1 de julio de 1981
Me complazco, en nombre de la Virgen María, única Madre de la Compañía, en acogerlas en esta su casa. Es un gran gozo para todos los miembros del Consejo General el verlas aquí reunidas, procedentes de más de 70 Provincias. Van ustedes a estudiar la doctrina mariana y profundizar en ese aspecto fundamental de la vocación de Hija de la Caridad: la devoción a María, para llegar a ser, a ejemplo suyo, verdaderas siervas del Señor, siervas de Jesucristo en los pobres.
Es un gran gozo, porque sabemos que están aquí como delegadas de sus Provincias, encargadas, a la vez, de representarlas en este trabajo comunitario y de recoger cuanto van a recibir, con miras a poderlo compartir fraternalmente a su regreso. Así es como crecerá en la Compañía el amor a la Santísima Virgen, promesa de vocaciones para el servicio de Cristo en los pobres, según las palabras de santa Catalina, al final de su vida. «Las vocaciones disminuirán -dijo- si no somos fieles a la Regla, a la Inmaculada Concepción, al rosario».1 No somos suficientemente siervas de los pobres.
No se puede crecer en el conocimiento de la Virgen María sin sentirse una misma incitada poderosamente por la radicalidad de su propia donación a Dios, que ha de expresarse en una humildad total. «Ha mirado la bajeza de su sierva». Ahora bien, san Vicente nos pidió sin rodeos que viviéramos la humildad como virtud específica de las Hijas de la Caridad. El estudio, la contemplación, la meditación de la vida de la Virgen que vamos a emprender nos ayudará a comprender hasta qué punto la pobreza interior, es decir, la humildad, es la primera de las virtudes misioneras. Porque María fue humilde y pobre. El Señor hizo con ella maravillas, dio un Salvador al mundo. En la estela de María, siguiendo sus huellas, santa Catalina entró por el camino del olvido de sí para dejar todo el lugar disponible a Dios, en ese camino de pobreza interior en que las almas lo esperan todo de Él, aun en medio de las contradicciones más desconcertantesUnidas durante este cursillo, a la vez que profundicemos en el mensaje de María a la Compañía, meditando en la vida de santa Catalina, demos acogida en lo íntimo de nuestros corazones a unas cuantas preguntas de actualidad:
- ¿Somos sensibles a las maravillas de amor que Dios ha obrado en favor de la Compañía y de cada una de nosotras?
- ¿Sabe regocijarse nuestro espíritu en Dios su Salvador? ¿Tenemos un alma de alabanza?
- ¿Por qué calan tan poco en el mundo nuestros esfuerzos misioneros?
- ¿Por qué es tan poca la gente que comprende ese signo del amor salvífico de Jesucristo que tratamos de dar a los pobres?
- ¿Qué hemos hecho del mensaje en tantos años transcurridos?
Este cursillo debe en efecto determinarnos a cambiar, a sentir la necesidad que tenemos todas y cada una de cambiar para llegar a ser más auténticamente Hijas de la Caridad, hijas de ese amor que deseamos comunicar. Ahora bien, el verdadero sentido misionero coincide con el grado de convicción que tenemos de nuestra pobreza. La vida misionera, la que permite «hacer a las almas amigas de Dios»,2 como dice san Vicente, la que «no se contenta con amar ella a Dios si su prójimo no le ama»,3 esa vida sólo puede sustentarse en la pobreza interior.
La humildad nos pone en espera de los dones de Dios y en disponibilidad a su palabra. «Hágase en mí según tu Palabra». La humildad nos hace pedir a Dios su gracia para poder cumplir su designio sobre nosotras. Reconocer nuestra pobreza interior equivale también a descubrir que no amamos lo bastante a Dios, ni al prójimo, ni a los pobres. ¡Con cuánta facilidad nos quedamos en las palabras sin ir más allá! Este cursillo pretende, por el contrario, llegar a ser un impulso de renovación para la Compañía. Como ocurrió con los acontecimientos de 1830, será una verdadera renovación que sacaremos de nuestro contacto con la Virgen María y santa Catalina.
Tendremos quizá, como después de unos Ejercicios espirituales, que tomar resoluciones comunitarias, ¿por qué no?, e individuales. Se les va a presentar de nuevo el mensaje que ya hemos estudiado detenidamente durante todo el año. Dejémoslo penetrar en nuestras almas. Junto a María, tratemos de comprender cómo podremos llegar a ser más fieles a los signos del Espíritu hoy. Esta insistencia en recordarnos lo que ya se nos dijo en 1830, no puede dejarnos pasivas. A través de la presencia de ustedes en este cursillo, María está también más presente en la vida de toda la Compañía de hoy. Pidámosle que disponga nuestros corazones a la apertura misionera, a ese «haced todo lo que Él os diga», junto a los pobres sobre todo.
En «Evangelii Nuntiandi», leemos: «En la mañana de Pentecostés, ella presidió con su oración el comienzo de la evangelización, bajo el influjo del Espíritu Santo. Sea ella la estrella de la evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y realizar, sobre todo, en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza».4
María, estrella de la evangelización; nos lo dice también la Medalla Milagrosa.
Les deseo un feliz cursillo, con María, en compañía de santa Catalina, pero también en la de san Vicente y santa Luisa. Vivan en plenitud la experiencia de una vida fraterna en comunidad internacional. Descubran con alegría que son todas hermanas, a pesar de sus diferencias. Reconózcanse como hijas de su única Madre en el seno de esta gran familia que es la Compañía.
Su cursillo habrá sido bueno si, cuando se separen, llevan ustedes la seguridad de estar unidas en una misma pertenencia, por un mismo compromiso, resueltas a vivirlo en sencillez y humildad, como verdaderas siervas, como santa Catalina, y en la entrega incondicional al amor, como la Virgen María.