Lucía Rogé: La oración en nuestras vidas

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía RogéLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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París, octubre de 1978Hace unos quince días, en la homilía de la celebración eucarística que precede al Consejo General, el Padre Director nos dijo: «No oramos bastante, las Hijas de la Caridad no oran bastante».

Estas palabras fueron una fuerte interpelación para cada uno de los miembros del Consejo. Las Hijas de la Caridad no oran bastante. Y tuvimos que reconocer, a partir de nuestra experiencia personal, que era verdad.

No se ora bastante, y no se trata únicamente de una observación de carácter cuantitativo, es decir, referida a la comprobación del tiempo que se dedica a la oración, tal como lo precisan nuestras Constitucio­nes, sino de esa actitud de oración, de unión con Dios, de que habla san Vicente; actitud de oración que «no la dejemos nunca, y no dejemos pasar un minuto de tiempo sin estar en oración», nos dice.1

Para san Vicente, de la oración nace el vigor de nuestra búsqueda de Dios, de nuestro deseo de encontrarlo en el pobre, de reconocerlo y de amarlo.

Orar, para la Hija de la Caridad, es desear estar en la presencia de Dios y también tener presentes a los pobres, a todos los oprimidos del mundo actual. Ambas presencias se relacionan mutuamente, una llama a la otra y crecen juntas en intensidad, no se puede vivir el carisma vicenciano sin traducir el amor de estas dos formas. Es dejar a Dios por Dios, es instaurar en la vida cotidiana la familiaridad con Dios, de modo que todo se convierta en oración, en diálogo con el Señor.

Me viene a la memoria a este propósito el recuerdo de una Her­mana anciana, Sor María. En el servicio de cirugía de un hospital tra­bajaban dos Hermanas. Una de ellas, mayor ya, aseaba aún a algunos enfermos, ayudaba a comer a otros, iba a recados, los entretenía y, sobre todo, los escuchaba. Un día llega un paciente habitual, ya que, estando bebido, se había roto una pierna y magullado la cara. Sor María, compasiva, trata de consolarlo y recibe a cambio un montón de injurias. Sor María no insiste, se retira sonriendo y se la oye murmurar: «Es igual Señor, ¡qué representantes tan curiosos eliges!»

No estoy lejos de pensar que esta manera de reaccionar, vol­viéndose inmediatamente hacia el Señor, tiene mucho de oración. Es como una oración jaculatoria, «Señor, te he reconocido por la fe y por el amor». Es una oración a lo san Vicente, un impulso del corazón como los que él recomendaba a las Hermanas el 31 de julio de 1634: «Dios mío, tú eres mi Dios».2 De hecho es la expresión de un diálogo con Dios, es la visión de fe del Dios presente de que hablan las Cons­tituciones y del que decía san Vicente: «Estás presente en todo lugar, penetrando íntimamente todas las cosas e incluso en nuestro cora­zones; y esto es todavía más cierto que el que estamos todas pre­sentes aquí».3

El diálogo permanente con Dios implica tiempos de mayor intensi­dad en la oración, de una mayor intimidad, en los que Dios se deja oír, se hace comprender, permite que nos acerquemos a Él. No se trata de pasar para cumplir una fórmula un cierto número de minutos en oración, en los que se mira discretamente el reloj, como en una visita en la que no se sabe qué decir, esperando que transcurran los minutos reglamen­tarios. «Se trata, decía nuestra M. Guillemin, de ponernos ante el Señor en estado de oración, de anhelo, de espera, de renovar la conversación tal vez interrumpida, de contemplar a la luz de la fe».

Es también tiempo de interrogantes, como se plantean a las perso­nas a quienes se ama. Señor, ¿te he sabido reconocer hoy? ¿he descu­bierto, como Sor María, que eras Tú quien me hacía señales? ¿he com­prendido lo que querías hacerme captar con tal acontecimiento, con esa calumnia, con aquella delicadeza, aquel gesto de ayuda, aquella pala­bra compasiva o aquella sonrisa?

¡Qué alcance misionero ha tenido la sonrisa de Juan Pablo I, que respondía directamente a lo que el mundo espera, porque hablaba directamente de la ternura de Dios, de que Dios es amor!

Sí, rezar, meditar, es el camino de una vida auténtica de oración inin­terrumpida. Es el camino para buscar a Dios y, transformada nuestra mirada, tratar de reconocerlo, operante en todos y por todas partes, en lo cotidiano de la existencia. Esto no minimiza la importancia de nues­tras oraciones vocales comunitarias; hay días en que necesitamos ab­solutamente el apoyo de las muletas de las palabras. Entonces nos ayudan los salmos, Laudes y Vísperas o, por ejemplo, la oración del Angelus, con todo lo que comporta:

  • de proclamación de que hacemos nuestro «el ser la esclava»,
  • de adhesión por amor, «hágase en mí…»,
  • de convicción en la fe, «habitó entre nosotros». Habita siempre entre nosotros.

Así, quien ora verdaderamente, quien trata de hacer la voluntad del Padre, según el Espíritu de Jesús, es decir, quien trata de impregnar su vida del espíritu del evangelio, se reconocerá como persona de oración.

La oración se traduce en la vida, influye en nuestra actitud o no es oración auténtica. Es la oración la que nos ayuda a vivir de fe, a reco­nocer a Cristo en los demás, a aceptar a los demás en Cristo, a entrar en comunión con ellos. Quien ora no destila aquí y allá juicios duros y severos que conducen a la división, porque está unida a Dios, que es amor. No es desagradable, ni ruda, ni se aísla en su torre de marfil. Par­ticipa, comparte, sostiene, soporta.

Tiene experiencia personal de Dios-Amor. La que ora está atenta a los demás, a sus penas y a sus alegrías, realiza su parte de trabajo coti­diano. La oración no es un refugio para ella. Sí, quien ora es persona de comunión, es decir de unión, de paz, de lealtad en sus relaciones, de alegría porque vive próxima a Dios, que es amor y verdad, que es alegría, «porque todo en él es don» (Pablo VI). No oramos bastante, y lo demuestra el que faltemos tan a menudo a la caridad, a la verdad; lo demuestra nuestra falta de alegría.

Quizá no nos esforcemos bastante para orar. Nuestra Madre Guille­min decía que, salvo en ciertos momentos privilegiados, la oración requiere esfuerzo. «Hay que querer hacer oración», decía. Querer hacer oración, el amor impulsando nuestra voluntad.

Querer hacer oración implica también prepararse para hacerla, es decir, ponerse en las condiciones que la oración, el diálogo con Dios, requiere. Una actitud de silencio y de sinceridad, evita el rumor interior de las cosas superficiales a que tan fácilmente nos dejamos arrastrar. Hay que acudir a Dios con sencillez, casi con la familiaridad, que encon­tramos en la Sagrada Escritura: «Señor, vengo a Ti. Creo, es verdad, pero ayuda mi incredulidad».4

De ahí la absoluta necesidad de la lectura espiritual, de leer el evan­gelio. Alimentémonos del evangelio. Pensemos que mucha gente sólo podrá conocerlo a través de nuestra vida. No se puede pasar de la lec­tura de una novela folletón, de una revista, de ver telefilmes sentimenta­les en la televisión a distinguir los signos de los tiempos y a comprender la acción de Dios en el mundo.

Hay que ir a la oración con alma de pobre que se presenta ante su Dios. Recordemos la parábola del fariseo y del publicano; evoquemos también la actitud de María en Caná; presenta la situación y espera la respuesta, la luz. El verdadero pobre no es imperioso, no es impacien­te, es humilde y atento. El retraso de Dios, el tiempo de espera que nos propone, es tiempo de fe;

  • de que la fe prospere, esperar en la incertidumbre;
  • de que la fe arraigue, esperar solamente en Dios;
  • de que la fe se haga más profunda, tener la seguridad que una espera prolongada o un silencio son también amor.

UNA HIJA DE LA CARIDAD NUNCA ESTÁ SOLA ANTE DIOS

  • Está allí con los pobres, está allí en su nombre.5
  • Está con la Compañía y con todos los pobres del mundo entero a los que las Hijas de la Caridad sirven y quieren servir, con todos los sufrimientos de las Hermanas de los países oprimidos.
  • Está con la Iglesia, de la que es una minúscula parte; en unión con la Iglesia, la oración alcanza su plenitud.
  • Está en la oración con Jesucristo; ruega como Cristo nos enseñó a orar, con un sentimiento filial, Padre Nuestro.

La que verdaderamente hace oración se sitúa en verdad ante Dios, se despoja de todo personaje. Descansa en la verdad ante su Señor, confesándose a sí misma sus flaquezas y sus faltas, y reconociéndose pecador ante Él, ¡ten piedad de mí, Señor! Los salmos contienen gritos magníficos de pobreza reconocida y confesada, que se aplican a cada una de nosotras. No los recitemos de cualquier manera, captemos el mensaje. Pero, paralelamente, al tomar conciencia de que los dones de Dios permanecen siempre, de que las gracias de Dios se suceden a lo largo de las horas, nos sentimos provocadas a la acción de gracias. ¡Te doy gracias, oh Señor! Tú estás presente en el más pequeño hecho de mi vida. No existe la más minúscula alegría que no sea claridad de tu amor. No hay dificultad que no sea provocación al amor.

La fidelidad a la oración se prueba en la perseverancia, y la gratui­dad, en una purificación progresiva, lo que hacía decir a san Vicente que: «La mortificación y la oración son como dos hermanas tan estrechamente unidas que nunca van separadas. La mortificación va pri­mero y la oración la sigue».6

Era ya el pensamiento de san Pedro Crisólogo: «Oración, misericordia, ayuno; los tres no forman más que uno y se dan mutuamente la vida. Que nadie los divida; los tres no pueden separarse. El que ora debe ayunar (y hay muchas maneras de ayunar). El que ayuna debe tener piedad. Que escuche al hombre que pide (que no pide sólo pan o dinero, sino también que se reconozca su existencia, su dignidad, la justicia que se le debe, etc.), y que al pedir, solicita que se lo escuche. Dios escucha al que no rehusa escuchar a los demás cuando suplican. El que practica el ayuno debe sim­patizar con el que tiene hambre, si quiere que Dios simpatice con su propia hambre; debe tener misericordia el que espera obtener misericordia. El que quiere beneficiarse de la bondad debe practicarla, el que quiere que se le dé, también debe dar. Solicita insolentemente el que pide para sí mismo lo que rehusa a otro». He aquí el verdadero camino de la oración.

No se ruega bastante. El comportamiento que se ve en la vida per­mite hacer esta afirmación: quien no ora bastante pierde el contacto con Dios y entra en la alternativa de las equivalencias de los diversos encuentros, de compromisos múltiples presentados como si tuvieran el mismo valor de la oración. La acción se convierte así en compensa­ción a una cierta aridez en la oración, la aridez de nuestra tierra seca. Poco a poco, la intención que dirige nuestras actividades se modifica; uno se habitúa a vivir con prisa, en la superficie de sí mismo, viendo por encima los verdaderos problemas sin posibilidad de detenerse para pensar delante de Dios. El silencio se convierte en vacío. Quizá por esto lo soportamos tan mal, cuando, nuestro silencio, lejos de alejarnos de los demás les da la posibilidad de expresarse y nos permite prestar atención, escuchar. Así, este silencio, «hecho para hablar a Dios», dice san Vicente, nos prepara al verdadero diálogo con los demás.

La plegaria, tiempo de oración, expresa en cierta manera el amor pre­ferencial que se da a Dios sobre las demás ocupaciones. El mismo san Vicente, desde 1643, concreta su pensar respecto a la oración y al servi­cio. Se trata de dejar a Dios por Dios en las necesidades acuciantes de los enfermos, pero siempre que se trate de una verdadera necesidad, y vuelve muchas veces sobre esta noción de verdad en la razón de «dejar».

Porque la oración nos envía hacia el servicio de los pobres, pero con un corazón y una mirada renovada. La oración hace de nosotras verda­deras siervas, disponibles, en perfecto acuerdo con la voluntad de Dios, cercanas a los pobres, a sus aspiraciones personales y colectivas. La oración hace a la verdadera misionera (santa Teresa del Niño Jesús) y nos permite superar nuestra impotencia humana. En el mismo punto en que nos descubrimos completamente incapaces, podemos ser útiles a los demás y sostenerlos por la oración.

Gracias a la oración, encontramos de nuevo nuestra libertad interior ante Dios, resistimos ante las distintas presiones que pesan sobre noso­tras día tras día. El acto de fe que la oración hace brotar da a las difi­cultades su verdadera dimensión y hace nacer en nosotras, aun a nues­tro pesar, los discernimientos necesarios para la acción. ¿Quién de nosotras no se ha sentido sorprendida de haber dicho lo que el Espíritu Santo le inspiraba en el momento mismo en que era necesario, sin haber pensado en ello en el minuto precedente?

Ayudémonos mutuamente en esta fidelidad a la oración. Gustemos de orar juntas. Lo necesitamos, especialmente en este tiempo de pre­paración de la Asamblea General, en la que deberemos discernir en común los designios de Dios para el futuro de la Compañía. ¡Cuántas veces nos dijo san Vicente cuando había que obtener una gracia: ¡»Lo primero es pedírselo a Dios»!.7

Pedírsela a Dios por intercesión de María, nuestra única Madre, nuestra maestra en la vida espiritual, la que tanto ama a la comunidad, que nos muestra la auténtica fidelidad en el servicio. Orar por interce­sión de María, especialmente por el rosario, oración de contemplación de Jesús, su Hijo, cuyo amor sin límites descubrimos en ella. Rogar jun­tas en Iglesia, en la Eucaristía, donde nuestra participación exige que nos entreguemos también en sacrificio para realizar nuestro servicio.

En este tiempo de preparación para la Asamblea General, tomemos resoluciones respecto a la oración. Oración de adoración, de perdón, de alabanza y de acción. Oración de petición humilde que se asemeje a la vida de los pobres, a sus esperanzas y a sus expectativas, presentándo­las a Dios; también ahí seguimos siendo siervas suyas. Oración que obtie­ne una gracia de discernimiento para los problemas de evangelización de los pobres, para servirlos hoy. Oración para crecer en la caridad.

Cualquiera que sea la clase de oración, «sigue siendo eternamente cierto que la mejor, es aquélla que encierra más amor» (Carlos de Fou­cauld). Pongamos mucho amor en rogar por la Iglesia, la paz del mundo, la evangelización de los pobres y por la fidelidad de la Compañía a los signos de Dios sobre ella.

  1. IX, 386.
  2. IX,  25.
  3. IX, 23.
  4. Mt, 9,24.
  5. C. 31. Ed. de 1975.
  6. IX, 391.
  7. IX, 33,38.

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