las adver­tencias, que tenemos obligación de hacer. Quiera Dios, Her­manas mías, claros esta virtud, tal como Él sabe que la necesi­táis, pues no os basta una prudencia cualquiera. Tenéis que tratar con personas de condición y con los pobres; importa, pues, saber manejaros correctamente en tan distintas circuns­tancias. Y ¿quién hará esto? la prudencia. Hay una prudencia falsa, que no atiende al tiempo ni al lugar, que en todo obra inconsideradamente.

Es muy difícil no incurrir en esta falta. Oh, Dios mío, ape­nas hay religión que no haya caído en ella, no obstante ser cosa muy peligrosa, y bien sabéis que entre vosotras algunas han perdido su vocación por esta causa. Si se cometen impruden­cias en vuestra Compañía, se hablará mal de ella, de un lado; mientras que por el otro se hablará bien. En Narbona se hacen los más grandes elogios de vuestras Hermanas, porque son de modestia y circunspección admirables y quizás en otra parte se diga: ¡He ahí unas mujeres sin prudencia, que no reflexio­nan lo que hacen!

Prudencia, pues, mis muy amadas Hermanas, prudencia en todas partes, con ella gozaréis por doquiera de tranquilidad y sin ella no tendréis más que confusión y desorden. Para obte­nerla conviene pedirla mucho a Dios y ¿quién os ayudará a adquirirla? Vuestra Madre que está en el cielo; pues no es menor su caridad para con vosotras, ahora en aquella mansión bienaventurada, que la que tenía sobre la tierra; más aun, la tiene mayor más perfecta. Dirigíos, pues, a ella, porque aunque no se debe honrar con culto público a los difuntos que no están canonizados, podemos invocarlos en particular.»

Después de estas palabras, pidió el señor Vicente a otra Hermana dijera lo que había notado en la piadosa difunta. Padre mío, dijo, he conocido que deseaba mucho que la Com­pañía se conservara en el espíritu de humildad y de pobreza; nosotras, solía decir, somos las siervas de los pobres, por con­siguiente, debemos ser más pobres que ellos.

Aquí la interrumpió nuestro honorable Padre, diciendo: «Tenéis mucha razón en decir que vuestra amada Madre amaba mucho la pobreza ; para convencerse de ello no hay más que ver cómo iba vestida, y no obstante vestir pobrísimamente, aun le parecía demasiado bien y me había pedido, en otro tiempo, la permitiera vivir en mayor pobreza. Por lo que respecta a vuestra Compañía, recomendaba siempre que se mantuviera perpetuamente en este espíritu, y, a la verdad, este es el medio soberano para asegurar su conservación. La pobreza es una virtud que Nuestro Señor practicó sobre la tierra y ha que­rido que sus apóstoles la practicasen también. El Maestro y sus Discípulos fueron pobres en su comida y en su porte, y la misma voz que ha dicho: ¡Ay de vosotros ricos! dijo también: Las zorras tienen sus madrigueras y las aves sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza. Cuerda­mente, pues, vuestra piadosa Madre os ha hecho guardar du­rante veinticinco años exacta pobreza en todo: en vuestros vestidos, en vuestro alimento y en todas vuestras necesidades. ¡Qué desgracia si alguna de vosotras fuere relajándose en este punto! ¡Si en vez de contentarse con la frugalidad del refec­torio, buscase la mesa de las señoras…! ¡Ah! si por desgracia sucediese que alguna de vosotras se permitiera decir: «No se nos trata bien en el alimento, no se puede vivir de esta manera, etcétera!» ¡Ah, Hermanas mías! sería preciso gritar ¡al lobo! mejor sería separar este espíritu, como el espíritu del demonio, que debe expelerse desde el principio. Conservad, Hermanas mías, la pobreza y la pobreza os conservará; consentid más bien en ir vestidas de harapos, antes que salir de vuestra sen­cillez.

Imprimid, Señor, estas máximas en. nuestros corazones, grabadlas tan profundamente en ellos, que, viendo a una Hija de la Caridad, se vea brillar en ella el espíritu de pobreza y que se diga : iBendito sea Dios que le ha dado este espíritu!»

Después de estas reflexiones, la Hermana continuó dicien­do que había observado en la señora Legrás, que manifestaba igualmente su afecto a una de sus Hijas que a otra, y que pro­curaba contentar a todas.

«Así es, repuso el señor Vicente, y, aun cuando la efusión de su corazón no se traslucía siempre igualmente, yo sé muy bien que su amor se extendía a todas. Padre mío, añadió la Hermana, la señora tenía gran cui­dado por la salvación de las almas, era muy interior y tenía siempre su espíritu ocupado en Dios.

El señor Vicente se detuvo mucho en este último artículo. Después de haber establecido que, ser interior es tener el espí­ritu y el corazón elevado a Dios y estar desprendido de todo afecto del mundo, de parientes, de país, en una palabra, de todas las cosas de la tierra, exhortó a las Hermanas a decir con frecuencia: «Destruid, Señor, en mí todo cuanto os des­agrada y haced que en adelante no esté yo llena de mí misma. Haced que, en cada una de mis acciones, no tenga más deseo que el de complaceros.»

Viniendo después a hablar de la señora Legrás, y habiendo manifestado que los mayores santos no están exentos de alguna sombra de imperfección, dijo, que los pequeños movimientos de su genio pronto, que alguna vez se habían notado en ella y de los que se humillaba al momento, no eran nada y habría costado mucho hallar en esto pecado alguno, pues hay enojos, que corno el de Jesucristo, cuando echó a los vendedores del templo, son muy legítimos : Irascimini el nolite peccare, dice el Profeta rey.

Añadió que, en los treinta y ocho años que conocía a esta señora, no había reconocido en ella sino un alma siempre pura, pura en su juventud, en su matrimonio, en su estado de viuda que en sus confesiones lloraba tanto sus más leves faltas, que le costaba trabajo tranquilizarla.

De todas estas reflexiones, nuestro honorable Padre con­cluyo que cada una de las Hermanas debía hacer los mayores esfuerzos para ser muy interior, es decir, para no ocuparse más que en Dios y no ver más que a él en todas sus acciones. «Así, pues, Hermanas mías, decía, cuando os veáis tentadas de ceder a algún movimiento desarreglado, debéis deciros a vos­otras mismas: Yo soy Hija de la Caridad; por consiguiente, Hija de la señora Legrás, la que, no obstante la inclinación de la naturaleza, supo tan bien vencerse y no ocuparse más que en Dios; a su ejemplo quiero yo también sobreponerme a mí misma.»

Pero como la tibieza pretende algunas veces justificarse y se excusa diciendo que no a todos es dado imitar a esas almas privilegiadas, que Dios las conduce por los caminos de la pre­dilección, el señor Vicente, que de todo se aprovechaba para excitarnos a la virtud, hizo ver que, las Hijas de la Caridad podían y debían seguir las huellas de su Madre en Jesucristo. Una carta que acababa de recibir de Polonia la suministró la prueba de esta importante verdad. Uno de sus sacerdotes, que se hallaba en Varsovia, le escribía que la reina había hecho un largo viaje y que, antes de partir, había encargado .a las pobres Hijas de la Caridad que mantuvieran por todas partes el buen orden, en cuanto les fuera posible ; lo que habían realizado con tanta prudencia y con tan general aplauso, que esta princesa, a su regreso, había quedado encantada de la relación que se le hizo y, para manifestarles su satisfacción, se había quedado un día entero con ellas, en su casa, con grande alegría y muestras del más singular afecto.

«Ved, pues, Hermanas mías, prosiguió nuestro muy hono­rable Padre, en qué olor de reputación coloca vuestra Com­pañía una vida que es verdaderamente interior, verdadera­mente de Dios. Quitadle este lustre y se lo quitaréis todo.

Cuánto mal no causa una Hermana que marcha por el camino opuesto! Dará qué decir a toda una ciudad ¿qué digo? a toda una provincia; los eclesiásticos y hasta los mismos príncipes tendrán conocimiento de su mala conducta. Sí, Hijas mías, el mal que hace una sola persona, es capaz de perder a toda una Compañía. Redoblemos, pues, nuestro celo y pidamos ince­santemente a Dios que toda la Comunidad y cada uno de sus miembros en particular se santifique, y el rebaño se multipli­cará.

De dos otras Hermanas que el señor Vicente hizo hablar en seguida, dijo la primera sencillamente que no tenía más que decir, sino que la santa difunta era un espejo, en el cual la Compañía no tenía más que fijar la vista, para ser perfecta; yo siempre he reconocido, añadió, que la señora tenía con nos­otras tanta paciencia y tan grande caridad, que de ella estaba toda penetrada.

Padre mío, dijo la segunda, tenía conmigo una caridad tan grande, que, cuando sospechaba que yo tenía alguna pena inte­rior, me prevenía con gran dulzura.

La Hermana que había sido interrogada al principio y que no había podido responder, porque el llanto le había cortado la palabra, se puso entonces en pie y dijo: Padre mío, si tenéis a bien que hable, procuraré hacerlo.

«Me daréis mucho gusto, Hija mía, respondió nuestro muy honorable Padre, sintiéndose a su vez tan conmovido que no pudo contener las lágrimas.

Después de haber dicho en breves palabras que era justo que las Hijas hablasen de las virtudes de su querida Madre, tanto para glorificar a Dios, cuanto para animarse a seguir sus ejemplos, como es su deber, puesto que de ella quiso Dios valerse para enseñarles el modo como debían conducirse para serle agradables, continuó así:

Tocante a las virtudes que esta digna Madre ha practicado, sería necesario un libro entero para poderlas describir e inte­ligencias superiores a las nuestras para poderlas relatar. Sin embargo, puesto que la obediencia lo exige de mí, es preciso, hacerlo, aunque cuando yo habré dicho todo cuanto la memoria haya podido retener, siempre quedará mucho más por decir.

Tenía una humildad admirable, la que se manifestaba en tantas ocasiones, que es cosa que no se puede explicar. Esto’ era lo que le hacía tener gran respeto a todas las Hermanas, de suerte que era la primera en saludarlas, las mandaba con ruegos y súplicas, agradeciéndoles tan afectuosamente los servi­cios que le prestaban o las incomodidades propias de ciertos empleos, que alguna vez me quedaba confusa.

Yo la he visto humillarse hasta el punto de pedirme que le advirtiese sus faltas. Mi dificultad estaba en hacerlo, porque no le encontraba ninguna, por más atención que pusiese, por­que así me lo había mandado.

«Tenéis razón, Hermana mía, repuso el señor Vicente, esto es lo que yo os he dicho, habría sido bien difícil encontrar alguna falta en ella. No quiere decir esto que no las tuviera, pues el justo cae muchas veces al día; sino que sus faltas eran tan leves, que eran imperceptibles. Proseguid, hija mía.

Padre mío, si acontecía alguna vez que ciertas Hermanas no recibían bien las advertencias que les hacía y parecían dis­gustadas delante de mí, me preguntaba si habría sido ella causa de esto, si me parecía que les había hablado con demasiada dureza c de alguna otra manera que no convenía, y cuando yo le aseguraba lo contrario, excusaba siempre a la que se había mostrado descontenta, lo mismo que a aquellas cuyas faltas le referían. Debemos sufrir,

a llamar expresamente para pedirme perdón, cuando creía haberme disgustado en algo, aunque fuese yo la que hubiese faltado y frecuentemente se me anticipaba, cuando yo debiera haber sido la primera en darle satisfacción.

En las conferencias de los viernes, se acusaba siempre con gran humildad. Se atribuía todas las faltas que se cometían en la Compañía, corno si Dios no las hubiera permitido sino para castigarla por su flojedad en su servicio.

Tenía gran caridad, así para con los pobres, a los que servía con indecible placer, como para con las Hermanas, a las que soportaba y excusaba siempre cuanto era posible. Es verdad que, cuando era preciso, las reprendía con cierto aire de seve­ridad; pero siempre era movida por un principio de caridad.

Sentía tierna compasión de madre para con las que sufrían del cuerpo o del espíritu, soportando por muchos años a algunas Hermanas que, por sus imperfecciones, merecían haber sido despedidas, esperando siempre para ver si se corregían; y a cuántas tal vez ha salvado por este medio!

Su amor a la santa pobreza era tan grande, que no se podía hacerla consentir en llevar alguna cosa nueva, mientras que para las demás daba con la mejor buena voluntad cuanto nece­sitaban. Jamás quiso permitir que se le hiciera una capa de una pieza de sarga que le habían dado para esto; la suya era muy usada y llena de remiendos de diferentes colores y nunca se pudo conseguir que la dejase. Si alguna vez, sin saberlo ella, se le ponía algo nuevo, se lo quitaba tan luego como lo adver­tía. No usaba otras cofias que las que creía haber sido compradas de lance.

Una de las cosas que más deseaba era que la Compañía se mantuviese, después de su muerte, en este espíritu de pobreza y de frugalidad que juzgaba necesarias para su conservación. Era un suplicio para ella el que, por sus enfermedades, fuera preciso alguna vez, alimentarla de distinto modo del de sus Hermanas, de lo que se humillaba y pedía perdón, como si la necesidad no quitara toda falta.

Su confianza en la divina Providencia era admirable y exhortaba continuamente a sus Hijas a descansar en su mano bienhechora, que no falta jamás a los que en ella confían. Su sumisión a todas las disposiciones de Dios correspondía per­fectamente a esta confianza, y esta sumisión, que nunca se mani­fiesta mejor que en las enfermedades, resplandeció en las muchas que ella padeció, principalmente en la que nos ha pri­vado de ella, en fa cual sufrió los más violentos dolores y la privación de las personas más queridas en el mundo, y, aunque tan dura prueba no pudo dejar de serle muy sensible, no manifestó jamás por ello su pena.

Estaba dotada de gran dulzura y todas las Hermanas que se llegaban a ella eran acogidas con tanta amabilidad que les penetraba el alma.

Para juzgar de la discreción de su gobierno, no hay más que fijar la vista en el buen estado en que dejó la Compañía, así en lo temporal como en lo espiritual. Pero querer relatar todas sus virtudes, sería cosa de nunca acabar.

En fin, el señor Vicente terminó la conferencia con estas palabras, que le eran familiares, en las que se reconoce su pro­funda humildad: «Ruego a Nuestro Señor, aunque indigno y miserable pecador, que os dé su santa bendición, por los mé­ritos de la que dio a sus apóstoles al separarse de ellos y le suplico que os desprenda de todas las cosas de la tierra y os aficione a las del cielo. Benedictio Dei omnipotentis, etc.

 

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