Durante los siglos XV, XVI y primera mitad del XVII encontramos un hecho en la historia de la filantropía y de la caridad, cuyo nombre propio es el de pauperismo. Flechier ha dicho de esta época, que nadie podía distinguir los pobres reales de los libertinos, ni nadie sabía, al dar la limosna, si ésta serviría para el alivio de la miseria o para el afianzamiento de la holgazanería. Veíanse tropas errantes de mendigos sin religión y sin disciplina, que pedían con más obstinación que humildad y que robaban con frecuencia lo que no podían obtener atrayendo las miradas del público con enfermedades fingidas. En París, la cifra de mendigos sobrepasaba los cuarenta mil. Allí, en presencia de los edificios más elegantes del mundo, se veían mujeres vendiendo su honestidad públicamente y niños llorando su abandono y orfandad.
Se trataba, pues, de un hecho social degradante y difícil de solucionar. Todo remedio necesitaba una gran sabiduría para encontrar los medios de subsistencia en el propósito, una fuerza de gigante para vencer los obstáculos, unos recursos elevados… y una virtud a toda prueba para establecer un orden y una disciplina.
Se trataba, pues, de un hecho social degradante y difícil de solucionar. Todo remedio necesitaba una gran sabiduría para encontrar los medios de subsistencia en el propósito, una fuerza de gigante para vencer los obstáculos, unos recursos elevados y una virtud a toda prueba para establecer un orden y una disciplina.
Hubo dos gigantes que se enfrentaron con el problema y los dos han recibido el respeto público en sus monumentos. El uno se llama Luis Vives y el otro San Vicente de Paúl. Los dos dieron soluciones, el primero empezando con la teoría, y el segundo con la práctica. Vives mirando el problema desde un punto de vista de moral social y humanista; San Vicente enfocando el problema con luces sobrenaturales de caridad. Si el Maestro Valenciano tocaba en la herida de la conciencia gubernamental, si establecía normas de conducta social para el Estado, el Patrón de todas las obras de Caridad despertaba la conciencia privada de los individuos, aunque esa conciencia fuera la del Rey, para cumplir con las obligaciones de justicia y caridad. Ambos irán siempre juntos en la historia de la filantropía cristiana. Sin embargo, son dos estrellas de la caridad de distinta categoría y claridad.
I. Dos fórmulas distintas
El pauperismo era para Luis Vives un problema demasiado grande para solucionarlo con la diminuta colaboración privada. Por eso dejó grabada con bellas palabras latinas esta solución de su célebre tratado «El socorro de los pobres»: «Así como es cosa fea para un padre de familia consentir que en su casa haya alguno que padezca hambre o sufra desnudez o la vergüenza de andar andrajoso en medio de la opulencia de su estado, así tampoco parece bien que en una ciudad, no pobre ciertamente, toleren sus magistrados que haya ciudadanos, que sientan las embestidas del hambre y el oprobio de la miseria». Es decir que para Luis Vives la sociedad es como una familia de dimensiones colosales, a la que los gobernantes deben atender. Para él el pauperismo necesitaba una solución global, una mano fuerte capaz de imponer orden por la fuerza.
Esta idea de familia social era muy del agrado de San Vicente y por eso él se encargó de rebautizarla con el nombre de «familia en Jesucristo». Lo importante en filantropía es el ver la imagen de Cristo unos en los otros, el que da en el que recibe, y el que recibe en el que da. Caridad es ante todo reciprocidad, relación. Para San Vicente la caridad privada es más efectiva que la filantropía pública, la visita a domicilio más humanitaria que la reclusión forzosa en asilos, y el cuidado voluntario más delicado que la higiene dictatocial. Su fórmula se encuentra a la cabeza de todos los Reglamentos de Caridad: «Las Sirvientas o los Sirvientes de los pobres —leemos— recordarán frecuentemente que el fin para que Dios les ha llamado y congregado es para honrar a Nuestro Señor en la persona de los pobres, sirviéndoles corporal y espiritualmente, unas veces como niño, otras como necesitado, otras como enfermo y otras como prisionero».
El hombre, para San Vicente, es el pobre integral de Luis Vives: «Ita, totus, interne et externe, inops factus est homo… ergo… tota chis vita in alioram auxilias sita est». Pero nuestro Santo mira al pobre con un amor profundo, como a un miembro de Cristo dolorido a quien es preciso curar con cuidado, suavemente. Hablando de los enfermos que han de ingresar en el Hospital de París comenta: «Para comenzar debemos recibir tan sólo unos cien o doscientos pobres, y aún esos, de los que voluntariamente se presenten a solicitarlo. El buen trato y contento de esos pocos atraerán a los demás, y por tal medio irá aumentando el número… Los pobres que vean el asilo corno cárcel, liaran amarga la vida a los demás, serán difíciles de dirigir y no rezarán por sus bienhechores, a quienes fácilmente odiarán, viviendo con tal motivo en
pecado mortal».
Es conveniente afirmar con Altmeyer que la obra de Vives es una justificación de la caridad desde el punto de vista moral, de la caridad considerada como una obligación de conciencia, engendrada por el derecho natural, al mismo tiempo que una obra buena desde el punto de vista religioso. Para esto el Maestro Valenciano, consecuente con sus ideas, no vacila en mezclar como títulos de autoridad, a Platón y a la Biblia; a Hornero y San Mateo; a Séneca, Cicerón y Terencio, junto a San Pablo y los Apóstoles. En cambio, el Padre de los Pobres no necesita autoridades profanas; le bastan el ejemplo y las palabras de Jesucristo. Sus principios radican en la caridad sobrenatural. Su guía y su apoyo es la Providencia.
II. Cuidado de los niños
Los dos han contemplado largamente a los niños; han visto su desgracia, y no pueden callarla. Oigamos a Luis Vives: «Los mendigos por avidez de ganancia no sólo afean sus propios cuerpos, sino también los de sus hijos y los de otros niños que a veces piden prestados o alquilados para llevarlos por todas partes. Yo sé de muchos que los llevan raquíticos y mutilados». Los niños, que son la pupila de Dios, se habían convertido en algo así como una bicicleta de alquiler para la malicia y desvergüenza de los hombres. Esta misma visión asaltaba la mente de San Vicente: «Estos pobres niños —decía— son vendidos por ocho sueldos a los mendigos, quienes les rompen los brazos y las piernas para que se les dé limosna… y luego les dejan morir de hambre».
No era, pues, el caso para una contemplación dolorosa e inactiva. Si hay niños abandonados, niños que sufren, que no reciben cultura, urge levantar hospitales, edificar escuelas, reclutar maestros y dictar reglas. «En la primera crianza —explica el Humanista— escóndese una fuerza de gran virtud para el porvenir de la vida. Nada hay tan peligroso como una educación incivil, sórdida y ruin… Por tanto no es decente escatimar a los niños los maestros adecuados no sólo de talento y erudición, más también de juicio sencillo y puro». San Vicente especifica el motivo de estas buenas cualidades en la enseñanza: «Si la señorita Le Gras tuviera dos ángeles a su disposición sería necesario dedicarlos al servicio de estos inocentes, porque cual es la tía —así os llaman los niños— tales serán los sobrinos. Si os enfadáis, ellos se enfadarán; si delante de ellos hacéis ligerezas, ellos las harán; y si vosotras murmuráis, ellos también murmurarán».
Con estos prenotandos nuestros dos filántropos establecen un problema de educación. En primer lugar —recalca Vives—, enséñese a los niños a vivir con sobriedad, aseo y pureza. Apárteseles de todos los deleites para que no se acostumbren a los regalos y a la voracidad. No se les permita ser esclavos de la gula… Y a las niñas persuádaseles de que el único bien de las mujeres es la castidad.
Más tarde, el Padre de los Niños se quejará de los educadores porque en lugar de corregir sus defectos, adulan su vanidad, fomentan en ellos los hábitos que más tarde les conducirán a la impureza, preparan su ánimo a la hipocresía y cierran su corazón a todo cariño y a toda confianza. Indudablemente que por esta razón San Vicente mandaba a sus misioneros tener una charla especial en las misiones dedicada a los maestros. Y cierto que para mantener esta sana moral, ambos filántropos a lo cristiano previeron un gran medio: la separación de niños y niñas. San Vicente aún seccionará los niños y las niñas mayores de los menores, y su experiencia tuvo resultados que los modernos educadores no deben olvidar, aunque sean otros tiempos.
Dice mucho en favor de Luis Vives y de San Vicente el que impusieran el aprendizaje de la lectura y la escritura entre los niños. En aquel tiempo quien sabía leer y escribir pertenecía a la clase educada, a sólo ese grupo que puede permitirse lujos o que busca su vida con un oficio intelectual. No eran, por tanto, los hospitales y orfanatos lugares de reclusión para la inocente juventud, sino casas envidiables de formación.
Hoy día se habla encomiásticamente, y con razón, de las Escuelas de Artes y Oficios. Los organizadores de este movimiento merecen un aplauso. Pero antes que ellos Vives propuso la idea y San Vicente la llevó a la práctica. Todos los niños y las niñas —decían ambos— aprenderán a leer y escribir. Si alguno o alguna mostrase vocación para el estudio, se le dejará pasar adelante. Los restantes, si son niños, pueden pasar a profesiones manuales —sargueros, lenceros, tejedores—; pero si son niñas, aprenderán a hilar, coser, tejer, bordar, gobernar la cocina y la casa. El programa abarcaba todas las profesiones del tiempo. Sencillamente, con esa naturalidad que tienen las cosas grandes del alma, había nacido esa obra que el gran admirador de San Vicente, Don Bosco, había de llevar a su esplendor.
III. El cuidado de los locos
Entre todos los pobres los más desgraciados son los dementes. Así lo demuestra por razones filosóficas el Humanista Valenciano; y así lo sabe San Vicente por la experiencia cuotidiana, viviendo con ellos en San Lázaro.
«Como no haya en el mundo cosa más excelente que el hombre —traducimos directamente del «De subventione Pauperum»— y corno en el hombre no haya nada que sobrepase a su inteligencia, hemos de trabajar primariamente en conseguir que ésta se encuentre bien. El mayor beneficio posible es o bien volver a la salud las mentes enfermas, o bien mantenerlas en equilibrio y robustez».
Todo este raciocinio es una bella apreciación metafísica de la necesidad de curar la locura. Sin embargo, sobre ella, como un intermedio entre las contemplaciones escolásticas y las apreciaciones divinas, leemos en San Vicente: «Nuestro Señor quiso pasar por un loco…, así lo pensaron todos. Los mismos Apóstoles, en ocasiones, le tuvieron como tal. Así lo creyeron cuando tomó sobre Sí tantos padecimientos… Y los padeció porque quiso darnos lección de quienes deben ser objeto de nuestra compasión».
La consecuencia de ambas apreciaciones era evidente y era la misma. Había que levantar manicomios y dedicar personas de corazón optimista al cuidado de los dementes. Pero la admisión no se haría a ojos ciegos y sin control. Antes que nada —enseña Luis Vives— se ha de averiguar si la locura es natural o si fue provocada; si da esperanzas de curación o si es un caso del todo desesperante. Luego de este diagnóstico preliminar aplicaremos la clasificación del Santo de la Medicina. Entre los locos los hay «furiosos, dementes, imbéciles y melancólicos». Los «furiosos» no son dueños de su voluntad, y no tienen por tanto libertad de juicio… En cierta manera, deben considerarme felices si al comienzo de la enfermedad se hallan en gracia de Dios. Los «de- mentes» —libertinos e inconstantes— son más numerosos. Conservan toda su inteligencia; pero hacen mal uso de ella. Los «imbéciles», que Pinel llamará más tarde «manie sans delire», no carecen tampoco de inteligencia, pero ni son culpables ni, por otra parte, la emplean bien. Finalmente los «melancólicos» son hombres «de cerebro agudo», que sufren ataques crónicos fáciles de prever: Van precedidos de negra melancolía. Este agrupamiento y diagnóstico admirables constituye a nuestro Santo en uno de los primeros y más acertados psicoterapeutas de la locura. Los nombres de su clasificación cambiarán por otros más expresivos y adecuados, pero la delineación general permanecerá hermosamente aumentada.
A estos agrupamientos corresponden tratos determinados. Unos –dice el Humanista— necesitan alimentos reconstituyentes; otros, trato benigno y afable, porque se amansen poco a poco, como las fieras; otros han menester instrucción. Los habrá que necesitan castigo y coacción física; pero con tal tino se les ha de aplicar este enérgico tratamiento que no se exalten y exacerben más aún; y por todos medios, hasta el punto que fuere posible, debe introducirse en sus almas aquella placidez y sosiego con que fácilmente vuelven al juicio y salud».
El Santo, gran optimista, añade otras normas aprendidas de la experiencia. Cada loco tendrá su habitación propia, que barrerá tres veces por semana. Podrán madrugar cuanto quieran y pasear por el jardín, constantemente vigilados. No tendrán cuchillo ni tenedor, ni podrán hacer ruido en las habitaciones, cantar, silbar o hablar a voces. Un gran remedio para los débiles de cerebro es ocuparles en distintos trabajos. La alimentación se les dispondrá bien y en abundancia. Terminado el tratamiento, si alguno cura, se procurará que haga confesión general y luego se le dará de alta (23). Sin duda que este era el tratamiento general; pero está claro que San Vicente hacía excepciones con aquellos a quienes hoy día es preciso poner la camisa de fuerza.
Quien conozca bien la historia de los manicomios —palabra que hoy ya suena un poco fuerte fácilmente y sin duda alguna, dará dos medallas de honor, una a San Vicente y otra a Luis Vives. Este es el gran teórico, primer defensor de los locos, en un tiempo en que eran despreciados aún por los mismos familiares; aquél es el gran filántropo a lo cristiano, que no sólo los cuida y estudia, sino que los eleva a la categoría de Cristo mismo.
IV. Evidentes conclusiones
Sabemos que casi con la misma extensión y el mismo título de la obra de Vives —De subventione pauperum— publicó otra San Vicente, bajo el nombre de «Instrucción para el socorro de los pobres». Sabemos también que San Vicente tenía grandes aficiones humanitarias y que la obra de Luis Vives gozaba de un gran renombre para no atraer la atención del Santo. Algunos, por temor de aminorar la originalidad de San Vicente, le han negado todo conocimiento de la obra de Vives. Estos no merecen ningún voto para sus opiniones y creo es bueno recordarles que San Vicente es un gigante tan grande, que quitarle algo sería hacerle un favor, pues así nuestra visión diminuta podría verle siquiera de perfil. Es cierto, como ellos dicen, que Vives cumplía razones de justicia y San Vicente razones de caridad; que los escritos de Vives fueron objeto de disputa entre sus discípulos y los discípulos de Soto, mientras que la voz de San Vicente alcanzó más de sesenta millones de pesetas en favor de los pobres por aplauso unánime de sus ideas. Todo esto es cierto y, sin embargo, las posibilidades de contacto se afianzan más. San Vicente conocía los escollos con que Luis Vives había tropezado. Está suficientemente probado cómo se propusieron el mismo problema y cómo en cuestiones de práctica se completan. La postura de San Vicente como clérigo era más propicia para el éxito. El Santo nunca hubiera acudido al Rey, por ejemplo, si los recursos de iniciativa personal hubieran cubierto todas las necesidades. Nunca hubiera pretendido reformar la legislación bajo el principio del deber del Estado a socorrer al pobre, como lo hizo Luis Vives, porque éste no aporta la solución inmediata del problema. San Vicente, modelo de hombres dedicados a Dios, funda sus decisiones en la segura protección de la Providencia, mientras que Vives, seglar ciertamente edificante, basa sus soluciones en el esfuerzo humano. Ambos, conscientes de que la causa del pobre no es tan sólo la causa de una nación o de una época, sino la causa de la humanidad entera, trazaron los principios naturales y sobrenaturales que protegen al pobre. Ambos entretejen con sus doctrinas complementarias el magnífico tapiz que ha de embellecer la pobreza.