Lucía Rogé: Sobre la Asamblea (1974)

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Author: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

Sor Lucía Rogé, H.C.

Diciembre de 1974

Me parece una cosa buena compartir con ustedes lo que hemos vivido en la Asamblea. Dios nos habla por los acontecimientos y, de una manera especial, nos ha interpelado por el acontecimiento que repre­senta esta Asamblea. Dios nos ha hablado, no sólo por el tema y las cuestiones tratadas, sino también por la vida, por lo cotidiano, por el desarrollo mismo de la Asamblea.

LO QUE DIOS NOS HA DICHO POR LA VIDA MISMA DE LA ASAMBLEA

Esta vida de la Asamblea ha sido, de alguna manera, una vida de comunidad a nivel mundial, y hemos tratado de ser, durante dos meses, una comunidad internacional a la escucha de Dios. ¿Qué nos ha dicho durante este tiempo?

En primer lugar, he encontrado que nos invitaba a una toma de con­ciencia basada en tres cosas que reconocemos. Reconocemos nuestra diversidad, diversidad visible, diversidad audible, se trataba de rostros diferentes, de lenguas diferentes y, según vimos en seguida, de menta­lidades también diferentes. Y es que nuestras mentalidades han sido modeladas por todo un pasado, pero también por todo cuanto nos rodea. Ahora bien, lo que nos rodea en Asia, en África, en América, en Europa y en Oceanía, es bien distinto y nos manda por consiguiente de manera que, a veces, puede parecer disparatada. Esto, que es lo pri­mero que hemos reconocido, hay que confesarlo, nos ha desorientado.

Segundo: hemos reconocido también los valores que existen. Reco­nocimiento, con extrañeza por parte nuestra, de los mismos valores que existen entre nosotras. Tensión hacia el fin común que señala nuestra vocación, esta voluntad de ser conformes a Cristo, al Cristo venido para evangelizar a los pobres. Hemos visto establecerse entre nosotras, pro­gresivamente, este reconocimiento que se traducía entre otras cosas, por un esfuerzo de caridad, que nos permitía apreciar en todas el mismo deseo, servir a Dios en los pobres.

Tercero: reconocimiento a través de los valores de una misma identidad entre nosotras. Más allá de nuestra diversidad, nos hemos encontrado idénticas, Hijas de la Caridad. Éramos y lo hemos descu­bierto así una parte de ese pueblo de Dios que no debe conocer nin­guna traba de razas, fronteras o nacionalidades. Lo hemos descubier­to, lo hemos comprendido en la aceptación de nuestras divergencias, de nuestras ideas diferentes, y esto ha sido para nosotras el acicate para superarnos, para salir de una forma de reflexión un poco dema­siado humana, para comenzar verdaderamente el trabajo que Dios nos pedía.

Segunda nota importante en relación con la vida de la Asamblea. El trabajo en común, que nos ha dado también grandes lecciones. Había el trabajo de las Comisiones, que comprendía pequeños grupos. Se tra­taba de juzgar el conjunto de postulados. Y ahí, todas y cada una se han sentido llenas de sentido de responsabilidad, al descubrir otras modali­dades apostólicas, por la pasmosa revelación de la diversidad de pobres y de la diversidad de su pobreza. Así, cada una de nosotras ha tomado conciencia de la relatividad de su propia experiencia y se ha visto llamada a entrar en una verdadera humildad.

También teníamos el trabajo de las sesiones plenarias en las que, en lugar de agruparse diez o doce personas, se reunían los ciento sesenta y siete miembros de la Asamblea. También aquí, hemos comprendido lo que podía ser, en otro nivel, la dimensión comunitaria de la Compañía de las Hijas de la Caridad. Pero, para llevar adelante este trabajo ha sido preciso someternos a una ascesis de vida de grupo. Creo que allí, muchas de entre nosotras, han comprendido que las gentes que viven juntas necesitan absolutamente unas leyes, esas famosas estructuras que tanto se contestan hoy, necesidad también, de aceptar el someter­se a ellas para garantizar un mínimum de orden, de libertad, de justicia en el respeto a los demás.

Ha habido también, especialmente en el curso de las sesiones ple­narias, esa seguridad de la enseñanza recibida a través de las inter­venciones de nuestro Superior General o del Padre Jamet.

Otra lección de la Asamblea ha resultado de los momentos de comunión que hemos vivido. Ciertamente que han estado marcados con el signo de la Cruz. Muy a menudo son éstas las mejores comu­niones, las que se ponen bajo el signo de la Cruz. Así, la llamada repen­tina y brutal de Dios a Sor Dupont. Luego, igual de repentina, la de dos Hermanas jóvenes de Gijón, de otras dos Hermanas de la Provincia de Portugal.

Otros momentos de comunión, los de responsabilidad dura, activa, consciente, que provocan las votaciones. Hemos comprendido que lo que el Señor nos confiaba como comunidad, esta preservación del carisma de san Vicente entre nosotras, no debía ser deformado por nuestras discusiones y por nuestras tergiversaciones. Hemos votado y los votos han revelado verdaderamente una unidad extraordinaria.

Y más momentos de comunión, los que yo llamaría las grandes horas litúrgicas. Celebraciones eucarísticas en el interior de la sala de la Asamblea, donde cada una, en el momento de la Oración Universal, podía expresar en su propia lengua lo que llevaba en el corazón. Ver­daderamente este encuentro en la oración de la Iglesia, ha sido un tiem­po privilegiado de la Asamblea.

También, ha habido comunión en la alegría, el santo de nuestra madre Chiron, la reunión en la Casa Provincial de Roma, la fiesta anticipada de la nueva Madre General. Este último día fue señalado por los dibujos humorísticos de una Hermana española, una verdadera artista, que hizo unos croquis sobre los principales momentos de estos dos meses. En la mañana de mi santo, todos los muros del patio estaban cubiertos por estos dibujos. Momento de gran alegría porque todo el mundo ha reco­nocido los pequeños y grandes momentos de la Asamblea. Nuestro Superior General nos ha dicho con gran seriedad, pero con un punto de humor: «No hubieran podido hacer esto en los primeros días».

Todo esto ha sido una gran lección de vida y es lo que quiero com­partir con ustedes. Veo en ello lo que debe ser la vida en una comuni­dad fraterna, en la toma de conciencia de las diversidades, pero tam­bién y sobre todo, en el reconocimiento de los valores y de la identidad propia, ya sea internacional o local, ya sea de ciento sesenta y siete miembros o de cuatro. Dios nos ha llamado diferentes, pero estamos unidas en esta identidad que Él nos ha dado, la de Hijas de la Caridad. Estamos unidas por un trabajo en común, y estamos unidas por momen­tos de comunión que Dios nos reserva, los de la cruz, los de la liturgia, los de la oración, los de la alegría y los del recreo fraternal.

Todo esto ha sido una gracia de formación para aquéllas que han tomado parte en la Asamblea, pero es preciso que esta gracia se extien­da a toda la Compañía. Quisiera insistir sobre esta voluntad de inter­cambio en la confianza que nosotras hemos vivido.

Pero ¿de qué servirían los intercambios fraternos si, al abordarlos, no nos preparamos a la eventualidad de ser cambiadas por el diálogo que emprendemos, si no aceptamos de antemano esta posibilidad de cambiar nuestras ideas al confrontarlas con las de las demás?

LO QUE DIOS NOS HA DICHO POR EL TRABAJO DE LA ASAMBLEA

Me gustaría ahora compartir con ustedes lo que Dios nos ha dicho, especialmente a través del trabajo de la Asamblea. En cada capítulo estudiado, hemos recibido de alguna manera un mensaje, una preci­sión, dirigido a una fidelidad mayor al pensamiento de san Vicente.

Un primer mensaje nos viene de poner de relieve algunos puntos vicencianos, ya bien establecidos, pero sobre los que de nuevo, Dios atrae especialmente nuestra atención. He aquí, por ejemplo, el primer capítulo «Vocación de la Compañía»: «Las Hijas de la Caridad, fieles a su bautismo, en respuesta a un llamamiento divino, quieren consagrar­se enteramente y en comunidad al servicio de Cristo en los pobres, sus hermanos, con un espíritu evangélico de humildad, de sencillez y de caridad».1 Estas virtudes eran las tres grandes ausentes de las Cons­tituciones de 1969 (aunque no estaban totalmente ausentes de la vida de la comunidad): han sido ahora restauradas con toda la amplitud de la exigencia que llevan consigo. Igualmente, el postulado que viene después, dice: «Consagración y Misión», y «Contemplación y Acción son inseparables para la unidad de vida de una Hija de la Caridad».

En el capítulo de Vida Fraterna, hemos visto igualmente que se pre­cisaba de nuevo el pensamiento de san Vicente. Citaré la finalidad, pre­sente desde siempre en la Compañía, pero que hemos sentido la nece­sidad de reafirmar para reforzar nuestra propia convicción: «Llamadas y reunidas por Dios en la fe por amor a Cristo, las Hijas de la Caridad que viven en comunión fraterna para una Misión, el servicio corporal y espi­ritual de los pobres en la Iglesia».2

Un mensaje especial bajo la forma de acentuación de puntos, que llamaría más administrativos, es también importante en la vida de la Compañía. Tomemos entre otros, los trienios. Nuestras últimas Constitu­ciones decían: «Un trienio no se puede prolongar más que a título excep­cional». De nuevo, ahora, la Asamblea ha insistido sobre este punto, a fin de que entremos en esta movilidad que san Vicente había ya señala­do cuando decía: «Una será (Hermana) Sirviente un mes, y luego, el mes siguiente, la otra».3 ¡Qué lejos estamos de esto! Es cierto que las condi­ciones eran diferentes en los comienzos de la Compañía, pero el princi­pio de movilidad permanece.

Tercera clase de mensaje: Aparecen modificaciones necesarias según las exigencias de la evangelización de hoy. Por ejemplo, un pos­tulado que se refiere a «Diálogo con Dios» pide «que se revalorice, según el pensamiento de san Vicente, el examen particular, medio eficaz para progresar en la vida espiritual, revisión, ante Dios, de un punto preciso de nuestro comportamiento y de una resolución tomada en la oración». El complemento del postulado añade: «Proponemos un examen particu­lar y un examen general. Para el examen particular, un tiempo de silen­cio seguido del Angelus».

No se trata de una relajación en este punto, se trata, según el pen­samiento de la Asamblea, de una revalorización. Vamos a centrar nues­tra atención en este examen particular, sin suprimir, no obstante, ningu­na otra cosa. Quizá piensen, pero entonces la oración por los difuntos, la oración por las vocaciones, ¿todo eso desaparece?. No, no es un olvi­do de lo que debemos a las que nos han precedido o a los que no tie­nen a nadie que ruegue por ellos. Lo que se nos pide, lo que el Señor nos pide, es que seamos más conscientes de lo que expresamos en la oración por los difuntos, en la Eucaristía, o en la Oración Universal, se podría decir lo mismo por lo que respecta a las vocaciones.

Me parece que ocurre lo mismo en todas estas cuestiones concre­tas. La simplificación del hábito es un ejemplo del mismo género. Que­rría insistir sobre ello, como las Madres anteriores lo han hecho, y lo han dicho cien veces antes que yo. No penséis que se trata de una simplifi­cación abusiva, de la supresión de puntos que se juzgan superfluos, para liberaros. Se trata, por el contrario, de que sean capaces -de hacernos capaces, porque yo soy una de vosotras-, de vivir mejor, de verdad, nuestra relación con Dios y nuestro servicio de los pobres.

Es una llamada apremiante que nos dirige Dios. El deseo sincero de amarlo no basta. Se necesita una voluntad bien templada. Finalmente, no es la multiplicidad de las cosas lo que cuenta, sino el impulso de nuestra voluntad, de nuestros esfuerzos personales, impulso que tiene como motor el mismo amor. El amor nos hará fieles a vivir estas trans­formaciones, estas modificaciones, estas simplificaciones, no como libe­raciones ni como medios de evasión, sino como posibilidades de pro­fundizar nuestro amor por Cristo. He aquí una de las actitudes a las que les pido que estén atentas. No piensen que se las introduce, por las decisiones de la Asamblea, en un camino fácil. No, por el contrario, estas decisiones nos hacen entrar en una vía de exigencia del amor, exi­gencia de amor personificado, en el que nos comprometemos con toda nuestra vida.

Quiero subrayar un segundo punto. Guárdense de buscar en los resultados de la Asamblea transformaciones extraordinarias. La Asam­blea lo que ha querido revitalizar ha sido el espíritu sobre todo, y el sos­tén de este esfuerzo se ha concentrado en la repetición de una frase que ustedes conocen bien: «Entregadas por completo a Dios para el servicio de los pobres». La vida de una Hija de la Caridad debe desarrollarse en torno a este eje, dos expresiones del mismo mandamiento, traducidos según san Vicente. Aquí está el fin mismo de una Hija de la Caridad, netamente definido y que nos hace vivir juntas sabiendo bien lo que queremos. Queremos ser gentes entregadas por completo a Dios, para el servicio de los pobres y, a través de esto, «imitar la vida, como decía san Vicente, del Hijo de Dios».

Es aquí, donde debemos situar los rasgos característicos de nues­tra comunidad, su personalidad de alguna manera en medio de todos los demás Institutos de la Iglesia. «Entregadas del todo a Dios para el servicio de los pobres, en espíritu de humildad, de sencillez y de cari­dad, a ejemplo de la Virgen María».

Todo está dicho en estas palabras. Es el Señor quien, actuando por el Espíritu Santo en santa Luisa y en san Vicente, nos ha dado esta per­sonalidad espiritual. Esta personalidad espiritual se nos ha transmitido de generación en generación, y el Espíritu Santo, presente en la Asam­blea, nos ha hecho precisar estas exigencias para hoy. Insisto de nuevo, estas exigencias no están desfasadas, el espíritu de las Bienaventuran­zas, la pobreza, la castidad, la obediencia, han vuelto a ganar en pro­fundidad.

La Asamblea General es para todas, una llamada a corresponder a la gracia que representa. Nos impulsa a ir hasta el fin de esta gracia, que es una gracia de conversión personal, pero también comunitaria. No olvidemos que el plan de Dios sobre cada una de nosotras pasa por la comunidad a la que hemos sido llamadas, la Compañía de las Hijas de la Caridad.

Amemos a esta comunidad con la humildad de la inteligencia, y confiemos en ella. Con esta condición, seremos capaces de vivir de su espíritu, del espíritu que le dieron san Vicente y santa Luisa, y que no es otro que el espíritu del Evangelio.

  1. C. p.15. Ed. de 1975.
  2. C. n. 20. Ed. de. 1975.
  3. IX, 27.

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