Actitudes de la Hija de la Caridad para el servicio

Francisco Javier Fernández ChentoEscritos de Lucía Rogé1 Comments

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Autor: Lucía Rogé, H.C. .
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Sor Lucía Rogé, H.C.

Roma, noviembre de 1982

Se me ha pedido como tema de esta charla que reflexione con uste­des acerca de las «actitudes de la Hija de la Caridad para el servicio». Y para empezar, quisiera aclarar sencillamente que toda la vida de la Hija de la Caridad es servicio. Por lo tanto, hablar de actitudes para el servi­cio es lo mismo que hablar de la vida de la Hija de la Caridad, según su vocación propia, según el título mismo que lleva: «Hija de la Caridad, sierva de los pobres».

En esta línea, todo el comportamiento de la Hija de la Caridad ha de ser el resultado de su adhesión profunda a la vocación a la que Dios la ha llamado, sigue llamándola por su nombre, todos los días. De ahí la importancia de hacer comprender bien a las que se presentan, que vienen, no «para hacer como si fueran siervas de los pobres», sino para «serio» efectivamente. Porque siguiendo a Jesucristo que, volunta­riamente, se hace Servidor del Padre porque lo ama, la Hija de la Cari­dad tiene que hacerse también sierva para expresar la entrega de sí misma a Dios: «Que el mundo conozca que yo amo al Padre»1.

LA VOCACIÓN DE LA HIJA DE LA CARIDAD

El conocimiento de la vocación, del espíritu propio tal y como san Vicente lo presenta en la conferencia sobre las «buenas aldeanas»2 y en las conferencias sobre «el Espíritu de la Compañía»3, constituye una base para ahondar en esta reflexión sobre las actitudes de la Hija de la Caridad, sierva.

  • Se trata de una vocación que se acoge, para vivirla en fe y amor,
  • Que se recibe cada día, con humildad, como una gracia particular,
  • A la que se intenta corresponder, con pobreza y disponibilidad,
    • Que se asume con sencillez en la vida diaria, a través de dificul­tades, contradicciones y alegría.

‘ Jn 14, 31.

2 IX, 91-103.

3 IX, 523-548.

 

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Vocación que se acoge

El 2 de febrero de 1653, san Vicente insistió mucho con nuestras pri­meras Hermanas para que conocieran su espíritu; puso de relieve la necesidad de preservarlo y conservarlo en su pureza original. El 9 de febrero siguiente, continuando el mismo tema, dio por sí mismo la defi­nición de este espíritu: «El espíritu de la Compañía consiste en entre­garse a Dios para amar a nuestro Señor y servirle en la persona de los pobres, corporal y espiritualmente, en sus casas o en otras partes; para instruir a las jóvenes pobres, a los niños y, en general, a todos los que la Providencia os envía»4.

Y para que las Hermanas comprendieran bien su pensamiento, san Vicente vuelve a tomar su definición y la formula de nuevo, poniendo de relieve su importancia: «Tenéis pues que saber, Hermanas, que el espí­ritu de vuestra Compañía consiste en tres cosas, amar a nuestro Señor, y servirle en espíritu de humildad y sencillez»5.

Por último la reduce a lo esencial: «Repito una vez más, que el espí­ritu de vuestra Compañía consiste en el amor de nuestro Señor, el amor entre vosotras, la humildad y la sencillez»6.

El espíritu es, pues, un espíritu de amor, el servicio es un servicio de amor. La vida entera es, sencillamente, la entrega humilde de todo el ser en estado permanente de servicio, por amor. Porque, nos dice san Vicente, la Hija de la Caridad es hija de nuestro Señor: «Os ha engen­drado y dado su espíritu; el que viese la vida de Jesucristo, vería sin comparación algo semejante en la vida de una Hija de la Caridad»7.

Es desconcertante esta afirmación; la vida de una Hija de la Caridad debe ser como la de Jesucristo, quien nos ha dicho: «Estoy en medio de vosotros como quien sirve»8. «Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos»9. Ésa es la vocación a la que somos invitadas.

Voy a abrir un paréntesis. A lo largo de esta charla, y con el fin de que no nos contentemos con grandes deseos, las invito a que dejen penetrar en su corazón los pensamientos de nuestros santos Funda­dores, que voy a citar con frecuencia. Como tantas veces lo hicieron

4 IX, 533.

5 IX, 536.

6 IX, 537.

7 IX, 534.

8 Lc 22, 27.

9 Mc 10, 45.

 

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ellos mismos, consintamos nosotras también en descender al nivel de las cosas concretas de nuestra vida diaria. A veces, los detalles son lo que más ayuda a conocer, a comprender, a amar y a creer. Si, como un eco, repetimos en el fondo de nuestro ser la palabra del Señor, «no a ser servido, sino a servir», descubriremos nuestra debilidad y lo fácil que nos resulta con la excusa de la falta de tiempo, llegar a dejarnos servir.

Ser en medio de los pobres la que sirve, la que no pretende ser servida sino que entrega su vida, ésa es nuestra vocación. Decirnos a nosotras mismas: «Soy Hija de nuestro Señor, debo parecerme a Él»10. Sin el espíritu de amor, que se ejerce de dos maneras, afectiva y efectiva, no hay Hija de la Caridad. Precisamente, el paso de una a otra de esas dos maneras, es lo que hace de ella una sierva, sierva de Jesucristo en los pobres, porque el servicio se vive en la fe: «En ninguna otra parte como entre las buenas aldeanas se encuentra más fe, más recurrir a Dios en las necesidades, más gratitud hacia Él en la prosperidad»11.

Así es como, imitando a las buenas aldeanas, deben comportarse las Hijas de la Caridad. Repitámoslo, en la fe es como han de vivir su servicio de amor: «Siervientes de los pobres, es como si se dijese sier­vas de Jesucristo, ya que él considera como hecho a sí mismo lo que se hace por ellos, que son us miembros»12.

Desde la explicación del primer reglamento (31-7-1634), los Funda­dores no han cesado de suscitar esa visión de fe: «Servir a los pobres es ir a Dios, y tenéis que ver a Dios en sus personas»13.

Las actitudes concretas dimanarán espontáneamente de la fe y el amor. Es así como, desde los orígenes, el servicio no consistió mera­mente en suplir a las Damas en los compromisos que habían asumido y no podían cumplir, sino que fue para cada una de las Hijas de la Cari­dad, relación mística con Cristo, una experiencia personal de encuentro con Dios en el servicio a los pobres. En eso se identifica la vocación de una Hija de la Caridad, en eso, dentro de la humildad y la sencillez. «Nuestra vocación se caracteriza de una manera muy sencilla, decía nuestra madre Guillemin, es el amor a Cristo en los pobres; Cristo nos espera en los pobres».

1° IX, 534.

11 IX, 92.

12 IX, 302.

13 IX, 25.

 

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Humildad

Siendo así, ¿cómo no sentirse pobre para responder a esa espera de Cristo? En efecto, un sentimiento profundo de pobreza total, interior y exterior no pueden separarse la una de la otra, es lo que va a guiar a la sierva en sus actitudes.

La primera de ellas es la humildad, porque el servicio se dirige a Jesucristo a quien se ha reconocido en el pobre: «Dios quiere, dice san Vicente, que las Hijas de la Caridad se apliquen especialmente a la práctica de la humildad»14.

De la contemplación de la vida de Nuestro Señor, aprendemos cómo ponernos humildemente en estado de servicio. Tenemos que leer con frecuencia el capítulo 13 de san Juan, para llegar a comprender todo el mensaje del Lavatorio de los pies. «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin»15.

El servicio más humilde, si se asume con amor, es el camino más seguro para llegar a la entrega total: «Para que vosotros hagáis también como yo he hecho»16.

Con los ojos fijos en Cristo, san Vicente afirma: «Estáis llamadas a humillaros, a servir a Dios y a los pobres»17.

Y la señorita Le Gras insiste en el mismo tono: «¡Si supieran, queri­das Hermanas, qué humildad, qué mansedumbre quiere nuestro Señor de las Hijas de la Caridad!»18.

Mansedumbre y humildad tienen que acompañar el servicio de una Hija de la Caridad. Ahora bien, la humildad que san Vicente propone a su familia consiste en «aceptar con gusto que nos tengan por espíritus pobres y ruines, por personas sin virtud, que nos traten como ignoran­tes, sujetas a todas las deficiencias»19.

Con otros términos, llegará a decir que es necesario «amar el des­precio». Santa Luisa sigue la misma línea espiritual y quiere vernos dedicadas a las tareas bajas y viles, a todos los menudos servicios que nos permitan ser «las más pequeñas y las últimas en el hospital»20. Y san Vicente lo ratifica en una plegaria espontánea: «Concédeme, Dios mío,

14 IX, 537.

15 Jn 13, 1.

16 Jn 13, 14.

17 IX, 948.

18 SLM, p. 568.

19 XI, 745.

20 SLM, p. 222.

 

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la gracia de no buscar nunca el ser estimada, sino que prefiera todas las tareas más bajas y el último lugar de todos»21.

No es posible citarlo todo, pero sí podemos interrogarnos: ¿cómo vivir hoy nuestro estatuto de siervas, de sirvientas, cuya dominante es la humildad según nuestra espiritualidad específica, si no consentimos en una verdadera revisión de obras, de nuestras situaciones, de nuestro comportamiento? Ahí tenemos una cantera de interrogantes a nivel de la Compañía, de los Consejos Provinciales, en el sentido de una fidelidad mayor al carisma.

Pobreza

La pobreza interior se apoya en la pobreza material, y recíproca­mente. Ser sierva corresponde a cierto status o clase social. San Vicen­te nos lo indica con toda claridad cuando nos dice: «Se acordarán de que llevan el nombre de sirvientes de los pobres que, según el mundo, es uno de los oficios más bajos, a fin de mantenerse siempre en la baja estima de sí misma»22.

En el siglo XVII, los servidores constituían una clase social que representaba el 10% de la población. Hoy no tenemos derecho a ampa­rarnos en la gran disminución del número de empleadas de hogar (0,4% en Francia) para desechar la comparación que nos sugiere san Vicente. De hecho, todos los empleados de colectividades se encuentran en la situación de los servidores de antaño. Pertenecer a esta clase social nos obliga hoy como ayer, a cierto estilo de vida que forzosamente se enfrenta con la pobreza.

Esa aceptación previa de la pobreza es condición indispensable para entrar en la Compañía: «Cuando entrasteis en la Compañía esta­bais todas resueltas a abrazar la pobreza, de otro modo no se os habría recibido»23.

La importancia que supone conocer con claridad lo que es la pobreza inspira a san Vicente esta definición: «La pobreza quiere decir que no se tiene la disposición de ninguna cosa y que no se desea poseer nada en privado; pues apenas nos empeñamos en dis­poner de algo según nuestra voluntad, entonces dejamos de ser pobres»24.

21 IX, 1071.

22 X, 704.

23 IX, 882.

24 IX, 883.

 

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Y añade carga a esa primera definición, reforzándola: «La pobreza obliga a no desear otra cosa que a Dios. Requiere que se deje todo y no se tenga nada propio»25. Es entonces natural que el hecho de manejar dinero preocupe a los Fundadores: «Una de las cosas de que tengo más miedo es del manejo del dinero; si uno no es fiel en este punto, es la perdición de la Compañía. Y les ruego a las hermanas encargadas de la formación de las que van llegando, que les inculquen mucho cuidado en este punto… Pero ¿a quién se lo quitáis cuando, os quedáis con alguna cosa de las que os han puesto en las manos? ¡A los pobres! ¡Dios mío! ¡A los pobres! Y entonces se lo robáis a Dios mismo»26.

Y santa Luisa advierte a una Hermana de Richelieu: «Creo que la causa de la mayor parte de las faltas que comete, es que tiene usted dinero y que siempre le ha gustado tenerlo. Si quiere creerme, deshá­gase de tal afición. De otro modo, dudo mucho de su perseverancia»27.

Atrevámonos a hacernos algunas preguntas:

  • Además de la «voluntad de imitar a nuestro Señor en su pobreza» como nos lo pide san Vicente, ¿tenemos el deseo de llevar el esti­lo de vida de una sirvienta, de la sirvienta de un amo pobre, des­provisto de todo, abandonado, desconocido?
  • ¿Estamos resueltas a vivir con un presupuesto recortado, el que corresponde a un salario mínimo, a no salirnos de él, y a ahorrar para poder compartir con otros? ¿Cuáles son nuestros criterios al decidir ante un gasto que hay que hacer o una opción que hay que tomar?

San Vicente y santa Luisa no dejaron nunca de descender a detalles concretos de la vida diaria: la ropa interior, el vestido remendado, el cue­llo, el tocado en mal uso, la tela más fina, los zapatos más bonitos; el mobiliario, las camas con doseles o pabellones y otras cosas; la ali­mentación, llegando a sugerir menús, caracterizados por su sobriedad.

  • ¿Contiene nuestro proyecto comunitario local, puntualizaciones,

detalles en cuanto a la pobreza personal y a la comunitaria?

¿No existe una diferencia demasiado grande entre las siervas -nosotras- y -los amos- los pobres?

«Los pobres son nuestros amos; son nuestros reyes; tenemos que obedecerlos, y no es una exageración llamarlos así, puesto que nuestro Señor está en los pobres»28.

25 IX, 882.

25 IX, 896-897. 27 SLM, p. 32. 25 IX, 1137.

 

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Para ser verdaderas Hijas de la Caridad, siervas de los pobres, tenemos que hacer un esfuerzo perseverante en la pobreza, «que nos obligue como a siervas, a contentarnos con lo que se nos da»29. ¡Quie­ra Dios que, así, podamos ver realizarse la maravillosa promesa de san Vicente!: «A medida que una Hermana se aficiona a la pobreza, el amor a Dios crece en ella»30.

Disponibilidad

En su búsqueda de concordancia con la vida de los pobres, la sier­va está disponible, acepta la dependencia de su amo, le obedece, le sirve. Negarse a obedecer es poner la firma en una negación de amor. La obediencia libre y gozosa caracteriza a la sierva de los pobres en la Compañía de las Hijas de la Caridad, en la que todo está concebido en función del servicio. En un mismo movimiento de amor, se encuentra la sumisión voluntaria y la autoridad-servicio. Una y otra permiten a la Com­pañía que dé una respuesta misionera a las llamadas de los pobres y de la Iglesia. «Fuerza es decir que existen grandes bienes en la obediencia, puesto que el Hijo de Dios quiso hacerlo todo por obediencia»31.

Sencillez

En el pensamiento de los Fundadores, además de amorosa, humil­de y pobre, disponible y dependiente, la sierva de los pobres tiene que ser también sencilla, con una sencillez interior que salta y se refleja en su conducta exterior.

Del mismo modo que la humildad, la sencillez es una virtud a la que estamos obligadas de manera especial. Forma parte del espíritu propio, de la espiritualidad específica de la Hija de la Caridad. San Vicente nos enseña que tenemos que ser cándidas (en el buen sentido de la pala­bra, el que él le da) en nuestro decir, de tal manera que no ocurra que nuestros corazones estén pensando una cosa mientras nuestros labios dicen otra. El amo, en efecto, debe poder confiar plenamente en su sir­vienta. Su sinceridad, su lealtad, se convierten para él en seguridad.

Esta sencillez exige de una Hija de la Caridad el ser permanente­mente sierva, en lo íntimo de su corazón, y no limitarse a serlo en el momento de prestar un servicio. Por eso, la verdad, la autenticidad guia-

29 IX, 886.
IX, 892.
31 IX, 715.

 

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rá su conducta con los pobres; nunca será la que hace de sierva, la que representa un papel como si lo fuera. Sabe muy bien que esa condición de sierva es su única razón de ser y de estar junto a los pobres, que es para eso para lo que Dios la ha llamado.

Por eso rechaza de plano todo lo que es afectación. Su lenguaje es sencillo, no busca las palabras en boga ni la ocasión de colocarlas; su comida es sencilla, no es aficionada a la buena mesa; su porte exterior es muy sencillo; incluso, su manera de andar, a pasos rápidos y no a pasitos, como una damisela. Es sencilla en toda su persona, desprovis­ta de toda afectación, preocupada únicamente de agradar sólo a Dios.

Toda esta enseñanza es fácilmente asequible a la inteligencia. Sin embargo, ¿cómo traducirla en vida? Las conferencias sobre las virtudes de las primeras Hermanas fallecidas, celebradas en presencia de los Fundadores, nos muestran que ello es posible.

Por ejemplo, en Bárbara Bailly (que murió después de los Fundado­res), se apreció su inalterable igualdad de carácter, el cuidado que ponía en no levantar la voz, en no decir nada que pudiese redundar en alabanza propia. Todo ello, para sus compañeras eran otras tantas prue­bas de humildad. Era una verdadera Hija de la Caridad, cuidadosa de no levantarse por encima del rango de los pobres.

Bárbara Angiboust no quiso sentarse a la mesa junto a una gran señora, porque «somos pobres y se nos tiene que tratar como a pobres».

De Marta Dauteuil, refieren sus compañeras que era «tan mortifica­da que no era posible hacerle tomar en el desayuno algo más que pan seco, lo que no le impedía ser infatigable en el trabajo».

Sor María du Serre «habiendo recibido en una carta la orden de mar­char al Hospital de Montpellier, dejando la parroquia donde se hallaba, apenas hubo leído la carta, marchó en el momento, aun cuando estu­viera echándose encima la noche», dando así una prueba de disponibi­lidad total.

¿Qué decir de Francisca Fanchon que, al recibir una bofetada de un pobre, «el gozo que experimentó al tener ocasión de sufrir tal afrenta por Dios, le hizo presentar la otra mejilla»?

UNA RENOVACIÓN EN NUESTRA VIDA

El ir a lo profundo de nuestras fuentes nos lleva a situarnos con toda lealtad, en nuestra vocación de siervas, teniendo como modelos a Jesús, el Hijo Servidor del Padre, y a María, Esposa del Espíritu Santo, Esclava de su Señor.

 

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Es lógico que en este 3502 aniversario de la fundación, se establez­ca en la Compañía una confrontación entre la vivencia del carisma en los primeros días y nuestra vida actual. El querer hacer el ajuste que se impone podría llevarnos a una verdadera reforma. Porque tenemos que pensar en una renovación de nuestro género de vida si queremos mani­festar la radicalidad que concedemos a nuestro servicio evangélico.

En este sentido, me parecen prioritarias tres direcciones o líneas en el esfuerzo que hay que llevar a cabo para vivir nuestra vocación de siervas, vocación un tanto debilitada por la influencia de un mundo impregnado de secularización; vocación un tanto invadida por el profe­sionalismo y la mentalidad de lucro.

Primera dirección que dar a nuestro esfuerzo: La radicalidad de nuestra consagración

Tengamos la valentía de preguntarnos: ¿Qué hacemos para reavivar nuestra fe y la radicalidad de las exigencias de nuestra consagración a Dios con la práctica de los cuatro votos? ¿Cuánto tiempo dedicamos a la lectura-meditación de la Sagrada Escritura para descubrir en ella, simultáneamente, el amor de Dios por nosotros y lo que de nosotros espera? Nuestra actitud con Dios no puede ser la de una asalariada que le debe tantas horas, después de las cuales se queda libre. Como san Vicente nos dice, es nuestra vida entera, hora por hora, la que hemos entregado al Señor.

«Hemos de meditar con frecuencia ese misterio del pobre, misterio de Cristo. Ahí está el centro, el núcleo de nuestra vida, la clave de todos nuestros problemas, decía nuestra madre Guillemin. ¿Lo pensamos delante de Dios?»

Ése es pues, el primer esfuerzo, salirnos de las sendas de una vida demasiado superficial, intensificar nuestra vida de fe, afianzar nuestra identidad peculiar de humilde sierva por amor, haciendo frente a esa ola de secularización, para llegar así a ser, dentro de la Iglesia, signos del Reino.

Segunda dirección: La pobreza

El segundo giro que hemos de dar a nuestros esfuerzos, ya lo cono­cen y sé que trabajan en él con perseverancia, es el de la pobreza. Por­que, en efecto, ¿cómo ser honradamente siervas de los pobres si no nos asemejamos a ellos por nuestro estilo de vida? Reconozcamos que

 

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necesitamos una conversión permanente a la pobreza, a nivel personal y a nivel comunitario, en el plano local, en el provincial y en el general. Tenemos que redescubrir el sentido de la renuncia evangélica, de la ascesis, del sacrificio, aun cuando estas palabras tiendan a desapare­cer de nuestro vocabulario. Estamos muy mentalizadas por la justicia social. Pero es que injusticia es también querer satisfacer de continuo, pretendidas necesidades que no dejan de multiplicarse, mientras que gran número de hermanos carecen de todo. Es cierto que la vida en medio de nuestra sociedad de hoy dificulta esa exigencia de estar aten­tas a reducir nuestras necesidades. En este terreno, también, una vida de fe profunda nos ayudará a encontrar la solidaridad con la Cruz de Cristo.

Tercera dirección: La humildad

La tercera orientación de nuestro esfuerzo, indispensable en la voca­ción de siervas, pero indispensable también a todo el que quiera seguir la espiritualidad ofrecida por nuestros Fundadores, es la humildad.

Parece normal que una Hija de la Caridad esté dispuesta a poner toda su existencia de acuerdo con la lógica de su vocación de sierva, por lo tanto con la humildad, la dependencia, la sumisión. Para lograrlo, habrá de desarrollar en sí misma el sentido de su pertenencia a la Com­pañía, de su pertenencia también a los que sirve, enviada por la Com­pañía. Dentro de esa Compañía, se considera como un humilde instru­mento. De la misma forma que la Compañía se considera dentro de la Iglesia, la menos útil. Pensemos delante de Dios en la disminución del número de nuestras vocaciones, más que en el número total de Herma­nas de la Compañía; pensemos en las llamadas a las que no podemos dar respuesta más que en nuestros éxitos misioneros. Demos gracias a Dios, sí, por los numerosos santos de nuestra familia, pero al mismo tiempo, tomemos conciencia de las enormes diferencias que existen entre ellos y nosotras. Ellos fueron servidores de Cristo y de su Iglesia, aceptando morir con Cristo-Servidor. Ellos vivieron con serenidad, las resistencias y críticas de los que los rodeaban, las indiferencias volun­tarias, los fracasos, entre éstos, los fracasos misioneros. Sus actitudes de humildad, fecundadas por el amor, se transformaron en fuente viva, para los pobres y para la Compañía. Entremos también nosotras en ese camino, según la vocación que hemos recibido y marchando en pos del que nos ha dicho: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón».

 

Tener proyectos de reforma, no basta. Es preciso ponerse a la escu­cha del Espíritu con el mismo fervor que santa Luisa: «Las almas verda­deramente pobres y deseosas de servir a Dios, deben tener gran con­fianza en que, al bajar a ellas el Espíritu Santo y no encontrar resistencia, las pondrá en la disposición conveniente para cumplir la santísima voluntad de Dios, lo que debe ser su único deseo»32.

Esa voluntad de Dios sobre la Compañía radica en nuestra fidelidad al carisma que Él mismo comunicó a los Fundadores. Dejemos la con­clusión a santa Luisa: «¡Ah!, ¡qué dicha si la Compañía, sin ofensa de Dios, no tuviera que ocuparse más que de los pobres desprovistos de todo! Y por eso la Compañía no debe apartarse del ahorro ni cambiar de manera de vida con el fin de que, si la Providencia le da más de lo nece­sario, ( las Hermanas) vayan a servir a sus expensas a los pobres, espi­ritual y corporalmente, sin ruido, con sordina, no importa, con tal de que las almas honren eternamente los méritos de la Redención de Nuestro Señor «33,

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32 SLM, p. 792. SLM, p. 826.

 

1 Comments on “Actitudes de la Hija de la Caridad para el servicio”

  1. Es práctico San Vicente y Santa Luisa para decir que actitudes debe trabajar día a día para conseguir ser una auténtica sierva.

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