Lucía Rogé: Pertenencia y amor a la Compañía

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

París, mayo de 1977

El tiempo de los Ejercicios se nos concede para que examinemos dónde nos encontramos en nuestro caminar hacia Dios. Pero este exa­men personal hace referencia a todo lo que constituye la trama de nues­tra vida. Es imposible disociar la «entrega total» a Dios de su oficio de Hermanas Sirvientes. Este análisis, esta revisión de vida, que constitu­yen los Ejercicios espirituales, es también un tiempo

* de alabanza y acción de gracias,

* de petición de perdón y de impulso renovado hacia Dios, centrado en lo que quiere de ustedes y que se manifiesta en estos momentos en el servicio que han de prestar en la Compañía, durante el tiempo que se lo pidan.

Y de la Compañía, deseo hablarles esta mañana. ¿Por qué hablar de la Compañía? En modo alguno, para ocuparnos de nosotras mismas, sino para analizar y comprobar si somos, dentro de la Iglesia, lo que Dios quiere que seamos, porque es la Compañía la que nos vincula a la Iglesia, es por la Compañía por quien lo que hacemos constituye un auténtico servicio a la Iglesia, una misión de Iglesia.

Uno de los puntos esenciales para que ustedes puedan hacer fren­te a las obligaciones que lleva consigo el servicio que hoy se les pide es precisamente que mantengan muy vivo en ustedes este sentimiento de pertenencia a la Iglesia.

Y no me refiero únicamente a la pertenencia jurídica, canónica, aun­que sea una realidad, sino a esa pertenencia de corazón que nace de nuestra adhesión íntima en la fe. Adhesión profunda que tienen ustedes que hacer compartir a sus compañeras. La Compañía es el medio, el instrumento que Dios ha elegido para manifestarnos su voluntad, a fin de que podamos hacer realidad su proyecto sobre nosotras, sobre cada una de nosotras. La Hermana Sirviente podrá cumplir entonces lo que leemos en las Constituciones.

Mantiene la unidad entre el carisma de la Compañía y el carisma personal que hemos recibido cada una de las personas a quienes Dios ha llamado a esta Compañía.

 

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Este sentimiento de pertenencia se traduce por la vida y en la vida. El que nos reconozcamos como miembros de la Compañía de las Hijas de la Caridad, el saber qué somos, en qué consiste nuestra identidad, me parece que exige que conozcamos:

*   nuestro origen: ¿De dónde venimos?

*   nuestro objetivo, nuestro fin: ¿Qué vamos a hacer? ¿Cómo? ¿Con qué espíritu?

En una palabra, que veamos con plena claridad cuál es el carisma de nuestros Fundadores.

Y para lograr esto, hay que hacer una profunda labor. Lo mismo que no se conserva la talla de niño ni las instituciones de adolescente, así mismo no tenemos derecho a contentarnos únicamente con los conoci­mientos básicos que sobre la Compañía recibimos en el Seminario. Necesitamos una especie de alimentación permanente, con una asimi­lación personal y comunitaria. Y aquí se plantea una primera cuestión:

¿Por qué hemos reemplazado nuestro tiempo de lectura comunitaria? y ¿qué leemos? ¿qué leen nuestras compañeras?

No hemos terminado de descubrir cuál es la voluntad de Dios sobre nosotras. El descubrimiento de la voluntad de Dios sobre nosotras no ha terminado aún.

ORÍGENES DE LA COMPAÑÍA

San Vicente lo ha dicho y repetido infinidad de veces. Dios es el fun­dador de la Compañía:

*   «¿Quién os ha hecho lo que sois, más que Dios? No me cansaría nunca de decirlo».

*   «Era Dios el que lo pensaba por vosotras. Es Él, hijas mías, el que-podemos decir es el autor de vuestra Compañía; lo es verdadera­mente mejor que ningún otro»2.

*   «Dios, desde toda la eternidad, os había escogido y elegido para esto»3.

¿No constituye una fuente de asombro para nosotras? ¿Hemos pro­fundizado bastante en lo que significa el llamamiento que hemos recibi­do de pertenecer a una Compañía que Dios mismo ha creado, que Dios mismo ha querido?

1 IX, 70.

2 ix, 120.

3 IX, 231.

 

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Los Fundadores han hablado ampliamente del espíritu con que debe realizarse esta vocación: por puro amor, con humildad absoluta4. ¿Quién no conoce este párrafo?:

«Nuestro Señor ha hecho una Compañía más suya que vuestra, y vosotras sois miembros de ella; por eso, os llamáis Hijas de la Caridad, es decir, hijas de Dios»5.

El fin es el servicio de los pobres, de los más pobres:

«Es Dios quien os ha encomendado el servicio de los pobres»6.

He aquí, nuestra ficha de identificación, el carnet de identidad de los miembros de la Compañía, de cada una de las Hijas de la Caridad. Cada una de nosotras es miembro de una Compañía fundada por Dios, en la cual se consagra totalmente a Él, le sirve en la persona de los pobres, y de los más pobres; humildemente, lo más humildemente posi­ble, con la mayor sencillez, por amor.

Del conocimiento de la Compañía, nace nuestro amor a ella. Si no se ama a la Compañía, se será incapaz de vivir su carisma y se será incapaz «de vivir de él». Si no se la ama tal como es (porque el amor, repetimos una vez más, se basa en el conocimiento), se contribuye, más o menos conscientemente, a deformar su rostro y a perjudicar su misión.

Es evidente que la Compañía es humana y tiene sus fallos, sus defec­tos, de los que cada una de nosotras es responsable y ha de llevar la carga. Participamos de sus deficiencias y de sus debilidades, como en toda fami­lia. Pero cada una de nosotras nos sentimos «hermana» (con toda la fuerza de la palabra) de las que nos han precedido, insertándonos en el cortejo de los santos. De aquella santidad reconocida, como santa Luisa, santa Cata­lina, santa Isabel Ana Seton, pero también de otras, de Margarita Naseau, Bárbara Angiboust, Juana Dalmagne, de todas las víctimas de las luchas y revoluciones de ayer y de hoy, que por amor a Dios, han estado y están actualmente prestas a dar el máximo signo de amor: entregar la vida.

Deficiencias, defectos, torpezas. Toda Hija de la Caridad es solida­ria también de sus Hermanas que vacilan en el camino y tienen dificul­tad para proseguir la ruta. Sabe que también ella se apoya en las demás y especialmente en el prodigioso apoyo espiritual de las Hermanas mayores y enfermas, gracias a quienes puede mantenerse firme.

4 IX, 523-548.

5 IX, 752.

6 IX, 751.

 

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El sentimiento de pertenencia va a la par con la fidelidad. Mante­nerse fiel es también fruto del amor, un amor que se compromete y teje lazos, como en una familia. Amad a la Compañía como a una madre, nos decía san Vicente, el 18 de noviembre de 1657:

«Amad siempre a vuestra madre, aunque legañosa, y os parecerá bien todo lo que ella os dé. No os pongáis a suspirar por esa orden tan santa, ni por los hábitos de aquella, ni por la manera de obrar de aquella otra. Eso está bien para ellas, pero no para vosotras»7.

Y continuando, san Vicente añade a propósito de los demás Institutos:

«Creed que todas las demás son más perfectas que vosotras, pero amad a vuestra Compañía más que a todas las demás, porque es vuestra madre»8.

Planteémonos algunas cuestiones en torno a este amor común a la Compañía, que la Hermana Sirviente tiene, durante un tiempo, la res­ponsabilidad especial de mantener, más aún, de desarrollar y, a veces, de preservar. ¿Qué invitación particular ha recibido cada una de uste­des, en el curso de estos Ejercicios, acerca de este punto fundamental?

Somos suficientemente conscientes de esa especie de dilución de los valores en el mundo que nos rodea? ¿Somos bastante lúcidas sobre la dispersión de nuestra época, cuyo espíritu nos invade: dispersión de nuestro tiempo, dispersión de nuestra mente, dispersión de nuestro cora­zón, que, según san Vicente, no han de polarizarse más que hacia Dios y los pobres? La Hermana Sirviente tiene la responsabilidad de mantener­se alerta, vigilante, de recurrir al antídoto, incluso a la desintoxicación.

Aludo a la televisión que va invadiendo cada vez más nuestro tiem­po libre, de expansión comunitaria. Imperceptiblemente, como sucede a todo el mundo, nos condiciona, nos manipula y, con frecuencia, nos deforma. Y en lugar de formarnos, por nosotras mismas, nuestra propia opinión, nos dejamos arrastrar por la corriente, por opiniones prefabri­cadas. Nuestro interés no se concentra ya en Dios y en los pobres, sino sobre lo que van a poner en la televisión. Existe sin duda un lado positi­vo: gracias a la TV, podemos comulgar con los sufrimientos de otros pueblos, y esto es excelente a condición de que no nos impida compa­decernos de los sufrimientos más próximos a nosotras.

7 IX, 948.

8 IX, 948-949.

 

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En el mundo que nos rodea, todo toma un aire político y técnico. Todas las cuestiones se hacen incidir en la política y reclaman una solucción política, y se comprueba así, que se hace de la política un valor absoluto que tiende a remplazar en ciertos casos a la fe, o, más aún, se tiende a que la fe sirva para legitimar orientaciones políticas. Desde san Vicente, el espíritu de la Compañía no consiste en guardar­se al margen ni al abrigo de los movimientos políticos, sino en conside­rar todos los acontecimientos a la luz de las palabras de Jesucristo, a la luz del evangelio, de «hacer oración» sobre los acontecimientos y de invocar, antes de cualquier acción, el discernimiento del Espíritu. No se puede consentir que nuestro servicio se tome como instrumento para fines político-temporales. El verdadero espíritu vicenciano y, por lo tanto, de la Compañía, es el evangelio.

¿Qué tenemos que decir como Hermanas Sirvientes de nuestras reflexiones comunitarias sobre el evangelio? ¿Y de nuestras revisiones a partir del evangelio? ¿Qué lugar ocupan en el proyecto comunitario local? Hemos pasado de una reflexión cotidiana (el famoso «cuarto de hora» de cada noche) a un intercambio semanal en el mejor de los casos, pero ¿lo hacemos siempre sobre el evangelio? ¿No estamos en trance de que la anemia espiritual se apodere de nosotras? ¿Nos dejamos absorber por lo inmediato, lo visible, lo concreto, lo sensacional? La Hermana Sirviente debe ser muy lúcida y saber, que la omisión repetida de lo que consti­tuye los valores de la vocación, hace perder la identidad de Hija de la Caridad. San Vicente nos diría con lenguaje del siglo XVII: i»Desgraciada de ella, si esta omisión es consciente, tolerada y voluntaria!»

Para poseer y conservar vuestra identidad de Hijas de la Caridad, de nuestra pertenencia a la Compañía, hay que vivir comunitariamente y cueste lo que cueste, aceptar ciertas rupturas en nombre del evan­gelio, de san Vicente, de las Constituciones: rupturas de la voluntad propia, de la tranquilidad egoísta de la comunidad, del consumo, del individualismo, para entrar en las auténticas exigencias del amor, que se llaman:

*  sentido de solidaridad, compartir,

*  renunciamiento y humildad,

*  servicio fraterno y corazón.

En resumen, presencia de Dios y del prójimo, especialmente de los pobres.

Nuestra misión en la Iglesia la exige. Consiste en «reproducir a Jesu­cristo a lo vivo». Esto debe estar muy claro en nuestra mente. «Hay que ser lo que se debe ser», decía nuestra madre Guillemin.

 

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¿Tenemos la preocupación de leer las Constituciones regularmente, con lectura acompañada de intercambio, comentada, renovando las resoluciones de seguir mejor un punto determinado? Sólo, a este precio, se conoce y se ama. Se necesita tiempo para leer, meditar y comprender, para vivir, compartir y profundizar.

Sí, amen a la Compañía y su espíritu, Dios les ha llamado a vivirlo. Irradien comunitariamente la alegría de pertenecer a ella. Su fisonomía espiritual nos viene del carisma de san Vicente y santa Luisa, único en la Iglesia.

Tenemos un alma común, creación del Espíritu de amor y, por eso mismo, insustituible. Dios sostiene con su gracia, desde san Vicente, esta alma común, como el mismo santo reconocía en su conferencia del 13 de febrero de 1646:

«…solo, Dios puede hacer esto… por eso se ha dicho: «Os llamaré de todas las naciones de la Tierra» (Jr, 29, 14). Por consiguiente, él es el que ha que­rido esta Compañía de hermanas de diferentes países para que todas ellas no fuesen más que un solo corazón. ¡Sea para siempre bendito su santo y adorado nombre!»9.

¡Qué bien se percibe esa alma común cuando se va, a través de las rutas del mundo entero, cerca de las Hijas de la Caridad que sirven a los pobres! No hacen falta largas consideraciones, desde el primer momento, mentes y corazones marchan al unísono, se comulga juntas en el servicio a los pobres, en el pleno sentido del término «comulgar». Las Hijas de la Caridad, bajo todas las latitudes, reciben a Dios, al acercarse al pobre.

Nos corresponde realizar juntas el carisma de la Compañía, en ella y por ella, es decir, que se convierta en realidad. Lo que, una vez más, quiere decir conocerlo y comprenderlo claramente:

*   ser todas de Dios;

*   para servir a los pobres y a los más pobres;

*   juntas, en vida fraterna;

*   con un mismo espíritu de humildad, de sencillez y de amor;

*   de la forma que indican las Constituciones.

Dicho de otra manera: nuestra vida de Hijas de la Caridad debe ser un mensaje claro para los pobres; una vida que les anuncia a Jesucris­to en unos términos y unas actitudes que coinciden con los suyos, que corresponden a su sensibilidad y a sus experiencias y, hasta un cierto punto y en una determinada manera, a su género de vida.

9 IX, 235-236.

 

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Tenemos que estar con ellos, sin olvidar, sin embargo, que tenemos también que ser «diferentes» a causa de Jesucristo. Ser muy sencillas y profundamente sinceras para traducir lo que hay en nuestra mente y en nuestro corazón: el amor a Dios vivo. Seamos lo que debemos ser y seremos entonces verdaderamente las misioneras que Dios ha previsto para su Iglesia.

Como conclusión, las invito a meditar este párrafo de una carta de don Helder Cámara, este profeta y este santo de nuestro tiempo:

«Las diócesis y las congregaciones religiosas deben hacer frente a proble­mas muy semejantes. En uno y otro campo, encontraremos textos notables y muy hermosas conclusiones…».

El gran desafío, para nosotras, es pasar de las palabras a la acción, de la teoría a la práctica, a la vida real.

Es cierto que se ha hecho un gran esfuerzo: jornadas vicencianas por todas las Provincias de la Compañía, pero comprendamos el llama­miento lanzado por don Helder y recojamos el desafío: pasemos de las palabras a la vida real.

En este año del centenario de la muerte de santa Catalina Labouré, pidámosle que nos obtenga la gracia de vivir el evangelio, la gracia de reproducir tantos ejemplos concretos recibidos en la Compañía, ejem­plos de entrega total a Dios y a los pobres, de lealtad a la Compañía, viviendo de su espíritu.

Que la santa nos alcance esta gracia por intercesión de la Virgen María, que le dio esta seguridad: como a la comunidad, felizmente.

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