Lucía Rogé: Los compromisos que hemos firmado el día de la renovación

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

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Author: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

Sor Lucía Rogé, H.C.

París, marzo de 1984

Las tenía a todas en mi pensamiento, cuando presentaba a nuestro Superior General la petición de la Renovación de nuestro compromiso de Hijas de la Caridad, «entregadas a Dios para el servicio a los pobres». De esta Renovación, es de lo que precisamente quiero hablarles esta mañana.

Ya he tenido ocasión de decir que la Renovación de 1984 va rodea­da de acontecimientos que nos hablan especialmente de la importancia del acto que vamos a hacer. De tal manera, que esa Renovación debe suscitar en toda la Compañía, la resolución irrevocable, firme, serena, de llevar una vida totalmente ordenada al amor, en humildad y sencillez, según nuestra vocación específica.

Este año, nuestra Renovación va iluminada por el texto de las Cons­tituciones, aprobadas oficialmente por la Iglesia, como expresión de la voluntad de Dios sobre nosotras. La plenitud de nuestros compromisos la tenemos ahí, incluida en cada línea de nuestras Constituciones. El acontecimiento del 29 de noviembre de 1983 conlleva para nosotras la obligación de buscar constantemente, con diligencia, porque se ama, la fidelidad a nuestra regla de vida.

Pero el Señor ha querido subrayar esa exigencia con una ilustración sacada de la propia vida de las Hijas de la Caridad, la beatificación de las Mártires de Angers, el 19 de febrero último. Es como si Dios nos repi­tiera: «Voy a mostrar hasta dónde se puede llagar por amor a mi nombre».

La plenitud del don total, del «totalmente entregadas» llega hasta el don de la vida, ya sea gota a gota, diariamente, ya sea por el camino más rápido de la persecución y del martirio.

Insisto en la relación, Renovación y Constituciones, para poner de relieve la importancia que la renovación de nuestros votos toma de nuestra regla de vida. Como en los tiempos de santa Luisa, hemos fir­mado un certificado de ese compromiso. Nos encontramos libres ante la fórmula: «Yo certifico que he renovado los votos de la Compañía de las Hijas de la Caridad»; libres, con la libertad misma del amor, que desea darlo todo. Pero nuestra firma implica nuestra lealtad hacia Dios, ante lo que prometemos por voto. Como recordaba el cardenal Lustiger a las Visitadoras, en mayo de 1983: «La incansable potencia del amor, que

 

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ama a los pobres, no puede partir si no es del corazón y del espíritu, de la libertad de los que han consentido en hacerse pobres, como pobre era Cristo Salvador».

Nuestros votos son la puesta en práctica de esa incansable potencia del amor que nos invade. ¿Qué quiere decir poner en práctica con relación a cada uno de nuestros votos? Gracias a las Constituciones, los sabemos:

a)  El compromiso del voto de Servicio a los pobres

En efecto, por lo que se refiere a nuestro voto especial, nos recuer­dan: «Para las Hijas de la Caridad, el servicio a Cristo en los pobres es un acto del amor afectivo y efectivo que constituye la trama de su vida»2.

Y tan es así, que con toda verdad podemos decir: «Los pobres nos ayudan a ser lo que la Iglesia nos pide que seamos, testigos del amor»3.

En su mensaje de Cuaresma 1984, el Santo Padre dice: «El Reden­tor del mundo tiene hambre de todas las hambres de sus hermanos, los hombres».

Cómo coincide esta idea con la obligación que nos impone la voca­ción: llevar a los pobres «los dos alimentos»4, como nos lo recomienda san Vicente. Recuperemos la preocupación por el servicio espiritual, es decir, que todo en nosotras, no solamente técnica, sino nuestras actitu­des, todo nuestro comportamiento, se conviertan en el vehículo de la ter­nura de Cristo para con los pobres, y sea así, el apoyo de su esperanza. Cuando esto no nos sea posible por el oficio, o el lugar sociológico, pida­mos por ellos: «es nuestro primer deber», dicen las Constituciones.

b) El compromiso del voto de Castidad

También es puesta en práctica del amor el voto de castidad, que ensancha el corazón para Dios, para los pobres, para nuestras Herma­nas. Amor que rechaza toda alienación y acoge toda desgracia, con misericordia y fraternidad. Amor que lleva el sello de la vigilancia humil­de, de la fidelidad, capaz, sin embargo, de amistad sin fallos, hacia aquéllos que Dios nos envía en nuestro caminar. Nuestra firma nos com-

Ecos de la Compañía, 1983, p, 357.

2 C. 2. 9.

3 Miguel LLORET, Las exigencias del servicio de los pobres, Ecos de la Compañía, 1984, p. 23.

‘ IX, 535.

 

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promete a vivir este afecto, pero también a practicar la humildad de la prudencia. La castidad se apoya en la mortificación, lejos de cualquier temeridad. Es incompatible con el orgullo, como nos recuerda san Vicente. Se traduce en alegría y serenidad, y revela un corazón libre, nos dicen las Constituciones5. Lo contrario del corazón libre, es el corazón con múltiples apegos, de los que san Vicente habla en la conferencia, del 6 de junio de 1656:

«Mis queridas Hermanas, el fin de esta regla es que nos apeguemos sola­mente a Dios y que no amemos más que a Dios solo o por Dios. Pero, Padre, me diréis ¿tan grave es estar apegadas a un cuello, a los cabellos, a una camisa o a alguna devoción? ¿Cómo es posible que sea tan malo? Yo, a eso, lo llamo idolatría. Sí, Hermanas mías, hemos de compararlo con la idolatría. Y ésta es la razón, Dios quiere que lo amemos por encima de todas las cosas, y nosotros preferimos a esa criatura, a la que estamos apegados. Somos idólatras, apenas preferimos alguna cosa a Dios. Ved qué desgracia es caer en la idolatría. Pues eso es lo que hacéis cuando os apegáis a las criaturas.

Más aún, es un adulterio. Fijaos bien, hijas mías, al entrar en la Compañía, escogisteis a nuestro Señor por esposo y él os recibió como esposas, o mejor dicho, os prometisteis con él. Luego, al cabo de 4 años, poco más o menos, os entregasteis a él por completo, por medio de los votos, de forma que sois sus esposas y él es vuestro esposo. Y como el matrimonio no es sino una donación que la mujer hace de sí misma a su marido, también el matrimonio espiritual, que habéis contraído con nuestro Señor, no es más que la entrega que le habéis hecho de vosotras mismas»6.

c) El compromiso del voto de pobreza

Al firmar su certificado, se han comprometido ustedes también en relación con la pobreza, pobreza exterior y pobreza interior. Ambas encuentran en nuestra sociedad resistencias difíciles de vencer. Nues­tro sistema de evaluación de la pobreza exterior ha cambiado de una manera asombrosa. Ahora, nuestro punto de referencia no es, espontá­neamente, lo necesario para poder servir a los pobres, sino que es el de la vida normal de las personas corrientes de hoy, y así perdemos poco a poco, el sentido de lo superfluo e inútil, y el discernimiento de lo que es indispensable para seguir sirviendo. Dicho de otro modo, nuestra escala de valores se ha desviado y nuestra actitud con relación al dine-

5 C. 2. 6.

6 IX, 784-785.

 

ro se ha hecho distinta. La Renovación es una oportunidad que se nos ofrece para que, por amor, tomemos como puntos de referencia lo que las Constituciones nos señalan: sencillez, frugalidad, saber compartir, servicio, es decir, trabajo y dependencia, es decir, permiso y control.

Pero la pobreza material es insuficiente para una Hija de la Caridad si no va unida a la pobreza interior, cuyo sinónimo es humildad. Dejemos que se afirme en nosotras esa certidumbre de que, sin la gracia de Dios, no podemos nada, que todo nos viene de Él.

Adentrémonos en seguimiento de Cristo por el camino que Él nos muestra, el de la mansedumbre y la humildad. Entonces, nos conside­ramos felices, no reconociéndonos más que un derecho, el de encon­trarlo a Él en los pobres. Más que un solo título, el de siervas, siervas de los pobres. Más que una sola riqueza, su amor. Acoger el don del amor de Dios que nos amó él primero.

d) El compromiso del voto de Obediencia

Por amor suyo también, nos hemos comprometido igualmente en el camino de la obediencia. Las Constituciones nos concretan muy bien todas sus características, y no voy a repetirlas. La obediencia es el voto de la disponibilidad. San Vicente y santa Luisa dirían quizá el voto de la preferencia de la voluntad de Dios, de esa manera vivieron ellos mismos esa fidelidad fervorosa. Este compromiso nos pide una toma de con­ciencia clara del don que en él se incluye y de su grandeza:

«Sin la obediencia, dice san Vicente, no podéis perseverar en vuestra voca­ción». Incluso, cuando se trata del servicio de los pobres: «¡Dios mío, que haya pobres Hijas de la Caridad que pierden mucho por su culpa! Sirven a los pobres, van y vienen, se matan para no hacer nada, puesto que siguen su propia voluntad». Pero: «una persona que ama la obediencia, indica que tiene el espíritu de nuestro Señor»7.

Todas las Constituciones son, en efecto, la explicación de lo que ustedes han firmado, en lo íntimo de su conciencia, antes de enviar su certificación a su Visitadora. Con la misma emoción que las primeras Hermanas, con la gravedad de un acto que las liga a Dios, han puesto su nombre, pidiendo al mismo tiempo la gracia del Señor. Estos votos de Hijas de la Caridad, votos de la Compañía, les permiten tender lo más

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7 IX, 714-715.

 

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perfectamente posible a la realización del designio de Dios sobre uste­des. Tienen a su lado a la Compañía, para ayudarles a ello y ayudar también a sus Hermanas junto con ustedes, en caridad fraterna. Refle­xionen delante de Dios, en su responsabilidad mutua, para sostener a sus Hermanas en el cumplimiento de los votos hechos a Dios que, jun­tas, renovamos el 24 de marzo. Y no digan que no tienen influencia en las demás. Todas la tenemos. Pero, sobre todo, pidamos mucho las unas por las otras, para que se fortalezca entre nosotras ese lazo del amor del Señor.

e) La plenitud del don

El ejemplo de Sor María Ana y de Sor Odila, que se ofrece a nues­tra meditación, nos incita a buscar lo absoluto del don y la fidelidad a la Iglesia. Ya habían hecho nuestras Hermanas, siguiendo la consigna de la Madre Deleau, muchos sacrificios para conservar el servicio de los pobres. Se habían puesto ropas de seglar y hasta la escarapela de la Revolución. Pero su conciencia, como afirmaron ellas mismas, no les permitía ir más allá. Por eso, no hicieron el juramento que la Iglesia prohi­bía. Ni siquiera para salvar su vida, quisieron consentir en que se pudie­ra pensar que lo habían hecho.

Nuestras Hermanas nos obligan a que nos planteemos hoy algunos interrogantes, en particular, según dos orientaciones:

* La fidelidad a la Iglesia en la fe. * El amor fraterno auténtico.

1. La fidelidad a la Iglesia en la fe

¿Conocemos con claridad las orientaciones y directivas de la Igle­sia? ¿Recibimos esas orientaciones con disposiciones de sumisión y respeto hacia lo que nos piden? ¿Qué atención prestamos a los docu­mentos pontificios? ¿Los conocemos? ¿Conocemos el mensaje de Cua­resma 1984, del Santo Padre, su última encíclica sobre el sufrimiento, sus directivas, las de las Conferencias Episcopales de nuestros países? ¿Nos sentimos unidas a la Iglesia, decididas, como Sor María Ana y Sor Odila, a permanecer fieles a ella hasta el fin? ¿Preparamos, con la ora­ción personal y comunitaria, los grandes actos de la Iglesia para unirnos a ellos, no solamente los sínodos, sino, por ejemplo, la renovación de la consagración del mundo entero a la Virgen María, en unión con el Papa

 

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Juan Pablo II y el conjunto de los obispos y de las diócesis, del 25 de marzo? ¿Amamos de verdad a la Iglesia? ¿Tenemos la preocupación de hacer Iglesia con los demás?

2. El amor fraterno auténtico

Sor María Ana y Sor Odila se sostuvieron mutuamente en la prueba. La mayor, Sor María Ana, no dejaba de estimular a su compañera más joven y le iba como haciendo transfusiones de su propia fortaleza y esperanza. Y ambas, por su ejemplo y su oración, ayudaron a los demás mártires a que hicieran, en fe, el sacrificio de su vida. Su oración actuó en todos los demás condenados como una fuerza contagiosa. Era una oración sencilla, sin adornos, las letanías de la Santísima Virgen. ¿No es María nuestra única Madre y, sobre todo, la Madre de Aquél que fue tam­bién condenado por los hombres? Madre capaz de alcanzarnos de Jesús el auxilio de su gracia en todas las tribulaciones.

Coloquemos nuestra Renovación de 1984 bajo el signo de la con­versión al amor. Pidamos con nuestra oración a la Virgen Santísima que invada nuestro ser, la caridad, porque como dice el Santo Padre, «El amor posee una inmensa capacidad de transformación».

Que este amor a Dios, llene nuestro corazón y dejémonos transfor­mar por el Amor. Como decía san Vicente, nuestras Reglas -como nues­tras Constituciones-, «Vienen de Dios y tienden todas a Dios»8.

Tomemos la resolución de transformarnos por amor, en fidelidad y obediencia a las Constituciones. Entraremos de este modo en un movimiento de liberación interior. Cada una conoce los barrotes que constituyen su propia prisión y obstaculizan su progreso en el amor. Tienen un nombre, demasiado tiempo perdido en detrimento del verda­dero servicio a los pobres, demasiadas lecturas vanas o demasiada TV, demasiados apegos diversos, demasiadas futilidades, demasiada inde­pendencia. Tenemos que romper este año, estos barrotes y recobrar la libertad interior.

La Renovación de 1984 puede ser, para cada una de nosotras, un verdadero salto adelante en ese amor más entregado, más absoluto, que transforme y renueve la Compañía entera y atraiga la bendición de Dios, las vocaciones y un auténtico servicio espiritual y corporal de los pobres en el mundo, pues «Dios nos pide lo primero el corazón y des­pués la actuación»9.

8 IX, 737.

9 IX, 755.

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